Crónica

Vivir en Venezuela


La pesadilla del sueño bolivariano

El dueño del ejército privado más grande del mundo amenaza con impulsar una operación en Venezuela, donde un mes y medio después de las elecciones el gobierno nunca mostró las actas y no hay números confiables de las elecciones. Maduro continúa en el poder mientras el arco opositor, con su candidato exiliado en España y varios referentes presos, parece perder fuerza. Joaquín Sánchez Mariño recorrió el país en sus días clave y cuenta la trama desde las calles hasta la cima de un poder que se mantiene a fuerza de vigilancia y persecución.

A Erik Prince le gusta intervenir en lugares calientes. De joven participó en una búsqueda de restos humanos en Nicaragua, fue comando SEAL en el ejército estadounidense y actuó en Haití, Irak y los Balcanes. Más tarde, cuando murió su padre —un multimillonario del Estado de Michigan— compró un campo de dos mil hectáreas en Virginia e instaló allí un centro de entrenamiento militar. En 1997  lanzó Blackwater, el ejército privado más grande del mundo. Una forma elegante de llamarle a un equipo profesional de mercenarios, algo así como el Grupo Wagner versión norteamericana. Era el chiche perfecto: no solo podría entrar a los tiros en lugares en conflicto, sino que además le pagarían por hacerlo.

Con los años su organización se consolidó en todo el mundo y luego de una fusión de capitales cambió su nombre dos veces: hoy es conocida como Academi. Y Prince, contra lo que podría imaginarse, no se esconde, se mueve por las altas esferas como una celebridad. A mediados de agosto se reunió con Nayib Bukele, presidente de El Salvador, y le elogió sus cárceles. Unos días antes había trascendido que le exigió al Departamento de Estado de los Estados Unidos que subieran la recompensa por la captura de Nicolás Maduro. Es que el presidente de Venezuela está acusado por la Justicia norteamericana de narcoterrorismo y ofrecen 15 millones de dólares a quien lo entregue, y otros 10 millones por Diosdado Cabello.

En este marco florecieron las especulaciones y el 9 de septiembre se viralizó un extraño tuit que decía #YaCasiVenezuela y lo acompañaba un video en el que se anunciaba que el 16 de septiembre sucedería “un cambio que no podrá ser detenido” y que “será la fuerza que hará cumplir la voluntad del pueblo”. El propio Erik Prince fue el primero en retuitearlo (y el único al que seguía la cuenta de origen en los primeros días). En ella había un link que dirigía a una página web con un contador de cuenta regresiva. ¿Estaban anunciando una invasión militar privada? Muchos temían y muchos se ilusionaban. Esa cuenta llegó a su fin ayer lunes a las nueve de la noche.

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La noche del sábado 7 de septiembre de 2024, después de enfrentar a Maduro en las urnas y pasar cinco semanas oculto, Edmundo González Urrutia partió en un avión de la Fuerza Aérea española rumbo a Madrid. Solo entonces se supo que desde las elecciones presidenciales del 28 de julio había estado asilado en la embajada de Países Bajos, luego pasó unos días en la residencia del embajador español y desde allí negoció un salvoconducto para poder dejar Venezuela. Una semana antes un fiscal había emitido una orden de arresto contra él, acusándolo del delito de falsificación de documentos (por la presentación de las actas de la elección en una página web). Fue citado tres veces a declarar y ante su ausencia se pidió su aprehensión. Su abogado explicó que no se había presentado porque no estaban dadas las garantías y que era una mera persecución política. Los documentos que lo acusaban de falsificar son acaso la única prueba física que se vio del resultado de la votación, las mismas actas que el propio gobierno evitó y evita presentar. 

La fiscalía las consideraba falsas hasta el momento en que González Urrutia decidió dejar el país: al día siguiente el fiscal general de la república, Tarek William Saab, dijo que la causa contra Urrutia sería cerrada. Y hasta el propio Maduro pareció mermar sus ataques: “Le puedo decir al embajador González Urrutia, con quien me he enfrentado duramente después del 29 de julio, que he estado atento a todo esto y entiendo el paso que ha dado y lo respeto, espero que le vaya bien en su camino y en su nueva vida”, dijo. Y agregó: “Le aseguro que sus deseos de paz se cumplirán”.

