Fecha de publicación: 17 de julio, 2020.
Hace dos años publiqué Elogio de la docencia. Allí planteé la necesidad de recuperar la escala humana para pensar el mundo desde las escuelas, y proponía que las aulas eran espacios de resistencia frente a una sociedad excluyente, individualista y volcada a las redes. En marzo de este año, Anfibia publicó un artículo en el que al comienzo afirmé: “Nuestro ámbito de trabajo está en crisis porque la sociedad también lo está, pero se espera de la escuela las mismas soluciones que hace medio siglo”. Allí recogía las opiniones de colegas de distintos lugares del país. Decían que “esperábamos un año sin sobresaltos”. La nota concluía: “Hay un peligro latente, que es el de la salida individual ante un panorama hostil, que no hace más que reproducir lo que sucede fuera de la escuela. La invocación a lo colectivo no puede ser vana, sino anclada en lo que hacemos todos los días. Tiene que materializarse en algo concreto. Treinta personas reunidas en un aula que detienen el tiempo para pensar juntos nunca va a dejar de ser un buen punto de partida”.
Hoy, cuatro meses después, escribo en aislamiento, conectado de modo virtual con la mayoría de mis afectos, compañeros y estudiantes. Nada de lo que pensaba y esperábamos ha cambiado, salvo para peor. La realidad ha cerrado las aulas que proponía como trincheras para sostener lo que nos hace humanos: el diálogo, la solidaridad, la capacidad de proyectar. Para quienes creemos en el intercambio entre las generaciones propiciado en las escuelas como instrumento de cambio, este presente es una distopía.
Quise hacer el mismo ejercicio que a comienzo de año: una mirada sobre las expectativas y las realidades de algunas/os compañeros de escuelas medias atrapados en la pandemia mientras trabajamos. Hace muchos años que escribo, pero encuentro que la conmoción impide ordenar ideas. Estamos en medio de un caos inesperado, que atravesamos día a día mientras llevamos de la mano a nuestros estudiantes.
Escribí a los mismos compañeros y amigos que hace meses. Algunos me contestaron que estaban agotados y no podían pensar sobre el tema. Otros, tan enojados por la sensación de agresión permanente del contexto (de la situación, de los padres, de los directivos) que preferían callar.
Dice Fabián, profesor en la zona Norte de AMBA: “Nadie estaba preparado para el encierro, que trajo problemas en las familias en lo económico, en lo psicológico, en la convivencia, en la soledad, y eso incluye a las familias de los docentes. La enseñanza se hizo difícil porque tuvimos que buscar conectarnos con alumnos a los que ni siquiera vimos una vez”. Es difícil hacer evaluaciones, aún provisorias, dice Manuel, profesor en CABA: “Me cuesta mucho poder hacer un balance de estos meses de mi laburo. Todavía siento que estamos en medio de algo con futuro incierto”. Mónica, docente en Neuquén capital, cuenta: “Transité este período con ansiedad, bronca, impotencia por el bombardeo de resoluciones, disposiciones. La asquerosa burocracia alejada de la realidad demuestra que algunos no pisan una escuela hace bastante tiempo”.
Cualquier reflexión sobre este primer semestre en el sistema educativo está atravesada por la sensación de emergencia. Los profesores tuvimos que improvisar, muchas veces librados a nuestro leal saber y entender. Cuenta Sylvia: “Se trata de falta de tiempo porque hay que asumir tareas que estaban distribuidas entre diferentes personas. El trabajo docente, por su parte, donde me toca, se hace con insuficiente discusión institucional y ahí veo un problema serio; unx lo vuelca en discusiones entre amigues colegas, pero esas son charlas rápidas y asistemáticas, esporádicas porque el tiempo no le sobra a la mayoría de mis compañerxs”.
