Mil millones de veces muertas: así deberíamos estar todas nosotras. Somos un grupo de amigas del Secundario. Fuimos instigadoras del delito con mochilas de 70 litros en la espalda, como Marina y María José. Nos presentamos en entrevistas laborales con desconocidos en lugares extraños, como Daiana García. Fuimos fanáticas de los boliches, como Melina Romero. Pasamos veranos en la playa, como Lola Chomnalez. Metimos chongos en casa, como Diana Sacayán. Aceptamos muchos caramelos de extraños. Y ahora, cada tanto nos preguntamos: “¿Cuántas veces habremos zafado?”
Nuestras primeras vacaciones sin padres fueron en Punta del Diablo, Uruguay. Un día antes, mientras armábamos la mochila, la mamá de una de nosotras se acercó al cuarto, se apoyó sobre el marco de la puerta, nos miró y sonrió. Estábamos un poco asustadas pero muy emocionadas, decidiendo qué remera sí y qué remera no. Midiendo pilitas de pantalones, descartando casi todos, eligiendo llevar -solamente- el de bambula violeta, el turquesa ajustado, la pollera con elefantitos de la India.
-No se preocupen. Es posible que se crucen con alguien que les quiera hacer mal. Pero estoy segura de que van a ser más los que quieran darles una mano. Es cuestión de probabilidades- nos dijo.
Aunque nos jactábamos de que las recomendaciones de los adultos eran una pavada porque ya estábamos recontra grandes, teníamos miedos. Teníamos 17 años.
A Marina Menegazzo y María José Coni las buscaban desde el 22 de febrero porque habían perdido contacto con sus familias. Los cuerpos aparecieron casi una semana después en Montañita, el último punto turístico en el que habían estado. Tras el hallazgo y dos rápidas detenciones, circuló la versión oficial, de boca del fiscal: estaban por volver a la Argentina, se quedaron sin plata, consiguieron a través de un conocido de otro conocido un lugar para dormir esa noche, se negaron a ser abusadas. Y las asesinaron.
Desde que empezó a correr esta hipótesis, un medio publicó imágenes de charlas entre Marina, María José y amigas para demostrar que viajaban “como mochileras”; un psiquiatra mencionó la idea de las “víctimas propiciatorias”; se debatió el uso y la omisión del término “femicidio”; la familia le pidió peritos argentinos a Mauricio Macri porque desconfía de las instituciones ecuatorianas; y se difundieron relatos de mujeres que viajan.
Cuando fuimos a Punta del Diablo, en el verano de 2004, salíamos mucho y tomábamos un mejunje brasileño que nos dejaba colocadas. Todas los días conocíamos varones, pero pocas veces la cosa terminaba en un encuentro apasionado detrás de las rocas de la playa. Por lo general, la madrugada nos encontraba caminando en busca de algún local que vendiera baurú -una especie de hamburguesa bajonera con carne, huevo, jamón, queso, arvejas, choclo-. A un par, que conocíamos de un verano anterior, los invitamos a casa, como hizo Diana Sacayán el 13 de octubre del año pasado, el día que terminó muerta con 27 heridas en el cuerpo.
Una noche caímos en un rancho de chapa, instalado sobre la playa, en el que paraba un grupo de surfers uruguayos. Bailamos Chichi Peralta, inventamos juegos con prendas como levantarse un poco la remera, mostrar la tanga o contar alguna intimidad. Antes de que amaneciera arrancamos la retirada. Insistieron -bastante, con buenos y con malos modos- para que nos quedáramos. Pero no quisimos. Volvimos a casa caminando por las oscuras calles de arena -Punta del Diablo todavía era rústico- y fumamos el pucho de antes de ir a dormir. Las últimas cuadras las hicimos en silencio. Años después supimos que era porque estábamos pensando en lo mismo: “¿Zafamos?”. Y, también, que nos desvelaba otra duda: ¿nos habíamos zarpado?¿Qué hubieran titulado los diarios si ese día nos asesinaban? ¿Hubieran contado, como hicieron con Melina Romero, que teníamos tatuajes, que nos habíamos llevado una materia, que teníamos un fotolog muy activo? La idea que revolotea en los medios es la de que una víctima puede instigar al delito. Es decir, que algo de lo que hicieron -usar pollera, viajar, reunirse con un desconocido, confiar en un amante: jugar con fuego- las convirtió en partícipes necesarias de su propio crimen. Como escribió Mariana Carbajal en Página12, es una reversión del “algo habrán hecho” en clave machista. En este caso, el escenario de los dos demonios es femicidas versus mochileras, dos partes con una pretendida igualdad de responsabilidades: ellos por victimarios, nosotras por inconscientes.
