Rubén González había dormido mal. Cerca de las 23.30 del sábado 26 de noviembre de 2011 escuchó ruidos y se imaginó a las nenas de José Luis, un vecino. Lo comentó con su mujer, Mabel Pontiroli, pero ella no pensó lo mismo. Creyó que se trataba de las mujeres del PH 5, en la calle 28 número 467, entre 40 y 41. Como corrían los muebles, pensó que estarían cazando unas ratas que habían aparecido semanas atrás en el condominio. Rubén prendió un cigarrillo en la cama. Se sobresaltó por unos golpes secos de un palo contra el piso y después unos gritos ahogados de Micaela, la niña del PH.
—La nena dijo tres “ay”, como un lamento final —diría Rubén horas después, interrogado por los investigadores.
Lo que no contó es cómo pudo, después de escuchar eso, volverse a dormir.
Eran las 00.10 y Mabel Pontiroli, su esposa, se desveló con la repetición del programa de Marcelo Tinelli en el comedor cuando oyó un grito. Después, la caída de un vaso y unas sillas. Abrió el postigo de la ventana y prendió la luz. Al rato, sintió que la puerta del 5 se abría despacio y vio salir una sombra. Pensó que era Bárbara: a esa hora solía abrirle la reja a su novio –que no tenía una copia de llave-. Volvió a su asiento y se distrajo haciendo zapping.
Cuando se despertó para ir a trabajar, a las seis y media de la mañana del domingo 27 de noviembre, el hijo de ambos, Facundo González salió al pasillo y encontró unas pisadas de sangre. No se escuchaba ningún ruido. El barrio La Loma es un barrio de casas bajas, algunas de dos plantas, con muy pocos edificios verticales –de 3 o 4 pisos- y muchos de propiedad horizontal. González vio la puerta del PH entreabierta. Avisó a su padre. Por las manchas, no se animaron a entrar, siquiera para saber qué había pasado: sólo llamaron a la policía.
El caso parecía cerrado.
El fiscal Álvaro Garganta, el juez Guillermo Atencio, el periodismo y el abogado mediático Fernando Burlando, que representaba a los familiares de las víctimas, solían ser una única voz. Aparecían en los noticieros y no dudaban en acelerar el curso de la investigación hacia una certeza: que los crímenes habían sido premeditados. Todos decían “El caso del Karateca”. Y “El Karateca” era Osvaldo Emir “Alito” Martínez, novio de Bárbara Santos, el único imputado y detenido por el múltiple homicidio.
El fiscal construyó un cuadro de “celopatía posesiva” con declaraciones de vecinos y amigas de Barby. Consideró fundamental un mensaje de texto de Martínez antes de los hechos: “Otro sábado que me dejaste solo, me voy a acostar, una vez más ya no me vas a mandar mensajes” y, al día siguiente de la masacre, un patrullero lo esposó en la calle. Luego le allanaron la casa sin ninguna orden judicial y lo incomunicaron en una comisaría. Nada relevante encontraron allí ni en su auto, pero lo acusaron por una serie de pruebas que calificaron “contundentes”: unos rasguños en sus brazos –que luego se confirmarían que fueron provocados por su perro-, los indicios de que su celular había estado en la escena del crimen- las pericias demostrarían que esa noche estuvo en su casa viendo una película-, el testimonio de una vecina que dijo haberlo visto estacionar el auto cerca de las dos de la madrugada, y porque las pisadas en el pasillo se correspondían con su talla 41- 42.
Hasta la detención de Javier “Hiena” Quiroga, seis meses después, las opinión pública conoció un solo sospechoso. De la noche a la mañana, la cara de Martínez, entre tímida e inexpresiva, se convirtió en el ícono de un criminal experto en violencia de género. No tenía ningún antecedente contra mujeres, pero los medios construían programas sobre “El Karateca asesino”: los espectadores escuchaban cómo un especialista en artes marciales –que, en realidad, se entrena para evitar la acción agresiva- ejecutó el femicidio más escalofriante de los últimos tiempos.
