Este texto forma parte de Los Anteúltimos, un proyecto de Revista Anfibia y Escuela Idaes para intentar comprender la experiencia de quienes luchan por no caer: trabajadores y trabajadoras que penden de un hilo, sin protecciones laborales ni representación sindical, que no viven en las zonas más relegadas de las ciudades pero que las bordean y circulan.
Cuatro equipos salen para intentar comprender una experiencia. Son sociólogos/as, antropólogos/as, cronistas y fotógrafos/as. La definición de esa experiencia es imprecisa. Pero está ahí: cualquiera puede palparla. En un momento de inflación récord, de incertidumbre sobre el futuro, de desilusión y descontento con la política, el miedo por lo que vendrá y, sobre todo, el miedo a un posible descenso en la escala social, está a la orden del día. Está en el cálculo de cualquier comerciante, integra las estrategias de cualquier familia, es tema de conversación en cualquier bar.
En particular lo es para un universo específico. Su definición también es esquiva. Los bautizamos “los anteúltimos”. O, mejor, los que luchan por no caerse. Trabajadores de hogares que se encuentran apenas por encima o justo por debajo de la línea de pobreza; que viven casi exclusivamente de los ingresos de sus trabajos y en muchos casos, sin protecciones laborales ni representaciones sindicales; que no siempre son beneficiarios de programas sociales y reciben una atención deficitaria del Estado; que no viven en las zonas más relegadas de la ciudad, pero las bordean y circulan.
Los equipos salen a la pesca de sus historias mínimas, de espacios donde transcurre la vida de todos los días. Evitan situarse en territorios geográficos y se desplazan alrededor de pequeños comercios: peluquerías, talleres mecánicos, ferias, locales gastronómicos. Lugares donde hay circulación (de personas, de palabra, de dinero), donde se expresan vínculos, tensiones y conflictos. No son necesariamente espacios públicos, pero sí espacios de conversación pública. Los equipos se vuelven cazadores. Coinciden en un objetivo fundamental que la crónica, las ciencias sociales y la fotografía comparten: buscan capturar un presente.
La crónica, las ciencias sociales y la fotografía comparten un objetivo fundamental: buscan capturar un presente.
Los artículos que surgen de ese intercambio son naturalmente anfibios, contienen la potencia de los cruces: hablan distintos lenguajes; brindan claves interpretativas sin dejar de construir una sensibilidad por sus protagonistas; están montados sobre otras formas de producir hipótesis y de afrontar los desafíos de cualquier trabajo de campo. Es decir, esa potencia se expresa en los textos y las fotos, pero también está antes: en los mismos procesos de producción.
Este texto apunta a esta última cuestión. Busca recuperar algunos aspectos que una propuesta de trabajo anfibio aporta a la investigación social. Dicho de otro modo, se pregunta por la manera en que la investigación pública altera, trastoca y enriquece, las formas de hacer y escribir ciencias sociales. El resultado es este breve texto con recomendaciones prácticas, esperando sea de utilidad para todos los interesados en las formas públicas de nuestras ciencias.
Pensar en el lector
Escribir es formular una pretensión de ser leído/a. En el mundo académico existe lo que, con cierta provocación, Martín Kohan llama un público cautivo. Un conjunto de investigadores que, por su propia pertenencia al campo académico, se encuentra ante la “obligación” de seguir las producciones de sus pares. Por fuera de nuestras fronteras, en cambio, los y las lectores/as no suelen sentir un compromiso prematuro con nuestros textos. Y justamente por eso, para que nos lean, debemos seducirles y, sobre todo, prepararnos para su reacción más segura en caso de aburrimiento: el abandono.
Seducir a nuestros/as lectores/as tiene como regla de oro renunciar a una escritura opaca e ininteligible y apostar por el despliegue de otras estrategias y recursos narrativos. Pero también implica preguntarnos por esos/as lectores/as: quiénes son, qué suponemos que ya saben para no malinterpretarnos, qué debemos esperar que desconozcan y por eso debemos aprender a explicarles con claridad y sencillez.
