Crónica

Tragedia minera en Santa Cruz


Vivir y morir bajo tierra

Hace un año, el operario Daniel Ochoa y la ingeniera Rosana Ledesma murieron en Cerro Negro, una mina de oro al noroeste de Santa Cruz. La causa, repleta de irregularidades, avanzó poco y aún no se pudo determinar por qué descendieron cuatrocientos setenta y cinco metros bajo tierra hasta un sector que estaba clausurado. Los metales preciosos mueven la aguja económica de Perito Moreno, la pequeña ciudad a cien kilómetros de la mina, y los jóvenes saben que, aunque es difícil entrar, la minería es una forma de salvarse. Desde el sur del país, la antropóloga Laura Berisso conversó con trabajadores y vecinos para reconstruir la historia y escribir esta crónica.

El 9 de abril de 2024, en Cerro Negro, sucedió lo peor. Después de almorzar en el campamento donde vivían y trabajaban catorce días corridos, el operario Daniel Ochoa, de 26 años, pasó a buscar a su jefa, la ingeniera Rosana Ledesma, de 48, por la oficina del laboratorio. A las tres en punto de la tarde ya estaban arriba de una Toyota Hilux en boca de mina, el acceso que da ingreso a la garganta de túneles de la mina de oro y plata más rebosante del noroeste de Santa Cruz. Esperaban la autorización para entrar. Por ese agujero —cuatrocientos setenta y cinco metros bajo la superficie quebrada por el frío y por un viento insolente— descendieron Daniel y Rosana. Y nunca más subieron.

Una mina subterránea es muy distinta a una mina a cielo abierto. No hay grandes remociones que dejan cráteres en el paisaje, sino túneles interiores que avanzan y se conectan para acceder a minerales que están mucho más profundo. En Santa Cruz hay minas de distintos tipos, pero las que están cerca de la ciudad Perito Moreno, al noroeste de la provincia, son subterráneas y trabajan con cianuro. Cerro Negro es la más importante y, si bien está operativa hace más de una década, desde 2019 está en manos de la empresa estadounidense Newmont, un gigante mundial del oro.

—Cerro Negro es como un sacacorchos que penetra la tierra. Una rampa baja como caracol y en cada vuelta que pega hay un acceso horizontal que va hacia un nivel —explica un minero.

A uno de esos niveles, el 475, se dirigieron Rosana y Daniel, sin saber todavía que el lugar había sido clausurado cuatro días antes por seguridad.

El sacacorchos de galerías y túneles es como un corredor de tránsito pesado hacia las entrañas de la tierra: por allí circulan camiones, camionetas y maquinaria para hacer distintas tareas. La más importante: detonar la roca con partículas de oro o plata para luego llevarla hasta superficie, a la planta de proceso, y así transformarla en barras de doré (es decir, lingotes pre-refinados de oro y plata). Cerca de allí está el dique de cola que almacena agua con cianuro. Si una sola gota de esta sustancia basta para terminar con una vida, en minería se usa como un detergente que remueve y separa lo importante: el metal.

Un quinto de sus vidas Rosana y Daniel trabajaron en la empresa. Medían y estudiaban la estabilidad de las excavaciones, tomaban ensayos para certificar la calidad del material que fortifica los túneles, recolectaban muestras. Rosana tenía un pedacito suyo en distintos lugares del país: nacida en Mendoza, recibida en La Plata como Ingeniera Civil y radicada en Perito Moreno, donde vivía junto a su hija y su esposo. Daniel era de Río Gallegos. Como su papá había trabajado en una empresa estatal ligada al sector, desde chiquito fantaseó con la minería. Era, como para muchos pibes, el trabajo de sus sueños. Cuando salió de la secundaria no lo dudó: insistió hasta que consiguió un puesto en el sector de laboratorio.