Se decía que el centro de la masacre había sido Barby. Garganta: “Bárbara tenía el doble de lesiones que el resto. Se ensañó con ella, no toleró su nueva vida y mató al resto para procurarse la impunidad”. Burlando: “Por sentido común, nadie se imaginaría que las lesiones podrían haber sido por otro móvil que no sea el pasional. Esto fue planificado por una mente enferma de celos”. La hipótesis del fiscal era que Martínez no “se bancó” el deseo de autonomía de la novia, que con su nuevo empleo había conocido nuevos amigos. Se basó en un episodio donde la había seguido con su auto después que ella cenó con su jefe y compañeros de trabajo. Impaciente, no cotejó ninguna prueba, porque las pericias hablarían de que la relación de noviazgo era “cambiante, pero buena”, que Martínez tenía celos normales y que ningún otro testigo dijo que estaba en una escalada agresiva como para imaginar un plan criminal.
La autopsia, además, evidenció que Bárbara no tenía muchas más heridas que Micaela. La diferencia estaba en que las puñaladas a la primera fueron profundas y brutales porque se había resistido cuerpo a cuerpo. El perito en criminología Cristian Méndez, un experto con más de 25 años de experiencia en investigaciones, estableció que había sido un solo criminal: el asesino, dijo, estalló en el acto. Pero nadie lo escuchó.
El as en la manga, sin embargo, fue la declaración del remisero Marcelo Tagliaferro, el hombre que trasladó a Marisol Pereyra al PH donde ocurrió la masacre. Asesorado por Burlando y amante de las cámaras, Tagliaferro juró reconocer al hombre que le abrió la puerta a su clienta. “Lo vi a Martinez por el espejo retrovisor de mi auto. No tengo dudas”, dijo. Con ese testimonio, Garganta lo acusó por múltiple homicidio. Los escépticos se preguntaban: ¿Por qué el remisero declaró primero no haber reconocido a nadie y, pocos días después, cuando la cara de Martínez estaba en la tapa de los diarios, lo señaló con tanta seguridad?
Al poco tiempo, se presentaría para cobrar la recompensa que el Ministerio de Seguridad ofrece a los que colaboran con información. Sería la única persona en hacerlo. Pero, en una causa paralela, fue acusado por la defensa de Martínez de falso testimonio, en una instrucción que sigue activa. Además, el sonidista Fabián Lencina dijo que la noche de los asesinatos pasó por esa calle y vio a dos personas en la puerta del PH en un Chevrolet Corsa –el mismo que el remisero- y luego a otras dos que bajaron de otro auto. Algunos investigadores sospecharon de una posible participación del chofer en los hechos. A Tagliaferro poco le importó: siguió apareciendo en los programas de televisión como el testigo estrella.
Todos esperaban una confesión. Si en 1992 –también en noviembre- Ricardo Barreda había dicho que aniquiló con una escopeta a su mujer, sus dos hijas y su suegra, se aguardaba el quiebre del “Karateca”.
Nunca sucedió: en cambio, defendió su inocencia a rajatabla. Y su madre, Herminia López, repartió las cartas que él había escrito desde la cárcel, pagó pericias que el fiscal no había realizado y se encadenó en la Casa Rosada. Los peritos aguardaban ansiosos el ADN, porque si había una escena del crimen donde el culpable había dejado huellas, ésa era la del departamento del barrio La Loma. El de Martínez, contra todo pronóstico, dio negativo y el 4 de enero de 2012 recuperó la libertad.
La Justicia no dejaría de perseguirlo.
Según la reconstrucción de los peritos, Bárbara Santos -29 años- entró a ducharse cerca de la medianoche. En el patio y luego en la cocina, su madre, Susana De Barttole -62- compartió mates y cigarrillos con Javier Quiroga, que había llegado horas antes a visitarla sin llamar la atención de nadie. Algo, de repente, lo perturbó. Fuera de sí, le descolocó la dentadura con una piña y le golpeó la cabeza contra la mesada. De inmediato, revolvió los cajones del bajo mesada y encontró un cuchillo tramontina, un destornillador buscapolos y una cuchilla de mango negro, tipo carnicero, con una hoja de 4 centímetros de ancho y 20 de largo. Con ellas, le provocó doce heridas. La cuchilla era parte de un set que el novio de Bárbara, Osvaldo “Alito” Martínez -27-, le había regalado cuando ella estudiaba chef. Susana, que vestía un pareo y una musculosa negra con cuello naranja, no alcanzó a defenderse: le clavó el tramontina en el lado izquierdo del cuello. Murió desangrada en la cocina, en cuestión de minutos. Quizás, si hubiera estado sola, todo habría terminado allí.
