Alejandro Rozitchner es un filósofo en zapatillas. No ríe mucho, pero es el promotor de la filosofía de la felicidad. Lector de Nietzsche, dice que la filosofía es un trabajo práctico para ayudarnos a vivir mejor. Dice que el rock le cambió la vida en un recital de El Reloj en su secundaria y que lo curó de un trotskismo adolescente, poco antes de exiliarse con sus padres en Venezuela. Dice que Argentina tiene una obsesión enfermiza y absurda por el pensamiento crítico y que ese es su salvavidas de plomo que no le permite crecer y desarrollarse, que el pensamiento crítico tiene que salir de las escuelas porque evita que los chicos se vuelvan personas productivas, capaces y felices. La idea no es nueva, hay que reconocerlo, la viene repitiendo cada vez que puede desde hace casi treinta años.
En las décadas de 1980 y 1990 Rozitchner fue un profesor de filosofía heterodoxo en la universidad pública de la pos-dictadura, guionista, columnista de radio y un personaje cercano a la escena del rock. Con los años se convirtió en un organizador de talleres y cursos de entusiasmo en espacios privados y empresas. Hoy es uno de los asesores de Mauricio Macri y, desde hace ya tiempo, un activo miembro de la fundación Pensar, think thank de Propuesta Republicana (PRO). Es entusiasta defensor de un proyecto político en clave empresarial que hasta ahora muestra fuertes indicadores de concentración de la riqueza, ajuste económico y represión de la protesta social.
¿Qué lleva a un joven profesor de filosofía, lector de Michel Foucault, Georges Bataille y Gilles Deleuze en la década de 1980, defensor de la marihuana y reivindicador del rock y la contracultura, a ser asesor e ideólogo de Cambiemos? ¿Es consecuencia de una transformación personal inesperada o existe una fuerte continuidad en su trayectoria? Tal vez lo que cambió no es Rozitchner, sino las coordenadas culturales de la Argentina. Y si es así ¿Qué nos dice Rozitchner sobre la cultura contemporánea y la Argentina de los últimos treinta años?
Algunos se encargan de subrayar las consecuencias éticas o políticas de su pensamiento, de su polarización estereotipada, su perspectiva exagerada sobre el entusiasmo, su individualismo radical y las condiciones de un pensamiento evolucionista que imagina un futuro de felicidad a costa de buenas intenciones y un realismo pragmático al servicio del status quo. Sin embargo, debería interesarnos también Rozitchner como un producto cultural. Sobre todo, porque es parte de un clima de época del que es tanto parte como resultado. Debería interesarnos el entramado de intervenciones mediáticas, de libros, colecciones de frases e ideas escritas en el lenguaje de la divulgación en la medida en que hacen eco de un mundo mucho más amplio y complejo, bastante menos estereotipado que el propio Rozitchner. También deberían interesarnos sus intervenciones públicas y libros en la medida que son parte de un mismo dispositivo, que no es el de los grandes tratados sino de lecciones y manuales contemporáneos de educación moral que tienen el formato, el lenguaje y los usos de la cultura de masas. Más allá de Roztichner, deberíamos pensar en las condiciones de circulación y de eficacia social que su personaje produce.
Hechos al ritmo de la coyuntura, sus libros son artefactos y vehículos del individualismo contemporáneo. Tratan sobre el aconsejamiento moral, la autonomía, el bienestar personal y familiar, la religión, la educación, el rock y, más recientemente, la política. Lo hacen en un lenguaje simple, abundando en ejemplos de la vida cotidiana. El pensado ensayo filosófico es reemplazado por textos rápidos, editados por grandes editoriales como Sudamericana y Planeta, aunque también por pequeños sellos como Mardulce o Del Zorzal. A medio camino entre el folletín filosófico y la autoayuda, sus libros están pensados como best sellers, aunque raramente alcanzaron los rankings de más vendidos. No tiene un amplio grupo de lectores, aunque sin duda tenga seguidores fieles. Sus intervenciones y sus libros son lo que el sociólogo norteamericano Paul Lichterman llamó una cultura delgada o sutil (thin culture): fenómenos culturales que circulan a nivel masivo con una vocación moralizadora e inspiradora que no suponen seguidores comprometidos, grupos de activistas o “fans”, sino artefactos que son apropiados fragmentariamente, en situaciones muy cotidianas y sin producir una identidad específica.