Al año siguiente quisimos ir al Norte, nuestros padres no nos dejaron y nos terminamos tomando un micro de dos horas a Entre Ríos. A los diez días nos aburrimos del paisaje y nos pusimos a hacer dedo en la ruta 14. Mantuvimos la decisión como un secreto ante nuestras familias, en complicidad adolescente. Del primer camión que nos paró no nos acordamos casi nada, sólo de nuestro pico de adrenalina. Nos llevó pocos kilómetros, pero alcanzó para envalentonarnos con la idea de que todo iba a salir bien. El segundo camión transportaba gas butano y nos dio un poco más de miedo: el tipo manejaba rápido y -notamos o flasheamos que- tenía marcas de jeringas en los brazos. Lo apodamos “El burakeado”. Nos dejó en las afueras de Concordia y ahí nos levantó César, un señor que transportaba juguitos Baggio en el acoplado. Ofreció llevarnos hasta Monte Caseros, una localidad correntina conocida como la “ciudad de los brazos abiertos” porque todas sus calles son anchas. Tres fuimos en la cabina y dos, recostadas sobre los cartones. Durante el viaje nos contó su oficio y describió qué se cultivaba en cada lugar. Pagó el almuerzo y no nos dejó elegir el menú: “Tarta de espinacas porque seguro están comiendo arroz, necesitan verdura”, nos dijo. Cuando llegamos al camping estábamos extasiadas, habíamos conocido a una especie de pai en nuestra aventura iniciática. Estábamos vivas, aún habiendo confiado en completos desconocidos como -quizá- hicieron Marina y María José.
A la mañana nos despertó la voz de una mujer que, desde afuera de la carpa, gritó: “Chicas, el director de turismo quiere hablar con ustedes”. Abrimos un poco el cierre y nos alcanzó un teléfono inalámbrico. Una de nosotras atendió desconcertada. El hombre nos dio la bienvenida al pueblo y nos invitó a pasear en lancha. Gratis. Aceptamos. Con él, navegamos por el río Uruguay, fuimos a una playa hermosa, jugamos a ponernos barro litoraleño en la cara a lo fangoterapia artesanal y volvimos a la carpa. Nuestros cuerpos no aparecieron entre las dunas, como el de Lola Chomnalez a fines de 2014.
En 2007, a más de un mes de estar viajando por Bolivia, conocimos a dos médicos cubanos en una esquina de La Higuera, el caserío entre las sierras en el que asesinaron al “Che”. Debían tener unos 30 años, trabajaban en el hospital de Valle Grande y, como estaban de franco, se ofrecieron a ser nuestros guías. No lo dudamos. Pusimos nuestras mochilas en el baúl de su camioneta y nos pasamos el día recorriendo los puntos turístico-guerrilleros: la escuelita en la que mataron a Ernesto Guevara, la lavandería a la que lo trasladaron, la tumba en la que estuvo enterrado en secreto por treinta años. A la noche cenamos arroz con pollo en un local del pueblo, nos ayudaron a armar la carpa en la plaza (la única) y nos despedimos. A la mañana seguimos viaje hacia Santa Cruz de la Sierra y nunca más nos vimos. No recordamos exactamente qué teníamos puesto aquel día, si un short blanco, como Daiana García o una zaparrastrosa joggineta gris.
Lo que acabamos de contar son solo algunas de las veces en que ‘nos expusimos’ en viajes. ¿Hicimos bien? ¿Hicimos mal? ¿Buscábamos el límite como ejercicio de juventud? ¿Jugábamos con fuego? ¿Tendríamos que haber tenido más miedo? ¿Un grupo de varones recordaría anécdotas similares con la misma amarga sensación de haber zafado? ¿Qué le diríamos a nuestras hijas, si tuviéramos? ¿Por qué se hizo necesario sentarnos a escribir un manifiesto haciendo apología del viajar, de la aventura, de la libertad? ¿Por qué, hace muy poco, tuvimos que hacer lo mismo pero hablando de la pollera, de los boliches, de las entrevistas de trabajo?
Guardarse, no viajar “sola”, reservar hostels por anticipado, no desnudarse ante un desconocido ni aceptar caramelos de extraños serían estrategias de una respuesta conservadora: reprimir(nos) en lugar de encarar las causas. La salida es colectiva. Es el mismo pifie que pretender resolver la “inseguridad” recomendando salir poco, cruzar de vereda por un “gorrita” o evitar las villas, en vez de hablar de desigualdad. No hay un modo de vivir individual que asegure el riesgo cero a la violencia machista. Según datos del Observatorio Marisel Zambrano de la Asociación Casa del Encuentro, de los 233 femicidios del año pasado, 113 fueron en la vivienda de la víctima o la que compartían con el asesino.
Si se tratara de hacer un repaso de momentos en los que sentimos violencia machista, podríamos contar la más variada cantidad de historias. Algunas, sí, serían en viajes. Pero muchas otras no: son cuentos de acá a la vuelta. Nos acordamos perfecto del día en que nos persiguió un brasileño en Río de Janeiro y tuvimos que correr, vestidas de blanco Iemanjá, hasta ocultarnos detrás de un mostrador. También tenemos intacta la sensación de vómito cuando un tipo le metió el dedo en el culo a una de nosotras mientras se bajaba del Subte B. Tenemos presente la escena en la que dos policías en una estación de micros de Caracas nos dijeron que seríamos hermosas “si nos arregláramos” y se pasaron cinco minutos reloj imaginándonos -en voz alta- con vestidos rojos, escotados y brillantes. Pero también sabemos que fue el ex de una amiga el que la maltrataba cada vez que ella salía con sus amigos. No se nos borra la imagen del boliviano que, en una calle de Oruro en carnaval, decidió dedicarnos una mostrada de pito ni tampoco nos olvidamos cuando un ex compañero de trabajo le preguntó a una de nosotras: “¿A quién te cogiste para conseguir ese laburo?”