A Quiroga le decían “La Hiena”, por el corte de pelo del boxeador Rodrigo Barrios. Es formoseño, mide un metro sesenta y cinco y pesa setenta y tres kilos. Cuando lo recibió en su casa, Susana lo conocía como el hombre carismático y prolijo que se encargaba de arreglar persianas, limpiar algún caño de gas y ayudar a sus vecinas con alguna cosa.
Ella no sabía que la mujer lo había dejado y se negaba a irse de la casa, que tenía poco trabajo y deudas por juego, que era adicto a la cocaína y al alcohol.
El PH era pequeño y los espacios, mínimos: un living-comedor, un patio, una cocina, un baño y dos habitaciones. A unos metros de la cocina, acostada en la habitación de Susana, la niña Micaela miraba dibujitos animados. Tenía 11 años, y vestía un short gris y azul y una musculosa verde. Entonces, por encima del zumbido de un ventilador, escuchó un ruido. Vio, desde una ventana que comunicaba con la cocina, cómo mataban a su abuela pero fue descubierta. De inmediato, intentó llamar a la policía: de los nervios, marcó “9111” en vez de 911. Eran las 00.07. A esa hora recibió un puñetazo en la boca. Micaela sufrió veintitrés heridas de arma blanca y alcanzó a resistirse con golpes de puño y patadas. El cuerpo, boca abajo en el colchón de dos plazas, fue inundado en cuestión de minutos por una gran mancha roja. Las piernas largas, que se destacaban en las canchas de Hockey de la ciudad, quedaron tendidas sobre un placard. Lucía, su prima, solía visitarla los fines de semana. A ella intentó llamarla, sin éxito, cerca de las 23.50. De haber dormido allí, esa noche, también hubiera salido del departamento dentro de un saco gris.
Por el sonido de la ducha, Bárbara no escuchó la faena. Había preparado el cepillo de dientes y el camisón. La noche estaba calurosa, para salir a tomar a algo, pero se acostaría temprano. Desde la pieza donde yacía Micaela, y sin perder tiempo, Javier Quiroga fue hasta el baño. Corrió la cortina, le dio dos trompadas y la golpeó contra el bidet, que estalló en pedazos. Bárbara se defendió en varias oportunidades, despertándole un apetito de ferocidad como ninguna otra. Primero la arrastró de los pelos, desnuda, y luego forcejaron en la puerta de la cocina. La mujer, que era de un tamaño semejante a su asesino, lo hirió en el brazo con algo cortante. La penetró a cuchillazos, uno tras otro. Es posible que, mientras se resistía, haya visto el cuerpo de su madre. Le destrozó un diente, el cráneo con un palo de amasar y trece de las treinta puñaladas se las clavó por la espalda. El cuerpo quedó tendido boca abajo, de costado, cerca de un espejo grande en la puerta de la cocina. Colgado en la pared, había un cuadro con fotos de cuando era más joven: tenía el pelo rubio, planchado, y una sonrisa pícara, con pose de modelo. La noche anterior había sido su cumpleaños y su novio había jugado al “Carrera de Mente” con Micaela. Alrededor, había un mueble con un equipo de música, un teléfono fijo, una estufa, una mesa grande de madera, un estante con copas, estatuillas de mujeres de porcelana, un televisor 29 pulgadas y otros retratos de la familia, rociadas por salpicaduras de sangre. Era el típico hogar femenino de clase media baja.
