“No se olviden de esto”, agita Cazzu, con la voz de caramelo, antes de abandonar el escenario del Lollapalooza en marzo de 2019 en Buenos Aires. Podría ser una arenga abstracta, una referencia a una noche para el recuerdo o algo así, pero no es el caso. Cazzu está hablando de la canción con la que cerró el show, “Chapiadora”, que termina con una repetición de este estribillo:
Chapi, Chapi, Chapi, Chapi
Pensando en el money, papi, a todas horas
Tengo una gata que cuenta billetes todo el día, parece contadora
En la cartera va un rímel, labial, perfume y una calculadora
Chapi, Chapi, Chapi, Chapi
Las que cuentan money son las que no lloran.
Cazzu no salió de la fábrica de Disney ni es estrella de una tira de Cris Morena; no tiene ninguna marca que cuidar, ningún deber de ser un modelo para las chicas que la siguen. Así y todo, siempre que toca se puede reconocer a sus fans desde lejos: le copian las dos colitas, las minifaldas tableadas, los conjuntos de jogging y campera deportiva —abierta, con top abajo—, las sombras de colores en los ojos. Nadie le paga a Cazzu para dar el ejemplo, pero ella también ve a esas chicas, y es a ellas a quienes les habla. A ellas les grita, hey, las que cuentan money son las que no lloran. No se olviden. No se olviden de esto.
Y la jujeña Cazzu está lejos de ser la única en este grito. “Yo pago lo mío, no te necesito”, canta la dominicana-estadounidense Sharlene; “no necesito a nadie, lo mío lo compro yo”, agrega Alina, también dominicana; “ahora solo quiero los mejores tragos y la ropa Traída de Dubai”, le contesta la colombiana Karol G a uno que no para de llamarla. Las chicas del trap latino, sin armar acuerdos programáticos ni pedir permiso, estallaron todas en una misma furia: van a hablar de plata. Aunque a otros les parezca, como se diría, “una mersada”.
Hablar de dinero no es fácil, ni en América Latina ni en casi ningún lado hoy. El filósofo marxista G.A. Cohen argumentó ya en la década del ‘90 que en nuestras sociedades el dinero no condicionaba la libertad: directamente la constituía. El dinero es, en nuestro mundo de Estados en crisis y ciudadanías vaciadas, el modo en que las libertades se organizan, una forma de simbolizar derechos de acceso: quien lo tiene las tiene y quien no, no. No es extraño, por eso, que nos resulte más incómodo hablar de cuánto ganamos que de a quién nos cogemos; tampoco, que a algunas personas esta conversación les esté más habilitada que a otras. Especialmente cuando estos mismos capitalismos —en conjunto quizás con nuestra herencia judeocristiana— arrojan un manto de sospecha, culpa y vergüenza sobre las formas precarias con las que la mayoría de las personas de este mundo nos las arreglamos para subsistir. Las formas honorables de hacer dinero son las que eligen —a una oración como esta no le alcanzan todas las itálicas del mundo— los ricos, los blancos, los varones cishet. Se mira con desconfianza las zapatillas caras de un morocho de gorrita, pero no las de un niño bien; los mismos tacazos de Manolo Blahnik —¿qué pasa con los juicios de clase y el calzado?— producen una impresión muy distinta en los pies de una chica trans que se come las eses que en los de una chica universitaria que sabemos —nos mentimos— cómo hizo la plata para comprarlos. En la segunda se verán elegantes; en la primera, dan gato. Más les valdría a los negros, a las villeras, a las pobres, ser un poco más discretos.
Es en este contexto que en los años ‘80 los raperos norteamericanos —racializados y de origen humilde— empezaron a cantarle a la plata; un movimiento que también vimos en algún sentido en la Argentina de los tardíos ‘90, cuando la cumbia villera de Pablo Lescano empezó a ganarle terreno lírico a la romántica al calor de la crisis inminente. Los raperos y los cumbieros le cantan a la plata, pero ante todo cantan contra el estigma asociado a que ellos la tengan: contra el llamado a la discreción, a agachar la cabeza, a ser el pobre que los ricos quieren que sea. “Pobre pero honrado”, el buen indio, el buen negro, la alteridad que no amenaza, que no da miedo: un otro que quiere pasar desapercibido, que no quiere incomodarte con su historia de carencias.