La bomba del COVID 19 cayó en un sistema en crisis, con deficiencias de infraestructura y profundas desigualdades, que se han acentuado mientras tratamos de mantener el lazo más elemental de comunidad. Una situación para la que muchos no estamos preparados. Mónica: “Este primer tramo fue una mezcla de sentimientos y sensaciones. Como tengo herramientas para trabajar con TICs [tecnologías de información y comunicación] personalmente no fue complicado, pero sí para mis compañeros/as que no tienen la capacitación suficiente. Más allá de eso empezamos buscando llegar a los/as estudiantes a través del e-mail, una búsqueda que en la escuela con más carga horaria la realizamos los/as propios/as docentes porque institucionalmente no nos sentimos acompañados/as, pero no fue un freno, fue más impulso para trabajar. La respuesta de los/as estudiantes fue escasa porque no cuentan con conectividad, computadoras, espacios para el estudio porque viven en viviendas precarias y son familias numerosas, y sobre todo son jóvenes y adultos/as con la preocupación de conservar lo poco que tienen, un trabajo, changa, etc”. Fabián coincide: “La falta de celulares, la ausencia de notebooks en las casas, la conectividad imposible atentaron contra el nexo con los estudiantes. Se nota el retiro de las aulas del plan Conectar Igualdad. Para los docentes implica poner el cuerpo y la mente 7x24. ¿Cómo se hace para atender por celular a 300 alumnos o más?”
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Con mis estudiantes más grandes tengo un grupo de whatsapp:
-¡Hola, profe! ¿Hoy tenemos clase?
-No, discúlpenme, pero se las debo. ¿Les parece la semana entrante?
-Sí profe perfecto.
-La verdad es que me gustaría, pero me tengo que poner un poco con mi hija más chiquita, está complicada con el ingreso. ¿Ustedes bien?
-Que tierno jajaj, no se preocupe profe.
-Si, profe! Todo bien.
-Todo bien profe, nos parecía raro que no nos escribiera o mandara textos interesantes jajaj lo extrañábamos.
-Esooo.
-Nos preocupamos.
-Nos habíamos acostumbrado a hablar casi todos los días por este grupo jajaja.
-Che, ¡pero no tienen por qué esperar a que yo suba algo!
-Tampoco nos queríamos poner pesados nosotros. Como Seba mandó un mensaje y no le contestó pensamos que estaba con sus cosas…
No es casual que desde el comienzo del aislamiento hayamos empleado metáforas bélicas para referirnos a la pandemia, porque sus efectos sociales y económicos se asemejan a los de una guerra: mortandad, afecciones psicológicas, economías devastadas, ruptura de las comunicaciones. Nos aferramos a lo que podemos, a quienes nos prestan atención. Los vínculos, los lazos, las legitimidades, están sujetas a revisión por fuerza mayor, mientras situaciones estructurales de desamparo se agudizan.
Algunas de las respuestas de mis compañeros muestran que la actitud de la conducción de las escuelas ha sido clave. Donde estuvieron a la altura, las cosas funcionaron, aún cuando tuvieron que redoblar –o aprender a hacer- lo que el sistema ya venía haciendo antes de este estallido: asistencia social. Repartir comida, llamar a las familias, contener a los demás mientras sus propios hogares estaban sometidos a las mismas tensiones.
Señala Fabián que “hay poco reconocimiento a la tarea docente, que en esta emergencia salió a sostener la escuela, tanto de gestión estatal como privada”. Sucede que la vara con la que muchos compatriotas nos miden por estos días es muy alta (por ejemplo, su propia desesperación frente a la contingencia) e ignora que vivimos las mismas tensiones que los demás. Esa excesiva demanda sobre los docentes, además de la sobreexigencia laboral, atacó a trabajadores cuyas condiciones de trabajo y su legitimidad social ya venían cuestionadas antes de que esta crisis los sometiera a prueba.