A las 00.25, Marisol Pereyra -36- se bajó del remise conducido por Marcelo Tagliaferro, que estacionó en la vereda del PH. “La Petisa”, como la conocía su amiga Susana –habían sido compañeras de trabajo-, pensó en sorprenderla. ¿Qué hacía, a altas horas de la noche, llamando a la puerta de un lugar que no visitaba regularmente? Marisol llegó minutos después de la muerte de Bárbara y el asesino arrastró su cuerpo para despejar el paso. Atendió el portero y simuló, fríamente, ser alguien de confianza de la familia. Le abrió con llave la puerta de rejas de la entrada. Ningún vecino se les cruzó por el pasillo de treinta metros, que estaba sin luz. La copa de los árboles, en la calle, disminuía la intensidad del alumbrado. Apenas la hizo entrar, le fracturó la nariz. Luego la levantó con sus brazos mientras la apuñalaba, “como en el aire”, llevándola hasta la cocina. Las pericias calcularon que debió pasar por encima del cuerpo de Bárbara. Marisol, que estaba vestida de negro –una blusa y un pantalón pescador- no pudo defenderse de los ocho cuchillazos. Los zapatos, de color crema y con plataforma, habían sido arrojados en el comedor. A las 00.08 había llamado desde el celular a una amiga: estaba aburrida porque había llegado tarde a un teatro y no sabía qué hacer. Fue su último contacto telefónico.
El asesino fue herido por sus víctimas. En la ducha se limpió el corte provocado por Barby y, en la bacha de la cocina, enjuagó la cuchilla de carnicero, su arma preferida, dejándole la punta ensangrentada. Luego fue hasta la habitación que compartían Micaela y su mamá, revolvió cajones y revisó carteras. ¿Buscaba plata o había algo más? Dejó ropa revuelta arriba de una cama cucheta, donde también habían osos de peluche, una computadora y posters de la banda “Jonas Brothers”. Antes de salir y dejar huellas ensangrentadas en el pasillo, vació dos billeteras. Quizás también se llevó el celular de Marisol, que nunca fue hallado. No limpió sus pasos enloquecidos sobre charcos de sangre en el cerámico blanco ni levantó las sillas caídas. Pero sí trabó el cajón de la cocina y ordenó parte de la cocina. Un guante rosa, que era de Micaela, lucía abandonado en el comedor. Lo había usado para sujetar la cuchilla después que lastimaran su mano.
La cacería fue rápida: tardó entre treinta y cuarenta minutos en matar a las cuatro mujeres. Escondido en un rincón de la cocina, lacerado y dentro de la escena dantesca que presenció como único testigo, un bulto peludo temblaba de miedo. Era “Biyou”, la mascota de la casa, un perro Shih Tzu regalo de un ex novio de Susana. Así le habían puesto las mujeres que ahora yacían entre lagunas de sangre, en honor a su fanatismo por la bijouterie. Los vecinos lo conocían por su ladrido histérico y sus incesantes movimientos. Esa noche no se lo escuchó. La puerta de entrada del departamento tenía una especie de llamador de ángeles. Tampoco sonó.
A juzgar por el recorrido de los pasos, que terminaron en el cordón de la vereda, Quiroga no usó su bicicleta: se habría ido en auto. O alguien lo pasó a buscar, o se fue manejando. Tiempo después, en la celda de una cárcel, un hombre escucharía la primera versión.
Pero, mucho tiempo antes, se hablaba de otra cosa. Los televidentes que amanecieron con el horror en estado bruto aquel fin de noviembre de 2011, asociaron La Plata y cuádruple crimen de mujeres con el odontólogo Ricardo Barreda. Enseguida, los medios y personajes célebres de la justicia local darían un mensaje de tranquilidad. Ni un gramo de misterio: el móvil había sido pasional.
El asesino, repetían hasta el hartazgo, era un loco de celos.
—Me mandé una cagada. Maté a la nena.
—¿Por qué a la nena?
—No quería dejar cabos sueltos. Esa era la consigna.
A comienzos de diciembre de 2011, en la puerta del supermercado “Vea” del barrio de Tolosa, una señora llamada Catalina Céspedes escuchó la conversación entre dos hombres. Uno de ellos, el que confesó “la cagada”, mostró cicatrices y cortes en los nudillos. Catalina, que nunca le sacó los ojos de encima, se preguntó si esa nena no tendría relación con la del cuádruple crimen. Cuando llegó a su casa, tomó la guía telefónica y llamó a los de apellido Galle, hasta que dio con Daniel, el padre de la menor. En enero declaró frente al fiscal Álvaro Garganta, quien ordenó hacer un identikit.
