Ensayo

Argentina campeón mundial


Un potrero tomado por las masas

La fiesta más grande del mundo fue una masa sacrificada y expansiva sobre la 9 de Julio y la autopista Riccheri. Las calles de Buenos Aires, copadas por cinco millones de personas, generaron el shock de lo inédito: el delirio de estar habitando otro territorio en un tiempo mítico, irreal. Cada cabulero cumplió con su deber y recibió su premio. Y oró ante un Dios ausente sin aviso, que tuvo que cambiar de recorrido porque sus fieles fueron más. En una paradoja argenta, le impidieron el paso de tanto desearlo y le arrebataron lo íntegro del ritual. Lo opuesto a velar en ausencia: acá se festejó soñando una presencia y prescindiendo de ella. Los dioses son omnipresentes.

Se habla de “La fiesta más grande de la historia”, circulan imágenes con personas aglomeradas en tamaño hormiga: toda una plaga apocalíptica, sacrificada, juntísima, expansiva, ¿vulgar? sobre la 9 de Julio y la autopista Riccheri desde un plano contrapicado, mirada dron, pero al bajar y dimensionar la escala real todo es bombo, canciones repetidas, de esas que se te pegan, que suenan en la mente al irnos a dormir, mover la patita en la reunión de trabajo y en la fila del super, todo eso es todo esto, ahora, una puesta en escena colectiva de quienes no fuimos a Qatar; baile, alegría, roces pegajosos, corridas de la mano; no hay señal, ¿ellos dónde están? Camisetas argentinas y de varios clubes, Chacarita, Defensa y Justicia, (¿Quién te conocía, Enzo Fernández?), Instituto de Córdoba, Independiente y Boca; la pasión por la lucha, y que la multitud impida avanzar, que todo se demore; ahora la Scaloneta motorizada avanza lenta en su colectivo sin techo y no se traba del todo; viene hacia nosotros un poco, inalcanzable y próxima, todo el oxímoron del solo hasta ahí.

Porque enseguida se transforma en un vuelo (¿barriletes cósmicos?), un viaje en helicóptero; un velociraptor con alas en nuestra imaginación, el sueño aumenta hiperbólico, exagerado, el que solo es capaz de provocar una fiesta popular total en una mega producción de héroes de Hollywood pero made in casa: desearíamos que bajaran, sobre una plataforma, los ángeles Di María, los Mesías Messi, los voladores Dibu que es tan real como caricatura, en paracaídas, uno a uno, De Paul y Montiel, y Lautaro Martínez, el bahiense de los ojos de Sven, el reno de la película Frozen frente a sus súbditos en danza santificante y triunfal.

Cuando tantos activismos y militancias se dan solamente en el espacio virtual, las calles copadas, y sin protestas, generan el shock de lo inédito; el delirio de estar habitando otro territorio, otro planeta (¿de cuál viniste?), en un tiempo mítico, irreal.

Los buenos hinchas

Ante experiencias extraordinarias, el orden mitológico, los lugares comunes y los arquetipos nos siguen ordenando -aunque sea por un rato- ante el maremágnum dramático de euforia, tensión y decepción; chauvinismo, odios, cábalas y rencores, risas, picardías, sufrimiento y avivadas en el país donde -como señalaba el ex presidente de la Academia Argentina de Letras, Pedro Luis Barcia- tenemos un enormísimo caudal de ensayos sobre búsquedas de identidad (“el argentino es así”; “los argentinos somos”). No solo de los históricos, de Esteban Echeverría, Joaquín V.González a Sarmiento (oh, la barbarie); la tradición alcanza a contemporáneos como Martín Caparrós y su Argentinismos o Juan José Becerra y su Grasa. Retratos de la vulgaridad argentina.

“Si hay una grasada está en la burguesía”, declaraba Becerra en una entrevista con Ángel Berlanga para Página/12. Su libro parece haber sido escrito como para dialogar con aquel artículo tan debatido en las redes sobre la “vulgaridad” de Messi al contestarle al jugador de Países Bajos que nos regaló una nueva joya plebeya (Cartier, no te necesitamos ni para mirar con deseo tu cuenta de IG)- del consumo popular: “qué mirá, bobo, andápallá” es remera, taza, meme, chiste, charla y grafiti.

Y, sin ser un nacionalista acérrimo, el mismo Barcia solía cuestionar esa tendencia de sectores argentos de considerar lo extranjero como superior. 