En esa misma década del ‘80, mientras solistas como Ice T y grupos como N.W.A popularizaban eso que se llamó gangsta rap —y que hoy para muchos es sencillamente rap— una chica blanca que había llegado a Nueva York con 35 dólares en el bolsillo escribía su propia oda al dinero. “Material Girl”, el hit que Madonna lanzó en 1984, no esquivaba el elefante en la habitación, ese del estereotipo de que una chica que tiene demasiada plata seguramente se la sacó a un varón, ya no robando o vendiendo droga sino vendiendo lo más preciado que tiene una mujer. El tono de Madonna, tanto en el videoclip que la mostraba cargada de diamantes y rodeada de chongos como en el arreglo de la canción, tenía mucho de ironía, pero no por eso hablaba menos en serio: “hay chicos que me besan, chicos que me abrazan, creo que están ok”, cantaba, “pero si no me pagan, me voy”, completaba con la misma sonrisa coqueta. Y aunque suene raro interpretar “Material Girl” como una crítica social, es una lectura bastante razonable teniendo en cuenta el estribillo: “vivimos en un mundo material, y yo soy una chica material”, repetía orgullosa Madonna contra un fondo de sintetizadores chiclosos. En las letras de los raperos aparecía muy seguido el leitmotiv de la supervivencia (La vida no es más que perras y plata / Porque soy un negro hecho para durar, decían los N.W.A en “Gangsta gangsta”); en muchas canciones podía aparecer solamente la celebración de ganar dinero a toda costa, pero en otras, y especialmente en esta época (antes de que el rap se popularizara a los niveles actuales y artistas como Dr. Dre o Jay Z fueran literalmente billonarios) estos tópicos aparecían más asociados, como en la canción de Madonna, a la necesidad más pura y básica de seguir existiendo en un universo que tenía determinadas reglas. En un mundo donde el dinero lo rige todo, ¿por qué nosotros —los negros, las chicas— deberíamos quedarnos afuera?
Pero “los negros” y “las chicas” no son lo mismo que “las chicas negras” (o, al menos, las chicas no blancas). En su poética del dinero las traperas beben de estas dos tradiciones —la del empoderamiento pop de Madonna y la del orgullo gangster del gangsta rap— pero dialogan también con una serie de estereotipos específicos, locales y globales, que ni Madonna ni los raperos enfrentaron antes que ellas, y que surgen de esta interseccionalidad particular entre género, etnia y clase que —más allá de sus diferencias— vienen a instanciar.
Un buen caso para pensar esta especificidad es el contraste entre dos canciones (y sus respectivos videos) que fueron hits en 2019: 7 Rings, de la diva pop Ariana Grande, y Money, de Cardi B, una afrolatina nacida en el Bronx que viene haciendo olas hace ya un par de años con su mix de trap y R&B. En febrero de este año, un artículo del NY Times puso estas dos canciones en serie, señalando el modo en que ambas toman los significantes de los rockeros y raperos asociados al dinero —fajos de billetes, autos lujosos, joyas extravagantes y mansiones regadas de champán— y los resignifican en videos sin varones a la vista. El texto es interesante y acierta en su señalamiento del dinero como significante masculino: sin embargo, parece perderse una serie crucial de matices que diferencian a “7 Rings” de “Money”. Hace ya bastante que los medios millennials y centennials discuten el “blackface” de Ariana Grande, es decir, el modo en que —siendo caucásica— utiliza el bronceado y ciertos ritmos y gestos de la música negra para autoadjudicarse cierta autenticidad callejera sin pagar los costos que esas marcas de pertenencia le implican a las personas racializadas. No hace falta comprar todo el aparato conceptual de la apropiación cultural para notar que, en efecto, el gesto de Ariana en “7 Rings” es muy diferente del de Cardi B. Aunque se valga de simbología hiphopera, el tono de Ariana cuando canta “I see it, I like it, I want it, I got it” (“lo veo, me gusta, lo quiero, lo tengo”) recuerda mucho más al de Madonna en su juego irónico con la inocencia y el capricho —resignificando más el tropos de la nena malcriada que el del pichón de narco o la prostituta— que al de Dr. Dre o Kanye. Ariana es juguetona, pero no es amenazante: no es negra, no tiene un acento de clase trabajadora, no habla de crimen ni de drogas, ni siquiera de sacarles plata a los hombres o vivir de ellos (o no vivir de ellos ni necesitarlos).
