Publicado el 30 de agosto de 2018
#RompamosElCercoMediático
“Las conquistas democráticas en cuyo seno es más favorable la lucha de la clase trabajadora por sus objetivos específicos, amenazan ser barridas totalmente en la extensión del país (…) La lucha que nos tocará emprender para reconstruir lo perdido tiene que alcanzar los límites de una vasta resistencia civil”.
Deodoro Roca, “Dos discursos sobre el asesinato de José Guevara”, 1933.
Citado en el muro de Facebook de Diego Tatián.
En los últimos días, y a raíz del conflicto entre el gobierno nacional y las 57 universidades públicas, que todavía no iniciaron sus clases, asistimos a una campaña que pretende visibilizar el conflicto a partir de la estrategia de poner en valor la experiencia personal de aquellos que pasaron por la educación pública. Buscando romper el cerco mediático, desde Facebook, Instagram y Twitter comenzaron a circular relatos en primera persona contando el tránsito por la escuela y la universidad pública argentina. Algunos hacen referencia a historias de movilidad social ascendente, otros enumeran sin más los títulos obtenidos, pero todos, sin excepción, estudiaron en virtud de la gratuidad del sistema educativo. Sistema que hoy, en plena turbulencia de lo que llamamos la tercera ola neoliberal, atraviesa un momento de suma fragilidad.
Podríamos evocar aquí algunos de esos testimonios. Hablar, por ejemplo, de Jimena, estudiante de Letras de la UBA, quien escribe que su abuelo –ex director de la carrera de Química en la Universidad Tecnológica Nacional– le contaba a ella y a su hermano que cuando él era joven ayudaba a su padre a “hacer zapatos” y, como si estuviera introduciendo una sutil variación al Rancière de La noche de los proletarios, “se escapaba en los almuerzos a leer”. Pero quizás lo más significativo sea otro de los trazos que recupera de la memoria de su abuelo: la educación pública le dio, además de dignidad, la certeza de que “en ese mar de finitud nadie es más importante que otro y todos tenemos los mismos derechos porque somos iguales”.
En esta narración, como en muchas otras que se leen en las redes sociales, la universidad ocupa el centro del relato clásico del progreso: es dadora de un lugar en el mundo, de una mirada crítica de la realidad, de una impronta en la promoción de igualdad y oportunidad de ascenso social.
Podríamos en esta misma línea citar intervenciones menos emotivas y más ocurrentes, como aquellas que dicen:
“Ok, basta de falsa modestia, va mi cv completo:
- tomé el CNBA (1995)
- tomé FFyL UBA (1999)
- tomé el Rectorado, UBA (¿2000? ¿2001?)
- tomé el MinCyT (2016)
- tomé el Ministerio de Educación (2017)
Es que a la educación pública desde adolescente me la tomo bastante en serio”
Toda una cronología de las luchas que pone en escena el estatuto precario de los derechos de los que gozamos. La educación universitaria, como tantos otros derechos sociales, no está exenta de la amenaza latente de extenuación. Su continuidad, como también decía otro colega en #RompamosElCercoMediático, no está garantizada. En palabras de Arendt, los derechos no son más que lucha por los derechos.
Podríamos continuar con esta enumeración de historias que remiten, aún en su reiteración atomística y a pesar de la primera persona, a cierta temporalidad y experiencia colectiva. En efecto, hay un plus contenido en ellas que nos reenvía a la historia de nuestras anomalías. Unas del tipo de las que no se quiere combatir, sino defender. La educación pública, quizás la que tiene mayor consenso, es anómala por su apertura, hospitalidad, gratuidad y trabajo incesante por la excelencia y calidad, no a pesar sino en virtud de su masividad.
