Suena Nene Malo y la pista central explota. Germán se sube de un salto al escenario. Directo al caño; a perrear. Lo sigue el Elezeki, que se agarra del otro lado y sincroniza su paso con el de su amigo. El último es Alejandro. Apoya a Germán desde atrás y le sigue el ritmo. Abajo, un grupo de chicos y chicas los arengan a los gritos. Dos morochas se hacen mimos al costado, una encima de la otra; siguen en la suya. Contra la pared, varias parejitas a los besos.
—¿Y dónde están los putos y las tortas a los que les gusta la cumbia? —agita el conductor desde la cabina del DJ.
Y todos dejan lo que están haciendo y levantan las manos.
Los putos y las tortas a los que les gusta la cumbia están acá.
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Cerrito Mix no es sólo una bailanta gay. Es esa mezcla impensada y subversiva de todos los estereotipos del mundo cumbiero hétero y de la disco marica que no existe en ningún otro lugar de la ciudad ni del conurbano, en una de las zonas más ricas y pacatas de Buenos Aires: el límite de Retiro con Recoleta. A tres cuadras de Plaza San Martín; a cuatro de los hoteles cinco estrellas; a cinco del edificio Kavannagh, el más caro de la ciudad; y a seis de la Avenida Alvear y de sus señoras comprando en Ralph Lauren y Hermès. En Cerrito casi esquina Santa Fe, ahí donde nadie pudiera esperarlo.
Puertas adentro, esto se vive como conquista: “La katedral gay de la cumbia en el corazón de Buenos Aires” dice la bandera en la pista principal. Hasta ahí llegan, de miércoles a sábado, los wachigays: adolescentes y jóvenes de clases populares, homogeneizados por el look wachiturro aunque sexualmente diversos.
Desde las calles de tierra de las villas y los barrios bajos de José C. Paz, San Fernando, Moreno, Merlo, Quilmes, Avellaneda, Monte Grande y Ezeiza. De la periferia al centro; en colectivo la mayoría de las veces o en un remís entre varios cuando hay con qué, o en el tren que los deja en Retiro, Once o Constitución. Y, luego, el último tramo del viaje hasta Cerrito 1058.
La fachada es austera: una puerta negra enrejada; arriba, en letras pegadas sobre la pared, La Mary bar: el nombre que tenía hasta hace tres años, cuando todavía era un lugar de fiestas temáticas. Después, una escalera que baja tres metros hasta un subsuelo y, recién ahí, detrás de una cortina negra de terciopelo grueso, el paraíso de los chicos y chicas que huyen de la homofobia bailantera, la electrónica cheta y los señores cazapendejos. Un espacio utópico. Una burbuja donde vivir la fantasía.
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Tienen entre 18 y 23 años, códigos de tribu urbana y una identidad en emergencia: son queers de clases trabajadoras que salen del closet para reclamar reconocimiento simbólico. Los de afuera los llaman wachigays, pero ellos no se dan un nombre ni se asumen como colectivo homogéneo. Es mucho más literal:
Somos negros, putos y cumbieros —, reivindica Elezeki. Y sigue bailando con sus amigos en el escenario.
La primera y más radical subversión de las reglas que impone la subjetividad gay hegemónica, con toda su cultura brillante, estética y, sobre todo, de clase media es la apropiación crítica del estigma, rompiendo con la corrección política.
La resistencia a las identidades prefabricadas empieza por el cuerpo (el primer terreno de inscripción ideológica y regulación social): la ropa, el peinado, los piercings y tatuajes aparecen como marcas de pertenencia. Son prácticas que atraviesan a toda su generación, más allá de las clases sociales, pero que en ellos tienen un estilo propio, caracterizado por el exceso. Lo otro, sostienen ellos, el minimalismo y la prolijidad es “cosa de chetos”.
—Acá no corre lo de gordo, flaco, bien o mal vestido. Puto, torta o bi, acá cada uno hace la suya. Sos vos. Sos feliz. Está todo bien. Si sos cheto… Sí, también… Mientras no jodas al resto —dice Nahuel, de Moreno, lentes de contactos azules, 18 años recién cumplidos, un aro expansor en la oreja derecha.
Todos los viernes, de 1 a 3, Cerrito Mix tiene un stand de piercings, otro de tatuajes y un rincón de peluquería. Hay aros desde $ 5, los tatuajes arrancan en $ 50, la peluquería es gratis.
Mientras Pablo, el peluquero, le tiñe unos mechones azules a una rubia platinada, un grupo de chicas, que lo rodean, gritan: “¡Más, más, más!”. En minutos la rubia tiene el pelo multicolor. Al rato, todas las amigas estarán igual.