Sus compañeros y familiares los describen. Él nunca se quedaba quieto. Era hiperactivo, se hacía notar. Muy solidario con sus amigos, muy colaborador en el trabajo. También muy enfocado en el deporte y en verse bien. Un poco mujeriego, aunque tenía con qué, porque poseía desde chico un envidiable poder: ser “recontra fachero”. Ella era, ante todo, una mujer cuidadosa. Un poco seria, de palabras justas. Familiera y maternal con sus compañeros. Atravesó un cáncer del que pudo salir y siempre, pero siempre, respetaba la seguridad.

Justo en el umbral de boca de mina, unos minutos antes de descender al 475, Rosana y Daniel pasaron por el pañol, sector en el que se almacenan herramientas y elementos de protección entregados por el pañolero. También pasaron por la sala de controles, donde el operador de turno les dio autorización para avanzar. Dejaron sus fichas en el tablero y, a las tres horas y once minutos de la tarde, ingresaron.

Dos horas antes se había hecho allí abajo una voladura de cámara: un procedimiento que se hace de manera periódica con explosivos de alto calibre y permite remover, para luego llevar a procesar, la roca con mineral. Se hacen una vez chequeado que no haya nadie bajo mina. Después de una voladura, por protocolo, sólo se puede ingresar con el visto bueno de un supervisor que determine que ya está todo en condiciones y no hay peligro.

Muchos son los riesgos bajo mina, o underground, como se lo llama. Derrumbes, gases tóxicos o posible falta de oxígeno. Por eso siempre hay un meticuloso sistema de ventilación, con ventiladores especiales y una red de tubos por los que pasa el aire que, en Cerro Negro, están elaborados con elementos que los empleados describen como de excelentísima calidad.

—En Newmont usan la última tecnología, no se ahorran nada en cuestiones de seguridad. Hay luces de led por todos lados, un sistema de iluminación súper pro que no tienen todas las minas. Además, es la única que tiene Wi-Fi, si querés vos podés estar ahí abajo viendo Instagram —dice un trabajador de la empresa.

La última comunicación radial registrada entre Rosana y Daniel y la sala de controles fue a las cuatro de la tarde. A las nueve y media de la noche, cuando muchos trabajadores habían terminado el turno de trabajo diurno y eran relevados por otros —la actividad nunca se detiene en el yacimiento—, estaba pautada una nueva voladura de cámara. En ese mismo momento, seis horas después de sus ingresos, las fichas de Rosana y Daniel seguían en el tablero de boca de mina.

La hermana de ella y la novia de él también trabajan en Cerro Negro y ese día estaban en el campamento. A las seis de la tarde notaron su ausencia, se preguntaron adónde estaban y por qué no volvían. Llamaron, mandaron mensajes y audios. Por algún misterio de los dispositivos, las comunicaciones parecían llegarles, incluso se marcaban como escuchadas y leídas. Por eso, quizás, sin dejar de sospechar —porque no respondían, nunca respondieron—, no se encendieron por completo las alarmas hasta que llegó la hora de la nueva voladura y sus compañeros vieron las fichas en el tablero.  

Lo primero que hicieron fue dar aviso. Se suspendió la voladura y se activaron los protocolos para estos casos en los que no se conoce la locación de un trabajador. Confiaron en la mejor de las opciones: que quizás, como solía suceder, se habían olvidado sus credenciales al salir de la mina. Fueron entonces al campamento, chequearon si dormían en sus módulos o cenaban en el comedor. Barrieron cada rincón de la superficie. Pero ahí no estaban y entonces tuvieron que barajar la otra opción, la peor. Porque en Cerro Negro, no hay más lugar a donde ir: si no estás arriba, estás abajo.

Los supervisores de mina descendieron de inmediato. Al llegar al 475, una de ellos logró ver a lo lejos las luces de posición de la Toyota Hilux aún encendidas y, tirado al costado, un cuerpo. Llamaron entonces al personal de rescate minero que bajó en dos ambulancias, protegidos con cascos con luces, antifaces, lentes: todo el equipo necesario para ingresar a un sector de alto riesgo. 

