Una persona puede pasar gran parte de su vida tratando de responder una sola pregunta.
En mi primer día de clases, al pasar lista, la maestra me llamó a su lado, me señaló con el dedo mi apellido escrito en una planilla y me preguntó: “¿Qué significa esto?”.
Aquella mujer pronunció la pregunta que se me aparecía todo el tiempo, cuando observaba los cuadros bordados en mi casa, los caracteres en los libros de mi papá, cuando lo estudiaba a él, cuando lo escuchaba hablar con otros chinos. Adonde me presentara, en un picadito en la plaza o en la casa de un amigo, me llamaban inmediatamente “Chino”, y yo no sabía qué significaba ser chino.
He pasado gran parte de mi vida descifrando mi apellido, que es la chinidad misma. Aprendí que hay preguntas que son como pozos que nunca se llenan. Sin embargo, en el empeño por completarlo, uno acaba construyendo algo. Un saber, una idea, una profesión, una vida.
Uno acaba construyéndose.
1944, Taishan, provincia de Guangdong, sur de China. Tres nenitos lloran aferrados unos a otros dentro de una casa. Temen que los encuentren los soldados japoneses. Uno de los tres es Ng Ping-Yip, quien se convertirá en mi padre. Los arrozales alrededor de la casa arden de un verde nuevo bajo el sol.
Los tres chicos acabarán algunos años después en Hong Kong, y mucho más tarde, como todos los Ng de mi familia, terminarán en Nueva York. El camino de mi padre, que fue el primero en salir, incluyó una escala en Argentina. Una escala de 18 años, en la que se hizo argentino, trabajó, tuvo amigos, una esposa, hijos.
Llegó a San Nicolás, a orillas del Paraná en 1954, luego de tres meses en un barco que dio media vuelta al mundo. Era como un viaje interplanetario, en aquella época, y él tenía apenas 17 años. Era un chinito corajudo.
Ng Ping-Yip encarnó la velocidad de adaptación de los cantoneses aprendiendo español en el barco y haciéndose amigo de los nicoleños, que lo invitaban a navegar, a jugar al tenis, a cazar y a aquellos picnics de rock and roll, gomina y anteojos negros.
Fue adoptado bondadosamente por la familia interminable de Celia Lorenzo, su novia nativa. Ella era una entre quince hermanos y más de medio centenar de primos, que terminaron de convertir a Ng Ping-Yip en un nicoleño como cualquier otro.
El nombre Ping-Yip derivó en Pinki, y así quedó.
Mi padre ayudaba a organizar las Navidades multitudinarias (como aquella en que el Papá Noel se emborrachó antes de salir a escena y Pinki tuvo que reanimarlo con un brebaje que desde entonces fue conocido como el “té chino para los curdas”) y alquilaba un colectivo para que la familia viajara al casamiento o al cumpleaños de algún pariente. Tomaba mate con su suegra, era el fotógrafo de la familia e iba a pescar con sus cuñados.
De aquella vida surgimos en la década del 60, dos hijos, mi hermana Anita y yo. Nos criamos sabiéndolo todo de la familia materna y nada del lado chino.
A principio de los 70, cuando recién empezaba a llegar a Argentina la verdadera inmigración china, Pinki fue con su esposa e hijos a reunirse con sus padres y hermanos al Chinatown de Nueva York.
En Nueva York, donde pasé mi adolescencia, mi padre encontró la patria china de la que había quedado huérfano. Recuperó a sus hermanos, a sus padres, a sus parientes cantoneses que hacían de Chinatown un territorio chino, fuera de los Estados Unidos. Volvió a su idioma, a sus olores, a su comida, a su manera de pensar.
Entró en su rebaño, donde tenía la libertad y el alivio de ser uno más.
La vida me llevó lejos de mi padre y su mundo chino restablecido en Nueva York, donde se quedaría para siempre. Estuve veinte años sin verlo, sin entender que hubiera elegido su pertenencia china antes que la familia que había creado. Fue una discusión pausada, larga como una vida.