Los chicos también se animan a los colores, aunque prefieren el corte reggaetonero.
—Ellos quieren el rapado con cresta o coronita. Nosotros le decimos sombreado; pero en realidad es el corte dominicano —dice Pablo—. A veces piden estrellitas o algún dibujo en la nuca o al costado o cualquier cosa.
Los piercings van en la lengua, el ombligo, las cejas y la boca; el más clásico, para chicos y chicas, en el labio superior, como el lunar de Marilyn Monroe. También se los ponen en la nuca, el entrecejo, los pómulos y hasta en el frenillo. Blancos, amarillos, rosas flúo y negros.
Con los tatuajes hay más cuidado. El impulso de la noche mezclado con el alcohol dejan rastros indelebles.Alianzas, nombres y frases dedicadas que a la mañana siguiente no se pueden explicar.
—Hay arrepentidos —dice la tatuadora Rebeca, una lesbiana muy masculinizada, una chonga chonguísima; una de esas que en la cultura anglo se llaman butchers.
Las marcas en el cuerpo son parte de la experiencia. No se trata de lookearse para pertenecer una noche. Lo efímero se hace permanente en un corte de pelo, y definitivo en el agujero de la carne, en la piel tatuada. Esta noche se vuelve el centro de la existencia.
—Divertite ahora porque mañana no sabés que va a pasar. La vida es así, ¿o no?—, pregunta Alan, de 19 años.
El deseo, la trasgresión en la apropiación física, casi endovenosa, de la vivencia. Una reterritorialización corporal: las cosas pasan a toda velocidad, sin tiempo para la reflexión ni la asimilación de lo vivido. Hoy, ya y ahora. Mañana, quién sabe. ¿O no?
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En Moreno, los sábados la previa empieza temprano. Antes de las ocho de la noche, Alejandro y Germán ya están en la casa de Ezequiel, atrás de Las Catonas, un complejo de monoblocks sobre la ruta 23 con fama de peligroso. Son dos ambientes: una habitación y una cocina con living; aunque grandes: 45 metros cuadrados y un patio. Para Elezeki y su mamá alcanza y sobra. De lunes a viernes, Giselle, de 36 años, trabaja como empleada doméstica en una casa de San Miguel; los fines de semana, en un country de Francisco Álvarez.
Germán viene del centro de Moreno y Alejandro desde más cerca, Paso del Rey. Como casi todos los grupos de Cerrito, tienen cerca de 20 años, se conocieron en el boliche y empezaron a ir juntos. No se encuentran sólo para tomar. Para hacerlo, se podrían encontrar en la estación de tren. La previa es para producirse.
—Escuchamos música, nos sacamos fotos y las subimos a Facebook —, dice Elezeki.
Cada sábado, antes de ir a Cerrito, se retoca las cejas, prolijamente depiladas, se afeita hasta que en la cara y el pecho no le queda ni un pelo, se prueba toda la ropa que tiene: una decena de chombas; muchas rayadas, algunas lisas, versión feria de las marcas de los shoppings.
Después, hay sesión de fotos. En el baño, mirándose al espejo, tirando besos a la cámara, mostrando tatuajes, posando culo con culo. Cuando hay novio, lengua con lengua; siempre en cuero, con el jean a la cadera y los calzoncillos asomando.
—Si no tenés Facebook no existís. Todos tienen… Y así se arman los puteríos—, dice Elezeki.
— Yo ya cerré dos perfiles, porque era un quilombo—, dice Alejandro, que después de separarse dejó de ir a Cerrito durante seis meses. Volvió hace nada más que un par de semanas. Primero a Cerrito. Luego a Facebook, aunque su tercer perfil tiene un nombre falso y sólo publica fotos de espalda o del cuerpo pero hasta el cuello.
A las diez y media salen. Caminan once cuadras oscuras hasta la ruta y ahí se toman un colectivo a la estación San Miguel del ex Ferrocarril San Martín. Les quedaría mejor reunirse en lo de Germán, que vive en el centro de Moreno, en una zona más segura y muy cerca del ex Sarmiento. Pero él es el único que todavía no les dijo a los padres que es gay.
—Mis viejos son grandes, tienen 50, y no entienden como los otros. Para mí que ya se dieron cuenta. Pero no me dicen nada. Ya les diré, cuando tenga un novio y lo quiera llevar a mi casa—dice Germán.