El tema de la trapera Cardi B, en cambio, pone en juego toda otra serie de referencias. Cardi B, nacida Belcalis Marlenis Almánzar solo unos meses antes que Ariana Grande, es latina y negra —su padre es dominicano, su madre de Trinidad— y a diferencia de Ariana, no viene de la clase media profesional: de hecho admitió haber formado parte de la pandilla narco the Bloods en su adolescencia, y tuvo que salir a defenderse en marzo de 2019 cuando alguien reflotó en internet un video en el cual confesaba haber drogado y robado a clientes cuando trabajaba como stripper. Cardi B no negó su pasado, ni quiso pintarlo como algo glamoroso: “Nunca dije ser perfecta ni venir de un mundo perfecto”, dijo, “puedo haber tomado malas decisiones, pero hice lo que necesitaba para sobrevivir”. Este leitmotiv, el de la supervivencia, es recurrente en la poética del gangsta rap desde los ‘80 para acá; y aunque “Money” no lo utilice explícitamente es imposible no pensar en eso cuando Cardi B grita (en un video y una canción de estética desbocada, un descontrol salvaje al lado del que Ariana Grande parece la chica bien comportada que en efecto es) “I don’t really need the D I need the money”. O sea: “no necesito la P, necesito la plata”. La letra de “Money” no reniega del trabajo sexual —cuya dignidad, como ex stripper, su autora defiende— sino que lo reposiciona simbólicamente: no se trata de tu pito, sino de mi plata.
Y de mi independencia económica, podría agregar, porque esa es la cadena semántica que arman muchas otras traperas: de hecho, si raperos como Dr. Dre hacían más énfasis en el motivo de la supervivencia (la argentina Dakillah, rapera salida de El Quinto Escalón, parece comentar esto mismo sobre sus compañeros en su hit “Oro negro”: ganando oro negro, ah / Haciendo money en negro, eh / Y ellos hablando de más / Para poder ganar y no tener más días negros) podemos decir que el que las traperas latinas reiteran una y otra vez es el de la autosuficiencia. Quizás porque, como mujeres latinoamericanas, el contexto de sospechas sobre el que cantan es otro: no solamente la criminalidad, sino el prejuicio de que viven de otros. De los hombres, sí, pero también “del Estado”. Tanto en inglés como en español existen frases para hablar despectivamente —sería más exacto decir “violentamente”— de las mujeres racializadas que, en palabras de quienes eligen estas frases, “viven del Estado”: si nosotrxs tenemos “se embarazan por un plan”, en Estados Unidos hablan de las “welfare queens”, mujeres —en general, también, madres— que supuestamente “abusan” del dinero del Estado para darse una buena vida. Contra este trasfondo de prejuicios es que las traperas insisten en que no necesitan el dinero de los varones, como Sharlene en “Yo pago lo mío”, o Alina en “I’m a fucking boss” (no necesito a nadie lo mío lo compro yo, canta en un spanglish orgulloso). O como Natti Natasha, una de las más exitosas mundialmente de todo el grupo, que en “Independiente” se permite incluso aclarar los tantos: “no soy adicta al dinero pero está en mi mente”.
No es fácil seguirle el rastro a estas chicas. Tienden a rehuir de las discográficas y de los medios tradicionales: no les interesan y no los necesitan. Su modo de construir sus respectivas imágenes públicas es muy particular: no cuentan demasiado sobre sus trasfondos familiares ni apelan en general al recorrido que han hecho. Las vemos en sus redes sociales, pero siempre montadas, conscientes del carácter ficcional de sus personajes y de lo importante de sostener la performance en plataformas múltiples. Por todo eso es casi imposible leer declaraciones a la prensa o averiguar algo muy concreto sobre su pasado o incluso su presente; pero las letras de sus canciones hablan por ellas, y también por los modos en que sus poéticas son enmarcadas en una sociedad que todavía desconfía de las mujeres latinoamericanas que encima tienen el tupé de querer algo.
