So we beat on, boats against the current,
borne back ceaselessly into the past.
Escena: interior noche, un bar a la salida de un cine en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, a mediados de los años noventa. Después del estreno de Pulp Fiction, un trío de poetas rosarinos (“la academia viva”) discuten sobre un poema de Raymond Carver, Cutlery. ¿Se ve el Paraná desde la terraza del Jockey Club, como afirma dicho visitante extranjero en ese texto? ¿O el precursor del objetivismo local armó un montaje? No hay respuesta, porque no hay entre ellos un saber sensible al respecto.
Foto: Maximiliano Kolus- Flickr
La solución al misterio la tienen estos versos de Lila Siegrist: “Atrás del jockey club/ Gigantesco sistema de humedales, / ríos de lento discurrir”. Lila sí paseó su ecuánime existencia por lugares que, dado un sistema de clases local más bien enigmático, están vedados a la intelectualidad de su generación. Artista visual, escritora, gestora cultural incansable (desde mi punto de vista) y a la vez (desde el suyo) autora sin profesión con la que identificarse (“debo consignar mi ocupación. No sé. No sé”), Lila se dibuja un linaje literario imaginario en el diletantismo de siglos pasados. Para escribir la crónica lírica de su deriva existencial por dos ciudades y un delta, le puso el cuerpo no solamente a unas islas y un río, sino a los cuatro tomos de la primera edición en español del Voyage dans l’Amerique Meridionale, de Alcide D’Orbigny; a la Oda al Paraná (1801), de Manuel de Labardén; a Pampa, de Fausto Hernández, y a la obra de Marcos Sastre que ya hizo a mediados del siglo XIX (al igual que D’Orbigny) el trabajo de campo para la Ley de Humedales: “Abrazo El Tempe Argentino, / lo sostengo calzado entre las palmas y las rodillas”. Esa cartografía de lecturas le hace de mapa a su zambullirse en el Delta del Litoral. Citas sin firma amojonan poemas que parecen compuestos de fragmentos arrancados al tedio, o a la bienaventuranza: “cargar en verso todo lo que aparezca” le permite construir “el paisaje de volver”.
Lila, en sánscrito, es el secreto juego divino en que consiste el mundo como manifestación. Una cita tomada de un manual de magia ilusionista es la que mejor definiría este libro, extenso poema fluvial que “no debe ser leído como una novela”. Entre el dandismo y una espiritualidad física a lo beatnik, Lila Siegrist ha explorado y explora cócteles más o menos explosivos de fluidos, experiencias y lenguajes. Frágiles opalinas de presentación reunidas en la noche careta de la urbe (artista, poeta) se deshacen en esos líquidos y en esas aguas. Subvirtiendo a Sastre, Lila relee humanidad como flora y fauna; navega ciudades como naturaleza, y vive para contarlo todo con asombro inocente, con humor patibulario.
De aquel precursor, cita un párrafo que se deja leer a lo Pierre Menard, en sentido inverso a la flecha de la historia y el tiempo, no como paisaje natural decimonónico, sino como autorretrato generacional rosarino de fines del siglo veinte… acaso influido por la imagen de los botes contra la corriente, que cierra con un lacre de belleza feroz aquel manifiesto-chajá de angustia y espuma: El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald.
Y copia y pega:
“Verdes camalotes fluctuantes, que separados de la dulce linfa natal, al empuje de las corrientes, vagan acá y allá, ora batidos y desmenuzados contra las riberas, ora arrebatados por el océano de las aguas amargas hasta las playas extranjeras”.
Y sí, Lila, somos nosotros.
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(Rosario, Santa Fe, agosto ígneo de 2020)
Este texto se publicó también en Revista Rea