De la contracultura a la cultura de masas
Desde finales de la década de 1970 y sobre todo con el fin de la dictadura militar la sociedad argentina vivió un proceso de liberalización cultural que todavía ha sido poco analizado y estudiado desde la experiencia cotidiana. La democracia que se inauguró en 1983 no fue sólo un hecho político institucional, fue también un cambio en las subjetividades. Una serie de lenguajes y prácticas que habían crecido en espacios muy exclusivos desde la década de 1960 entre los sectores medios educados, encontraron un público cada vez más amplio durante la década de 1980. Surgían nuevos estilos periodísticos que se materializaron en medios como Tiempo Argentino, El Porteño y Página/12. El rock dejaba el estilo progresivo y se hacía más underground, al mismo tiempo que cambiaba la escena: los recitales salían de los teatros y se extendían a un circuito de pubs. El teatro dejaba la denuncia social para experimentar con la performance y lo absurdo. Las psicoterapias de grupos y las terapias breves se abrían paso en sesiones experimentales que redefinirían el campo psicológico, al tiempo que disputaban el modelo psiquiátrico, pero también y, sobre todo, la ortodoxia psicoanalítica. En muchos casos se plegaban con prácticas espirituales cada vez más alejadas del catolicismo romano y las religiones formales, que veían perder fieles frente a un creciente número de lo que algunos analistas llamaron en la época “nuevos movimientos religiosos”.
Juan Carlos Kreimer, un periodista que participó de publicaciones alternativas hacia fines de 1960 y había escrito un libro sobre el punk en 1978, edita al principio de la década de 1980 la revista Uno Mismo. En poco tiempo pasó de ser una revista alternativa a ser un negocio editorial exitoso que vendía copiosamente. Ese dato es sintomático de una demanda social creciente de nuevos temas y de una nueva sensibilidad. Uno Mismo se consolidó como la revista de terapias alternativas, espiritualidad y comida natural centrada en el “buen vivir”. La importancia de la felicidad y el bienestar, la creatividad y el confiar en uno mismo fueron un nuevo lenguaje de época.
Contra la idea del sacrificio, marca tanto de una moral del esfuerzo y el mérito como de una generación abnegada por la transformación social, surgían diferentes reivindicaciones de la alegría. Incluso el rock se sumó a sacar al placer a la superficie. En 1987, Virus cantaba: “Hay que salir del agujero interior, largar la piña en otra dirección, no hace falta ser un ser superior, poner el cuerpo y el bocho en acción. A la vida hay que hacerle el amor, sin drama con locura y pasión, jugar con la imaginación, sin tener que pedir perdón”.
En poco menos de diez años esos nuevos estilos de vida pasarían de la experimentación y la crítica a la jerarquía y el autoritarismo de los años de la dictadura a un proceso de masificación que cambió códigos institucionales, medios de comunicación y la interacción en la vida cotidiana de una generación entera.
¿Querían pluralismo y diversidad? Lo ganamos a costa de una fragmentación socio-cultural de escala totalmente nueva. Ese proceso, de la mano de una fuerte polarización social, también radicalizó las distancias culturales entre sectores medios y sectores populares, produciendo toda una nueva sensibilidad cultural fragmentada y con menos posibilidades de diálogo entre diferentes mundos sociales. Si la década de 1990, con su énfasis en el mercado, supuso una desarticulación del Estado y las políticas sociales más inclusivas, también puede ser vista como un proceso de radicalización del modelo democrático iniciado en 1983. El llamado neoliberalismo es un término que puede convertirse en una caja negra y en un adjetivo moralizador que invisibiliza toda la fuerza de deseo que la hace eficaz y todas las continuidades que establece con valores ampliamente difundidos en la sociedad argentina democrática.
El rock pasó del underground al negocio de las discográficas y los grandes recitales. Una radio como Rock&Pop, que empezó con programas con un nuevo lenguaje irónico y corrosivo como Malas compañías o Radio Bankok, con una audiencia media y un público de culto, se convirtió en la plataforma de publicidad de megarecitales y difusores de una industria musical cada vez más masiva y diversificada. También en esa época surgieron suplementos juveniles como el Sí de Clarín y el No de Página/12, destinados específicamente a un público juvenil y a promover una estética de lo informal y lo espontáneo. Hacia la década de 1990 algunos de esos periodistas, conductores y productores llegaron a la televisión. Aparecieron programas para jóvenes (o no tan jóvenes) con lenguajes nuevos y cámaras rápidas. Los actores del under también aparecían en la televisión. El último coletazo de ironía de lo que quedaba de esa escena independiente lo sintetizó un momento televisivo donde la conductora Susana Giménez les preguntó a Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese, actores y performers del mítico trío con Batato Barea, que en ese momento participaban con cierto éxito en el programa de Antonio Gasalla:
-¿Cómo llegaron del under a la televisión?