Así, inevitablemente, comienza en paralelo una lucha con un otro lector, un lector imaginario que persigue a cualquier investigador/a (y sobre todo a los/as más jóvenes): el par de la comunidad académica. Y este cambio en la forma de pensar en las/os lectoras/es tiene traducciones concretas a la hora de escribir. Por ejemplo, los textos académicos son dialógicos, siempre están polemizando y conversando con otros textos. Un/a escritor/a académico necesita referenciar sus ideas en las ideas de otros porque también así demuestra su conocimiento previo (y exhaustivo) sobre el tema y construye su legitimidad en el propio campo.
Pero los artículos o ensayos publicados en revistas no académicas no necesitan de esa instancia de validación; no necesitan estar plagadas de citas, de referencias bibliográficas, de notas al pie. Al contrario, esas apariciones pueden hacer de nuestro texto uno engorroso o fanfarrón. Y lo mismo sucede con el uso poco sutil de datos, tecnicismos e incluso de conceptos (sobre todo si es que no tienen una definición clara o cuando su sentido es diferente si se trata del mundo académico y el sentido común).
En resumidas cuentas, pensar en las y los lectores es concentrar nuestros esfuerzos en escribir para ellos (y no tomarlos como excusa para hablarles a otros), tener como horizonte que esa persona encuentre ahí lo que buscaba (aprender, entender, preguntarse, inquietarse o molestarse), y fundamentalmente, atraparlo en el inicio y lograr que no nos abandone hasta el punto final.
Todo lo que no suma, resta
Las intervenciones públicas de investigadoras e investigadoras en ciencias sociales suelen contar con dos grandes enemigos: el tiempo de producción y la extensión (o la brevedad). El primero, en general, es una pieza no negociable de los medios de comunicación (salvo en experiencias como la que nos convoca en esta oportunidad). Más bien se trata de un requisito inexorable ante la necesidad de seguir el ritmo vertiginoso de la coyuntura.
Pero el segundo, en cambio, puede ser una ventaja y no necesariamente un chaleco de fuerza si se logra modificar la manera de pensar esas intervenciones. Porque la brevedad fuerza a el/la escritor/a académico/a a ser más asertiva/o y a tener más claro qué se busca decir. Y eso implica, a su vez, aprender a elegir: un punto de vista, un abordaje, un énfasis (y como en cualquier elección, aprender a dejar otras cosas de lado o para otras instancias).
La brevedad lleva además a que no haya, en muchas oportunidades, espacio para ciertos matices o firuletes conceptuales. Se trata, un poco, de identificar lo esencial y relegar todo lo otro. Tener la capacidad de identificar con claridad: esta es la idea del texto, esto es lo que busco transmitir, estas serán mis estrategias. Y este ejercicio puede significar, a su vez, un cambio en la forma de situarse ante la hoja en blanco: dejar de pensar que “nos faltan” (conocimientos, recorrido, trayectoria) porque más bien lo que sucede es que “sobran” (ideas, conocimientos, datos). El desafío general y más complejo es administrar lo sabido para seleccionar un punto de vista original y presentarlo llanamente.
Hay algo seguro: escribir complejo no es pensar complejo.
Y esto vale tanto para el enfoque como para la propia escritura del texto. Siempre es bueno volver a la pregunta: ¿Cuándo es verdaderamente necesario escribir difícil? Porque lo que es seguro es que escribir complejo no es pensar complejo, o que la complejidad de la escritura no está vinculada a la complejidad del pensamiento. Y que la escritura sintética (con las palabras justas) y explícita (que no significa ser taxativo o enfático sino tener presente qué es lo que uno quiere decir) ayuda al lector a mantenerse atento a lo realmente importante.
Una experiencia de escritura anfibia lleva a amigarse con la frase corta, el punto seguido y el punto y aparte; a atender a los inicios (el anzuelo) y los finales (el sabor con el que se quedarán los/as lectores/as); a pensar en cada párrafo como un pequeño texto; a adoptar el uso de metáforas y limitar los adverbios y adjetivos (sobre todo los más imprecisos y que describen poco y nada, empezando por “importante”). Y finalmente a encariñarse con los detalles, que son una forma de apostar a lo concreto frente a lo abstracto y de conectar de un modo más certero con las experiencias vitales de las personas.