El Congreso de España sesionó el miércoles 11 de septiembre y decidió reconocer a González Urrutia como presidente electo de Venezuela. Días después Pedro Sánchez lo recibió en la Moncloa. González Urrutia aun no habló desde su exilio pero dejó trascender que lo presionaron para irse. Una de sus hijas se quedó en Venezuela porque le negaron el salvoconducto para salir.

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Es 28 de julio de 2024. Natalia va en una moto rosa. Es un scooter de 150 cilindradas que la lleva por toda Caracas. Cuando la ciudad está convulsionada, ella toma la autopista y evita los controles, pero ahora, mientras sucede la elección en Venezuela, es imposible esquivar a la Guardia Nacional o a la Policía Nacional Bolivariana o al SEBIN (el servicio de Inteligencia), o incluso al DGCIM, el servicio de contrainteligencia. Todas las fuerzas están desplegadas. Natalia baja de la autopista en la zona de Palos Grandes. Está a punto de votar María Corina Machado, la líder de la oposición. 

La moto avanza colina arriba y de pronto, tras una curva, aparece un retén del DGCIM. Son dos camionetas y al menos seis oficiales. No hay nadie más en la zona. Uno de los agentes le hace señas para que se detenga. Natalia —periodista habituada al conflicto— piensa rápido. No le parece seguro frenar en medio de la nada a conversar con ellos. Hace su maniobra: comienza a desacelerar en dirección a la mano del agente que la detiene. Cuando llega junto a él, ya a punto de estacionarse del todo, pone su mejor sonrisa, mira a la cara al oficial y le dice: 

—Holis. 

Un segundo después, tal vez en el mismo segundo, gira la muñeca de su mano derecha y acelera a fondo el scooter, que sale disparado hacia adelante. Toma una curva y se pierde de vista de los oficiales, luego gira en otra calle, luego en otra y desaparece el peligro.

—No pienso exponerme a ellos—, dice. —Si te agarran así sola te ponen la pega seguro. 

Esto es: la pueden demorar o incluso detener. Yo voy detrás aterrado como un chico, subido a la moto y aferrado a ella como al vientre de una madre. Pero una madre salvaje y combativa. Un rato después la veo moviéndose entre la multitud mientras toma testimonios de gente que está esperando a Machado para saludarla.

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Es 25 de julio. Faltan tres días para las elecciones y Caracas está convulsionada con los cierres de campaña. En varios puntos de la ciudad hay tarimas del gobierno, una de ellas está en la Plaza Francia de Altamira, un lugar considerado históricamente opositor pero ahora copado por el despliegue oficialista. Una mujer está sentada allí junto a su madre.

—¿Por qué está aquí?

—Estoy apoyando a mi presidente Nicolás Maduro. Soy vecina de Chacao y hemos vivido mucha violencia por parte de la oposición. Nos tuvo encerrados en nuestras casas por meses.

—¿Cuándo?

—Cuando las guarimbas, en el año 2014, en el año 2017. Fuimos víctimas de violencia, ruidos ensordecedores, gritos, matanzas. No quiero que eso vuelva para mi país. Hemos pasado muchos problemas económicos, problemas de abastecimiento de alimentos, los bancos cerrados para que no pudiéramos tener dinero... Ha sido horrible, y el presidente Maduro nos ha enseñado a resistir. Es un valiente y estoy con él, lo apoyo.

—¿Qué desea para el domingo? 

—Que sea todo en paz y que la gente de la oposición acepte su derrota, porque nosotros vamos a ganar. Estoy segura de que vamos a ganar.

—Y si sucediera una derrota del gobierno, ¿usted cree que se puede aceptar?

—El gobierno no es el que tendría que aceptar, sería el pueblo.

—¿Y el pueblo puede aceptar una derrota del chavismo?

—No creo, porque como nos tienen dicho que nos van a matar por feos... O sea, tú me dirás. 

—¿Se sienten amenazados?

—Porque los chavistas somos feos. Entonces no tenemos derecho a vivir porque somos feos.