La escena. Lo primero que se veía era la camioneta con la puerta abierta. Caído al lado, como quien sale y se desploma al entrar en contacto con el aire viciado del lugar, estaba el cuerpo de Daniel. Un poco más alejada, boca arriba, con el casco salido y los guantes a medio sacar, como quien se va desprendiendo de lo que lleva puesto por la asfixia, estaba Rosana. Nunca llegaron a atravesar caminando los setenta metros que los separaban del umbral de entrada al túnel. Quizás entonces hubieran podido ver los carteles tirados en el piso que indicaban “prohibido pasar”. El equipo de rescate los trasladó a la zona hospitalaria de mina para hacer tareas de resucitación, pero ya era tarde.

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Si uno traza una línea recta de cien kilómetros desde Cerro Negro en dirección noroeste, se llega a Perito Moreno, el pueblo más cercano. Rodeado de pendientes abruptas y escasa vegetación, este lugar supo formar parte del circuito ganadero que hasta fines del siglo pasado le dio su prosperidad al centro norte de la provincia. Si antes eran las ovejas y la lana, ahora son los metales preciosos los que mueven la aguja económica. Pero de toda la riqueza que genera —o, podríamos decir, extrae— la actividad, desde el punto de vista de muchos pobladores, poco queda en el pueblo. Es una abundancia difícil de retener.

Si el año tiene un ritmo, el de los mineros es de contrapunto y se conoce como “catorce por catorce”: medio mes en el yacimiento y medio en sus pagos, doce campañas y doce descansos, seis meses con los compañeros de trabajo, seis meses con las familias, un poco arriba, afuera, y un poco abajo, adentro.

Las casas de los mineros generalmente están muy lejos de Santa Cruz. Se dice que, por algún motivo, quizás la familiaridad con el trabajo o la posibilidad de disminuir los conflictos y el apego con un lugar que no es propio, la empresa prefiere contratar empleados “de afuera”. Pero el campamento también es una casa para ellos y, lo que pasa allí, es como una delicia contradictoria.

—El ambiente en minería es difícil, pero muy humano. Son catorce días que uno está conviviendo. La mitad de la vida la pasas con gente desconocida, que termina siendo tu familia. Estás metido ahí adentro, aislado en un campamento, pero la vida sigue y te pasan cosas. Estás todo ese tiempo con tus compañeros de trabajo, nunca salís del entorno laboral. Son catorce días, no sabés si es lunes, martes, jueves o domingo. No hay feriado, no hay nada. Son catorce días, como los presos. Vos vas contando y los días son todos iguales.

Algo distingue a esos días que son-todos-iguales: la garantía de que nunca falte nada. Hay cine para distenderse. Pista de atletismo y gimnasio para mantenerse en forma. Hay hasta cancha de fútbol para un picadito. Los domingos son un día dorado, día de asado para todo el campamento. Los miércoles, pizzas y empanadas. Los martes, milanesas. En realidad, hay cuatro opciones de menú cada mediodía y cada noche. Y que no falte el café, las infusiones y las facturas en las oficinas es primordial. Que se pueda festejar con alguna picada o comida extra en un cumpleaños, también. No se puede tomar alcohol, pero “la empresa le pone onda”: organiza fiestas con tragos “cero” y si hay una fecha importante se celebra a lo grande. 

Como una pieza de relojería, el trabajo depende del lugar en el organigrama, los planes de tareas semanales y los objetivos anuales de la empresa, siempre medibles en onzas de oro. Hay gerentes, que están debajo del gerente general, superintendentes y supervisores. Se gana bien, pero no se para de trabajar un segundo y constantemente hay que resolver y dar explicaciones al de mayor rango. Después están los operarios: si pensamos en forma de pirámide, ellos son la base. 