El 18 de diciembre de 2022 Argentina ganó la Copa del Mundo y 5 millones de hinchas en la ciudad de Buenos Aires quisieron ver en persona a los jugadores de fútbol y no lo lograron. “Las ciencias sociales se quedaron sin argumentos”, dice José Garriga, autor de La era del aguante Barras, hinchas, violencias y muerte en el fútbol argentino, luego de esperar durante seis horas bajo el sol a quienes nunca llegaron. ¿Podemos disfrutar lo inalcanzable cuando lo suponíamos tan próximo? ¿Por qué la gente va hacia un lugar para que aparezcan jugadores que luego no aparecen? ¿No hay destrozos para amainar la decepción? Los argentinos “nos presentamos como ‘buenos hinchas’’”, dice Garriga, ya volviendo de la 9 de Julio. “Ser apasionados es parte de nuestra representación como espectadores, eso nos ‘obliga’ a hacer cosas para demostrarlo. Y no solo somos eso, dice. Nos creemos centrales en el devenir del juego. Aguantamos porque la copa también es un poco nuestra”.

Cada cabulero cumplió con su deber; sintió que ayudó. Y recibió su premio. Y cada hincha vino a apoyar y celebrar. A orar ante un Dios ausente sin aviso, que cambió de recorrido, porque sus fieles fueron más y, en otra paradoja argenta le impidieron el paso de tanto desearlo, y así le arrebataron lo íntegro del ritual. Lo opuesto a velar en ausencia: acá se festejó soñando una presencia y prescindiendo de ella. Los dioses son omnipresentes.

El amor está en el aire, y en todos lados. Y si le devolvemos osadía a nuestros osados, el día hasta nos regaló la perla de aquel valiente que subió -fuera de la ley- al pico del obelisco y las cámaras captaron un “Viviana Oviedo te amo” en la punta; qué ganas de saber la arqueología de aquella historia de amor.

Un subidón de sensaciones, de la indiferencia al compromiso total

No llegamos de la nada. En el previsible -acorde a los resultados– in crescendo narrativo, la ilusión de la unión volvió a repetirse como en mundiales anteriores, de la publicidad a las audiencias. En Radio la Red, especializada en deportes, varios oyentes dejaron mensajes apelando a la unidad, en los términos que, sabemos, le dan entidad a ficciones como los de Nación y Patria, que buscan borrar las diferencias bajo un objetivo superior. Conceptos tan estudiados, analizados y ya cuestionados, que durante el mundial adquieren peso punchi, o peso plomo, como contrapartida a “la grieta”. 

Lo cierto es que sí, el pasaje se dio: pasamos de transitar autopistas paralelas a deslizarnos, todos juntos, en un tobogán anchísimo, pura adrenalina, como esos parques acuáticos idealizados de la infancia. Allí todos cabemos como caben en las calles los ricos, los pobres, los clase media que se creen alta y los que no, los gays, y les no binaries, las tortas, los universitarios, los analfabetos, y quienes no se definen, todos persiguen a ese descapotable enorme donde 26 hombres acaban de ganar el torneo de fútbol más importante del mundo. Las metáforas bélicas también se repiten cada cuatro años: guerreros, luchadores, batallas. A los futbolistas también se los llama “los chicos”, y hace juego con el Malvinas de la canción hit; más reverberancia belicosa.

La imagen de ellos bajando del avión a las 3 de la madrugada reproduce la de emperadores romanos al volver del campo de batalla con nuevos territorios conquistados, mientras el pueblo los ovaciona. (¿Alguien habrá dicho, al oído de Messi, por lo bajo, como lo hacía aquel esclavo que caminaba junto al caballo del emperador luego de la victoria: “Leo, recuerda que eres mortal”?).

En el juego de espejos narcisista futbolero, delicia de la cultura popular que seduce y subyuga con consentimiento, funciona el vaivén de la horizontalidad y la deidad al mismo tiempo. Los jugadores también son “hinchas”; y los hinchas, nosotros, torpes mortales, los endiosamos y humanizamos porque ganamos junto a ellos: son uno de nosotros. Todes campeones.

“Amiga, disculpá, ¿qué es la scaloneta?”

El aumento de la tensión dramática y del compromiso con el correr de los días mundialistas no fue sorpresivo. Algunos estudios sociológicos muestran que al ver un partido de otro equipo, desde afuera, hinchamos por el más débil. Y no dispongo de estudios que lo avalen pero, pareciera, si estamos involucrados es otro cantar; no solo queremos ser amigos del campeón sino ganar. Y jugar bien. Y Messi campeón (el clásico “última oportunidad”). 