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Hay un video de Nicolás Maduro que me obsesiona. Donde es él antes de ser el que es ahora. Él en 2002, exactamente el 13 de abril de ese año, durante el golpe que tuvo detenido a Hugo Chávez durante tres días. Un Nicolás Maduro de 39 años vestido con remera blanca y camisa oversize de manga corta color negro. Llevaba el mismo bigote ancho de hoy pero la piel joven. Transpiraba al hablar y el pueblo que lo escuchaba le respondía. Era un Nicolás Maduro que dos días antes había disparado contra una multitud en los sucesos de Puente Llaguno: una cámara tomó el momento en que empuñaba un arma y disparaba contra civiles desde un puente. Era un Nicolás Maduro enérgico que le exigía a los generales que liberen al presidente Hugo Chavez. 

—¡Lo tienen en la Orchila!_gritaba, —¡Secuestrado en la Orchila!_. Y la gente enloquecida gritaba con él. 

Un día después, Chávez fue liberado. La multitud que vitorea al Nicolás Maduro del 2024 es, a diferencia de aquella, es una multitud que vitorea lo que el gobierno quiere que vitoreen. Pienso: consiguieron el poder gracias a ese vitoreo, hoy consiguen el vitoreo gracias al poder. 

En el video de 2002 los gritos de Maduro compiten con el griterío de la multitud que, desesperada por expresar su apoyo, lo aclama, lo festeja, lo sostiene, a voz en cuello y cuchillo entre los dientes. En los eventos de hoy, en cambio, es todo más coreográfico: cuando él hace una pausa, la gente lanza el grito. Lo veo, lo escucho, participo de la liturgia sonriendo ante cada línea para que nadie piense que estoy observándolos. Desde la tarima tiran remeras —franelas— con la imagen del Gallo Pinto —el avatar de Maduro—. Las frases celebradas giran siempre en torno al pasado glorioso: los tiempos de Chávez, de Kirchner, de Correa. Los nombra a todos. Otra línea argumental apela ya no al pasado sino al futuro. Siempre es conveniente hablar del futuro porque ofrece todo lo que necesitamos sin compromiso de cumplimiento: a fin de cuentas el futuro no llega nunca. Bajo este paraguas narrativo Maduro habla de los próximos pasos, de levantar la nación, de profundizar la revolución bolivariana, de vencer al imperio (a través, claro, de negociar la desaparición de bloqueos del imperio). Es cuando habla del futuro que la gente más se entusiasma genuinamente. No sé si cree en ese futuro o quiere creer. El tiempo presente está ocupado siempre por el mismo protagonista: el enemigo. Los discursos de Maduro siempre lo mencionan: la derecha fascista, el nazi de Milei, el capitalismo imperialista, Elon Muts —su versión de Elon Musk—, Whatsapp, X, Instagram, el ataque cibernético de Macedonia del Norte, la Diabla —María Corina Machado— o el Viejito —Edmundo González Urrutia—. También están los enemigos jóvenes y temibles: los “guarimberos”: 

—¡Delincuentes!—, les dice. 

Se refiere a los jóvenes que salieron a protestar tras el anuncio de los resultados del 28 de julio. Guarimberos en todo caso fueron los que participaron en las protestas de entre el 2014 y el 2017. Esos sí fueron días feroces en los que la juventud opositora se organizó con violencia y fuego. Fueron reprimidos y asesinados. Fueron detenidos y adoctrinados en el Helicoide y otras cárceles que denuncia muy detalladamente el Informe Bachelet. Allí consigna más de 6 mil detenciones arbitrarias y casos de tortura, además de ejecuciones extrajudiciales. Desde esos días, los guarimberos dejaron de serlo: muchos se fueron del país (el grueso de jóvenes que componen esa diáspora de más de 7 millones de venezolanos), y otros se quedaron a trabajar y olvidar la esperanza de una contrarrevolución. 

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Hay algo extraño en la mirada del mundo respecto de a quién se debe entrevistar y a quién no. Hay quienes me dicen que no entrevistarían a Maduro o que simplemente lo confrontarían. Es una manera poco interesante: usar la ocasión para posicionarse ideológicamente, o éticamente, pero en ningún caso buscar una respuesta. Yo intentaría —probablemente en vano— ganarme su confianza. Llegaría ahí con la intención profunda de preguntar y escuchar. Hacer hablar al monstruo de turno, no provocarlo.