-¡En colectivo!
La sensibilidad cultural de la espiritualidad Nueva Era, que en la década de 1970 estaba fuertemente vinculada al rock y a los estilos de vida alternativos, fue dejando paulatinamente lo “alternativo” para entrar cada vez más en el mundo cotidiano y las empresas. En la década de 1990 los talleres de crecimiento personal que experimentaban con modos más delicados de pensarse a uno mismo, promotores de la creatividad, el “estar consciente” y el empoderamiento, se pusieron a tono con una enorme literatura de autoayuda que ocupaba estantes en todas las librerías. Los modos de hablar de sí mismo, no ya en privado frente al cura o al psicoanalista, sino en público se convirtió en una práctica habitual. El lema fue “dar testimonio” en talleres y workshops para padres sin hijos, enfermos crónicos, mujeres buscando un embarazo o empleados de una empresa buscando mejorar las condiciones de trabajo. También se convirtió en un género de masas. Dispositivos aparentemente tan dispares como los Talks Shows, las charlas motivacionales y las confesiones mediáticas de cualquier programa de la tarde fueron moneda corriente de una nueva experiencia que nos convirtió en espectadores de la vida íntima de los otros.
Alejandro Rozitchner definitivamente no fue un personaje central de la contracultura argentina, pero participó de cerca de este proceso de masificación de los nuevos lenguajes y prácticas centradas en la autonomía. Una sensibilidad que en las últimas décadas del siglo XX ofreció un nuevo código a la experiencia de una generación que creció en la pos-dictadura y que encontró allí sus propios modos de identificarse, de tener placer y los recursos para gestionar su vida en un horizonte cada vez más incierto.
En la década de 1980 Rozitchner volvió de Caracas a Buenos Aires recién egresado de la carrera de filosofía. Participó de la cátedra de Tomás Abraham en el CBC de la Universidad de Buenos Aires y del Colegio de Filosofía, espacio frecuentado por un heterogéneo y heterodoxo grupo de jóvenes profesores como Jorge Telerman, Cristian Ferrer, Esther Díaz y Ricardo Foster, que leían, discutían y enseñaban autores poco transitados en la escena intelectual local y repensaban la cultura emancipadora previa a la dictadura en una clave más más cotidiana y más micro-política. Pero el camino de Alejandro no sería el de la filosofía académica, sino el de la docencia privada, los medios de comunicación y las industrias creativas. Era uno entre muchos otros jóvenes profesionales del mundo de la cultura que se incorporaban en ese momento a agencias de publicidad, los medios de comunicación y el mercado editorial, borrando los límites más tradicionales entre creatividad, empresa y mercado.
Rozitchner trabajó como guionista para el programa de televisión El palacio de la Risa de Antonio Gasalla y para el actor Gerardo Romano. También tuvo un programa en Radio del Plata y, junto al conductor de radio Mario Pergolini, publicó en 1993 un pequeño libro que se llamó Saquen una hoja. Manual de supervivencia para estudiantes secundarios que tuvo cierto éxito en los hogares de clase media progresista. Pensado como un manual de autoayuda para alumnos, el libro se adentraba en escenas típicas y en un lenguaje informal que hablaba de “vos”, de “porro”, de “profe” y de “curtir”. Insistía en la creatividad, la educación como una inspiración para el entusiasmo, para ser activos y para comprometerse con el esfuerzo desde el placer. También ironizaba sobre los clichés sórdidos y grises de la educación formal y la transmisión burocrática del conocimiento. Rozitchner venía de publicar un libro de filosofía para niños, uno sobre la “conciencia rockera” y otro sobre Luis Alberto Spinetta, Spinetta, mi único héroe en este lío. Incluso jugó a ser músico de rock: participó como bajista en Fabrico cuero, el primer disco de Illya Kuryaki and the Valderramas, la banda adolescente de uno de los hijos de Spinetta. En esos años publicó con Pergolini otros dos libros. Uno sobre Pescado Rabioso y ¿Como educar a los padres? que seguía la serie de aconsejamiento moral que habían empezado con Saquen una hoja y que pensaba las relaciones familiares de los hogares de clase media en clave de autonomización personal y de cultivo de relaciones afectivas entre padres e hijos como un camino para ser personas más felices.