Dormir en habitaciones compartidas o privadas marca jerarquía. Ser profesional u operario, junior o senior, marca jerarquía. Estar en el área de geología, mantenimiento o servicio técnico, no es lo mismo, marca jerarquía. Venir de otra provincia y estar dispuesto a radicarte en Santa Cruz te da más posibilidades, según cada caso, de quedar en el puesto. Si te llevan al yacimiento en camioneta o en micro, por el camino largo o por el corto, dependerá de tu categoría. Podés ser gerente, superintendente, supervisor u operario. En todos los casos: cuanto más alto estás, más responsabilidad tenés y mejor cobrás.

—Un gerente puede cobrar miles de dólares por mes. Pero es tanto el estrés, que no sé si lo vale. Ellos tienen otro régimen de trabajo, no están los catorce días en el campamento. Viven en lugares carísimos y en avión privado los llevan y los traen todas las semanas desde Buenos Aires —dice un minero que ocupa un cargo jerárquico.

En el mundo de la minería los números suelen ser muy elevados.

—¿Sabés cuánto sale un solo tramo del viaje en colectivo de Perito Moreno a Cerro negro? Quince millones de pesos. ¿Y los elementos de protección personal que usa cada trabajador? Catorce mil dólares. ¿Y sabes cuánto perdió la empresa cuando tuvo que cerrar un mes y medio después del accidente? Como cien millones de dólares.

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Todo lo que ocurre en la zona norte de Santa Cruz va a parar al juzgado de Las Heras. Hurto de ganado, violaciones, homicidios y hasta el inédito caso del robo de diez lingotes de oro en una mina cercana a Gobernador Gregores, un pueblo más al sur, siguen su curso en esa sede judicial.

También en Las Heras, a cargo del fiscal Ariel Candia, está la causa de Rosana y Daniel. Con la voz de quien tiene que atender múltiples urgencias, el fiscal explica que, a un año del accidente fatal, aún es difícil determinar responsabilidades penales. Para él, los errores fueron muchos y no duda de que la empresa tiene total responsabilidad civil, pero todavía es muy pronto para acusar a alguien. En lo que va de la investigación, pudo observar un cúmulo de irregularidades por parte de la minera, del personal de higiene y seguridad, pero también de los damnificados. La lista que enumera dice algo así:

Que el pañolero que entrega los elementos de protección no estaba en su puesto porque un superior lo había mandado a buscar una camioneta a otro sector. Que el sistema de monitoreo que Rosana y Daniel debían llevar, un geolocalizador que muestra desde arriba los movimientos underground, estaba inactivo. Que el operador en sala de controles declaró no haber notado nunca que seis horas después de haber ingresado, aún estaban abajo, ni se comunicó para saber cómo estaban. Que no llevaban el detector de gases que alerta con luces y sonidos cuando hay alguna fuga, descuido que, quizás por costumbre o por confianza, muchos mineros solían tener. Que la cenefa de seguridad que indicaba “prohibido pasar” al nivel 475 estaba caída y por eso nunca la vieron antes de entrar.

Uno de los principales problemas para avanzar en la causa —explica el fiscal— es que la empresa ha dado muy poca información. Dijeron que las grabaciones del día en sala de controles se perdieron y hasta el día de hoy todavía no las han aportado al expediente. Además, algunos mineros que declaran son empleados y no quieren exponerse: cuentan poquito, dan versiones contradictorias, les echan la culpa a las propias víctimas. Incluso, una hipótesis descabellada que se corrió al principio es que Rosana y Daniel habían ido allí a mantener relaciones sexuales en secreto. El fiscal exploró esa posibilidad, pero rápidamente la descartó por falta de pruebas. Sin embargo, dice, hay una duda que todavía persiste: si el nivel estaba clausurado, oscuro, sin iluminación, ni ventilación: ¿por qué entraron?

