Cuando Ezequiel Martínez, su hijo y albacea, me propuso organizar los manuscritos de Tomás para que investigadores, periodistas y escritores pudieran consultarlos en la sede de la Fundación Tomás Eloy Martínez, que fundó y preside tras la muerte de su padre, dije que sí, que cómo no, que todo un honor. Muy irresponsablemente. Por entonces no sabía el tamaño que iba a tener la tarea. A veces me he preguntado –inútilmente– si la hubiera aceptado de saber cuán grande e interminable iba a ser en realidad. Tantas páginas, tantos borradores, tantos recortes y subrayados y libros marcados e ideas casi ilegibles garabateadas en una, dos, tres, cuatro, cinco libretas y cientos (cientos) de archivos de Word, no podían provenir –pensaba yo– de la cabeza de un solo hombre.
Pero podían.
La Fundación está en el barrio porteño de Boedo, en el segundo piso de la biblioteca Miguel Cané, mítica por su antigüedad, pero sobre todo porque allí tuvo Jorge Luis Borges su primer empleo remunerado. La piecita en la que trabajó, y que ahora es un mini museo, está a unos treinta metros de donde Ezequiel y Margarita García Robayo, directora ejecutiva de la Fundación, establecieron mi oficina. Y esa oficina –una pieza intermedia entre el área de dirección y el gran salón en el que se imparten clases y talleres– constaba de una mesa lo suficientemente grande como para poner mi computadora, un pequeño scanner y desparramar unas dos docenas de papeles. También tenía (tiene) parte de la enorme biblioteca de Tomás, y un estante en el que Ezequiel puso para mí todos los libros escritos por su padre, para tenerlos a mano en caso de que me perdiera. Además, por supuesto, una gran cajonera bajo llave, de acero negro y laminado. Buena parte del trabajo por hacer estaba allí dentro.
Recuerdo muy bien mi primera semana en la Fundación. La recuerdo bien porque no hice absolutamente nada. O algo hice: aparte de mirar muy intensamente la cajonera, en el empeño improbable de que ella misma me mostrara por dónde empezar, leí la mitad de La enfermedad y sus metáforas de Susan Sontag (Tomás Eloy había marcado buena parte de sus páginas), y el primer capítulo de Oswald de Norman Mailer. También hojeé el inmenso y desquiciado libro Astrología esotérica de José López Rega, que quién sabe con qué intenciones obsequió a Tomás en 1970, cuando éste entrevistaba a Perón en Madrid. Ese volumen es una verdadera anti–joya de la Fundación, un testimonio flagrante de la locura y la enajenación, y cada vez que recordaba que su lugar en la biblioteca estaba justo detrás de mi silla de trabajo, un escalofrío me tironeaba la columna.
Otra cosa que hice durante esos primeros días –concedo– fue navegar por los archivos del mundo. El de Emilie Dickinson, el de David Foster Wallace, el de Manuel Puig, el de Juan José Saer, el de Alejandra Pizarnik. Con más o menos recursos, todos los archivos de autores que consulté llegaban a una conclusión desoladora que podía resumirse en: acá no hay grandes recetas, respire hondo y arranque, buenas tardes, buena suerte.
En la segunda semana dejé de victimizarme y empecé por lo que parecía más lógico, que era el inventario, es decir, el relevo cuantitativo del asunto. La gaveta de acero laminado tenía cuatro cajones. En el superior había 31 carpetas colgantes, en el segundo, 42, y cada una, a modo de breve descripción de contenido, llevaba adosada una pestaña escrita a mano o a máquina, con nombres reconocibles, como “Colaboraciones varias”, “Hiroshima” o “Chile”, o más bien crípticos, como “Necrofilia”, “Le tango de la fin du monde”, o “El reverendo y las lolitas”.