Pero nunca se deja el padre atrás para siempre. Uno puede alejarse, pero el padre vuelve. A mis cuarenta años, en Buenos Aires hallé a Lo Yuao, uno de los viejos camaradas chinos de mi padre. Lo Yuao, un pintor chino legendario, fue la reconexión necesaria. Entonces giré mi vida profesional hacia China. Hice una revista, una obra de teatro, escribí libros.
Tras un paréntesis infinito, apareció la visa, y después de veinte años, pasé finalmente una Navidad con mi padre, en Nueva York. Fue un reencuentro motivado por el amor a él, que en su génesis había sido vallado por mi madre.
Cuando ya todos fuimos personas maduras, ella supo arrepentirse. Su orgullo no le permitió pedir perdón, pero terminó haciendo todo lo que pudo para propiciar al fin el abrazo entre mi padre y yo.
Más aún, con su salud deteriorada, me alentó a viajar a Taishan, la tierra natal de mi padre.
Y como si hubiera cumplido una misión, murió después de que yo pasara aquella Navidad en Nueva York y que entrara en la casa donde mi padre había nacido.
Entonces, volví a Estados Unidos, a decirle a mi padre, que la novia de su juventud había muerto.
(...)
Jueves 19, 9.41
El lugar de mi viejo
Mi viejo tiene un local en el Chinatown de Manhattan. Antes era una casa de regalos, uno de esos bazares de los chinos en que se abigarra una variedad infinita de adornos, artefactos, herramientas, alhajas, trastos, juguetes y una multitud de cacharros misteriosos que nadie puede adivinar para qué fueron fabricados. Ni quién podría comprarlos.
De hecho, la cantidad inextinguible de chirimbolos, su variedad inagotable y su aplicación tan enigmática, quizá expliquen por qué los bazares chinos se parecen cada vez más, mientras uno avanza hacia sus fondos, a las cuevas donde los piratas de hace siglos han dejado el caos de sus botines.
Al final, se llega a una zona en que casi no penetra la luz y donde brillan unas últimas joyas que perdieron una tarde, jugando, las niñas de la noche de los tiempos.
Pero con decisión moderna, mi viejo dejó atrás aquel pasado legendario y montó una agencia de lotería. Los timberos entran y se sientan a mirar una pantalla en la que van apareciendo números. Cada cuatro minutos suena un trompetazo y los números se hinchan, saltan, cambian de color indicando que ha terminado la jugada. Los timberos arrojan las boletas del fracaso al piso y unos pocos han ganado unas monedas que corren a reinvertir en la próxima jugada. La lotería arroja un nuevo resultado ¡cada cuatro minutos!
Mi viejo llega al local caminando lentamente por las calles con hielo, desde el estacionamiento donde deja su auto. Pasamos por una iglesia ortodoxa griega, por un depósito de comida y una ferretería. De la ferretería sale un amigo con el que mi viejo charla a los gritos durante un rato. Cuando han terminado mi padre me traduce: él le ha contado que soy su hijo y que he llegado desde Argentina, y el tipo le ha contado que en Argentina, cuando hay crisis, saquean los supermercados de los chinos. Finalmente llegamos a su lugar en el mundo, la agencia de lotería.
En la vereda están los paquetes de diarios que mi viejo venderá. Él abre la persiana metálica y las puertas, me pide que entre los diarios, los entro, les corta el cincho, me pide que los acomode en un exhibidor. Tiene dos empleadas chinas, una simpática y una reservada. Llegan minutos después de mi viejo, la más simpática con cafés. Le agradezco el mío, trato de charlar un poco, pero no entiende inglés.
Luego nos ponemos a charlar un rato con mi viejo.
Me dice que no puede dejar el negocio porque no sabría qué hacer. «Me quedaría en mi casa mirando todo el día la televisión».
(…)
Domingo 22, 12.40
Sobre una pila de diarios
A cada instante entran y salen del negocio de mi viejo los hombres que compran billetes de lotería. Cuando están dentro, se sientan a mirar la pantalla.
Son unos tipos que andan con ropa barata y raída, de anteojos viejos y dientes marrones, y una expresión eterna de hastío y ofuscación. Resulta desconcertante decir que están jugando; nada más alejado del juego que esta escena.