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La hermana de Daniel Ochoa mira en cámara lenta, se agarra el pelo rubio, está cansada. Desde que vio a su hermano en una bolsa en la morgue, Gisela, de 37 años, dejó su vida de lado y se comprometió con una sola cosa: hacer lo posible para llegar a la verdad. Piensa que la justicia es una sensación que quizás nunca experimentará del todo, pero lo único que la deja un poco más tranquila es que las cosas mejoren, se limpie “todo el mierdal” y se ponga nombre y apellido a los responsables.

De todo este lío, ella es la cara visible. Mostrarse no es fácil cuándo se trata de exponer complicidades y negligencias de un mundo de entuertos políticos y cifras millonarias. Muchos compañeros de trabajo de Daniel, dice Gisela, quisieran hablar y colaborar, pero no lo hacen porque tienen miedo. Ella también tiene, pero por lo menos no trabaja en minería: sabe que si lo hiciera “ya estaría echada”. Luego del accidente, el gremio del que Daniel era afiliado se comprometió a ayudar, pero para ella lo único que hizo en realidad fue poner palos en la rueda.

En la página oficial del sindicato, las familias de las víctimas están bloqueadas: no pueden comentar. “¡Si con nosotros hacen eso, imagínate con los compañeros!”, dice Gisela con el mismo hilo de voz con el que cuenta la historia de su hermano.

Se experimentan muchas emociones en la lucha, pero el miedo a represalias habla de un adversario muy particular que ella está dispuesta a enfrentar. Lamenta que la causa avance a pasos lentos, como si todavía continuara la feria judicial, pero confía que este año, quizás, haya novedades significativas. Aunque algunas cosas nunca van a saberse. Porque la empresa es ama y señora del lugar. Porque para ella borraron pruebas, eliminaron registros, sacaron, pusieron, movieron.

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Inmediatamente después del incidente fatal, el gobierno provincial de Claudio Vidal reforzó los controles en Cerro Negro y ordenó el cese de tareas en la mina. Cuarenta y cinco días estuvo parado Cerro Negro hasta que volvió a funcionar con nuevos protocolos de seguridad. Pero los accidentes continuaron. En octubre, a dos mineros se les apagó la camioneta (algo que sucede por falta de oxígeno) pero pudieron bajar del vehículo y salir caminando del túnel a tiempo. El pasado enero, siete operarios tuvieron que recibir atención médica por fallas en el sector de ventilación y presencia de dióxido de carbono.

La secretaria de Estado de Minería de la provincia, Nadia Ricci, destaca que estas situaciones no pasaron a mayores justamente por las nuevas medidas que tomó la empresa. Los trabajadores estaban utilizando los detectores de gases que Rosana y Daniel no llevaban consigo y por eso se salvaron, explica. Pero los nuevos accidentes encienden las alarmas: hay problemas que la empresa aún no puede resolver en materia de ventilación interna, por lo que el gobierno ordenó una auditoría muy detallada sobre el funcionamiento de la mina con expertos internacionales, que aún está en proceso.

—Algo está pasando en Cerro Negro. La ventilación nunca fue un problema y nosotros nunca tuvimos miedo de ir bajo mina, porque siempre confiamos en los altos estándares de seguridad que maneja Newmont. Pero algo está pasando y no sabemos qué —dice un trabajador experimentado de la empresa.

Además de accidentes, desde el pasado abril muchas cosas están pasando en Cerro Negro: recortes de contratos y desafectación de personal, posible congelamiento del plan de inversiones, medidas de fuerza por parte de los principales gremios que, cada tanto, paralizan la producción y exigen estabilidad en sus condiciones de empleo. Por ley provincial, los 9 de abril quedarán fijos en el calendario de Santa Cruz como la fecha de concientización en seguridad laboral minera.

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En Perito Moreno el sol de la primavera parece una cúpula dorada que nada, ni el viento, puede franquear. Alrededor de veinticinco pibas y pibes, de entre 18 y 25 años, discuten en un taller organizado por Newmont para “potenciar el empleo joven” en la localidad. Un encuentro, explican los coordinadores al comenzar, que forma parte de los proyectos de la empresa con contenido social y ambiental para dinamizar la zona.