La mujer, inconforme, realizó su propia búsqueda y dio con un nombre: un tal “Hiena” Níttoli. La policía, entonces, extrajo muestras de sangre a varias personas con ese apellido, hasta que ocurrió la revelación. A José Luis Nittoli, uno de ellos, el sobrenombre “Hiena” le sonó familiar. “A la única Hiena que conozco es a Javier, soy el tío de su ex esposa”. El verdadero asesino sería descubierto por una detective anónimo: lo demostraban 18 pruebas de ADN. Su cotejo, para sorpresa de los peritos como Méndez, ya estaba en la causa: había declarado como testigo por su condición de albañil de la casa.
Cuando lo encontraron, en mayo de 2012, vivía en un centro de rehabilitación para adictos. Interrogado sobre por qué usaba zapatillas talla 41 cuando dijo que calzaba 39, respondió, acomplejado, que se las había comprado su madre. Que, cuando trabajaba como albañil, solía usar ese tamaño. Los médicos comprobaron que tenía lesiones en las manos y los antebrazos.
Ante los policías, sin que nadie lo esperara, hizo una declaración espontánea: se exculpó y dijo que vio cómo Martínez mató a las mujeres. Que la tarde de los hechos “El Karateca” Martínez lo fue a buscar a su casa, lo invitó a tomar una cerveza y le convidó una “rodaja de merca”. Que le confesó que estaba mal con Barby y le propuso hacer unos arreglos en la casa de su novia. Urgido de trabajo, Quiroga fue hacia allí. Que a la noche, cuando estaba tomando mate con Susana, Martínez apareció de improviso y le dio un golpe en la cabeza a la señora. Que tenía a un arma de fuego en una mano, con la que lo amenazó y “paralizó”, y en la otra un cuchillo y luego un palo de amasar que usó para asesinar a las víctimas. Que, antes de irse, lo obligó a dejar sus huellas donde luego aparecería su ADN. Que si en los meses posteriores no lo denunció fue porque amenazó de muerte a toda su familia.
Después de su declaración, el fiscal cambió la carátula: creyó la inverosímil versión del albañil y volvió a detener a Martínez. Lo acusó de coautoría homicida: dijo que, entre ambos, hubo un acuerdo para matarlas. El periodismo, sigilosamente, empezó a hablar de “giro en la investigación” () () cuando antes había cerrado el caso en la hipótesis del “Karateca” como único asesino. Cuatro meses después, la Cámara Penal dictó falta de mérito y ordenaría una nueva libertad de Martínez. Sin embargo Garganta y el juez Atencio lograron, sin ninguna prueba, que llegara al juicio oral como acusado.
Martínez pasó casi 200 días preso. Julio Beley, su abogado, vio algo en su defendido –cuando todos lo creían culpable- que aún no sabe explicar.
—¿Cómo hizo para confiar en él?
—Le decía “necesito que me confieses cómo las mataste, ya todos saben que fuiste vos”. Después le preguntaba: “¿Vos no hiciste nada, no?” “¿Jurame que no tenés nada que ver mirá que me hundo con vos, eh?” Me doy cuenta cuando un detenido miente o no.
—¿Y qué le decía?
—Osvaldo siempre dijo que la justicia se estaba equivocando. A mí me era difícil porque la televisión machacaba con que no había otro sospechoso. Pero le creí. Y me jugué la vida con él. Es un pibe que no tuvo suerte, le cagaron la vida.