En ese momento muchos leyeron u oyeron a Alejandro como el hijo rocker de padres de izquierda. Al fin y al cabo, para muchos no era más que el hijo alocado del filósofo León Rozitchner, figura central de la nueva izquierda en la década de 1960. Hacia finales de la década de 1990 publicó una apología de la marihuana, Pernicioso vegetal, una conversación con Andrés Calamaro, Tirados en el pasto, y una autobiografía: El despertar del joven que se perdió la revolución. Allí sintetiza buena parte de su trayectoria y, como otros tantos de su generación, subrayaba cómo el rock le “salvó la vida”. En una entrevista reciente volvió sobre el mismo tema y recordó que en 1973, cuando Cámpora asumió el poder y se tomaron muchos colegios secundarios, se organizó en su escuela un festival de grupos de rock. Fue allí donde tuvo una epifanía mientras tocaba El Reloj. Casi como un relato de conversión religiosa, cuenta que sentado en primera fila cuenta sintió los acordes a todo volumen volando por su cabeza: “Me borraron toda la cosa izquierdista y me curé. Me curé y me conecté con la vida”. Y agregó que la cultura del rock es más realista y evolucionada que la cultura de izquierda, que es autoritaria. Ello lo alejó para siempre del pensamiento de izquierda que es “aburrido, triste y un tipo de infantilismo porque se aleja de la realidad”.
El tema de la religión lo obsesiona. Cada vez que puede, dedica tinta y palabras a insistir sobre lo destructivo de los sistemas religiosos. Profundizado una corriente laicista y secular, descree del judaísmo, el protestantismo y el catolicismo. Incluye en la serie al pensamiento de izquierda, que no cree en Dios pero si en “fantasías utópicas”. Insiste en que todos esos sistemas alejan a la gente de la realidad. Desconfía que en Argentina el catolicismo sea todavía importante y descree de la figura del Papa Francisco, que le parece solo el jefe de una Iglesia conservadora y autoritaria. Seguidor de Osho y del antropólogo Castaneda, reivindica en cambio la espiritualidad como una fe sin dogmas, atada a la vida y al mundo que nos reconcilia con nosotros mismos. En sintonía con su individualismo radical, las religiones institucionales aparecen como trampas del individuo, la libertad y la autonomía. En el cruce entre sus temas recurrentes, la educación, las relaciones familiares y la religión, publicó Hijos sin dios. Como criar chicos ateos. Siguiendo su militancia en el realismo pragmático, el anti idealismo y la crítica a las jerarquías, el libro funciona como un manual de ayuda a padres que “quieren educar a sus hijos para ser personas plenas y felices, contra la inercia de la tradición”. Lo hizo junto a su esposa, la psicóloga y promotora de talleres de fertilidad y pensamiento positivo Ximena Ianantuoni.
Spinetta no sabía nada de política
Rozitchner cultivó la amistad de personajes del rock argentino. Sus propias redes sociales y espacios de afinidad lo llevaron a lo que define como una larga amistad con Luis Alberto Spinetta. Lo conoció en un viaje en micro en la década de 1980 por invitación de un amigo que tocaba en Spinetta-Jade. Ese momento fue otra epifanía. Se hizo amigo charlando en un micro a Mar del Plata, sentado a su lado en la oscuridad viendo pasar las luces de los autos. En términos políticos lo consideraba “infantil” y que no entendía nada. En una entrevista reciente causó un breve escándalo cuando dijo que, como todo artista popular, Spinetta era demagógico. ¿Qué cultura del rock reivindica Rozitchner? Una a su medida, sin dudas.
Mientras mantuvo una columna donde analizaba letras de rock en el popular programa ¿Cuál es? de Mario Pergolini en Rock&Pop y daba talleres de entusiasmo en empresas, consolidó su idea de una filosofía del entusiasmo y la necesidad de una aplicación política. Como buena parte de la sociedad argentina, luego de 2001 Rozitchner se politizó. En ese período publicó una serie de libros donde propone una filosofía del entusiasmo en clave política como Argentina Impotencia. De la producción de crisis, a la producción de país; Ideas falsas. Moral para gente que quiere vivir; Amor y País. Manual de discusiones que perdí; Pensar para hacer. Cómo transformar la filosofía en una experiencia real y Ganas de vivir. La filosofía del entusiasmo. Publicó también una novela: Bienvenidos a mí e inauguró el blog 100 volando, una página web y empezó a participar en el programa Hora Clave de Mariano Grondona. También tuvo un programa de televisión propio, 100 volando TV, donde entrevistaba a intelectuales y personalidades de la política.
Su sensibilidad liberal y su desacuerdo con el gobierno de Néstor Kirchner lo acercaron al PRO, un espacio novedoso que tenía en sus filas una gran cantidad de dirigentes que entraron en contacto con las filosofías del entusiasmo y una ética de la creatividad cultivada en el mundo empresarial. En ese espacio estableció una relación personal con Marcos Peña, con quien incluso escribió Estamos: una invitación abierta, donde compiló “testimonios vitales” de personas comprometidas con el PRO.