El sábado 3 de diciembre, temprano, antes del partido de octavos de final, una amiga cuyo único texto sobre fútbol que había leído -lo decía con orgullo- era uno que escribí yo, casi como de favor, dice: “Tengo que preguntarte algo. No te enojes”. Le pedí que no me asustase, ¿qué cosa tan terrible confesaría?. La consulta era: “¿Qué es la scaloneta?”. No me enojé (aunque hubiera sido entendible, la quiero demasiado y no pude retarla). Le conté y le aclaré que, a pesar de lo que ella creía, no era un término peyorativo. Durante los días siguientes, cada vez que hablamos, la desafié a que incluyera esa palabra en cualquier conversación. Ahora, bajo el sol, ya caminó más de 25 cuadras, del Obelisco hacia la autopista porque acabamos de enterarnos de que el descapotable de la scaloneta no va a llegar hasta acá. Ya está afónica de tanto cantar. En el estudio de arquitectura donde trabaja le regalaron hace dos semanas la camiseta nacional. Desde entonces, por cábala, no se la sacó, hasta el domingo, ni para dormir. Me juró que hoy ya la había lavado. Elijo usar la frase al uso: elijo creer.

Durante el festejo, ya nadie se acuerda de varias cosas; como la infantil falsa dicotomía, estilo ¿a quién querés más, a tu mamá o a tu papá? De cuando se escuchaba la pregunta que forzaba una elección. ¿Prefiero que mi equipo gane la Libertadores o prefiero que Argentina salga campeón mundial? O la calificación “nació el Messi maradoneano”, una forma de ningunear que Messi es Messi y de olvidar sus gestos temperamentales previos, como cuando criticó, enojado, a la Conmebol luego de la última Copa América.

Sí queda la extrañeza. A esta altura de las cosas, el panel del programa Código Qatar por DeporTV desplegó -no siempre, pero algunas veces- igualdad de cupo. Algo poco frecuente, ¡anómalo! en las transmisiones deportivas de otros canales como TyC, ESPN y así... El sentido común todavía es macho. Aunque el universo del fútbol en sus mandatos y mensajes más conocidos, más extendidos, sigan siendo machirulos, los festejos, la sapiencia, el análisis lo exceden; las plebes, los disconformes, se apropian del juego, y se mostraron más que en otros mundiales.

La reivindicación tiene cara de revancha

La alegría venía siendo no solo postergada, sino esquiva. El mundial de Rusia en 2018 fue un desastre deportivo, con jugadores y cuerpo técnico enemistados. Salvo por uno de los ayudantes del DT Jorge Sampaoli: Lionel Scaloni. En 2014 perdimos la final por muy poquito, 0-1, con gol de Mario Götze. Ya no estaba en la cima pero lo convocaron igual para este torneo y en las redes se multiplicaron los fantasmas del trauma argento. Volvía aquel malvado que nos eliminó y nos robó la copa. La paliza del 2010: derrota ante Alemania 0-4, dolorosa no solo por la diferencia en el resultado, sino porque Diego Maradona era el director técnico. Dolor absurdo porque al mismo tiempo Lionel Messi brillaba como el mejor jugador del planeta. En 2006, quedamos eliminados ante el local Alemania por penales; con la imagen bíblica del Ratón Roberto Ayala tirado, derrotado, sobre el piso verde, como un Cristo crucificado; hoy es parte del cuerpo técnico.

Bajo el mito de que Argentina “no gana nada”, en su libro Héroes, machos y patriotas, Pablo Alabarces admite que mientras el fútbol a nivel selección mayor no tuvo grandes logros, el deporte argentino sí. Por solo mencionar algunas: el básquet y la Generación Dorada, con Manu Ginóbili como estandarte, obtuvo medalla dorada en los Juegos Olímpicos Atenas 2004, y fue el primer equipo en vencer a Estados Unidos, equipo conformado en su totalidad por jugadores de la NBA, en Indianápolis 2002; el tenis y “la legión, cuando once jugadores llegaron a ser Top 25 del ránking mundial, y tantos otros logros más recientes. 

A veces no es tan complicado: "La alegría del triunfo es algo enorme en el deporte, muy difícil de pensar. Y esta junta muchos elementos: la idolatría por Messi, el torneo anhelado hace mucho tiempo, con factores que tienen que ver con cuestiones de cábalas y el pensar del espectador que cree que afecta el devenir en el juego", dice Garriga Zucal.