Se habían conocido con Barby hacía más de dos años y era su primer noviazgo. A ella la había idealizado como una “leona”: una mujer que trabajaba, que era madre, que estaba escalando como empleada de la Junta Electoral para tener autonomía de la madre: la veía muy inteligente y linda. En su último comunicación telefónica, horas antes de los hechos, ella le contó que se había encargado del regalo para el cumpleaños de la sobrina de “Alito”. Él, antes, le había obsequiado un vestido para una fiesta. Tenían una relación de idas y vueltas, con crisis, pero se querían y él había cuidado a Micaela después que la operaron de la vesícula: entre ellos había un gran cariño. Trabajaba como mecánico en la destilería YPF de Ensenada –sus jefes nunca lo suspendieron y lo apoyaron cuando estuvo preso- , estudió Ingeniería Electromecánica, era cinturón negro de karate- aunque hacía cinco años no practicaba- y se estaba construyendo su propia casa. Cuando lo vieron en los diarios, demacrado –en la cárcel bajó quince kilos-, sus amigos creyeron que Osvaldo “estaba meado por los dinosaurios”. De chico, mientras todos orinaban en los árboles, la policía llegaba justo cuando él lo hacía. En los boliches, le volcaban los vasos y lo desafiaban a pelear. En una inspección de celda, una vez detenido, lo acusaron porque los barrotes estaban limados, pero había sido otro preso. Y, en medio del juicio, fue baleado y le robaron la moto.
Junto a Fernando Carrera, el protagonista del documental “The Rati Horror Show”, la familia cree que disputa el primer puesto de un podio: el de ser el máximo perejil nacional. Juran que demandarán al Estado por daños y perjuicio. La condena mediática, dicen, es imborrable.
A 70 kilómetros de la ciudad de Formosa, Lucio V. Mansilla es un pueblo de tres mil habitantes en el departamento de Laishí, al límite con Chaco. Cuenta la leyenda que en esa zona el entonces presidente Julio Argentino Roca permitió a los Misioneros Franciscanos crear “una misión indígena” con el fin de civilizar a los nativos. Así creció, a pocos kilómetros, Misión Laishí, la cabecera del departamento: como un centro pujante de trabajo asalariado con la creación de un ingenio y un aserradero.
A orillas del Río Bermejo, Mansilla se exhibe hoy como punto turístico para acampantes. Pero la realidad del pueblo es otra: el ingenio cerró en 1950, el aserradero quebró una década después y las tierras prósperas para la ganadería fueron saqueadas. La familia Quiroga se fue a La Plata huyendo de la pobreza. La infancia de Javier transcurrió en una casa de la periferia. Abandonado por su padre, debió trabajar en la calle: vendía objetos que hacía la madre. Su hermana le pegaba, el padrastro era alcohólico y hubo dos episodios que le dejaron una angustia imposible de borrar. El hogar era compartido con otros familiares. Algunas tardes permanecía solo con un tío, que lo violó más de una vez. Una tía lo obligó a ahogar a tres gatos en una palangana. Luego hizo lo mismo con una cotorra.
Los peritos fueron contundentes: esas escenas de violencia serían el caldo de cultivo del estallido criminal más sangriento de la historia del crimen platense. Graciela Gardiner, dijo que “La Hiena” posee un intelecto medio-alto. Dijo que se mostró empático y seductor pero luego destacó su alto nivel de irritabilidad. Y habló de la existencia de dos personalidades. Detrás de la fachada de un hombre inteligente y audaz, se esconde un ser “primitivo”, complejo y violento, alguien que no tolera la frustración ni el rechazo.
“La Hiena” y su mujer, Alejandra, se separaron en 2010. Aun así, siguió viviendo en la misma casa. Tienen tres hijos varones de 15, 13 y 11 años, cuyos nombres están tatuados en sus brazos. En los últimos años, desaparecía de la casa y lo encontraban tirado en la calle. Luego pedía disculpas, pero la familia no lo toleró. La noche de los hechos él la llamó de forma obsesiva porque salió con amigas, y le escribió por mensajes que la estaba observando. Gardiner dijo era capaz de tomar sus propias decisiones, sin ser influenciable: “No sintió compasión ni culpa con las víctimas. Se para bajo una perspectiva ampulosa del yo puedo, hago lo que quiero y no internaliza la ley”.
Daniel Burgos, otro perito, dijo que Quiroga era un sujeto egocéntrico y con rasgos impulsivos y psicopáticos. En sus informes, sentenció: “Hay un desorden que busca la satisfacción inmediata sin mediar la situación del otro, es algo inmodificable a través del tiempo. Hay una perversión sobre un sometimiento desde el lado sádico para infringir dolor”.