En los dos cajones inferiores las cosas se volvían más inciertas y ya no podían cuantificarse fácilmente. Había cuadernos que parecían pruebas de galera. Había carpetas foliadas con fichas y recortes, y sobres con documentos que entonces no me decían nada. En ese primer vistazo abrí lo único que a mis ojos resultaba familiar, que eran las libretas de apuntes, y vi por primera vez la letra de Tomás. Me pasé un buen rato sobre esas libretas, sin tomar ninguna nota, sin consignar nada, solo aprendiéndome esa caligrafía que apuntaba los horarios del tren, o alguna fecha de entrega, o la lista de la compra, o, de pronto, en lo que a todas luces era un bosquejo de personaje para una futura novela, la inscripción “averiguar el pasado”, como si los personajes fuesen alguien a investigar y no alguien a inventar.
Cuando comenzaba a elaborar una ficción, Tomás Eloy no podía soltar la realidad.
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Carpeta 9
Pestaña: Infancia Patagonia
Descripción: Material de investigación. Documentos y testimonios sobre Perón.
Contenido: Acta matrimonial Mario Tomás Perón y Juana Sosa. Es copia certificada. 2 folios, 1 doble faz.
Síntesis de entrevista a Sra. Moore y Sr. Dardo Rasquety, primo hermano de Perón. 1 folio.
Apuntes sobre padre de Perón como Juez de Paz hasta 1912. Testimonio de Alberto J. Robert sobre cotidianidad de los Perón, carácter, etc. 4 folios, 3 doble faz.
El trabajo de relevo consistió en abrir carpetas, sobres y libretas, examinar su contenido y detallarlo pormenorizadamente.
Carpeta 16
Pestaña: Columnas en “El Nacional”
Descripción: Artículos escritos por TEM.
Contenido: 102 columnas publicadas en el diario En Nacional de Caracas entre 1980 y 1983.
“Los de afuera”: número de El Nacional dirigido por TEM, 3/08/1977. Incluye 13 artículos de su autoría.
Tras anotar el contenido, la carpeta volvía a su sitio original en la cajonera.
Carpeta 41
Pestaña: Operativo devolución
Descripción: Material de investigación Eva Perón.
Contenido:
1. Originales y copias de prensa sobre cuerpo de Eva y su repatriación:
a. “Aquí yace Eva Perón”, especial de investigación en revista Panorama, enero 1966.
b. “Yo la embalsamé”, revista Gente, 3/03/1966.
c. “Hállanse en Italia los restos de Eva Perón”, 16/07/1970.
Etcétera.
Carpeta 64
Pestaña: Borrador “La mano del amo”
Descripción: Manuscrito / ficción
Contenido: Manuscrito corregido de novela inédita Mujer de la vida. 118 folios.
Entre apunte y apunte, las dudas se acumulaban y superponían. ¿Por qué una novela llamada Mujer de la vida guardada dentro de una carpeta llamada La mano del amo? ¿Y dónde está el manuscrito de La mano del amo, que Tomás publicó en 1991? ¿Dónde el manuscrito de Sagrado, su primera novela? ¿Por qué le interesó tanto la elección 1978 de Miss Mundo? ¿Qué significa la hoja suelta, llena de números, titulada “Las sagradas escrituras”? ¿Y por qué en esa misma carpeta hay otra versión de la novela que tituló Mujer de la vida?
Como no podía responder ninguna de esas preguntas, me senté a leer las dos versiones de esa novela inédita. La historia de una muchacha llevada desde Polonia a la Argentina por la red de trata Zwi Migdal en 1910. Su nombre es Violeta y eso hizo que me precipitara a una vieja libreta de apuntes, en la que creía recordar haber leído ese nombre. Estaba. Junto a un primitivo bosquejo de la historia. Entendí entonces que solo así pueden armarse y funcionar los archivos: con la fuerza del hipertexto; con la apertura de links mentales. Mi cerebro estaba armando ya sus propias cajoneras.