Algo parecido sucede con Corina Machado: muchos amigos de ideas progresistas me preguntan, inquietos, por qué intento entrevistarla. Por qué la persigo, dirán. Es cierto que por momentos fuerzo mis recursos: participé de sus caravanas para cubrir el fervor popular que despierta, me moví por las entrañas del país en su convoy blindado para ver cómo se movía secretamente por las rutas venezolanas. Subí a su camión de campaña dos veces y la entrevisté brevemente. Me interesaba conocerla. La primera vez le pregunté por su antigua posición respecto de la intervención militar en Venezuela, algo que ella pidió en 2019. Me respondió, sin negar el antecedente, que era una época de crisis humanitaria y que lo consideraba necesario. La segunda vez le dije que, así como ella tenía una multitud delante, también Maduro tenía la propia. Me respondió lo que todos en la oposición responden a eso: que la de Maduro es gente obligada. 

Ese día, luego de subir un video de ella a Instagram, alguien me respondió: “Guarda, tiene zapatillas de los políticos de derecha”. Es fascinante ver qué mira la gente, descubrir que el universo de la atención es algo tan distinto a lo previsible. En acto reflejo volví a mirar el video concentrado en las zapatillas, no como una concesión a lo dicho sino como detective que acaba de recibir un sobre sellado. Son grises, de una marca suiza llamada On, parecen cómodas.

“Jaja”, respondí, por responder.

No entendí el intercambio pero me quedó dando vueltas en la cabeza. ¿Qué zapatillas usará Maduro? ¿Y qué mirará esa persona si un día subo un video de él entre la multitud? ¿Miramos lo mismo de todos? ¿Tememos lo mismo de cada quien?

Unas horas después la misma persona me responde: “Ahora la derecha tradicional igual es re progre. El facho pasó a ser otro”. Para ese entonces ya estoy corriendo por Caracas y pierdo la posibilidad de responder, pero ahí queda, confuso y claro a la vez, el corazón de este conflicto: ¿quién es qué en Venezuela?

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El 31 de julio de 2024, tres días después de las elecciones, el Centro Carterpublicó un comunicado en el que dijo que las elecciones no se adecuaron “a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada como democrática”. Era la palabra de uno de los únicos observadores internacionales independientes invitados por Maduro a verificar los comicios. El comunicado decía además que no había ninguna prueba de que hubiera existido un hackeo cibernético.

Y fue todavía más crítico: “El proceso no ha alcanzado los estándares internacionales de integridad electoral en ninguna de sus etapas relevantes y ha infringido numerosos preceptos de la propia legislación nacional. Se desarrolló en un ambiente de libertades restringidas en detrimento de actores políticos, organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación. A lo largo del proceso electoral, las autoridades del CNE mostraron parcialidad a favor del oficialismo y en contra de las candidaturas de la oposición”.

Maduro respondió el mismo día en conferencia transmitida por la televisión: 

—Todos los que vinieron del Centro Carter a Venezuela traían el informe ya escrito, lo tenemos desde hace un mes, tenemos el informe del Centro Carter ya escrito, lo que les faltaba era el picantico que le pusieron ahora, porque se desnaturalizaron. Ya no es Jimmy Carter quien lo dirige, solo lleva su nombre, lamentablemente.

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Luis Landaeta está paseando junto a su mujer en la plaza Simón Bolívar, en el centro histórico de Caracas, a solo una cuadra de la casa en la que nació el libertador. Me ve sacar una foto al monumento y se me acerca.

—¿Qué dice ahí? —me pregunta, señalando la firma del autor del monumento.

Se lo digo. Él gira y comenta algo con su mujer, una señora de unos setenta años que sonríe tímidamente. Ella tiene una camisa blanca, unos pantalones verdes y lleva un morral de tela. Luis va vestido más formal, pantalón de gabardina, cinturón de cuero y camisa a cuadros. Tiene el pelo blanco y también unos setenta años, acaso poco menos.