Los informes lo perfilaron como un gran mentiroso, manipulador y que sus trastornos, sumados a la ingesta de tóxicos, desembocaron en un “cóctel explosivo”. ¿Por qué mató a las cuatro mujeres? Para la ciencia, no importó el móvil, sólo el hecho de que era una persona que podía estallar en cualquier instante. Quizás sea un secreto que llevará a su tumba. La única certeza es que fue algo que pasó o no con Susana. La justicia nunca investigó un posible móvil económico: Susana estaba por heredar unas propiedades tras la muerte de su hermana, además de cobrar una supuesta suma de dinero por la sucesión. ¿Por qué los cajones de la habitación de Bárbara estaban revueltos en la escena del crimen?
El otro interrogante que los investigadores no se hicieron fue una supuesta relación íntima entre ellos. Hubo testigos que contaron cómo Quiroga le confesó a su mujer –cuando ya estaban separados- que tenía un “toco y me voy” con Susana después que le descubriera una prenda íntima de ella. O, tal vez, la señora le debía plata por sus arreglos en la casa –se comprobó que tenía numerosas deudas, con préstamos impagos-. Y hubo quienes, también, pensaron en otro móvil: como buenos jugadores del Bingo que eran, los imaginaron en alguna sociedad. Ciertas personas que conocieron a Susana dijeron que practicaba rituales religiosos y usaba a la gente con mentiras. ¿En esa densa y oscura trama de dinero, drogas, religión y sexo estaba la clave de la pesquisa?
Daniel Oscar Peña Devito fue compañero de celda de Quiroga en la Unidad 34 de Melchor Romero. En enero de 2013, y de forma voluntaria, dijo que se quebró y confesó los crímenes. Dijo que Martínez era inocente. Que tuvo un cómplice, un amigo llamado Carlos Daniel Videla, quien lo habría buscado en su auto cuando terminó la faena. Peña Devito dijo que robó 3.400 pesos, se repartió el botín con su amigo y luego se fueron a un prostíbulo. Que, al otro día, le dio unos fajos de billetes a su ex mujer Alejandra. Garganta se excusó en que la instrucción estaba cerrada y no incorporó el testimonio. En la cárcel, Quiroga intentó suicidarse.
Antes de ser detenido, y días después de matar a las cuatro mujeres, “La Hiena” visitó el condominio del barrio La Loma. Fue a arreglar un ventilador a lo de Silvia “La Japonesa” Matsunaga, una amiga de Susana que vive en el departamento 2. Le dijo que tenía la mano vendada porque se había caído de una escalera. En una entrevista que le hicieron en la cárcel, los psicólogos preguntaron qué sintió cuando vio el PH de las víctimas.
—No miré para ese lado —respondió Quiroga, a secas.
El departamento 5 permanece cerrado. Hay un florero en la puerta y la luz de la entrada está encendida. El 2 de abril de 2013, en la inundación que azotó a la ciudad, ese barrio fue uno de los más afectados. En la calle 28, sin embargo, el agua apenas entró en las casas. Los rastros de la masacre siguen intactos.
Hubo un juicio.
Quiroga se dormía y sólo pidió retirarse de la sala cuando no toleró los informes de los peritos. Aquella vez, miró a Martínez.
—Te voy a llevar conmigo a la cárcel, hijo de puta –le dijo, entre dientes. Su madre era el único familiar que lo visitaba: le llevaba bolsas de caramelos. El otro acusado le respondió diciéndole que era un “cagón”. Fue el único cruce.
El fiscal Garganta creyó hasta el final –junto a los abogados de las víctimas- en la coautoría homicida. Los testigos entraron en contradicciones, omisiones y modificaciones de sus testimonios previos. Silvia Matsunaga denunció amenazas. En los pasillos de la justicia brotó la sensación de que todos escondían más de lo que decían.
“¿Cómo adquirir certeza de que se trató de un solo agresor”?, se preguntaron los jueces Andrés Vitali, Ernesto Domenech y Santiago Paolini en los fundamentos de la sentencia. Entonces, precisaron: las muertes fueron secuenciadas, no existió prueba de otro agresor y, en efecto, ninguna distribución de roles. Los crímenes – “provocados de modo inesperado y con instrumentos encontrados en la vivienda”- poseen un patrón común de agresión –“atontar a las víctimas con golpes de puño y luego una des mesurada secuencia de heridas cortantes y punzocortantes con una misma cuchilla”- . Las huellas de zapatilla Topper talle 41, encontradas en el pasillo y dentro de la casa, eran de una sola persona –se comparó peso de pisada, desgaste de pie y longitud de desplazamiento- : Quiroga.
