Hasta ahora la coalición del Frente de Todos había tenido tres líderes visibles, pero dos eran los principales: Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner. El primero, un presidente que no pretende ordenar ni conducir, sino responder a los problemas que surgen y se imponen en la centralidad de la agenda. La segunda, una vicepresidenta que es líder de la facción claramente mayoritaria de la alianza, pero más dispuesta a vetar y a dar vistos buenos que a conducir. Ahí es donde entra Sergio Massa, el socio minoritario de la coalición, que vio el vacío y se vendió caro, con múltiples apoyos, como un nuevo súper ministro que llega para ponerse al frente de la gestión.
Todos los gobiernos cambian ministros. Lo llamativo de los reemplazos en el de Alberto Fernández es que, en la mayoría de los casos, no se anunciaron los arribos, sino las renuncias de los que estaban. Así fueron los cambios de Matías Kulfas y Martín Guzmán: el gobierno no decidió, solo le quedó reaccionar. Más aún, las salidas de esas figuras, como la del enigmático Gustavo Béliz, fueron con portazos públicos y ruidosos que, incluso en medio de la interna con el kirchnerismo, demostraron una baja lealtad a su líder político. Ni por amor ni por temor sintieron que debieran cuidarlo ni a él ni a su gobierno. Desnudaron, una vez más, a un presidente que no controla ni los tiempos de los propios. Y que ser albertista cada vez paga menos.
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La Argentina de los últimos tres años se caracteriza por un bicoalicionismo claro entre el Frente de Todos y Juntos por el Cambio. Aunque se suponía que la oposición tendría más dificultades para sostenerse unida, es el oficialismo el que amenaza con romper desde hace un año. Sin mesa chica de coalición, ni siquiera dentro del gabinete, y sin diálogo, la discusión del último año entre los líderes fue a través del debate público, mediado por actos políticos, redes sociales y medios tradicionales. La coalición entre distintos sectores del peronismo -incluyendo a gobernadores, intendentes, sindicatos y organizaciones- aguantó, aunque la llegada de Massa promete cambiar las formas en que se define y decide la agenda de gobierno, con mucha mayor cercanía a ciertos sectores del establishment. Fue una reacción para frenar la inmovilidad que precipitaba a la ingobernabilidad. Para varios sectores, la falta de conducción se volvió más indigerible que un posible giro ideológico.
La llegada de un posible salvador al Ministerio de Economía podría verse como algo no tan disruptivo respecto de otras crisis económicas graves en Argentina y otros países. Sin embargo, la llegada de Massa fue anunciada como una delegación de parte central de la conducción del gobierno, luego de un ultimátum de varios actores de la coalición al presidente. No es un giro técnico, es una salida política: a diferencia de lo que suele pasar cuando aparecen planes de estabilización a la Cavallo, Massa no es un economista.
La falta de conducción se volvió más indigerible que un posible giro ideológico.
La Constitución de 1994 creó la figura de Jefe de Gabinete pensando en brindarle algunas facultades similares a la de un primer ministro en un semipresidencialismo como el francés. Un diseño institucional que no se tradujo de esa forma en los hechos, ya que los presidentes no tuvieron voluntad, ni obligación, de delegar. La primera vez que Argentina puede probar, en parte, algo similar será desde el ministerio de Economía. Los autores que han estudiado los sistemas de gobierno desde la Ciencia Política muestran que una de las debilidades de los presidencialismos frente a los parlamentarismos son los mandatos fijos del Ejecutivo y la falta de resortes para modificar los liderazgos cuando cambian los apoyos para quien gobierna, tanto a nivel general como, sobre todo, dentro de su propia fuerza política. En el parlamentarismo es diferente: en las últimas semanas, renunciaron los primeros ministros de Gran Bretaña y de Italia porque perdieron sus propios apoyos en sus congresos. Por supuesto, la estabilidad mayor del sistema parlamentario también tiene sus reversos: el Ejecutivo depende del Legislativo, el voto popular siempre está más mediado y las élites tienden (todavía más) a lógicas de arreglos entre ellas que no se hacen públicas.
En la actualidad, la persistente pérdida de apoyos del presidente dentro de su propia coalición vislumbra una posible y original parlamentarización en Argentina, con un atisbo de solución sobre la marcha que aún falta ver cómo se articulará. El acuerdo político pareciera existir, pero la institucionalidad no necesariamente acompaña: más allá de los anuncios, todo depende de que el presidente lo siga siendo y de que, a la vez, decida compartir la lapicera. Y tampoco es que, al menos hasta ahora, los otros actores de peso hayan dejado la mayoría de sus espacios en el gabinete. Por lo tanto, es un nuevo esquema inexplorado de reparto de poder, otro más que intenta el ecléctico Frente de Todos.
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El gobierno de Alberto Fernández se puede dividir, hasta hoy, en dos mitades casi cronológicas. La primera estuvo marcada por la pandemia, antes de la vacunación masiva. La segunda terminó de develarse tras la derrota en las PASO de 2021 y llegó hasta hoy, pero se amasó entre una devaluación sostenida de la palabra pública del presidente y las internas y bloqueos mutuos. Tiempos caracterizados por el desorden y la descoordinación, en la coalición y en el gobierno, a la que se suman la inflación y, en las últimas semanas, la corrida cambiaria. Todo en un trasfondo que no solo incluye la crisis sanitaria del siglo, sino también una deuda heredada asfixiante y una guerra con consecuencias económicas globales que muestra, a nivel planetario, los límites de los Estados nacionales ante problemas sistémicos.
Las renuncias desnudaron, una vez más, a un presidente que no controla ni los tiempos de los propios. Y que ser albertista cada vez paga menos.