No juegan, sólo se amargan porque no ganan.
No pierden lo suficiente para irse y no volver, pero cuando ganan, el premio no les sirve más que para solventar una parte de la próxima jugada.
Están encadenados al futuro inminente.
Una tarde escuché un grito fuerte. Alguien había ganado más de seis mil dólares y cuando me di vuelta y lo miré, no encontré en su cara una sonrisa de felicidad, sino de revancha. Le dije algo para celebrar el momento y no me prestó atención.
Juegan de a dos o tres dólares. No hablan entre ellos, no miran más que la pantalla y sus boletas, que al final de cada jugada arrojan al suelo. No les importa nada, olvidados de sí mismos, de sus amigos, de sus familias, de su trabajo. Han dejado su vida en algún otro lugar. Se han olvidado de que tienen una vida.
Son tipos eternos, están en un estado de transitoriedad permanente. Dentro de 300 años se los podría halar aquí dentro, en este lugar parecido a una estación de trenes de Yakarta o Manila atrapada en el tiempo. Seguirán con la misma mirada distraída e inquieta, sin disfrutar, sentados en las mismas sillas que mi viejo compró quizás en los 80 o en los 70. Mirando, con fijeza de alienados, las pantallas donde danzan los números.
Y mi viejo estará entonces, detrás del mostrador histórico, cobrando y pagando premios, con su gorra, sus anteojos de marco de carey, callando con los callados, intercambiando con alguno dos palabras rituales. Palabras en cantonés, filipino, indonesio o alguna lengua de un país desconocido para los occidentales, que creen que sus mapas son exhaustivos. El mundo tiene muchos más rincones de los que registran la televisión y las infografías, y en las tardes de la eternidad mi padre ha tenido tiempo de aprender sus insospechados idiomas.
Hacía trece años que yo no veía a mi padre. No tenía visa para entrar a los Estados Unidos, y no convencía a mi viejo de que viajara a encontrarme en un país donde podíamos entrar
ambos, México, Cuba, Inglaterra. El no saldría de Nueva York, del negocio, ni se movería de su lugar detrás del mostrador.
Conseguí venir finalmente, a pasar la Navidad con él, su esposa y su nuevo hijo. Mientras espero que llegue la Navidad, estoy sentado arriba de una pila de diarios acumulados sobre un cajón, al lado de él, detrás del mostrador.
Día tras día pasan las horas detrás del mostrador.
Le pregunté qué estaba organizando para el festejo de la Nochebuena.
—Nada —me dijo— Nosotros no festejamos.
And so this is Christmas. Esta es mi Navidad con mi viejo.
Los dos sentados lado a lado detrás del mostrador. Con nuestras anchas caras de luna llena achatada en los polos, nuestras largas y erizadas cejas proyectadas como espinas y nuestra expresión de acritud eterna.
Dos días después de Navidad regresaré a Buenos Aires. Mi viejo quedará acá. Por el resto de los tiempos, parece.
Lunes 23, 22.53
Nochebuena
No se festeja la Nochebuena en casa de mi viejo. Y no he podido descubrir en él ningún rastro de las nutridas nochebuenas que pasábamos en Argentina cuando yo era chico y él una persona joven.