Ciencias sociales públicas
La experiencia de escritura anfibia es también una invitación a los investigadores a conectarse de otro modo con sus temas u objetos de investigación, en tanto lleva a preguntarse de qué forma esos temas u objetos son (o pueden ser) de interés público; cuánto y cómo se conectan o no con algún tema de “la agenda” (no solo con las noticias, sino sobre todo con los problemas contemporáneos). Si hay un debate en el que nos estemos inscribiendo, también fuerza a dar cuenta de eso y a establecer una posición en ese marco (que no significa enmarcarse en los límites de ese debate). Es decir, lleva a los investigadores en ciencias sociales a ampliar la conversación con personas ajenas a la comunidad de pares.
Investigar en profundidad y por años una temática (sobre todo por los procesos de hiperespecialización) puede llevar, a veces, a meterse en una gruta. Escribirle a un público más amplio, en cambio, puede tener como efecto revincularse con eso que, al inicio de las propias trayectorias, despertó interés o entusiasmo. Y recuperar esa ingenuidad parece una pieza clave, a su vez, para aprender a identificar aquellos “hallazgos” o datos de las investigaciones en ciencias sociales que pueden resultar novedosos entre los curiosos (que son distintos a los hallazgos que generan interés entre los/as pares) y a identificar puntos de vista originales (en relación a lo que ya circula públicamente sobre ese tema y no lo que otras investigaciones ya dijeron).
La experiencia de escritura anfibia es también una invitación a los investigadores a conectarse de otro modo con sus temas u objetos de investigación, a que se pregunten de qué forma esos temas son de interés público.
Y esto supone también establecer otro vínculo con el error. El sociólogo Howard Becker decía, con cierta picardía, que para los que nos dedicamos a las ciencias sociales a veces es mejor decir algo inocuo pero seguro que algo audaz que tal vez no podríamos defender de las críticas. Ese temor a decir algo nuevo o diferente lleva muchas veces a descartar (o dejar para “comentarios finales” y notas al pie) algunas de las mejores ideas e intuiciones (fundadas), y a dejar que los textos dediquen gran parte de sus líneas a repetir todo aquello que ya se sabe. Una escritura anfibia es, por eso, también una apuesta por el riesgo, una especie de salto sin red que revitaliza las escrituras, pero también los pensamientos.
Forma y contenido
Porque a esta altura ya debería quedar clara esa verdad que cualquier experiencia de escritura deja en evidencia: que la escritura no es un vehículo o herramienta a través de la cual comunicamos lo ya sabido, sino más bien que escribir es una forma de pensar. Que en la escritura “algo pasa”. Porque es allí, en la escritura, mientras escribimos, que lo que pensamos finalmente adquiere forma.
Indagar en nuestra escritura no redunda por eso solo en la calidad de nuestros textos en tanto textos, sino en nuestra capacidad de argumentar y construir conocimiento. Y también es una instancia clave para entender qué sucede hoy con la legitimidad de las ciencias sociales por fuera de sus murallas: entender cuánto obturan hoy los protocolos de escritura académica, con su hermetismo, su falta de seducción, su temor al riesgo.
La experiencia de escritura anfibia muestra que la escritura es una artesanía y un proceso que avanza lento y a través de la edición continua.
Tomar noción del peso de la escritura en la investigación social (dado que es una práctica que atraviesa a las distintas etapas de la investigación pero que al mismo tiempo se conforma como un momento específico, el momento creativo por excelencia) también puede llevar a dejar de vivirla, como dice el historiador Iván Jablonka, como el paquete que se ata a las apuradas. O como una maldición, que es la forma en la que muchas veces se la experimenta.
Pero eso implica también dejar de lado la idea de que escribir es un acto de inspiración o virtuosismo. Una experiencia de escritura anfibia nos muestra, por el contrario, que la escritura es una artesanía y un proceso, que no hay escritura de "un tirón", que se avanza lentamente y a través de la corrección y edición continuas. O como decía Hebe Uhart, que se va escribiendo lentamente, un poco cada día, sin esperanza y sin desesperación.