Si bien la comunicación del gobierno no agota las internas ni sus problemas de gestión, es un buen ejemplo para exhibir sus dificultades. Néstor Kirchner, Cristina Fernández y Mauricio Macri fueron presidentes con estilos e ideologías diferentes, pero compartían algo: cuando anunciaban una medida, pocos dudaban de que su decisión y su voluntad política irían en ese camino. Eran palabras instituyentes, tanto de su gobierno como de su propio espacio político. Esa forma de conducción se reveló eficiente y como un factor ordenador. El primer año de Alberto Fernández, signado por la pandemia, tuvo similitudes. Por entonces su palabra fue instituyente, central y ordenadora. Cuando el presidente hablaba no solo organizaba las disputas políticas, tanto en su propio partido como en el vínculo con la oposición, sino también la excepcional vida social de argentinos y argentinas.
Terminado ese tiempo extraordinario, y no elegido, Alberto Fernández se ciñó a un esquema radicalmente distinto, que era el que siempre había sostenido: el de un político que habla mucho y seguido con los medios, sobre todo en off the record, y que eligió a los medios tradicionales como una forma de intervenir sobre la coalición de su propio gobierno. Casi como si el terreno mediático, desbalanceado contra el peronismo, le fuera más cómodo que la discusión interna que nunca se estableció.
Esta lógica linkeaba bien con su trayectoria como armador y como político sentado, pero también fue y es una propuesta para quienes forman parte de su gabinete: el gobierno no tiene dirección centralizada y toda decisión es discutible públicamente. Así fue que su palabra funcionó más como una declaración de intenciones y que funcionarios de segundas y terceras líneas no solo se animaron a discutirle a su propio presidente, sino que muchas veces salieron ganando. Ahí también intervino Cristina Fernández de Kirchner, la socia principal que, a diferencia de cómo se manejó durante sus presidencias, salió a discutir públicamente. Un triunfo estético de Alberto Fernández que, sin embargo, se volvió un boomerang para el gobierno. Primero, porque el presidente fue perdiendo volumen político. Segundo, porque la vicepresidenta se mostró más predispuesta a señalar errores de gestión y de nombres que a conducir; tuvo más éxito en vetar rumbos, que en proponerlos.
La erosión permanente de la palabra presidencial, más diversos errores no forzados de su propia comunicación, lo llevaron a reducir su participación pública en los últimos tiempos, algo que confluyó con la salida de funcionarios de primera línea que le respondían. El proceso se aceleró en las últimas semanas con un presidente ausente que, a contramano de lo que había hecho, escondió su palabra. Tiempos en que se explicitó aún más la renuncia a narrar a su propio gobierno que, a esta altura, es su forma de narrarlo. Un proyecto político sin relato y, por lo tanto, sin horizonte, que no define quién es, dónde va, por qué y contra quiénes pelea.
La llegada de Massa promete cambiar las formas en que se define la agenda de gobierno, con mayor cercanía al establishment. Fue una reacción para frenar la inmovilidad que precipitaba a la ingobernabilidad
La llegada de Massa podría signar el tercio restante del mandato, y la propuesta de retomar el orden (o proponer otro). Un período donde el presidente pase a tener un lugar menos central y donde la coalición vire parte de su conducción hacia un ministro que encolumne a las figuras del gobierno y a distintos actores sociales. El horizonte oficialista sigue siendo difícil, sin liderazgos aceptados por todos, sin mesas de diálogo y sin que los actores principales den pruebas elocuentes de unidad y apoyos.
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Toda coalición se caracteriza porque quienes forman parte de ella colaboran para vencer a sus rivales externos y, a la vez, compiten entre sí por liderar su propio espacio político. Ese juego de aliados-rivales es permanente. Sin embargo, los incentivos para cooperar o no hacerlo son muy distintos según las culturas y las tradiciones políticas nacionales, pero también según los premios y castigos que los actores calculan que tendrán.
El ejemplo de coalición exitosa de centroizquierda que se suele dar es el Frente Amplio. No obstante, más allá de sus particularidades, no se lo puede entender por fuera de Uruguay, un país en que los partidos anteceden al Estado. En el segundo gobierno de Tabaré Vázquez, entre 2015 y 2020, un diputado de su partido, Gonzalo Mujica, decidió dejar a su propia fuerza y empezó a votar como “independiente”. Su posición duró menos de un año, tuvo que dejar su banca. El transfuguismo se castiga en la cultura política uruguaya, también porque los partidos perduran: el Frente Amplio tiene 51 años.
Massa dejó el Frente para la Victoria, armó un partido y le ganó al kirchnerismo. Y después de enfrentarlo volvió. En Argentina el precio de traicionar es bajo.
En Argentina la situación es distinta. No solo porque en 2013 Sergio Massa dejó el Frente para la Victoria, armó un partido en 40 días y venció al kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires. Sino también porque, después de enfrentarlo en 2015 y en 2017, como también hizo Alberto Fernández, en 2019 volvió a aliarse con esa fuerza política. No hubo castigos. Por el contrario, se armó una coalición amplia con diversos sectores del peronismo. Y esto no es privativo del Frente de Todos: en la oposición también la carrera de distintas figuras está hecha de saltos de una fuerza a otra, sin que eso complique sus trayectorias. Algo que se relaciona con la cantidad de veces que las propias fuerzas políticas cambiaron sus nombres, orientaciones y redefinieron alianzas.
Es cierto que en Argentina, desde 2019, hay un bicoalicionismo relativamente estable y que los actores, hasta ahora, no sacaron los pies del plato. Pero también es cierto el historial cercano de múltiples deslealtades cruzadas y la certeza de que el precio de traicionar es bajo. Ante una situación crítica y de incierta resolución, los éxitos y los contratiempos del nuevo experimento político definirán las estrategias de colaboración y competencia de la coalición del Frente de Todos.