Se borraron las divisiones entre las casas y las escuelas. Cada hogar se transformó en una pequeña institución educativa. Nos hemos reído todos con los mensajes viralizados de padres escandalizados por las tareas que deben hacer, pero en realidad, esas situaciones tienen que leerse como una inmersión forzosa en la realidad del trabajo de los educadores en nuestro país, y del enorme grado de delegación de responsabilidades en la escuela que socialmente se había producido.
Aún con mala conectividad, con noticias lóbregas a diario, con tensión, nuestros niños y adolescentes están aprendiendo. ¿Somos capaces de entender y acompañarlos en ese proceso? Se abre la posibilidad de una profunda revisión de lo que esperamos de un sistema educativo. Al comienzo del aislamiento hubo una reacción automática que tradujo “mantener la escolarización” como “no perder demasiados contenidos”. Una preocupación inicial que soslayó la urgencia de pensar las formas en las que transitaríamos con nuestros chicos estos días, y qué aprenderíamos todos de todo esto. Dice Manuel: “Seguimos mirando sólo cómo enseñamos y no qué y cuánto aprenden nuestros estudiantes; a qué ritmo; con qué recursos”. Silvina explica que “dejé de lado la constante lucha por terminar el programa de cada año. Ahora valoro más, mucho más, los pequeños contenidos trabajados por los alumnos (aunque eso lleve a la no finalización del programa) y en esos trabajos buscar más las habilidades y capacidades de los propios alumnos en sus producciones”.
Muchos preferimos ver la posibilidad en la crisis. Como señala Sylvia, en la cuarentena “se aprende mucho de producción de materiales, de organización de contenidos, de requisitos de aprendizaje, de regulación del propio tiempo, del tiempo en general... del valor de la sincronía, especialmente con lxs chicxs y adolescentes. La importancia de la voz, de las risas "en tiempo real" aunque no sean en el mismo espacio físico”. Desde un punto de vista virtuoso, podemos pensar en “alentar a disfrutar un vínculo didáctico que no está tan regulado por las calificaciones: en esos espacios hay muchxs profesorxs muy valiosxs trabajando en ese sentido; esa gente me enorgullece”. Pero a la vez, la situación de emergencia, la soledad en el esfuerzo (porque estar conectado no significa estar socializado) arroja dudas. Mónica: “No tenemos certeza sobre si los/as estudiantes se apropiaron de los contenidos porque los trabajos prácticos fueron, por lo menos para mí, la excusa para mantenernos en contacto”.
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Nuestros estudiantes atraviesan un proceso de conmoción social: se han alterado sus horarios, su cotidianeidad, sus formas de sociabilidad. El futuro, que debería ser un momento de proyección de expectativas y deseos, hoy es incierto y amenazante. La sociedad espera “propuestas creativas” para ellos, y recrimina a quienes no se las proponen, pero en un contexto en el que un día no se diferencia mucho del otro. Esas contradicciones se actúan en el aula virtual. Hay una presión mayor: explícita o implícitamente, la pregunta mayor es “cuándo vuelven a clase”. A escuelas que nunca serán las mismas, y que desde ya que no deberían serlo. Las idas y venidas en anuncios oficiales, nacionales y provinciales, no hacen más que aumentar la incertidumbre: es obvio que las chicas y chicos quieren volver a verse con sus amigas y amigos, y para muchos de ellos la escuela es sinónimo de esa posibilidad.