Conversamos sin micrófonos por un momento. Dice que está feliz, muy feliz por el triunfo del gobierno.

—Él es más fanatico que yo —aclara su mujer, aunque también está contenta.

Pregunto por las famosas actas, la palabra más usada en Venezuela por esos días, a menos de una semana de la elección. Será apenas la primera de muchas veces que lo pregunte. Luis sonríe y mueve las manos como espantando moscas mientras achina los ojos, una manera de desacreditar el tema.

—¿Pero no es raro que no las muestren? —digo.

Su mujer mira al suelo.

—Es raro la verdad, genera sospechas. Hay que aceptarlo —dice ella.

Su marido desacredita.

—Es un proceso —dice Luis.

Su mujer repite que él es más fanático que ella. Él sonríe y da un saltito teatral. Son una pareja encantadora y amable.

—Estamos en un proceso de liberación económica. Porque ya tenemos la liberación política —dice Luis—.  Y es un proceso indeterminado. Fíjate: yo el otro día estaba leyendo el proceso de liberación israelita y eso es un proceso que tiene casi cuatro mil años. ¡Imagínate! Nosotros acá tenemos unos quinientos años. Porque este proceso no nace con Hugo Chávez. Este proceso nace a partir de la invasión europea a toda América, en 1492. Ahí comienza el proceso de liberación.

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3 de agosto de 2024. Cristina Fernández de Kirchner da una conferencia en México en el marco de un curso internacional titulado “Realidad política y electoral de América Latina”. Las elecciones en Venezuela sucedieron una semana atrás y el tema es insoslayable. Cristina habla 55 minutos, solo interrumpida por aplausos de los asistentes en diferentes pasajes del discurso. En el minuto 43 aborda la cuestión:

—Pido, pero no solamente por el pueblo venezolano, por la oposición, por la democracia, por el propio legado de Hugo Chávez, que publiquen las actas. 

Su palabra viaja rauda por el continente. Ya Andrés Manuel Lopez Obrador, Gustavo Petro y Lula pidieron exactamente lo mismo, evitando reconocer la victoria de Maduro en tanto no pueda probarse fehacientemente. Más de un mes después, al cierre de esta nota, sus posturas no cambiaron y la situación de las actas tampoco: nunca aparecieron.

La propia Cristina, minutos antes de aquella sentencia, había dejado otro mensaje que pasó desapercibido: 

—Los militantes nacionales y populares tienen la obligación de ser lo más objetivos que puedan frente al análisis de los hechos.

 ¿Cuál es —objetivamente— el legado de Hugo Chávez si la deriva del conflicto baña de sangre o de terror las calles de Venezuela?

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María Oropeza es detenida en vivo y en directo. Es 6 de agosto y María coordina Vente Venezuela, el partido de María Corina Machado, en el pequeño estado de Portuguesa, al oeste venezolano. Es ella quien transmite su detención a través de Instagram. Escaleras abajo de su departamento, un grupo de uniformados rompe las rejas de entrada. Relata mientras los ve entrar: 

—Están ingresando a mi hogar de manera arbitraria, no hay ninguna orden de allanamiento, están destruyendo la puerta. Yo no soy una delincuente, solo soy una ciudadana más que quiere un país distinto, y a mí siempre me acompaña Dios y la Virgen.

El peor video, sin embargo, se transmite recién dos días después, el 8 de agosto. Lo postea la Dirección General de Contra Inteligencia Militar, más conocidos como DGCIM. Es una pieza de cine de terror. No es un dicho: es efectivamente una pieza de cine de terror, y es posteada por las redes oficiales de una fuerza de seguridad. En el video se ven primero las imágenes de la irrupción en su vivienda y empieza a sonar de fondo la canción emblemática de Freddy Kruger. Uno, dos… Freddy viene por tí. Tres, cuatro… cierra la puerta. Luego aparece María esposada siendo trasladada en avión primero y en camioneta después. Sigue sonando: Cinco, seis… toma un crucifijo. Finalmente se ve una foto suya como de prontuario y una animación de bajo presupuesto hace aparecer unas rejas en la escena. “Tun Tun”, dice un graph. Siete, ocho… mantente despierta. Y cierra: “La operación continúa”. Nueve, diez… nunca más dormirás. Exactamente eso postea la cuenta oficial de una de las fuerzas de seguridad más temidas de Venezuela.