El hallazgo de una novela inédita habría sido eso, un hallazgo, si más adelante, mientras organizaba el archivo periodístico, no hubiera encontrado algunas declaraciones que hizo Tomás sobre esa obra: “Terminé Mujer de la vida en 1989 y me nació muerta” dijo al diario La voz del interior en 2004. “Hacia el final de Santa Evita se cuenta que yo estaba deprimido en una cama porque una novela me había salido mal. Bueno, era esa. (…) Así como uno siente a veces que está trabajando sobre un cuerpo vivo y quiere que salga de una buena vez, del mismo modo hay conciencia, hacia la mitad de la novela, de que lo que está saliendo está muerto, que carece de la vitalidad que tiene que tener un relato de ficción. Está correcto, pero está muerto”. Y agrega: “La tengo aquí delante, como tengo todos los cadáveres de mis novelas muertas, como señal de que también cuando se escribe se fracasa”. Algo parecido dijo en 2002 sobre las primeras versiones de El vuelo de la reina, novela con la que ganaría el Premio Alfaguara: “Las guardo (a las versiones), pero son tan malas que, felizmente, nadie se va a atrever a publicarlas. Son muy malas, muy malas. Las guardo solo como testimonio del fracaso”.
El manuscrito de Mujer de la vida terminó reducido a un capítulo de su libro El cantor de tango, publicado en 2004. Sin embargo, el título siguió resonándole: a poco estuvo de llamar Mujer de la vida a su última novela, Purgatorio.
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Carles Garriga, que organizó el archivo de Julio Cortázar, le escribió a Ezequiel Martínez con un consejo muy útil, que al lector podrá resultarle obvio, pero que no es tan fácil de vislumbrar cuando uno se encuentra ante decenas de kilos de páginas y miles de bytes de trabajo ajeno. Su técnica consistía en reducir la masa a unidades mínimas, y una vez establecidas, simplemente rellenar. “Clasificar es más importante que ordenar”, escribió. “Después, ordenar es cuestión de paciencia”.
Los archivos, como las personas, proponen una manera única de relacionarse, comunicarse y, dado el caso, intimar. También su propia medida de paciencia. El relevo cuantitativo del material de Tomás Eloy Martínez pedía ser dividido en las series cualitativas poesía/ cuento/ novela/ guión/ ensayo, con su correspondiente –y en general enorme– archivo de investigación, porque, salvo con la poesía, Tomás no escribía nunca sin antes “averiguar el pasado”. A quien más investigó fue a Juan Domingo Perón, y por eso la Fundación guarda un formidable patrimonio sobre peronismo: prensa, fotos, correspondencia, entrevistas de Tomás a parientes, compañeros y colegas del ex presidente, y documentos de todo tipo, como las notas del futuro general en la primaria, un plano dibujado a mano de su casa de la infancia, o el acta oficial de entrega del cadáver de Eva después de su periplo inverosímil.
Otro archivo de investigación único, recogido para la novela Santa Evita, es la perturbadora entrevista a la viuda del coronel Moori Koenig, supuesto primer secuestrador del cuerpo de Eva, en la que se dicen cosas como “Moori dijo que Eva parecía una muñeca: que se había achicado, que se la podía levantar con facilidad como a un pajarito”. O bien: “La casa tenía un altillo con una puerta trampa. La puerta tenía incorporada una escalera, de modo que cuando se bajaba la puerta caía también la escalera. Mi marido quería subir a la Eva por ahí y depositar el cuerpo en el techo”.
Aparte de sórdidos detrás de escena por el estilo, la organización del archivo de investigación también sirvió para entender por qué Tomás guardó, por ejemplo, tanta prensa sobre el certamen 1978 de Miss Mundo: en Purgatorio le dedicaría una sola línea, pero una línea, como él habría dicho, de la que estaba absolutamente seguro.
La correspondencia, otra gran serie del archivo, se divide en laboral/ personal/ recibida/ enviada. Hay cartas de Ernesto Sabato, de Guillermo Cabrera Infante, de Marta Lynch, de Mujica Láinez, de Leopoldo Marechal, de Mario Vargas Llosa y de Victoria Ocampo. Una especialmente memorable de 1965 donde, en respuesta a algún dicho de Tomás, ella retruca: “Me gustaría que me diera usted una lista de nombres de esos jóvenes talentosos que Sur ha ignorado o desdeñado o ninguneado (subrayado en el original). Y también de sus obras”.