#LaEducaciónNoSeVendeSeDefiende
“Luchamos por una universidad más vinculada con las necesidades de los oprimidos, por una universidad más útil a la ciencia y no a las castas plutocráticas, por una universidad donde la moral y el carácter del estudiante no se moldee ni en el viejo principio del ‘magister dixit’, ni en el individualista de las universidades republicanas de la América Latina o EE.UU.: queremos una Universidad nueva que haga en el campo de la cultura lo que en el de la producción harán las fábricas del mañana sin accionistas parásitos ni capitalistas explotadores”.
Julio Antonio Mella, “El concepto socialista de la Reforma Universitaria”, 1928.
Citado en el muro de Facebook de Diego Tatián.
No podemos datar el origen de este hashtag, pero sí podemos inscribir sus huellas en los sucesos de la Reforma del 18: su mayor logro “fue poner a la universidad en manos de la ciencia y el pueblo”. De pretensión más revolucionaria que reformista, el movimiento proclamó libertad de cátedra, cogobierno, “modernización” científica y autonomía. Este principio persiste con mayor fuerza en el debate público y se presenta como un enigma de difícil resolución. De un lado, una universidad con potestad de ejercer el autogobierno y la libertad de pensamiento. De otro, una institución cuya vida y fuerza dependen del reconocimiento económico del Estado, en rigor de los gobiernos, y del reconocimiento de su valor como formadora de profesionales, productora de conocimiento científico y de pensamiento crítico de parte de la sociedad.
En nuestra historia se ha confundido, por momentos, autonomía con indiferencia, y la Universidad se abstuvo de intervenir a la manera de un “intelectual público” en todo aquello que dañe o afecte a la mayor parte de su población. Otras veces la universidad asimiló las lógicas hegemónicas de cada presente histórico. En el medio múltiples matices.
Si el legado reformista de las universidades nacionales es el rasgo distintivo de esta primera anomalía, la segunda es el peronismo y, con él, no sólo la exigencia específica de gratuidad sino la puesta en valor de la justicia social como fundamento de gobierno y política de Estado: la movilidad y ascenso de los sectores populares a partir de una intervención activa del Estado en la economía y en la sociedad. Dos rarezas –si observamos el mapa latinoamericano y mundial– que no se relacionan de modo inmediato, pero cuyos destinos se han superpuesto en distintas coyunturas y cuyas gramáticas comparten un conjunto de enunciados: democratización, acceso/derechos, igualdad, justicia y movilidad social.
El peronismo, “el histórico”, fue proscripto, muerto y resucitado a lo largo de nuestra historia. Su presente es incierto y la constelación de principios que lo conforman ilumina cada vez menos. La universidad pública, emblema de la educación pública, no corre mejor suerte. Los establecimientos de educación primaria no alcanzan a cubrir la demanda. Las condiciones edilicias de las escuelas medias son penosas, además de peligrosas para la vida humana. Las universidades y el sistema científico está siendo ahogado financiera y presupuestariamente.
En la vereda de enfrente se insiste en la irracionalidad del sistema, en sus dimensiones elefantiásicas, en sus capacidades ociosas y en el consumo desigual que la población hace de ella. La educación se convierte así en puro gasto excesivo e injustificado. Tal cálculo sólo es posible en el interior de una lógica que reconoce a la racionalidad numérica como principio y fundamento exclusivo y excluyente. Es posible situar esta “racionalidad” en lo que podríamos llamar “tercera ola neoliberal”.
En esta periodización, la primera ola fue protagonizada por la dictadura cívico-militar para quien la universidad pública era un lugar de “penetración ideológica subversiva” (1). El proyecto de transformación de la política universitaria supuso aquí, sin contar las desapariciones forzadas, una vigilancia político-ideológica estricta y un plan de reducción de las dimensiones del sistema: redistribución de la matrícula, cierre de carreras y delegación de las actividades de investigación a otras instituciones extrauniversitarias (tanto públicas como privadas).