Al cierre de esta nota María Oropeza sigue detenida. Freddy Superlano, el más conocido de los presos políticos, también sigue confinado. Fue detenido el lunes 30 de julio por el Servicio de Inteligencia Bolivariano (SEBIN). Se cree que está en el Helicoide, la cárcel más temida en Venezuela, señalada por un informe de Naciones Unidas como un centro de torturas. Diosdado Cabello, el segundo hombre más fuerte del gobierno, dijo unos días después de su secuestro: 

—Está detenido y hablando muy bien, es bilingüe. 

Hay además 12 periodistas detenidos en el contexto de las elecciones que aún continúan presos: Ana Carolina Guaita, Gilberto Reina, José Camero, Yousner Alvarado, Fernando Chuecos, Roland Carreño, Deisy Peña, Paúl León, Gabriel González, Luis López, Carlos Julio Rojas y Víctor Ugas.

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El 23 de agosto del 2024 el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) dió un dictámen escueto en el que ratificó el triunfo de Maduro. El veredicto fue dado por Caryslia Beatriz Rodríguez, presidenta del TSJ desde enero de este año y encargada de la Sala Electoral del Tribunal. Antes de presidir la mayor institución de la justicia, Rodríguez ocupó cargos ejecutivos como alcaldesa encargada de Caracas, siendo parte del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), el partido oficialista. Existen videos de ella llamando a la gente a votar por Maduro.

“Convalida esta Sala Electoral los resultados de la elección presidencial del 28 emitidos por el Consejo Nacional Electoral (CNE)”, dijo.

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El palacio de Miraflores es un búnker, una mole blanca en altura a la que no se pueden tomar fotos sin riesgo de ser detenido. En cada esquina hay una patrulla militar escoltando la sede de gobierno, decenas de policías en todo el perímetro y oficiales de la Guardia Nacional Bolivariana ordenando el tránsito que pasa por ahí para que nadie se detenga. Muchos suponen que allí vive Maduro, pero nadie tiene la certeza de dónde pasa sus noches. Es que Maduro está desde hace años obsesionado con la idea de que alguien intente matarlo. Hubo atentados poco claros en el pasado, el principal sucedió en agosto del 2018 y fue una extraña situación con unos supuestos drones suicidas que no causaron víctimas fatales pero hirieron a siete oficiales de la Guardia Nacional. Nunca se comprobó lo que pasó pero el intento de asesinato quedó instalado en el discurso oficial. Después de este hecho, las denuncias de conspiraciones y planes de muerte florecieron y Maduro comenzó a resguardarse cada vez más. Recién en 2024, apremiado por la campaña electoral, empezó a rodearse nuevamente de multitudes, pero durante mucho tiempo tuvo pánico de ser asesinado. No por nada su solidaridad con Donald Trump luego del intento de magnicidio fue tan ostentosa. Dijo en un discurso ante una multitud: 

—Quiero, en nombre de Venezuela entera, rechazar y repudiar el atentado contra el ex presidente Donald Trump, desearle su pronta recuperación y que Dios bendiga al pueblo de los Estados Unidos”. 

Lo dicho: no se sabe con precisión si Maduro vive en el Palacio de Miraflores o en el Fuerte Tiuna (la mayor base militar de Caracas), o acaso en alguna otra residencia secreta. La Casona, residencia presidencial oficial, fue convertida en un museo porque nunca quiso vivir allí. La mayor parte de su trabajo sucede en Miraflores. Allí da la mayoría de sus mensajes. Y cerca, además, custodiándolo a tiro de vista, está el famoso Cuartel de la Montaña —el 4F—, el mausoleo de Hugo Chávez, donde descansa su cuerpo en pleno barrio 23 de enero, el más chavista de los barrios de Caracas.