También están los faxes que en 1991 Tomás enviaba desde Nueva Jersey a los editores de Primer Plano, suplemento literario que fundó y dirigió en Página 12, y que son una lección de claridad editorial, por no decir un puñetazo entre las cejas a cualquier tipo de apatía periodística. Experiencia no le faltaba: fue jefe de redacción de la mítica revista Primera Plana, fundador del programa Telenoche de canal 13, director de la revista Panorama, director del suplemento cultural de La Opinión, editor adjunto del suplemento Papel Literario del diario venezolano El Nacional, uno de los fundadores de El Diario de Caracas y del periódico Siglo 21 de Guadalajara, además de encabezar el consejo asesor para la creación de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es decir, aparte de escribir, Tomás sabía hacer un diario y además, hacerlo funcionar. Pocos pueden decir lo mismo.
Su faceta como profesor y director del Programa de Estudios latinoamericanos en la Universidad de Rutgers, Nueva Jersey, es bastante desconocida. El archivo guarda sus planes de estudio y clases sobre literatura colonial, boom latinoamericano, Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Julio Cortázar y Rodolfo Walsh. Sobre Juan Carlos Onetti dijo en un seminario: “Antes de El astillero, lo que hace Onetti es experimentar con los limites de la ficción y la conciencia del poder. Hasta dónde se puede llegar con un relato, hasta dónde involucrar al lector en las dudas del autor.” En un examen, una de las consignas que ideó fue: “Aplique las ideas freudianas de duelo y melancolía a Los siete locos y Los lanzallamas de Roberto Arlt”, y en otro, pidió a sus alumnos que reflexionaran “sobre los desplazamientos del yo desde la poesía de Pizarnik hasta las de Cucurto y Fabián Casas, y las maneras diversas en que pueden leerse como respuestas a las exigencias de la industria cultural, tomando en cuenta sobre todo las ideas de Adorno y de Jameson”.
La última gran serie corresponde al gigantesco archivo periodístico, subdividido en notas escritas por él y notas acerca de él, de las que hubo que desprender dos subcategorías: reseñas y críticas de su obra y las entrevistas que le hicieron.
Cuando calculé que habría que reunir, clasificar y catalogar alrededor de dos mil artículos dispersos en carpetas y cajas, cuando vi que La novela de Perón tenía por lo menos tres versiones, y que en 1995 Tomás Eloy abandonaba el papel por el procesador de texto, multiplicando con ello cualquier complicación posible ad infinitum, la desmoralización fue descomunal y volví a mi actitud de los primeros días: observar la gaveta (y tres nuevas cajas que había traído Ezequiel), en el empeño improbable de que todo se organizara por sí solo. La desesperación, sin embargo, duró poco: pedí ayuda al área de investigación en Crítica Genética y Archivos de Escritores de la Universidad de la Plata, integrada por personas que saben que nada de lo que se pueda decir sobre el trabajo que implica la construcción de un archivo es exagerado. Graciela Goldchluk, que organizó los papeles de Manuel Puig, propuso a la Fundación un acuerdo de colaboración, y así llegaron a mi vida Florencia Buret y Lucía Capalbi, que venían trabajando en las publicaciones de Tomás en La Nación, y que se arremangaron sin miedo frente a la cantidad de artículos a consignar, para lo cual no quedó otra opción que mudarnos al gran salón contiguo de clases, con tres mesas que nos permitían desparramar unas cien páginas a la vez. Llegó también Vanesa Pafundo, cuyo doctorado en proceso por la Universidad de Buenos Aires es sobre la obra de ficción de Martínez, y para quien cada manuscrito es, desde luego, poco menos que una piedra filosofal.
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¿Hubiera aceptado organizar el archivo de Tomás Eloy Martínez de saber cuán grande e interminable iba a ser en realidad? Sí, y lo aceptaría una, dos, tres, veces más. Volvería a atravesar la frustración de no ubicar papeles huérfanos, o de abusar del “circa” (expresión latina que significa “fecha aproximada”) porque Tomás fechaba poco. O pasarme un día entero con Florencia quitando grapas de hojas abrochadas en los años setenta y decidiendo palabras clave. O armando carpetas de papel libre de ácido con ayuda de una navajita para preservar los manuscritos. O viendo la cara de emoción de Vanesa cuando abría uno a uno los archivos en Word de Santa Evita, e identificaba las partes que Tomás había desechado de la versión final.