En una hora llegan a Retiro. Suben caminando por Santa Fe. Casi siempre llegan antes de que abran las puertas, a la 1, y se suman a los que esperan en el boulevard de la 9 de julio. A las 12 ya hay diez, veinte o treinta chicos haciendo la previa ahí: besos, cerveza, fernet, vino en caja y alguna lata de speed. Todo se comparte. También el porro, que es la única droga que reconocen. Los que van llegando se suman. El saludo es siempre muy efusivo: más que de encuentro, los abrazos parecen de despedida. No importa si se vieron el día anterior o hace una semana, picos, besos, choque de manos, un salto por atrás, un toqueteo cariñoso y hasta alguna revolcada en el pasto se justifican a la hora de encontrarse.
Apenas se abre la reja negra, cruzan en banda.
Mary (40) y Karina (41), las dueñas de Cerrito, tienen siete años como pareja y casi lo mismo como socias en el rubro disco. Éste fue su debut en la bailanta. En 2010, descubrieron el nicho por casualidad cuando un amigo gay les pidió el local para hacer una fiesta por su cumpleaños. Esa noche, La Mary bar tuvo cumbia por primera vez.
— Nunca antes, en los cuatro años que veníamos haciendo fiestas temáticas, se había juntado tanta gente —, dice Mary. Ni con las punk, ni con las psicodélicas. Ni siquiera con las electrónicas habían tenido a 300 personas bailando toda la noche.
Unas semanas después organizaron la primera fiesta de cumbia gay abierta. Como ninguna de las dos viene del palo tropical, pensaron que con un par de hits y algunos clásicos se resolvía; y le pidieron al DJ que se pinchara unos discos de los más conocidos. Duró poco.
— Yo pensaba que estos guachos no entendían nada. Pero tienen oído los hijos de puta—, les dijo un par de noches después el hombre, antes de renunciar a la tarea de entretener a los cumbieros.
Ni es todo igual, ni es puro hit. La movida tropical tiene una historia; con sus décadas, sus tendencias, sus ritmos, sus clásicos y sus próceres. No es lo mismo la cumbia colombiana que la peruana, la villera que la comercial, la santafesina que la guaracha santiagueña, el reggaeton que el bellaqueo.
—Nosotras no lo sabíamos. Pero los pibes sí. Porque estos chicos nacieron escuchando cumbia—, dice Karina.
Gonzalo “Ghon” Quiroz fue el primero que se los dijo. Fue a bailar en una de aquellas primeras noches de Cerrito —cuando todavía estaba el otro DJ— y las encaró. A la semana, él estaba pasando música. Tenía 18 años; pero uno y cada uno había sido de cumbia. En el barrio Trujuy de San Miguel, donde nació y todavía vive, nunca se escuchó otra cosa. Y en el bar de sus padres, enfrente de la bailanta Copadísimo, tampoco.
Hoy, con 21 años, Ghon es el responsable de ponerle identidad cumbiera a Cerrito. Además de él, hay otros cinco DJs que se alternan en las dos pistas los cuatro días que abre el boliche. Pero la principal –la de mejor cumbia– es suya los viernes y sábados. Alcanza con ver cómo se pone, para entender por qué lo apodaron DJ Tremendo.
— Se siguen escuchando clásicos de los ’90 como Ricky Maravilla, Alcides, Gilda, Amar Azul, La Nueva Luna, Antonio Ríos, Gladys “la bomba tucumana” y Lía Crucet, pero lo que más le gusta a la gente es la cumbia villera y el reggaeton. Todo lo que sirva para hacer meneito, perrear y bellaquear hace explotar el boliche-.
Flor de Piedra, Pibes Chorros, Yerba Brava, Damas Gratis y Repiola son los preferidos de la cumbia villera. Los del Bohío, Los del Fuego, Leo Mattioli, Mario Luis, Dalila y Karina son los reyes santafesinos. En reggaeton, los nombres cambian todo el tiempo y los ídolos son todos centroamericanos. El que la rompe ahora es El dipy con La cumbia de los solteros. Los que la pueden cantar sin problema, se la gritan a los otros en la cara; los que no, cantan y bailan con sus parejas y amigos: Ay, qué lindo que es ser soltero / Como me gusta vivir todo el día al pedo / No trabajo y no estudio porque no quiero / Ven turra que te meneo.
Es el mismo hit de todas las bailantas. Porque la cumbia gay no tiene todavía sus propios referentes. La heterosexualidad monopoliza el mercado y lo seguirá haciendo hasta que las clases populares hagan su propio coming out, el que la clase media hizo hace ya unos años.
