Todavía no tenía tatuado el logo de Soulseek, el software que crea comunidades digitales para compartir música, en el reverso de la mano derecha. En octubre de 2004, con mis amigues que estudiaban Letras en Puan todos los fines de semana girábamos por lecturas de poesía y por la inauguración de alguna muestra en galerías de arte. Terminábamos la noche bailando en alguna fiesta a DJs Pareja o Gustavo Lamas. Por aquellos días pude poner Internet en mi casa y descubrí Soulseek: tipo Napster, te dejaba descargar música. Música por fuera de los márgenes comerciales. Te dejaba acceder a los temas de otros usuarios y recorrer sus bibliotecas o chatear con ellos, compartír y que te compartan.
Fue en esa época que llegué al sótano de Boquitas Pintadas, un petit hotel de Monserrat. Ruben Zerrizuela me había pedido que pasara música junto con otros artistas. Llevé dos CD-R cargados con tracks que venía produciendo, mezclas de fragmentos de Sandro, Daniel Melero, Diamanda Galas, Missy Elliott, Justin Timberlake. Música experimental. En la pista estaban mis amigos, la fauna del under y muchos otros disfrutando de una Open House. Desde la terraza al sótano, el hotel entero había quedado habilitado para pasar la noche con otra gente, entre tragos y música. Pongo play, y todos siguen charlando. Pasan los temas y la gente sigue indiferente a mis mezclas raras. Nadie baila: NADIE. Vuelvo a casa pensando: ¿cómo hago para que la gente baile? La pregunta sigue siendo el fuego que mantiene vivo lo que hago. Es una pregunta que intento responder todo el tiempo desde hace 20 años: ¿por qué bailamos?
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Viajaba en el 160, sentado del lado de la ventanilla. Esto fue un mes antes de la noche en Boquitas Pintadas. Iba de Valentin Alsina a Capital. Cruzaba el puente Alsina cuando leo una pintada con aerosol: Aguante Villa D. Imaginé una escena: el grafitero nunca pudo terminar su obra, garabateaba la “D” cuando se le acercó un patrullero y decidió huir dejando inconclusa la frase. En mi cabeza el graffiti tomó una marca propia: Aguante Villa Diamante. Diamante: el barrio donde nacieron mis abuelos, mi madre, mi tío, mis primos. Una zona del sur del gran Buenos Aires repleta de curtiembres, largos paredones con pintadas peronistas, el barrio de un joven Sandro, de Ricardo Montaner y 2 Minutos. Cerca del Fiorito de Maradona, de Barrio Obrero de Caraza, Villa Jardín, todos nombres con narrativa. Mi primer mixtape como DJ se llamaba Villa Diamante: Un Lugar Para Vivir. De chico vivía con mis padres y mi hermano en Belgrano, y los fines de semana íbamos a Villa Diamante a la casa de mis abuelos a almorzar. Entre los 18 y los 22 sí viví ahí, cuando me mudé con mis abuelos; y sigo volviendo, porque allá vive ahora mi madre. Está muy cerca de Lanus Skate Club, la casa skater que fundó mi hermano con sus amigos para dar clases a los pibitos del barrio. Villa Diamante es un mashup en sí mismo, son dos palabras contrapuestas que juntas son poesía.
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Soy un DJ que a veces se siente becario del CONICET. Me la paso haciendo estudios sociológicos de la gente que está en la pista. Parezco entregado a lo sonoro pero no. Intento descifrarla por su edad, por su forma de vestirse: todo signo me da información para intuir qué música los va a hacer felices. Al menos, qué música los va a hacer bailar esa noche. Así defino, así improviso cuáles son los referentes culturales que sonarán remixados o en forma de cover para influenciarlos hasta que empiecen a mover el cuerpo a lo loco, que se sorprendan, que disfruten.
Cuando comencé a pasar música me apropié de un sub-género y lo hice bandera, el Bastard Pop. Tomo referencias de la cultura popular, las trastoco y las llevo a otro lugar sonoro. Al principio podía ser más experimental sin dejar de pensar en el baile. Con el tiempo fui afilando ese concepto del pop bastardo para ser más efectivo, para que mis sets sean una catarata de hits uno atrás del otro pero que las referencias de tiempos y estilos jueguen con la sorpresa. Play: Bad Bunny, Red Hot Chilli Peppers, BZRP, Queen, Shakira, Gypsy Kings, Duki, Damas Gratis, Babasonicos. Stop. Una oleada de temas que conocés seguro pero remixes que jamás imaginaste, que incluyen cumbia, hip hop, reggaeton. disco house. Es la fórmula que vengo puliendo pero según dónde esté y qué lectura hago de la gente, se van modificando. Mi primera fecha en Europa fue en Oslo, en un festival repleto de noruegos que de golpe se dejaron llevar por un ritmo nuevo para ellos y se entregaron a bailar cumbia. También pasé chacarera y malambo en Sudáfrica, y todos bailando: se trafican ritmos de acá para allá y viceversa.