En la emergencia, la función primordial de las escuelas hoy es mantener la socialización de los niños y adolescentes mientras aprenden, lograr que el aislamiento solo sea físico, y que el miedo no domine sus conductas ni determine sus juicios. Pero aún cuando esa es la tarea principal, no se puede resignar la obligación de dejar abierta la posibilidad de soñar e imaginar el futuro. La desigualdad que la pandemia desnudó brutalmente se añadió a los efectos propios del fenómeno y se tradujo en las enormes dificultades que encontramos docentes y estudiantes para comunicarnos. Por eso es necesario enfatizar que lo que sigue no es la recuperación de una normalidad, sino una reconstrucción. Habrá que absorber y procesar lo vivido mientras lloramos a nuestros muertos y aceptamos que los momentos perdidos por el aislamiento no se recuperarán. Habrá que procesar la idea de que la muerte nos rozó, y eso es algo muy difícil de transitar con nuestras chicas y chicos, aunque aparece con frecuencia en sus expresiones. Sin embargo, no es la primera vez que la escuela argentina tiene que procesar la muerte y las ausencias. Tampoco, en que fue protagonista clave de un proceso de reconstrucción. Por eso, al igual que nos digitalizamos a la fuerza, mientras hagamos ese proceso de recuperación deberemos volver a pensarnos: en nuestra función y en nuestro lugar social.
La escuela va a ser objeto e instrumento a la vez (como en otros momentos fundacionales). No destinar tiempo, a pesar de la urgencia, a pensar estas cuestiones; limitarnos a responder la pregunta de “cómo volvemos a clase” es un pecado de omisión grave. La pregunta fundamental es qué tipo de mundo querremos construir desde las escuelas. Así como aceptamos este estado de excepción, discutir las formas de una nueva humanidad y el papel que la escuela tendrá en ellas es una manera de dar sentido a este tránsito por una cotidianidad ominosa.
Doy clases a adolescentes que recién empiezan su secundaria, y a chicas y chicos que la están terminando. Lo que encuentro es una demanda constante de respuestas, predisposición a trabajar, pero también un cansancio, incertidumbre y desazón crecientes. Es lógico. Lo que ellas y ellos están viviendo es inédito y desmesurado, agravado por la escasa preparación de los docentes para afrontarlo. Y para que estos jóvenes puedan salir de esto menos golpeados tendremos que aprender a quererlos, cuidarlos y enseñarles todavía más, y eso va a requerir todavía más fuerzas. En cualquier planificación tales cosas deberán ser contempladas porque dirán tanto de este momento como del tipo de vínculos humanos y construcción de conocimiento que esperamos en el futuro. Cómo los cuidamos hoy, sencillamente, es lo que están aprendiendo a hacer después. La tarea estratégica, mientras preservamos su momento específico de adolescentes, es pensar cómo construimos una sociedad que sea inversamente proporcional a esta pandemia que mata y destruye los lazos.
Reducir los futuros cambios a la obligada virtualización de la educación o al cumplimiento de las normas sanitarias es desconocer que en un contexto de desigualdad solo se agravarán las cosas. La pandemia ha producido un ajuste educativo, que acompaña al económico y social.
Sobrevivir, la emergencia diaria, no pueden quitarnos la posibilidad de imaginar el futuro. Eso ya sucedía sin pandemia: el capitalismo instalado de modo irreversible reducía la educación a adaptarse a él como único horizonte posible. Un mundo con esperanzas, pero sin utopías. ¿Cuál es nuestra esperanza hoy, además de sobrevivir? ¿Y qué utopía alimentaremos a partir de ella? El futuro que imaginemos necesitará que redefinamos lo que tendemos por educación, pero no alterará su condición esencial: allí el trabajo de docentes y estudiantes es una tarea artesanal de tejido de lazos, en un contexto de disolución de límites espacio - temporales que favorece situaciones estructurales injustas y que el aislamiento agravó.
La construcción de lazos, el mutuo cuidado, no solo son micro resistencias ante la pandemia, sino aprendizajes para la sociedad futura. Por eso no alcanza con desear que sea libre e igualitaria, sino que habrá que hacerla así. Porque aprendimos que ni siquiera una pandemia, el riesgo de su propia vida, frenó a quienes buscan su beneficio aún al costo de la autodestrucción o pensando solo en ellos. En las escuelas resistimos a ese proceso y aprendimos de y con nuestros estudiantes a sostener una humanidad incluyente, aún a pesar de esas tendencias, a las que el coronavirus ha fortalecido tanto como a nuestra voluntad de revertirlas.