Suponer que viajar sirve para desconectarse —al menos un poco— de la realidad es un error. Llegué a España un jueves nublado de febrero para dar algunas clases de teoría política y en los diarios me topé con las postales globales: Trump y su apología de Marine Le Pen, la sobreventa de pastillas de yodo ante el rumor de una guerra nuclear y el avance de AfD en gran parte de Alemania. Mientras esperaba mi equipaje, busqué noticias argentinas. Y ahí estaba Javier Milei, con su típica sonrisa de quinceañero emocionado mientras conoce a su tiktoker favorito, regalándole una taza con la frase “no hay plata” a un senador republicano de Texas, mientras el dólar blue aumentaba otro 10 por ciento. Un matrimonio a mi lado discutía si Milei era un genio incomprendido o un performance artist.
Es un error creer que existe algún lugar del mundo donde todavía funcione la idea de “normalidad”.
Un segundo error es creer que existe algún lugar del mundo donde todavía funcione la idea de “normalidad”. Llegué a Barcelona con una expectativa modesta y un presupuesto emocional limitado: un poco de sol y un simulacro de estabilidad. Pero la época tiene otros planes. Hace unos días entré, casi sin querer, a Decathlon —ese supermercado del sport, el outdoor y la fantasía aventurera— para comprar un short y un paquete de seis pares de medias. Busqué la sección “vida urbana” pero aparecí, de repente, en “supervivencia”, que no es una metáfora, sino un pasillo entero dedicado a cuchillos, brújulas, linternas, mochilas tácticas, mantas térmicas y cascos. Todo prolijamente empaquetado, con precios accesibles, listo para ser usado cuando estalle la guerra nuclear de la que hablan en los medios. Y ahí estaba yo: un argentino “muy simpático para ser porteño” mirando barbijos en un shopping de Europa occidental mientras pensaba en un nuevo endeudamiento del país con el FMI. Lo inesperado no es el colapso. Lo inesperado es que esté tan bien organizado.
No es casual que los kits de supervivencia convivan al lado de las mochilas de senderismo. No es casual que las noticias hablen de la “crisis migratoria” en el mismo tono que se habla de un terremoto o una plaga de langostas. Europa se está preparando para algo. Nadie sabe bien para qué, pero el Decathlon lo tiene en stock.
Lo inesperado no es el colapso. Lo inesperado es que esté tan bien organizado.
La idea de Europa como refugio seguro duró exactamente hasta que empecé a prestar atención. En los medios españoles, Milei prácticamente monopoliza los escasos minutos diarios que se dedican a Argentina. Pero el grueso se dedica a hablar de los aranceles de Estados Unidos, los conflictos armados y las peleas entre un PP adaptado al discurso xenófobo de moda y un gobierno con los votos justos por todos lados.
La bandera española ya no cuelga solamente de los edificios oficiales o de las oficinas de turismo. Está en muchos balcones en todos los barrios, en los negocios, en las remeras, en los bares. Como una advertencia sutil, o no tan sutil, de que el territorio de Vox sigue creciendo y de que el país “está lleno de argentinos, ya parecen venezolanos”. Hay banderas incluso en los lugares más improbables, como en verdulerías y lavaderos de autos atendidos por migrantes. Todo listo para cuando venga el desborde. Lo que en Argentina siempre fue explícito —el barro, el quilombo, los derrapes, los gestos groseros— acá aparece en versión silenciosa, con una estética de orden que puede ser apenas el reverso del miedo.
Lo que en Argentina siempre fue explícito —el barro, el quilombo, los derrapes, los gestos groseros— acá aparece en versión silenciosa, con una estética de orden que puede ser apenas el reverso del miedo.
Leo en mis redes sociales aún embebidas de algoritmos argentos: inflación desatada, sueldos pulverizados, universidades ahogadas, represión enardecida. El Gobierno de Milei está jugando a ver hasta dónde se puede romper un país en su desesperado intento de caerle bien a Trump y a tres o cuatro CEOs estadounidenses. Lo increíble, desde esta distancia rara que es el extranjero, es ver cómo lo inverosímil dejó de ser una anomalía para convertirse en el ritmo habitual de las cosas. Argentina ya no es un país impredecible, sino un país predeciblemente salvaje, sin sorpresas, “normal”. Y lo más inquietante de todo es que el ajuste permanente, el desprecio por lo común, el odio al pobre, el amor al mercado como única gramática posible, no son exclusividades nuestras, sino una lingua franca de este presente. Con todas las diferencias culturales, hay algo bastante parecido: todo el mundo expulsa, vigila, controla, arma muros y espera que los problemas los resuelvan los demás.
Lo inverosímil dejó de ser una anomalía para convertirse en el ritmo habitual de las cosas. Argentina ya no es un país impredecible, sino un país predeciblemente salvaje, sin sorpresas, “normal”.
Hay algo que pasa cuando venís de Argentina y caminás por Europa. No tiene que ver sólo con la plata, ni con el tipo de cambio; no tiene que ver con la admiración de un mundo mejor que tenemos quienes nacimos con la llegada de la democracia. Ni siquiera con el tono de voz y la falta de desenfreno por comprar marcas de cuarta categoría como si fueran buenas. Es otra cosa. Es como ver el decorado de una obra de teatro desde atrás del escenario. Acá, aunque las estructuras estén mucho más firmes —las autopistas, los trenes, las calles limpias, los semáforos que se respetan—, todo tiene una fragilidad nueva, como si a un tren de por medio no estuviera la París del siglo XIX, sino una periferia global descontrolada. Hay carteles de “se busca empleado” por todos lados, casi en cada comercio, pero los contratos son de 20 horas mensuales por 600 euros. Vivir en un departamento de 30 metros cuadrados cuesta lo que en Buenos Aires valdría un PH grande. Y, en el fondo, la sospecha de que todo este bienestar, esta comodidad y la democracia de las cosas simples y bien hechas no va a durar para siempre. El neoliberalismo convirtió incluso al Primer Mundo en un lugar de paso, un shopping gigante antes del apocalipsis.
Lo único verdaderamente europeo que sobrevive es la nostalgia de una época en la que lo común era evidente y se podía comer sin culpa, vivir sin deuda, trabajar sin precariedad, circular sin pedir permiso (o asilo).
Miro este paisaje y pienso que lo único verdaderamente europeo que sobrevive es la nostalgia. No necesariamente la nostalgia de los imperios ni de las guerras ganadas (aunque también), sino la nostalgia de una época en la que lo común era evidente y se podía comer sin culpa, vivir sin deuda, trabajar sin precariedad, circular sin pedir permiso (o asilo). Esa Europa no existe más. Y tal vez —siendo honesto— nunca existió del todo. Pero hay gestos que prevalecen y que, incluso como tics o automatismos, son tranquilizadores. La barra de un bar donde un café cuesta 1 euro con 20, la sombra de un árbol en la plaza de un pueblo, las fuentes donde todavía se puede tomar agua gratis, las bibliotecas abiertas. Son refugios menores, minucias que importan. No porque vayan a salvarnos, sino porque nos recuerdan que hubo otra lógica, otra gramática de lo común, aunque haya sido un común muy pequeñito y excluyente.
De a poco me doy cuenta de que lo más extraño no es ver a Milei desde lejos, sino ver a España de cerca y descubrir que acá también hay jubilados empobrecidos y un extendido discurso ultraderechista, aunque no lo dicen señores con camperas de cuero, sino con trajes. Los acentos son muy diferentes, pero la palabra “libertad” en todos lados se pronuncia igual: con la panza llena. ¿Qué hay que hacer para que se pueda desear algo distinto a sobrevivir?