Es poco entonces lo que Google puede decirnos de Farina y Tokischa, las dos traperas que se cruzan en el hit “Perras como tú” (que tiene poco más de 9 millones de vistas en YouTube: un buen número, pero relativamente humilde en los números del trap latino cuyos himnos alcanzan con facilidad los 30, 40 o 50 millones). Farina “la nena fina” es una artista colombiana de ascendencia peruana y árabe salida de un reality musical en el año 2005: su performance es sensual y explosiva —en Instagram se la puede ver subida a unos tacazos de femme fatale, con una trenza larga hasta el suelo y la piel morena y reluciente— pero siempre con un toque de juego e ironía, una especie de autoconciencia. Tokischa, dominicana, es una artista más nueva, con una estética algo más andrógina y futurista. Unen sus voces —el flow aterciopelado de Farina y el eléctrico de Tokischa— en “Perras como tú”, una canción de defensa y agite contra “los haters”, pero más que los de internet aquellos que existieron siempre: en este pueblo si no saben un cuento lo inventan / es problema mío si pongo mi culo en venta, arenga ya la primera estrofa, para inmediatamente agregar si nadie te coge y estás triste y descontenta / No me joda a mí que al final yo pago mi renta. Lo interesante de esta canción no es, solamente, cómo la retórica empoderada se mezcla con el estereotipo machista de la malcogida, sino también que fue elegida como parte del soundtrack de la remake norteamericana de Miss Bala (2019), una película protagonizada por la actriz Gina Rodriguez que cuenta la historia de una chica latina y preciosa que deviene...mulita de drogas para un cártel mexicano, por supuesto. En el trailer se pueden ver algunas imágenes cuya carga simbólica le suma a “Perras como tú” una capa de sentido, de contradicción, tal vez de ironía, pero de ironía ambigua y melancólica, el sarcasmo triste de la cultura pop que todo lo fagocita y lo parodia: Rodriguez en corpiño, con las manos hacia arriba y atrás de la cabeza, como un preso o una esclava atada, sexualizada pero indefensa, mientras un varón —también racializado y cosificado en su rol de macho latino violento— le pega fajos de billetes a la cintura.
En su libro We Real Cool: Black Men and Masculinity (2004), la feminista negra bell hooks ya había insinuado los límites políticos del discurso de la gangsta culture en la liberación de los varones negros, y sus planteos se aplican también para las canciones de las traperas latinas: apropiarse del imaginario del dinero como significante de poder —y fuerza, y virilidad— deja sin cuestionar las jerarquías con las que el hombre blanco organizó el mundo. Dos líderes tan diferentes como Martin Luther King y Malcolm X, explica hooks, coincidieron en una cosa: su desprecio por el dinero como la medida del valor de las personas. Audre Lorde, otra feminista negra, lo puso en términos muy similares: “con las herramientas del amo no destruiremos su casa”. Si se trata de la cuestión de la emancipación, esto es cierto; los feminismos lo saben, y más que ningunos los feminismos racializados, que en las últimas décadas han sido fuente de algunos de los cuestionamientos más interesantes al extractivismo capitalista. Al nivel de la pregunta por qué es vivir una vida feminista, en el mundo que hoy nos toca —no el mundo de la revolución, sino el mundo del “mientras tanto”: el mundo en el que trabajamos y nos cuidamos para sobrevivir— estas críticas reflejan una tensión que existe entre modos de resistencia diversos, en un sistema que, en la práctica, no nos permite autoexcluirnos por completo. Como lo dicen siempre las putas feministas: en un mundo capitalista, necesitamos plata para vivir. ¿Quién tiene la autoridad moral para decirnos cómo se hace esa plata a los sujetos de los últimos escalones del sistema? En el caso específico de las mujeres, por otra parte, la independencia económica es una bandera que necesitamos levantar, si queremos desarmar los aparatos de la violencia y la sujeción patriarcal.
Estos conflictos exceden por mucho a las traperas y sus poéticas; sin embargo, no es demasiado tirado de los pelos leer, en algunos casos, cierta autoconsciencia de estas tensiones. Una autoconciencia, quizás, exhibida y ejercida en una herramienta vital que también tiene la música: el humor. Las traperas se toman en serio sus discursos sobre la independencia económica y el derecho a valerse de sus cuerpos y de lo que quieran en el camino del éxito —si cabe alguna duda, se puede chequear la estrategia milimétrica con la que llevan sus carreras—, pero tampoco se los toman demasiado en serio. En el video de “Como una Kardashian”, una de sus canciones más conocidas, Farina rima lo que gasto en las tiendas no lo calculo con todo lo manipulo con este culo, mientras se pavonea con un pelo rubio a lo Susana Giménez (más bien a lo Kim Kardashian, claro) entre aviones privados y sábanas de seda. En el final de video, vuelve a ser una morena de ruleros que se despierta de su sueño de jet set y se ríe: algo de esa escena nos marca el tono con el que Farina —y también Cazzu, y Natti Natasha, y varias más— reconocen entender el ridículo de la simbología fálica del dinero, lo tremendamente absurdo de ese despilfarro que ellas mismas están jugando a exhibir. En sus estéticas hay apropiación y afirmación, pero también hay parodia: es en ese desplazamiento —minúsculo, sutil, no siempre visible— donde la potencia de la simbología capitalista y viril se desactiva en su ridiculez y, como si nada, se hace pedazos.