La mayoría de los jóvenes presentes no son de Perito, pero por distintas circunstancias, entre ellas la búsqueda de trabajo, han llegado solos o con sus familias a estos pagos. Lo que más les gusta del pueblo es poder ir caminando a todos lados, poder dejar la bici afuera y “que no pase nada”. Lo que menos les gusta es, definitivamente, el viento. Tampoco la frustración que sienten cuando tiran CV y ni lo miran.

Algunos, los que alcanzaron a terminar a tiempo la secundaria, estudiaron tecnicaturas o especializaciones que dejaron a la mitad y lamentan no tener papeles que avalen lo que saben. Otros, lograron conseguir trabajo en la municipalidad (“es la fácil”, dicen), pero no les alcanza. La mayoría pasó por muchos empleos: atención al público en hoteles, gastronomía, playeros en estaciones de servicio a las afueras del pueblo, tareas de limpieza. La mala paga es fatal. Cuando los coordinadores proponen un brainstorming sobre conceptos como trabajo, presente y futuro la primera idea que sale, como por tirabuzón, es: plata. “Para todo eso necesitamos plata”.

La falta de vocación y la búsqueda de dinero rápido entre los jóvenes parece marcar el clima de época. Pero en Perito Moreno, eso se combina con otra realidad: la vida es cara, muy cara. Alquilar, comprar en La Anónima, salir a bailar, hacer un asadito cuando está lindo y amaina el viento: todo está a precio de “sueldo minero”. Por eso, la plata en el pueblo no es un lujo, sino la única forma de “pasarla bien”, de vivir sin sobresaltos.

Por eso, para muchos jóvenes de Perito Moreno no hay dudas acerca de cuál es el talismán de la fortuna, la forma de salvarse. “Acá todos queremos trabajar en minería. Es la única opción para, más o menos, llevarla, para armarte”. No piden mucho: ser operarios unos años, hacerse una base de plata y ya está. Pero conseguir la llave del cielo nunca fue fácil y lamentan encontrar tantas trabas para entrar. Sobre todo, que siempre corran mejor suerte quienes son amigos del gerente, o conocidos de alguien, o estén en algún “tongo” con los gremios.

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Que la minería en Santa Cruz siempre fue una burbuja y nunca se habló mucho de lo que pasa ahí es algo que Gisela Ochoa lamenta profundamente. Por eso hizo un listado de toda la gente que murió, nombres que nunca escuchó mencionar, a excepción de uno que resonó un poco más por ser hermano de un diputado de la provincia. Los otros permanecieron en las sombras, siguen bajo tierra: poco se supo en los medios y tampoco figuran en las estadísticas. Ella buscó, preguntó, leyó y encontró que, del 2002 al 2024, las víctimas fueron alrededor de diez:

El 17 de julio de 2002, en Cerro Vanguardia, reparando una máquina bajo mina, falleció José Vidal. El 12 de marzo del 2011, en la mina San José, mientras intentaba realizar el acople de unas mangueras, Mario Fernández cayó al vacío dentro de un caño de ventilación. El 20 de enero del 2012, en Cerro Vanguardia, el operario Marcos Dante Apaza murió aplastado por el derrumbe de una pared. El 30 de junio del 2013, en la mina San José, mientras operaba una pala cargadora, falleció el minero Fulgencio Coria. El 11 de junio del 2019, en el emprendimiento minero Tritón de Pan American Silver, en Gobernador Gregores, murió Carlos Peralta aplastado por un derrumbe. El 24 de marzo del 2021, en la mina San José, falleció el obrero de la construcción Gustavo Pereyra mientras instalaba un tendido eléctrico.

El 9 de abril de 2024, en Cerro Negro, sucedió lo peor. El operario de laboratorio Daniel Ochoa y la ingeniera Rosana Ledesma murieron asfixiados por inhalación de gases tóxicos.