Domingo 2 de julio, los mexicanos eligen nuevo presidente, pero Luis Miguel solo habla de amor. Y yo estoy sentada en una esquina del antiguo Palacio de los Deportes, al lado de una señora mexicana que lleva 30 años sin votar. Ver a Luis Miguel con 48 años es como verte a ti misma a los 42: hay un abismo entre la imagen mental, lo que atesora la nostalgia y la realidad. Por eso, este concierto es un viaje sin retorno. No puedo quitar ojo de la pantalla, en la que de vez en cuando se refleja el público de madurones que bailan boleros y baladas, y tampoco puedo dejar de pensar que son mis padres, cuando en realidad soy yo. De eso va ser contemporáneos, envejecemos con nuestros artistas o nuestros artistas envejecen con nosotros. Yo estoy aquí porque no olvido. Porque podría escribir este artículo solo concatenando estrofas de canciones de Luis Miguel que tengo grabadas por las miles de veces que hice sonar el casete y por eso se quedaron ahí para siempre.
Tras siete años alejado de las luces y un montón de juicios millonarios por incumplir contratos, el artista pop más célebre de América Latina vuelve con un disco, una gira mundial que llena auditorios pero sobre todo con esa especie de telenovela mexicana de la era Netflix que él mismo ha promocionado como la primera vez que contará toda la verdad sobre su vida. La fiebre de Netflix también me ha traído hasta aquí. Me atrevería a decir que la decisión de Luis Miguel de autorizar su biografía audiovisual ha revolucionado la manera en que una celebridad se cuenta. Que se supiera poco o nada a ciencia cierta de su vida personal, que no diera entrevistas y que incluso demandara a varios de sus biógrafos, hacen de la serie una fuente de exclusivas y "confirmados" por el propio Luis Miguel Gallego Basteri, que generan titulares y memes cada semana. Es Netflix interviniendo en el fenómeno fan: el ídolo se salta los intermediarios y vuelve a tener el control de su vida privada, de sus secretos, pero ahora utiliza la plataforma digital para ir soltando en tiempo real, por capítulos, las verdades que hace años persiguen los periodistas de espectáculos.
En mi casa estaba prohibido Julio Iglesias por imperialista, pero gracias a que mis padres me machacaron con Perales, Alberto Cortez y Mugrabi llegué naturalmente a Luis Miguel. Quizá haya sido el primer hombre que yo traje a casa y presenté a mis padres. Ahora que veo obsesivamente sus viejos videos, pienso en lo ridículo que es ver a un niño de 15 años cantar ciertas letras; pero era aún más ridículo que nosotras, más niñas todavía, nos sintiéramos identificadas con cosas que aún no habíamos vivido, pero que iban ya penetrando en cada uno de nuestros átomos a través de sus canciones, como si estuviéramos planeando el futuro, viviendo la desgracia por adelantado, los celos, la separación, el desamor que algún día llegaría a nuestras vidas. No había nada que deseara más que sufrir por amor para poder cantar con convicción cualquier balada de Luis Miguel. Que todas sus canciones hablaran de mí. Primero fue el verso, la canción, las historias de amor de cortarse las venas. Solo después las escenificaríamos, solo después vendría el desgarro.
Me acuerdo que mi mamá me llevaba a la peluquería y pedía que me hicieran el corte de pelo de Cristóbal Colón. Yo tenía el pelo muy liso y suave. Cuando venían mis amigas a casa nos encantaba jugar a las imitaciones. Mis mejores imitaciones eran la de María Conchita Alonso –que cantaba una canción pidiendo que un tipo la acariciara "tan suave como el aire, tan fuerte como el huracán", lo que era muy perturbador para mis 10 años– y la otra que me hacía triunfar era la de Luis Miguel. Quizá yo fuera fenotípicamente lo más alejado de Luis Miguel que había entre mis amigas, pero sí tenía ese pelo corto que podía disipar de mi cara con un soplido y sacudirlo como hacía él con una buena cabeceada al aire. Hacía el play back de "Palabra de honor" con un falso micrófono y mis amigas interpretaban a las fans enamoradas, lanzándose sobre mí, besándome en los labios, queriendo arrancarme un brazo. No era solo un teatro, realmente vivíamos el karaoke, quiero decir que se llegaba a crear una atmósfera muy caliente, en la que yo me creía realmente Luis Miguel, y ellas realmente se creían que yo lo era. La imaginación infantil logra milagros. Por lo pronto, estábamos impacientes por saber lo que era un beso de verano o ver llover por la ventana repitiendo un nombre, queríamos sentirnos sucias y culpables o no, que nos mintieran como siempre, ser estúpidamente incondicionales, entregarnos, moríamos por ser abandonadas y gritar: ¡te tengo que olvidar! Las canciones de Luis Miguel nos hicieron creer durante mucho tiempo que el amor siempre duele. Y tuvimos que probar todo ese dolor antes de empezar a desprogramarnos y poder cantar en un karaoke sin drama.
Yo fui Luis Miguel, yo lo interpreté y ahora lo interpreta un actor en la serie que triunfa no solo porque su biografía tiene todos los elementos de un culebrón mexicano –un padre maltratador, una madre desaparecida, gente rica, un montón de amantes, hijos no reconocidos – sino porque en ella también asoma, como parte de la puesta en escena, la política y la sociedad mexicanas, clasista y patriarcal, a través de sus élites. De alguna manera, la ficción televisiva ha logrado imbricarse de tal manera con lo real que todo parece estar ocurriendo en el mismo plano: el concierto de Luis Miguel en Madrid, las elecciones mexicanas en las que ganó López Obrador y Netflix. Pero Luis Miguel no dirá nada sobre eso, porque solo habla de amor.
Finalmente, lo que más recordaré del concierto de Luis Miguel es que canta solo la mitad del tiempo. La otra mitad el concierto se transforma en un gran karaoke. Luis Miguel dirige el micrófono hacia el público y nosotros, los madurones de la pantalla, cantamos a voz en cuello los hits que llorábamos antes de saber por qué lloraríamos. Ahora desgraciadamente ya sabemos exactamente de que está hablando Luis Miguel y no es nada bueno.
Publicada originalmente en eldiario.es.