Argentina vs Bélgica II


Vos no sos un belga

Federico Bianchini viajó en micro de San Pablo a Brasilia. En la ruta, vio varios autos volcados y un hombre muerto sin un brazo. Para tratar de sacarse esa imagen siniestra de la cabeza, compró una entrada en la reventa y vio el partido en un clima de tensión entre argentinos y brasileños que, muchos temen, puede explotar si ambos equipos llegan a la final.

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Foto de apertura: MAFIA

 

Como en toda ficción, en ésta también hay sucesos, pistas, que hacen que el narrador se alerte. Diga: no, no puede ser, estoy dentro de un relato.

 

Recorreré en un micro amarillo, rojo y negro los mil kilómetros que separan San Pablo y Brasilia. Veo en el aparato de números rojos, que está sobre la puerta, la temperatura y los kilómetros por hora hasta que en un momento lo apagan: supongo, para que no empiece a sonar la chicharra por el exceso de velocidad.

 

Como en toda ficción, en un mismo plano narrativo se mezclan las pistas, los sucesos que alertan al narrador y la historia propiamente dicha: en este caso el mundial. Pero (creáme lector) ver, cuatro horas antes del partido, un micro igual a éste donde escribo (aunque vacío) incrustado en la banquina en una posición más vertical que horizontal hace que la verosimilitud de la euforia, el nerviosismo y los goles se disuelva de repente.

 

Sobre todo si sobre el pavimento, acostado boca abajo, hay un hombre de bermuda y remera gris que, quieto, no parece sentir dolor a pesar de que el cuerpo y su brazo derecho estén separados por más de un metro.

Brilla tan blanco el hueso del hombro.

 

Y sin embargo.

 

Pienso: ¿Llevaba casco? Es curioso, no recuerdo haberle visto el casco pero por un momento lo dudo, como si necesitara esa ficción: no viajaba el hombre dentro de un micro igual al que yo viajo, había sido atropellado en su moto. Pero no había moto. Tampoco, ningún casco. Iba en micro, como voy yo, como vamos tantos. Hacia el mundial.

 

A la media hora, al borde de la ruta, entre árboles, helechos, plantas de distintos verdes, un camión con acoplado, las ruedas hacia nosotros, como si se hubiera caído.

 

Y sin embargo. Un rato más tarde, al despertar de un sueño de varias horas, mientras se despereza, un argentino sentado cerca de mi asiento, sonreirá:

 

—¿Qué hora es? ¿Cuánto falta para el partido?


 

—¿Ya compraste entrada? —me pregunta el viejo, remera suplente de Argentina y gorro mexicano.
No respondo, pero él sigue.

 

—No te apures —dice en voz baja—. Me dijeron que cerca de la cancha las están vendiendo a doscientos cincuenta, trescientos dólares.

 

Pero en el bolsillo del pantalón yo tengo la entrada 120747395 a nombre de Diego Rodríguez. La acabo de comprar por quinientos dólares.

 

Y sin embargo. Porque el hueso del hombro brilla blanco.

 

A veces, quinientos dólares sirven para sumergirse en la ficción.


Estamos detrás del arco donde ataja Romero y por esas cosas de la tecnología el celular de este cronista ignoto se quedará sin batería minutos antes de que comience el partido. En cuestiones técnicas, los belgas están claramente adelantados: dos filas más adelante, una pareja se hace una selfie con una cámara go pro atada a un bastoncito de metal. Pero no hay mucho tiempo para esos detalles porque entra la selección Argentina y muchos brasileros silban: no se entiende tal animadversión, alguien grita que es miedo.

 

En las tribunas, manchas celestes y blancas por todas partes. Muchas amarillas, también. Las rojas no son remeras belgas sino butacas vacías. El equipo europeo casi no tiene hinchada (algunos pocos disfrazados y pintorescos) de no ser por los brasileros que cantan furiosos y despiertan la reacción argentina.

 

En un claro desafío a la prosodia, el estadio entero corea: “Ooooooooooooooh, vos, no soos un belga, brasileeeeeero, chupaverga”.

 

 

 

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Estoy por preguntarle al flaco de al lado cuánto falta, pero la FIFA se encarga de eso porque en la pantalla un contador dice que en sólo treinta y cuatro minutos y quince segundos empezará el partido. La FIFA está hasta en los menores detalles: en la música de moda que pasan fuerte antes de que comience el encuentro, en los cuatro jardineros que cortarán el césped apenas termine el partido y, parece, en que todos tengan su entrada: según la policía brasileña uno de los altos miembros de la organización es quien dirige la reventa.

 

Y sin embargo.

 

A los ocho, el Pipa, con ese giro de goleador: adentro. No abrazo al brasilero de la izquierda, ni a la brasilera de la derecha, pero sí, baranda metálica de por medio, al que tengo adelante, Pablo Madero, argentino sin más referencias que, se supone, me mandará por mail las fotos que sacó desde donde estábamos.

 

Cantamos, gritamos, alguno llorará, no importa, nada importa porque esto es la ficción. La suspensión voluntaria de la incredulidad, como dice Coleridge, como dijo Borges. Aunque un rato después, real, se lesionará Di María. Alguien dirá que es Messi y que el mundial se nos termina, pero no. Pobre Angelito. El primer tiempo se va rápido.
En el segundo, lo más notable que sucederá hasta el caño de Higuaín y el travesaño, algunas jugadas (varias) de los belgas (que harán que nos agarremos la cabeza e insultemos con bronca) será el desplazamiento del círculo de sol desde el centro de la cancha hacia el arco de Romero: tomará una forma ovalada y particular que sorprenderá al cronista.

 

El clima de camaradería con los hermanos brasileros se irá descuartizando de a poco, a medida que los minutos se sucedan. Habrá cargadas, insultos, alguien tirará cerveza y seis o siete policías escoltarán, de forma coercitivamente respetuosa, a un compatriota hasta el piso de abajo. Tres agentes, se quedarán en el sector, mirando las caras de los que alientan. En especial, la de un brasilero, anteojos, reloj oneroso que hace saludos con la manito abierta (haciendo referencia a aquello del “pentacampeão”) y al que varios argentinos querrán deflorar de maneras creativas.

 

En Bélgica, entrará Divock Origi y los brasileros aplaudirán y vitorearán como si lo conocieran. El que está a mi lado, lo juro, gritará: “¡Aleluya!” (?).

 

Para no perder la costumbre, hasta el final sufriremos. Pero, luego, en la puerta 428, un grupo de unos trescientos argentinos durante veinte minutos sin parar, cantarán aquello de “Brasil decime qué se siente” con la particularidad de que cada vez, como si fuera la primera, al llegar a la parte de “A Messi lo vas a ver, la Copa nos va a traer” el ritmo caerá, algunos balbucearán incluso, esa parte no la tienen tan clara, pero luego, el primer verso se gritará renovado, con ínfulas y saltos, como si ésta vez, en serio, fuera la última. Luego, vendrá el himno argentino que totalmente desencajado, este ignoto también gritará furioso, porque antes que cronista este ignoto es argentino.