Los barrios en Venezuela no son zonas residenciales sino barrios populares. En el 23 de enero se ven, imponentes, varios edificios coloridos. Son algunas de las primeras “Misión Vivienda”, el proyecto de Chávez para dar techo a la población más humilde. Dio, en los cuatro primeros años del plan, a comienzos de los dos mil, cerca de un millón de viviendas. El número total llegó, años después, a casi cinco millones de departamentos. Se los ve por todo Caracas, edificios rectangulares que habitan todas las zonas de la capital, lo cual construye un entramado social mucho más uniforme del que se ve en el resto de las ciudades: a cada rincón de Caracas le corresponde su barrio humilde y su misión vivienda, y aunque se dice que la capital se divide entre Este y Oeste (siendo el Este más opositor y el Oeste —donde está Miraflores y el 23 de enero— más oficialista), hoy esa división —la política, al menos— está perdida.

En el Este está el Petare, el barrio popular más grande de América Latina. Era originalmente un barrio chavista. Ellos comandaron la protesta reprimida del 29 de julio, el día post elecciones: multitudes bajaron en motos de pocas cilindradas desde el Petare hacia la avenida Francisco de Miranda y trataron de llegar a Miraflores, atravesando como un rayo la ciudad de manera transversal. Los disuadió el gas lacrimógeno y el raid de detenciones que comenzó ese día. 

La geografía como principio ordenador de la política ya no sirve, el mapa se quebró y hasta salió gente del 23 de enero a protestar contra el fraude. A muchos de ellos les marcaron la casa con una “X”. Sucedió el 9 de agosto, el mismo día en que el presidente dio un discurso expulsando a la red social de Elon Musk de la república (más bien, bloqueándola durante 10 días). Esa misma noche aparecieron las marcas en las puertas de algunas casas del barrio.

Es que la caza de brujas está desatada. El propio gobierno la llama “Operación Tun Tun”. El nombre nació en las guarimbas del 2017, en ese entonces las protestas opositoras eran seguidas de arrestos arbitrarios a líderes políticos o estudiantiles. Diosdado Cabello, acaso el hombre más poderoso e intransigente de Venezuela, actual diputado de la Asamblea Nacional y recientemente nombrado ministro de Interior y Justicia, bautizó el sistema en ese entonces y este año volvió a usarlo. La gran novedad es que el propio Maduro lo dijo en un discurso: 

—El que se coma la luz: Tun tun. No seas llorón, vas pa’ Tocorón.

Traducido: el que se pase de la raya será detenido por la operación Tun Tun y llevado a la cárcel de Tocorón, una de las dos nuevas cárceles donde, en palabras de Maduro, se “re-educará” a los que protestan. Según él mismo, a solo dos semanas de las elecciones ya habían detenido a dos mil personas. Sin embargo, el Foro Penal (una ONG venezolana de defensa a los derechos humanos), da números distintos: al 9 de septiembre denuncian 1.808 personas arrestadas después de las elecciones, de las cuales 60 son menores de edad. ¿Cómo puede ser que el propio gobierno diga que su persecución es incluso mayor a la denunciada? La respuesta radica en la intención original de la operación: sembrar el miedo para controlar la calle. 

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Según el líder de la compañía militar privada más grande del mundo, el lunes 16 de septiembre a las ocho de la noche todo iba a cambiar en Venezuela. Había una página web con una cuenta regresiva y se especulaba que estaban anunciando una intervención militar comandada por el líder de Black Water y su ejército privado. En cambio, a la hora señalada se anunció el comienzo de una colecta, una recaudación de fondos para un fin no declarado explícitamente pero que todos (incluso el propio Diosdado Cabello) interpretan que será una intervención armada. 

“Venezuela, ya votaron el 28 de julio. Ahora es momento de votar con sus dólares. La democracia prevalecerá”, dijo Erik Prince en un video publicado después del anuncio. Pronto comenzaron a llegar las donaciones: más de 5 mil transferencias en menos de 12 horas. De repente, personas de todo el mundo comenzaron a enviar dinero para una operación militar clandestina. 

El fantasma de una intervención militar estaba afuera de la mesa y un día volvió a asomar. Algunos empezaron a pensar, como el nene de Sexto sentido, que tal vez habían juzgado mal a los fantasmas y simplemente era cuestión de escucharlos. Otros siguen creyendo que un fantasma es siempre un demonio.