En su último ensayo, La evolución de la Argentina, se expresa a sus anchas sobre los devenires del entusiasmo, la creatividad y el deseo como motores de un cambio político que encarna Cambiemos. El desarrollo y la creatividad se oponen al conflicto, que siempre atrasa. La idea de derechos es vilipendiada para imponer lo que llama una “moral de acción” centrada en el “aquí y ahora”: los derechos no están dados, hay que ganárselos. Los movimientos sociales deberían buscar formas más creativas de acción y no “pedir”, ni “demandar” por derechos. Es necesaria una “revolución de la sensatez”, que resulta ser una apología de sentido común de las buenas voluntades. Esa revolución fue anticipada por la ética de las empresas, una suerte de artistas de la novedad, que propuso un modelo de innovación frente al de la historia que se aferra al pasado, siempre aburrido y enemigo del desarrollo. En otra entrevista reciente, y en sintonía con su propuesta de empresarios creativos como motores del cambio, sugirió que Mauricio Macri era como Batman, un súper-héroe-empresario que se las arreglaba para resolver los problemas con absoluta creatividad.
Rozitchner no cambió, lo que cambió fue la Argentina
Preguntarse por Rozitchner no es preguntarse sólo por un referente ideológico de Cambiemos. Es también preguntarse por un proceso de cambio cultural que hizo que este proyecto político lo incluya en sus filas. Rozitchner es un artefacto que utiliza la espiritualidad, Nietzsche y la psicología positiva como un recurso a favor de una política de la inmanencia hostil a lo que entiende como una “ideología predefinida”. Crítico de cualquier abstracción metafísica como una invención ficcional, y por lo tanto falsa, imagina una Argentina liberal, poscatólica, posideológica, sin conflicto, sin relaciones de subordinación, donde la creatividad, la tolerancia y el entusiasmo van a producir una sociedad mejor. Allí no hay trampa, no hay doble discurso ni manipulación.
La felicidad, el deseo y la alegría están lejos se ser novedades. Se encuentran en la base misma de la concepción liberal del mundo. Sin embargo, aparecen renovadas en el formato de las filosofías del entusiasmo, la psicología positiva y las sensibilidades de un yo omnipotente que es responsable de su propio bienestar físico, psicológico, espiritual y político.
Se equivoca quien intente denigrar esos artefactos por no cumplir los requerimientos de los modos legítimos de intervención intelectual. Su filosofía es superficial, si entendemos por superficial un formato y no un calificativo denigratorio. Es superficial tanto como es superficial buena parte de la cultura de masas. Y tal vez a eso deba parte de su eficacia. En Rozitchner, la charla en la empresa, el blog, las apariciones televisivas y Twitter reemplazan a la conferencia en la biblioteca, la universidad o el centro cultural. En los últimos años Rozitchner, sin dudas como consecuencia del lugar que él mismo construyó, también se convirtió en el artefacto mediático de estrategias de producción periodística que saben que sus intervenciones venden, producen ebullición y escándalo en los medios.
Contra los que quieren ver en él solo a un filósofo mediocre y un publicista del neoliberalismo, Rozitchner muestra una voluntad inquebrantable, esquemática y binaria en el pensamiento positivo y la creatividad. Tal vez sea el retrato más caricaturesco de esa sensibilidad autonomista, anti-jerárquica y centrada en el entusiasmo que creció en Argentina a la sombra de la contracultura. Pero más allá del personaje, su mundo es eco de una sensibilidad establecida a costa de un proceso de masificación que tiene que ser asumida como parte del individualismo contemporáneo realmente existente que nos toca vivir y con el que cualquier proyecto político futuro va a tener que dialogar, convencer e interpelar si quiere tener algún tipo de vocación de masas.
Rozitchner enfurece a nuestro sentido común porque está cerca. Podría ser un viejo amigo que usa los argumentos de tu banda favorita de la adolescencia para justificar políticas conservadoras. Tal vez en eso está parte del dilema de este capítulo en que nos encontramos. Son las reglas de juego de un horizonte cultural que ha cambiado para siempre. La felicidad y el entusiasmo tienen una historia, una que muestra que supieron ser recursos aliados de las mejores vocaciones emancipadoras. Recomponer esos lazos va a necesitar reconocer la multiplicidad contemporánea en que esos valores se encarnan, con semejanzas solo aparentes y distintos usos políticos. También va a ser necesario saber cómo utilizarlos, sin la condena moralista y ascética, ni la nostalgia romántica de la contracultura que se fue para siempre.