La segunda “ola”, en la década del ’90, se dio en plena globalización y nuevo ciclo de apertura y liberalización de mercado. La política orientada a la universidad estuvo signada por una vinculación inédita entre universidad, Estado y mercado. El menemismo marcó “el rumbo que la reforma universitaria debería transitar para adecuarse a los nuevos criterios normativos sostenidos por el gobierno” como señala Fanelli (2): un “proceso de normalización” y una “crisis presupuestaria” que se reflejó en “la obsolescencia de los laboratorios y la escasez de fondos destinados a la investigación científica”. La educación superior entendida como derecho y bien público peligraba. Pero también durante este período se crearon universidades nacionales (3) en el conurbano bonaerense: aparecieron nuevas primeras generaciones de universitarios junto a nuevos centros académicos en escenarios impensados.
Entre la segunda y la tercera ola neoliberal tuvo lugar lo que quizás con los años, sin exagerar, se comprenda como otra anomalía argentina: el “kirchnerismo”. Bajo este gobierno sucedió la última etapa de creación de universidades nacionales, se institucionalizaron derechos y se reinstauraron los convenios colectivos de trabajo con sus paritarias salariales obligatorias y periódicas. Todo ello habilita hoy la polémica en torno a las prioridades y reaviva el conflicto entre modelos políticos contrapuestos que otorgan diferente posición a la educación pública y al rol que podría caberles en la configuración de un modelo de desarrollo para el país.
Si en tiempos de la Reforma, la autonomía de la Universidad se definía por su grado de dependencia de la Iglesia y el Estado, en la actualidad debe situar su accionar político en referencia a nuevos actores y demandas: el mercado (tanto productivo como financiero) y un gobierno que define sus políticas educativas inspirándose, sin mucho disimulo, en la economía neoclásica y la política neoliberal. El objetivo es siempre el mismo: disminuir el gasto público y achicar el Estado. Repetición de un discurso individualizante que entroniza la lógica del esfuerzo personal para el éxito en la vida económica con prescindencia de “la meritocracia” –bien entendida– de los títulos o, más general, del valor del saber en la producción de la vida social, cultural y política. En efecto, más de uno de sus representantes se ha jactado de su desconocimiento, ha justificado su impericia aduciendo escasa formación y se ha disculpado por los errores agregando que de ellos uno aprende. Ninguno supo advertir (o no le importó) que su “desconocimiento” aumente la pobreza, que su “impericia” provoca muertes, ni que sus “errores” se parecen demasiado a la impunidad. ¿Será que el desprecio al saber y a la educación pública puede explicarse en alguna medida por la trayectoria de la actual elite dirigente formada de modo casi exclusivo en universidades privadas? ¿No pone en evidencia ese mismo desprecio a la educación pública el descuido y menosprecio que este gobierno ostenta hacia “lo público” en general en todas las decisiones políticas que toma? ¿Su anti-intelectualismo soberbio y su sospecha sobre todo lo que se relacione con el pensamiento crítico o negativo no es más de esto mismo?
Si la universidad pública contemporánea se constituye en actor político y se pone al frente de la demanda por el financiamiento y de la defensa de todo lo público es porque no concibe sus fronteras más acá de la política de Estado, de los asuntos de gobierno, de las disputas por la soberanía que la afectan a ella y a lo que se cree que no es ella.
#SinUniversidadesPúblicasNoHayFuturoPosible
“Esa es la voz de la Reforma, pero no de la Reforma estancada en un simple entredicho de profesores y estudiantes, de la Reforma simplemente circunscrita a los lindes universitarios, sino de la reforma que sale hacia la realidad social, que no quiere hacer del estudiante una casta parasitaria sino que lo desplaza hacia la vida, lo sitúa en la clase trabajadora y lo prepara a ser su colaborador y no su instrumento de opresión. La Reforma universitaria corría el riesgo de perder su sentido social, su misión precursora y gloriosa si quedaba como un simple movimiento universitario encaminado a preparar mejor al profesional”
Víctor Raúl Haya de la Torre [Texto enviado a "Estudiantina", revista estudiantil del Colegio de la Universidad Nacional de la Plata, 1924].