Eran festejos multitudinarios, que reunían a los doce hermanos de mi madre y sus padres, maridos y esposas, hijos, suegras, yernos, tíos, primos, novios, vecinos y amigos de todos ellos, en una cena de varios cerdos asados, fuentones de ensaladas, bolsas de pan, baldes de clericó, y más tarde bolsas de 50 kilos de nueces, miles de platos de mazapán, turrones y confites, una fila de metros de pan dulces, un mundo de copas en que se derramaba la sidra, una galaxia de velas, adornos de muérdago, árboles, coronas, un Papá Noel de carne y hueso que bajaba de algún techo luego de un apagón y al que una linterna alumbraba luego de que todos escucharan su potente ¡jo, jo, jo! en la oscuridad, y seguía hasta que conseguía bajar por una escalera de pintor oportunamente apoyada sobre una pared, bañado de sudor y cargando una bolsa descomunal, y se disponía, con todo el mundo alrededor, a desplegar con paciencia el elaborado ritual de ir sacando de la bolsa, que misteriosamente se había multiplicado por cuatro o cinco, regalo por regalo, cientos de regalos, para todos, los más pequeños y los más viejos, leyendo la etiqueta e invariablemente preguntando "¿dónde está el niño Héctor?" (el dentista amigo de la tía Esthercita, a quien se sospechaba más que amigo) o "esto es para la niña Rosita, ¿dónde está?", y cuando la niña Rosita llegaba hasta Papá Noel, arrastrando sus 88 años, "¿no hiciste renegar a tus padres, Rosita? ¿Pasaste de grado?", y desaparecido Papá Noel tras un nuevo apagón, la noche de farra con los chicos agotándosele las pilas y destartalando los juguetes nuevos, los borrachines brindando todo el tiempo, unos hablando de fútbol, otros discutiendo de política, los perros felices con lo que iban rescatando del descuido y los bailarines saltando al ritmo de la tarantela. Mi padre era protagonista de todo aquello y sin embargo ahora, chino en Nueva York, en su casa la Nochebuena es tan ignorada como el día nacional de Eslovenia.
No sé por qué. Estoy un poco azorado. Sé que no son religiosos, pero establecido que la Nochebuena es algo que va más allá de la religión. Evidentemente, la familia china de mi viejo es inmune al marketing de las navidades. No entra Santa Claus en la bodega profunda de la barca.
Viernes 27, 8.16
La despedida
Hoy me despedí de mi viejo.
Estos días, viéndolo manejar, pensé "qué bien conoce Brooklyn", pero luego sospeché que esa opinión estaba distorsionada porque lo comparaba conmigo, que sólo iba de la estación de tren Flushing avenue al restaurante que él tenía hace muchos años, y él, en cambio, hace 40 años que vive aquí.
Podía ser que mi viejo sólo conociera los caminos necesarios para ir de un lado a otro, recorridos indispensables para reproducir una vida cuyo mapa no contiene más referencias que el trabajo, la casa y la casa de los parientes. No formaron parte de su vida los viajes, ni el placer, ni el esparcimiento, ni ninguna otra cosa fuera de trabajar y cumplir con las obligaciones familiares. Cada vez que le he preguntado por qué no practicaba tenis, como había hecho los años que vivió en Argentina, por qué no iba a la ópera, que tanto ama, por qué no fue al crucero que hizo su esposa por el Caribe, o por qué no llevaba a su hijo menor a un partido de los New York Knicks, indefectiblemente me ha contestado: "tengo mucho trabajo". Lo dice con cierta ofuscación porque yo debería saber eso.
Ha envejecido, en su porfía de trabajar como si más allá de su rutina el mundo fuera peligroso. Esta mañana salió para su estación de trenes de Yakarta o Manila, como todos los días. Me desperté antes que él, y esperé dentro de mi cuarto. Cuando escuché que estaba en la planta baja, bajé también.
Era aún de noche.
Su esposa y su hijo menor dormían. Lo encontré preparando su jugo verde. "Mirá, así se hace", me enseñó. Fue procesando en una juguera trozos de pepino, pimiento verde, zanahoria, apio, pepino amargo chino y una lima. Dijo que era buenísimo para la salud. Luego me reiteró que no debía tomar Coca Cola porque hace mal a los riñones, y que debía reemplazar la sal con limón. Entones dijo "Bué, vamos". Nos abrigamos y salimos.
El frío era nuevo y afilado. Caminamos dos cuadras hasta donde estacionaba su camioneta. Le dije que ahora que yo finalmente tenía la visa para entrar en los Estados Unidos, se había abierto un camino para volver a vernos y le agradecí por recibirme en la casa de su familia.
Nos dimos un abrazo breve, subió y arrancó.
Lo miré alejarse hasta que giró, dos cuadras más adelante, para meterse en la calle por la que entra todos los días del año en su camino al trabajo.