Por mi profesión, organizar el archivo periodístico fue lo que más disfruté. La Fundación guarda todos los artículos que Tomás Eloy escribió en La Nación, incluyendo sus críticas de cine de 1959 a 1961, año en el que renunció porque las distribuidoras de películas norteamericanas retiraron sus pautas del diario debido a las críticas negativas. Habían anunciado que sólo iban a restablecerlas si ponían a aquel crítico en vereda. Tomás eligió la calle.
De 1962 a 1969 fue crítico literario, cinematográfico, y finalmente jefe de redacción de la revista Primera Plana. Allí los periodistas no siempre firmaban sus notas, y por eso fue de gran ayuda que el propio Tomás colocara con birome las siglas “T.E.M.” al lado del título de las que eran de su autoría. Algunas de sus notas míticas en Primera Plana fueron su crónica sobre Hiroshima veinte años después de la bomba, su reportaje a los cosmonautas norteamericanos y rusos (Yuri Gagarin incluido), y la primera crítica de Cien años de soledad que se publicó en el mundo.
La Fundación también guarda la mayoría de las columnas que escribió de 1980 a 1983 en el diario El Nacional de Caracas, durante su exilio. A esas columnas Tomás se refirió años después en uno de los ensayos de su libro Réquiem para un país perdido: “Escribí allí obsesivamente sobre la Argentina, semana tras semana. Imaginen ustedes la irrisión de este diferente, extranjero sin remedio, esforzándose por invocar ante lectores enfrascados en su realidad los fantasmas de otra realidad, remota e indescifrable. Imaginen a este descolgado, cuya única herramienta de trabajo es la escritura, tratando de narrar, por ejemplo, la delirante aventura que nos lanzó a Rodolfo Walsh y a mí, en 1970, a seguir la pista del cadáver de Evita entre París y Bonn; o explicando por qué una novela como Sophie's Choice o una película como Moonlighting –del polaco Jerzy Skolimovski– me hablaba a mí en un lenguaje que no era el de mis lectores venezolanos.” (Nota aparte: la travesía de Martínez tras las pistas del paradero del cadáver de Eva Perón en 1970 se cuenta en dos cartas que envió desde Bonn al entonces director de Panorama, Norberto Firpo. Curiosidad: se refiere a la ex primera dama como “Yoko Lennon” y a la ciudad de Bonn como “Ono”).
El archivo periodístico de Tomás Eloy Martínez tiene un valor inagotable, intemporal, y su consulta, a veces pienso, debería ser una condición sine qua non para ser periodista en la Argentina.
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Muchas veces quedé atrapada en una crisis de impotencia causada por el desorden natural de los archivos, y atada de pies y manos por el canon mundial de la archivística, que dice que hay que respetar ese desorden, porque algo dice sobre su dueño. Tomás era consciente del pequeño caos de su cajonera de acero laminado y de su computadora: “Soy muy desordenado para escribir”, dijo en una entrevista a La Nación a fines de 2008, “pero trato de mantener cierta disciplina. Me rodeo de calendarios, de almanaques, de relojes, y me fijo todos los días una meta, para alcanzar unas cuantas páginas por semana.” Después de leer esa declaración se iluminó aquel enigmático papel titulado “Las sagradas escrituras”, que durante un tiempo asumí como un índice de proverbios de la Biblia, y que resultó ser el conteo de hojas escritas en determinada cantidad de tiempo durante el proceso de Mujer de la vida, la novela que se le hizo irremontable.
El desorden de Tomás Eloy Martínez no dice mucho acerca de él. El título que eligió para su disciplina creativa, “Las sagradas escrituras”, dice muchísimo.
*El Archivo TEM se pudo organizar gracias a un subsidio de la Convocatoria Abierta y Permanente (CAP) de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECID), y el apoyo del área de investigación en Crítica Genética y Archivos de Escritores de la Universidad de la Plata.