Citado en el muro de Facebook de Diego Tatián.
La coyuntura demanda una respuesta. Dejar la educación pública librada al mercado no parece ser una solución, al menos no una democrática ni democratizadora. Por el momento, la estrategia más próxima parece ser el relato público del conflicto a través de las redes sociales y los cuerpos en las calles. Aunque compartimos la inquietud en relación a la primera táctica, pues si bien con ellos contribuimos a romper el “cerco mediático”, ¿no caemos en la trampa de responder con la misma lógica discursiva individualizante y meritócrata que pretendemos criticar y resistir? Y ¿no sería esta una ocasión, triste pero cierta, para elaborar una narración colectiva que dispute el consenso generado por un gobierno que hace de cada política un refuerzo del espíritu privatizador, individualista y basado en una ética del esfuerzo/mérito individual?
Como sugería Diego Tatián, quizás sea necesario reapropiarnos del concepto de autonomía. Arrancarlo del “neoliberalismo académico” que hizo una lectura instrumental al convertirlo en una mera “heteronomía” de mercado y en un sistema de reproducción del statu quo. Reapropiarnos también del concepto de “calidad educativa”, repetido hasta el hartazgo en tono eficientista, para traducirlo a otros términos. La excelencia de una universidad, así como su razón de ser, es irreductible al cálculo, a un criterio estandarizado de productividad y de eficiencia. Lo revolucionario de nuestra universidad pública y gratuita, de nuestra anomalía, se cifra en su hospitalidad, en la posibilidad de ofrecerse como morada de quienes durante años la entendieron –y aún la entienden– como extraña e inalcanzable. El valor de la universidad pública radica –insistía Diego Tatián– en su heterogeneidad: una universidad que presta atención a la vida no universitaria y a prácticas ajenas a su campo está abierta a la producción de un plusvalor ético-político que excede los intereses corporativos, ya sea profesionales, empresariales o incluso estatales.
Así entendida, tanto la heterogeneidad universitaria como su enraizamiento socio-territorial, es decir, el declararse como derecho en escenarios donde nunca nadie soñó siquiera poder contar ella, supone una gran responsabilidad: la de resistir con una narrativa “contrahegemónica” y solidaria a la imposición de un lenguaje único, estandarizado, monológico, acerca de la producción del saber y de sus efectos en la construcción de una sociedad más justa, democrática e igualitaria. La lucha actual por la universidad pública y su financiamiento nos lanza a la defensa de otros derechos y de otras instituciones públicas; nos obliga a reinventar a partir de viejos y nuevos lenguajes modos de hablar y de saber normados por criterios distintos a los del mercado, los organismos internacionales de crédito, o la lacónica y selectiva jerga de la austeridad. Nuestras universidades generan valor cuando son capaces de hacer algo diferente a lo que hace el mercado, el sistema financiero y, por extensión, el actual gobierno: incluir y no excluir, acoger y no expulsar, incorporar sin discriminar, ofrecer su saber a procesos de integración social que puedan interrumpir el progresivo deterioro de la vida de cada quien y del común. Es ahí donde la universidad dirimirá su autonomía y honrará su anomalía.
(1) Buchbinder, Pablo: Historia de las universidades argentinas, Editorial sudamericana, Buenos Aires, 2010, p.209.
(2) García de Fanelli, Ana: Las nuevas universidades del conurbano bonaerense: misión, demanda externa y construcción de un mercado académico, 1997, p. 4.
(3) Las universidades creadas durante este periodo son: Universidad Nacional de Quilmes, Universidad Nacional de General Sarmiento, Universidad Nacional de San Martín, Universidad Nacional de La Matanza, Universidad Nacional de Lanús, Universidad Nacional de Tres de Febrero y Universidad Nacional de Villa María.