La única que tiene un tema explícitamente gay es la rosarina Dalila, Amor entre mujeres. Pero a la cantante no le gustó que su canción fuera el himno de las tortas cumbieras y el día que la llevaron a Cerrito, se negó a cantarlo en una fiesta lesbiana. La excusa fue que no quería “quedar pegada a eso”.
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“El Massi” es uno de los tres animadores que se alternan en las noches de Cerrito. Desde que se abre la puerta hasta el cierre, ellos van y vienen por todo el boliche con un micrófono inalámbrico: de una pista a la otra, de la cabina del DJ a la barra y del escenario a los baños; bailan entre los chicos, hablan con ellos, venden la barra y arman concursos: la pareja más zarpada, la ropa interior más hot o el mejor tattoo; todo vale para mostrarse y conseguir un trago gratis.
El conductor es una figura institucional de la bailanta. Y en Cerrito, además de arengar y sostener la fiesta toda la noche, su tarea es también poner las reglas: no se puede fumar adentro; drogas, todas prohibidas; sexo en los baños, tampoco; al menor quilombo, todos afuera.
— Las chicas son las peores. Se van a las manos mucho más rápido que los pibes —dicen las dueñas.
Las peleas suelen empezar por celos. No hace falta que alguien se zarpe o que haya contacto físico. Alcanza con una mirada.
—Las mato. Si se meten con ella, las reviento —, dice Antonella, 20 años, la mitad de la cabeza rapada y la otra con el pelo lacio y negro largo. Es una femme: jean ajustado, párpados delineados y un escote en el que calza justo un atado de Marlboro. Sobre el pecho, escrito con fibra negra, la frase “ella es mía”. Lo firma Nicole, la chonga por la que mataría
— Corte que a mí me conocen todos acá, porque vengo desde hace rato —dice Nicole—. Y yo era gato ¿viste? Tenía fama, plata y minas. Pero me enamoré y me rescaté… En realidad, ella me rescató a patadas.
Nicole también tiene 20 y, dice, nació torta. A los 5 años, las maestras del jardín tenían que agarrarla para que no besara de prepo a sus compañeritas y cada vez que la madre le quería poner una pollera empezaba a gritar: “Quiero la remera de Spiderman”. A los 6, le robó la maquinita para cortar el pelo al padre, se encerró en el baño y se rapó. Nunca más lo volvió a tener largo.
— El ambiente torta es jodido. Acá todas se comieron a todas y se arman altos puteríos… Hace seis meses, cuando la conocí a Anto, yo me estaba por ir a la mierda.
La mierda era el norte, Salta, Jujuy, por ahí; lejos. Había cobrado una indemnización de 20 mil pesos por un accidente de moto y tenía para vivir un buen tiempo. Terminó el secundario y estudió “para chef”, pero por ahora no va a buscar trabajo. Quizá cuando se gaste todo lo que le queda. Seguro, cuando se pueda mudar con Antonella. Ya están comprometidas “con alianzas” y Nicole se tatuó en el brazo la fecha en que se conocieron.
—Es que vivimos muy lejos. Ella en Villa del Parque y yo en Quilmes. Además yo no voy a la casa de ella y ella trabaja. Igual cada tanto me la secuestro y me la llevo a casa un mes.
Antonella vive con la abuela porque su mamá murió cuando tenía 12 años y trabaja en un spa de manos y pies de su familia.
— Tengo un tío gay y eso ayudó a que mi abuela se lo tomara bien. A mí me gustan las chicas desde que era una nena, pero tuve novios. Digamos que me convencí acá, cuando la conocí a Nicole.
Mary dice que Cerrito funciona como un espacio de libertad, para probar.
— Pasa todo el tiempo. Más con los chicos, que son los que de entrada tienen más prejuicio. Una semana ves a un pibe nuevo que dice que es heterosexual y que vino a conocer el boliche porque le dijeron que era divertido. Al otro viernes aparece con una remera ajustada. Y al siguiente se está transando a otro —cuenta Mary—. Pero ya tienen otra cabeza. A mí me sorprende la seguridad con la que asumen su sexualidad y la disfrutan. Y la aceptación que hay en el entorno. Acá vienen a bailar en grupos, gays y lesbianas mezclados, con amigos hétero, con los hermanos y muchos también traen a las madres.
Cerrito funciona como un cambio de paradigma: en los boliches gay de clases medias las transexuales tienen que pagar más. Acá, no. Acá, la entrada –que cuando no es gratis es muy barata, de 15 pesos con consumición a 35 con canilla libre de cerveza y tragos– cuesta lo mismo para putos, tortas, trans, bi, héteros. A nadie le importa. Tiene que ver con una decisión de sus dueñas, pero también con una generación que ya nació en la diversidad.