La mejor comunicación -en relación a la mayoría de las transmisiones televisivas- la hacen los mismos jugadores (Messi abrazado a la copa como sujeto amado, temprano a la mañana en su IG) y el resto del relato lo armamos nosotros, las masas. El Premio Nobel de Literatura 1981, Elías Canetti disecciona y distingue tipos de masividad. Dan ganas de quebrar, de mezclar y jugar con su taxonomía de Masa y poder, publicado en 1960. En estos días, las calles de Buenos Aires -porque Dios atiende en la capital, y los demiurgos también, por esos los mahomas del resto del país peregrinan hasta el Obelisco y un poquito hasta Ezeiza- aventuran a pensar un cruce de sus tipologías. Por un lado, la de “masa abierta”: todos podemos formar parte de ella, es la que se hace fuerte cuando se suma más gente y apunta hacia el mismo objetivo como ahora, mientras esperamos a nuestros ídolos y admiramos la velocidad de los inteligentes vendedores y de los trabajadores textiles que ya ofrecen camisetas con la tercera estrella bordada, y cuando, con envidia y estupor de pares -que no le pase nada, por favor- vemos hombres araña eufóricos trepados al poste de señalética “Guernica” que se dobla; porque no es la pelota (que no dobla), sino un estandarte urbano que nuestro compañero de festejo quiere domar, jugar arriba suyo pero, (“será de dios”), el poste, traicionero, no soporta su peso y lo devuelve al asfalto. 

Esta fiesta inclusiva desdibuja por un rato las diferencias sociales, como rezaba el efecto de carnavalización en la literatura del teórico ruso Mijail Bajtin. Ojo: también podríamos estar enojados, porque según Canetti estas “masas abiertas” que somos, son “inestables y efímeras, pero sumamente poderosas e incisivas”; porque también se forman para derrocar un régimen o para linchar a una persona. Entonces mejor pensemos el mix: lo que pasa en este festejo donde la gente busca jugadores que no están, mezcla la “masa abierta” con la “masa como anillo”. Está presente en estadios, espacios limitados donde, dice Canetti, se diluyen las diferencias individuales en pos de la unidad común. El adentro, en estos festejos mundiales, es el afuera de gran parte de la ciudad; la ciudad nuestro campo de juego, nuestro potrero tomado por las masas.

Los muñequitos del Mundial

Como en las buenas series, la selección mostró personajes arquetípicos, de perfiles diversos para cada ocasión y para cada público, casi siempre ATP. Dan ganas de coleccionarlos, ponerlos en fila en el estante del comedor, sacarlos para jugar, hacerles con rastis una casita, una escuela, un almacen y claro, una canchita de fútbol. Podríamos estar días describiendo a cada uno. Lionel Scaloni podría protagonizar una serie de Sony de las de antes, estilo Friends, o alguna  sitcom de Telefé “para toda la familia”. Siempre serio, impecable, medido; parecía una réplica de sí mismo y su solemnidad en cada partido. “Un padre”, eso sí. Lo vimos llorar y las imágenes con sus hijos se volvieron virales.

Solo en los festejos lo vimos en otro rol: hasta se sacó la camiseta y la revoleó feliz, cantando.

Paulo Dybala podría tener 30 o 12 años. Su expresión, cándida, de inocencia infantil y su pelo siempre peinado, hasta podría adivinarse con gel, lo hace lucir como a punto de ir a un acto escolar donde recibirá un cerficado de asistencia perfecta, buena conducta o mejor compañero. Podemos considerarlo, en su estilo de jamás parecer transpirado, heredero del ex jugador de la selección Javier Pupi Zanetti. 

Y el gran Kun Agüero, estirpe lúdica y talentosa, con Messi desde siempre, cómplice y compinche en la cancha y en la Play, fue el jugador que no jugó, el tocado por la maldición cuando siempre fue bendecido por el hada del fútbol, jugador más joven en debutar en primera división, superando a Diego Maradona, su suegro. La estoicicidad no es para él, él es otra madera, la de los pocos virtuosos que tienen el don de contagiar al reír y sonreír, de conectar con un disfrute que, miopes, a veces no llegamos a ver, hasta que llega él. Su imagen llevando a Messi mientras el capitán sostenía la copa quedará más grabada que las de gestas heróicas históricas, sedimentadas en monumentos de prócer, del San Martín arriba del caballo que cruza los Andes y nos libera; Messi y el Kun, el dúo dinámico, la dupla fantástica, de acá en más.