Año 2006: ser DJ es mi trabajo. La tragedia de Cromagnon marcaba la época: era imposible seguir haciendo fiestas en cualquier lado. Surgieron nuevas normas, otras restricciones y la prohibición del baile. Yo me había mudado a Olivos con unos amigos: Flavia, Sofía y Pablo trabajaban en el mundo del diseño, el arte y la moda. Igual pasaba música todas las semanas: tocaba en casas de amigos, galerías de arte, espacios culturales y también en el Sonar Buenos Aires, en Creamfields. En esa época conocí a Grant, un gringo texano enamorado de Borges y Piazzola que lleva adelante un portal web de cultura donde tiraba data musical, teatral y gastronómica del under porteño. Ideal para un turista que venía a Buenos Aires y no quería ir a los lugares clasicos para turistas. También conocí a DJ Nim, un rasta vegano crudívoro de la zona sur del GBA que me invitó a ser el residente y organizador de una fiesta nueva. Teníamos el concepto: sería una fiesta freestyle donde se mezclara el hip hop, la cumbia y el reggaeton. Solo nos faltaba el nombre. Flavia había sugerido: busquen un nombre propio tipo Susana o Mirtha. Esa idea nos quedó dando vueltas. Yo estaba leyendo El Acoso de las Fantasías de Slavoj Zizek, y pensé: una fiesta de cumbia y reggaeton que se llame como un filósofo sloveno. En ese momento las fiestas era temáticas, si era una bailanta pasaba cumbia, si era una rockeria pasaba rock, si el club pasaba electrónica sonaba house o techno toda la noche. En Zizek activamos una fiesta freestyle donde se mezclaba el hip hop, la cumbia, el reggaeton, la musica electrónica, el folklore, el pop, y de un modo imprevisible: El Remolón remixando a Madonna en cumbia, Chancha Via Circuito sampleando a José Larralde, Villa Diamante mashapeando a Intoxicados con dubstep.
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Pero yo nunca quise tener una empresa. Un años después, en 2007, Zizek Club se había convertido en una escena musical global. Con la Cumbia Digital, luego un sello discográfico, giras por el mundo, ediciones en CD, vinilos, mixtape: puro éxito de nicho. Hasta que un día apareció un inversor norteamericano, aparecieron los contratos, la presión de la industria, las falsas promesas. Como en las películas: cuando aparece la posibilidad de crecimiento, llega un pez gordo con dinero y ahí se juega esto de seguir siendo un proyecto artístico o convertirse en una corpo que trabaja con artistas. En ese momento tuve que tomar una desición, y fue seguir avanzando pero por fuera del sello, apostar por proyectos relacionados con lo artístico.
Bailamos el ritmo, las melodías, la letras de las canciones. Bailamos con otros para divertirnos, seducir, para olvidar. Bailamos borrachos, fumados, drogados. Y el DJ está ahí para potenciar los estímulos, los sentimientos, los movimientos. Las convocatorias siguieron apareciendo. En 2011, un productor me recomendó acercarme a Andrea Servera. Andrea, que es coreógrafa, estaba armando un proyecto de danza. Le escribí, y a la semana tenía a ocho bailarines sentados en mi cuarto-estudio escuchando música. Andrea flasheaba lo mismo que yo, pero en la danza: una danza mashup que mezcle bailarines de folklore, de hip hop, de danza contemporánea con los mashup que yo iba preparando. Apareció un manager, Ale Mazzei, y todo explotó. Con el Combinado Argentino de Danza hicimos shows por todo el país, giras por sudamérica, Estados Unidos, Colombia, hasta clases para niños en escuelas. Una cosa era hacer bailar a la gente en una fiesta y otra muy diferente, hacer bailar a un bailarín: un cuerpo que no busca la efectividad sino la sensibilidad del movimiento.
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La pista de baile es mi lugar de estudio, mi laboratorio. Combinar a Shakira con Duki da un resultado que no es igual que combinar a Los Redondos con cumbia o a Cerati y Spinetta con reggaeton. Voy probando cómo las referencias culturales se aplican al baile en esa pista que no es la misma a la de mañana ni remotamente parecida a la de ayer porque la gente no es la misma, ni el clima, ni el lugar. Si justo Argentina salió campeón del mundo o Milei fue elegido presidente los ánimos son diferentes. Son tantas las variables como personas, pero el experimento siempre es el mismo: pasarla bien, disfrutar del baile y de la compañía de los otros.
La gente que venía a las fiestas cuando empecé hoy capaz tiene hijos o Netflix, y un porro es mejor plan que juntarse con otros para ir a bailar. La pista se renueva con otros participantes y nuevas músicas.
En estos 20 años pasé música en el Barrio 31 y en el Hotel Faena, en Creamfields antes de Hernan Cattáneo, en el Estadio Único de La Plata después de Ysy A, en peñas en Santiago del Estero o en la montaña en Mendoza. Pasé música en el boliche mas pequeño del mundo, en el que entraban 2 bailarines, y en Plaza de Mayo un 9 de Julio después de Charly García, en una fiesta de Anfibia en el Konex. Toqué en las montañas de Seattle y en la playa en Croacia, en Johannesburgo, en Lima y Bogotá. En todos estos lugares hay algo en común: no importa la edad, dónde vivis ni cuánta plata tenes porque siempre la música te lleva a un lugar más feliz.