Sin embargo, en el mundo wachigay no todo es homogeneidad de tribu. Los looks marcan diferencias: están los “villeros”, que usan camisetas de fútbol, campera de tres tiras, zapatillas deportivas y gorrita; algunas chicas se dicen las “culisueltas” -nombre de la banda versión femenina de los Wachiturros; y los “maricas” entre los gays, que son minoría. Los wachigays varoniles dominan la escena y se gustan entre ellos. Rochos y rochas, guachos y guachas, guachín y guachina, sirven para todos, más allá de la estética y la identidad sexual. Los “chetos” se reconocen al instante. Cada tanto aparece algún grupo que está de paso.
— No duran mucho adentro. Bailan un rato, toman algo y se van—, dice Karina.
No es la sexualidad lo que articula la identidad. La cuestión no es ser gay, sino ser joven, villero, cumbiero y fiestero.
A los wachigays no les gustan los señores de clase media y en ese sentido funcionan como ghetto. Dice Gonzalo que apenas abrió había viejos en busca de carne fresca, pero dejaron de ir cuando se dieron cuenta de que los pibes sólo les bailaban un rato. Se iban después de que les pagaran el alcohol.
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En la esquina de la barra un grupo de chicos hace un fondo común para juntar los 85 pesos que vale un súper balde de cuatro litros. El recipiente es flúo, como las luces, la ropa de varios de ellos, y también la mezcla que viene adentro: sidra y tres licores; kiwi, melón y frutilla.
— Nos faltan diez pesos. ¿Quién los pone? —pregunta uno y tres buscan en los bolsillos. Sacan todo lo que les queda.
—Pará, pará. ¿Tenemos para volver? —interrumpe otro.
—No importa guacho. Comprá. Comprá que volvemos careta.
La plata no es un problema: el que la tiene, la pone. Y si a la semana siguiente no consigue, habrá otro que pague. Gastan lo que hay. Y eso se ve a la salida:
—A fin de mes, salen todos tranquilitos, charlando; casi como cuando entraron. Pero si venís del 1 al 10, están todos quebrados—, cuenta Gonzalo, el DJ.
La plata del principio y del fin de mes casi nunca es de ellos, sino de los padres.
—Estudiar ni en pedo. Y trabajar… Mis viejos dicen que mientras ellos puedan, no tengo que hacer nada —dice Agustín, de 23 años. Su respuesta se replica en todos los que lo rodean.
Son pocos los que ya terminaron el secundario y están pensando en hacer algo más. Y en el caso de que haya intenciones, las aspiraciones terminan en algún terciario o una tecnicatura. Nawi, de 18, es la excepción:
— A la mayoría de los chicos no les interesa estudiar y ni siquiera terminaron el secundario. Pero a mí sí. Yo quiero ir a la facultad. Porque me gustaría tener un título para poder progresar. Si no, negro y puto, nunca voy a llegar a ningún lado. Eso me lo dijo mi vieja cuando se enteró que soy gay. Me aceptó, pero me dijo: “Para lograr lo mismo, vas a tener que ser mejor que todos”.
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El patovica que hace unas horas la saludó con un beso en la entrada, ahora la saca de un empujón por la puerta del costado. Milena llora y el rimel azul se le desparrama por las mejillas; las lágrimas le chorrean también el vestido blanco ajustado, descosido a un costado. Las medibachas negras se le abrieron atrás y apenas puede caminar arriba de esas plataformas con las que bailó toda la noche. Una chonga amiga viene a su abrazo desde el boulevard de enfrente.
—¿Qué hiciste boluda?
Milena se refriega el rimel.
— Nada. La hija de puta esa… Está con otra mina. Qué se joda.
—¿Le pegaste? Qué tarada que sos, boluda. No te van a dejar entrar más.
La amiga la agarra de la mano y cruzan la calle.
Son las 7 y hace una hora que amaneció. Algunos todavía siguen adentro, bailando como si recién empezara la noche. Otros se fueron más temprano con nuevo novio o nueva novia. Elezeki, Germán y Alejandro salen en grupo. Con otros diez van caminando juntos por Santa Fe. En Plaza San Martín se cruzan con unas “viejas” haciendo jogging y unos “yanquis” que miran un mapa de Buenos Aires en la puerta del Hotel Marriot Plaza.
Se despiden en la entrada del Ferrocarril Mitre. Desde ahí, unos se van para José León Suárez y otros para Tigre y San Fernando. Ellos siguen hasta el San Martín. Vuelven al conurbano. No terminó nada. Esto recién empieza. Mañana, en unas horas, la noche seguirá en Facebook.