El “ídolo de los niños” le decían al hincha de Independiente Emiliano “Dibu” Martínez. ¿¿¿El ídolo de los niños??? Se me vino la seguidilla de festejos “obscenos” que tanto hicieron reír, esos donde se pone la copa en el bajo vientre (qué manera fina de decirlo); sus bravuconadas, sus ojos enormes y redondos y risa de, específicamente, dibujo japonés; ojos enormes, redondos, boca también. Aunque alguien me dijo: "si te lo cruzás por la calle, parece un repartidor de soda". El Dibu desborda las categorizaciones ¿es humano o una caricatura de comic, un personaje de Disney? Para sumar complejidad a su encanto, entre la sensibilidad y lo políticamente incorrecto, durante el mundial, en plena algidez de zona mixta, donde retumba todo el tiempo “hay que tener huevos”, “pusimos huevos” y sus variantes, confesó que iba a terapia. Hasta sedujo a un psicólogo noruego que se dedicó a “el show del Dibu”, un juego psicológico y gestual por el cual pretende manipular a los rivales.

El Fideo Di Maria, nuestro Ceferino Namuncurá espigado, patas de flamenco, talentosa velocidad gambeta, cómo es posible que no se enrede en su larga extensión, es el típico que lleva la insignia del “todo corazón”, manitos arriba después del festejo con esa forma, el sacrificio y la superación; la familia sobria, el modelo puritano perfecto. Pero, además, la justa reivindicación del héroe vapuleado. En mundiales y copas América pasados se lo defenestró de manera incisiva e injusta; el hincha algunas veces no conoce de matices. Hasta se decía que no servía para jugar finales: este año jugó tres y en las tres convirtió, en las tres salió campeón. Copa América en Río de Janeiro ante el local Brasil, Finalissima en Londres ante Italia y la reciente, en Qatar.

Y nosotros, la masa, tuvimos además el personaje de El Custodio: el Chiqui Tapia. Con jactancia, de traje cada vez, desde el domingo de la final aparecía cual Droopie en cuanta escena pudiera, por momentos en un excesivo protagonismo, como si fuera él, una mezcla de trabajador de Seguridad, hincha y jugador. Es el presidente de la Asociación Argentina de fútbol. Sucesor de Julio Grondona. 

Y en estas circunstancias consideramos, nosotros, los representantes de las masas de la ilusión argentina de fútbol -como decía en poesía justa, el relator de TyC cuando el equipo salía al estadio- que ciertas revanchas, chicanas y resentimientos están más que permitidos: son bienvenidos. Antes del domingo, aferrada más a un pensamiento mágico (la convicción de que si nosotros somos más cabuleros que ellos, tendríamos más poder, mayores chances) le pregunté a un amigo que trabaja con franceses si allá también eran así. Y su respuesta me regaló ya no la figura del adversario sino la del enemigo.

—A ellos no les importa tanto. Igual quieren ganar. Pero no hacen cábalas. Les pregunté qué pasaba si perdían. Dijeron “nos vamos a alegrar por ustedes”. ¡A nosotros sí nos cambia la vida, les dije!

—¡Qué pechos fríos! ¡Que pierdan entonces!

En los festejos fue el humor de Dibu -en medio de botellas cortadas a modo de base y el debate, ¿es Coca?¿Es vino?¿Es sangría? ¿Es fernet?- el que nos regaló la picardía carnavalera desde el descapotable. Y ya no soñamos naves espaciales bajando de sus planetas, inclinándose hacia el pueblo, sino humanos, mortales, antes del ascenso en helicóptero, estilo 007 en nuestro obelisco, no sobre Doha ni Dubai, no necesitamos más; aún los percibimos, entonces, como a unos amigos en la esquina de un quiosco burlándose de alguno que se fue de boca, que la canchereó, que la guapeó y luego la cosa no le salió. Dibu, con su risa y su cuerpo de gigante, tomó el muñeco de un bebé al que le pegaron la cara de Mbappé, el crack francés que osó decir que los sudamericanos no tenían el nivel futbolítico de los europeos. Sentimos ese tipo de alegría compadrita y revanchera, como la de un Brasil, decime qué se siente; una reivindicación, un andá pallá, tomá pa vó, chivita calenchu mientras bailamos como nuestros héroes, colorados y en cuero, achicharrados bajo el sol; hasta el Papu Gómez, con tanta calle y tan profesional a la vez, no se puso protector y anda como un tomate agrietado y ardido, como tantos de los laburantes que, al día siguiente, volvemos a lo de siempre, pero luego de un viaje interespacial, un tiempo mítico, somos la masa eufórica que fuimos, ahora dispersa, pero unida, dale campeón, por siempre jamás.

Foto portada Télam