Los magistrados desestimaron otras líneas: el suicidio del juez Blas Billordo –Susana trabajó para él- dos días antes del cuádruple crimen; los antecedentes de violencia del ex marido de Marisol, Víctor Chavarría, al que había denunciado varias veces por amenazas de muerte; una posible relación de amantes entre el remisero y ella; y la aparición de la travesti “La Sirenita”, a quien se vinculó con supuestos lazos de prostitución, juego y ritos umbandas con Marisol y Susana. Sobre el testimonio de Tagliaferro dijeron que “armó su segunda declaración” porque era “testigo interesado”. Y descartaron que el remisero –que también era jugador del Bingo- tuviera relación alguna con los hechos.
¿Por qué no había ADN de Martínez si es que era un asiduo visitante de la casa? Por una sencilla razón: las muestras se tomaron en lugares significativos de la escena del crimen. De lo contrario, también debieron existir los de otras personas. En el alegato, Julio Beley dijo: “Martínez es el protagonista moderno del proceso kafkiano”. Ninguna prueba objetiva o científica ni testimonial lo incriminó.
Así como los peritos confirmaron la culpabilidad de Quiroga, remarcaron la inocencia de Martínez – “No es un sujeto propenso a la violencia, respeta la ley. Tenía celos normales pero la relación pasaba un buen momento. Se metió para dentro por la angustia que le provocó la masacre”- Aún más: dijeron que la coartada de “La Hiena” era inventada. Fueron lapidarios: “Las características de la personalidad de Quiroga corroboran la imposibilidad de creerle”. En pocas palabras: su sistema absurdo de defensa acabaría por perjudicarle.
A las mujeres, concluyeron los jueces, las mató un hombre. La prueba irrefutable: el ADN de Quiroga en las víctimas, armas asesinas y los espacios de la casa. El 18 de julio de 2014, se lo condenó a reclusión perpetua. Luego fue trasladado a la Unidad 9, una cárcel de máxima seguridad donde se lo protegió en una celda de ex policías. Sus últimas palabras, en el juicio, fueron hacia los familiares de las víctimas.
—Les quiero pedir disculpas porque no pude hacer nada. Estaba sometido —balbuceó.
A tres años del cuádruple crimen, los familiares de las víctimas y organizaciones feministas siguen creyendo que Martínez es culpable y apelaron el fallo ante la Cámara de Casación. Tras la sentencia le gritaron “asesino” y juraron perseguirlo hasta que regrese a prisión. Daniel Galle, padre de Micaela, formó la ONG “Dulce Mica” contra la violencia de género. Es el que más habla con los medios: dice que la justicia lo protegió a Martínez, que además de él y Quiroga hay un “tercer” homicida, que hay una “mafia” detrás del caso, que el remisero Tagliaferro dice la verdad y que el fiscal Garganta hizo una buena investigación. El mismo Galle, sin embargo, se contradijo varias veces, admitió los errores de la instrucción y dijo que acercó a Catalina Céspedes a la policía, sin la cual nunca se habría llegado al verdadero asesino.
Contra toda prueba científica, contra un juicio que demostró con 170 testigos en dos meses que no hubo ningún elemento objetivo que incriminara a otra persona que no fuera Quiroga, los familiares creen que es imposible que un solo asesino haya matado a las cuatro mujeres. Hay algo que no pueden borrarse de la cabeza y que necesitan entender: el horror en estado bruto.
Quizás en las palabras de Miguel Ángel Pereyra, padre de Marisol, exista una explicación más profunda. Invitado a un programa del periodista Chiche Gelblung, dijo:
—A mí me masacran a una hija. Y después (los medios) me dicen todo el tiempo y me explican que fue “El Karateca”. Decime vos, Chiche. ¿Cómo hago para sacármelo de la cabeza?