Ensayo

“MANIAC”, ficción científica


Todo está por terminar

Nuestros conocimientos aumentan, avanza la tecnología y se corren los límites imaginables de lo que podemos hacer. ¿Hasta donde puede llegar la ciencia? ¿Y si esta pregunta se resuelve con el fin de la humanidad? El escritor chileno Benjamín Labatut tiene una obsesión: la posibilidad del exterminio de la vida humana por los excesos de la razón. MANIAC, su última ficción científica, hilvana la historia del nazismo, el desarrollo de la bomba atómica y la creación de la inteligencia artificial. Cuenta cómo científicos enamorados de la lógica que mueve la realidad hacen grandes descubrimientos que luego son utilizados por el poder para propagar las desigualdades, la destrucción y el terror infinito.

En Siete breves lecciones de física (Anagrama, 2016), escribe el físico teórico italiano Carlo Rovelli: “Nuestros conocimientos aumentan, y aumentan de veras. Nos permiten hacer cosas nuevas que antes ni siquiera imaginábamos. Pero, al aumentar, plantean nuevas preguntas. Nuevos misterios.” ¿Y si ese misterio sobre los límites inimaginables de los avances tecnológicos, que desvela a los científicos desde siempre, se resuelve con el fin de la humanidad? MANIAC, el nuevo y esperado libro de ficción científica del chileno Benjamín Labatut, plantea eso. 

La posibilidad del exterminio de la vida humana en la tierra (porque el planeta va a seguir existiendo a pesar de todo) debido a los excesos de dominación por parte de la ciencia se vio reforzada (como tema que va y viene con los vientos de la Historia) este último tiempo a partir de la repercusión masiva de Oppenheimer (ganadora de un Oscar a la mejor película 2023) de Christopher Nolan. El físico teórico y docente Julius Robert Oppenheimer (el padre de la bestia definitiva) presenció la primera detonación de la bomba atómica en Los Álamos (el almanaque marcaba 16 de julio de 1945) y supo que todo, absolutamente todo, estaba por terminar. Ese fue el primer paso irreversible hacia la destrucción sin precedentes. Declaró un tiempo después sobre ese momento: “Sabíamos que el mundo no iba a ser el mismo. Algunos rieron, algunos lloraron, casi todos permanecieron en silencio. Yo recordé aquel verso de las escrituras hindúes de Bhagavad-Gita: Vishnu está tratando de persuadir al príncipe para que cumpla su deber; para impresionarlo, adopta su forma de múltiples brazos y le dice: “Ahora me he convertido en la Muerte, la Destructora de Mundos”. Supongo que todos pensamos en eso, de una u otra forma.” Y también contó al respecto el extraordinario matemático John von Neumann (uno de los protagonistas de MANIAC): “Todos éramos niños de pecho respecto a la situación que había surgido, a saber, que de pronto estábamos lidiando con algo capaz de hacer estallar el planeta.”

Benjamín Labatut dijo en alguna entrevista: “Me gusta abordar agujeros negros, contar singularidades”. Dijo en otro lado: “Hay crueldad en la razón.” Y además: “Mi interés siempre estuvo ahí: en los fundamentos, la extrañeza, el delirio, la alucinación.” Quizás la pregunta que más le hacen al autor tiene que ver con lo siguiente: ¿Qué formación tiene en ciencias para contar y narrar tan bien las complejidades de territorios inexpugnables para la mayor parte de la humanidad como el análisis funcional, la física cuántica, la química, la teoría de conjuntos, entre otros campos de investigación? Labatut, que es periodista, sonríe y casi siempre responde: “Tengo un título en nada, no tengo ninguna formación científica. Pero lo que sí tengo son obsesiones. Eso me guía”. Algo no cierra.

Dijo en alguna entrevista Benjamín Labatut: “Me gusta abordar agujeros negros, contar singularidades”. Dijo en otro lado: “Hay crueldad en la razón.”

La aparición de Un verdor terrible (Anagrama, 2020), surgido durante la primera ola de pandemia (es decir: la instancia más hardcore del encierro planetario), le dio a Labatut un espacio y visibilidad que no habían tenido hasta ese momento sus dos libros anteriores: La Antártica empieza aquí y Después de la luz. ¿Qué sucedió en este caso? Son esa clase de coincidencias que sólo ocurren en la realidad: la ciencia se puso al frente de todo lo que estaba ocurriendo (con su correspondiente injerencia en la modificación del lenguaje cotidiano) como forma de vinculación (distancia, profilaxis sanitaria y paranoia) y como única salvadora, junto a los imperios farmacéuticos. Y en ese contexto único, de un presente que aspiraba a la pura racionalidad científica mientras no dejaba de latir en los márgenes el esoterismo y el pensamiento mágico, aparece un libro que se ocupa de las vidas de algunos científicos excéntricos y demenciales, y que sobre todo se hacía preguntas sobre la responsabilidad de la ciencia en una gran cantidad de eventos fundamentales (la mayoría entraba en la categoría de horror) de la vida en sociedad de los últimos tiempos. Para pasar en limpio los nombres de estas personas que dejaron una marca indeleble en sus respectivos campos: el químico Fritz Haber, el físico Karl Schwarzschild, los matemáticos Alexander Grothendieck y Shinichi Mochizuki, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y Louis de Broglie. 

La atracción por la obra fue inmediata: el libro se convirtió en un éxito de ventas, de crítica, se tradujo a más de 22 lenguas, fue finalista del Booker Prize (ingresó en la short list) y, como deleite último, Barak Obama lo recomendó en Twitter (cuando se llamaba Twitter). Un Best Seller de calidad que hacía sentir inteligente a sus lectores: se metía con temas de difícil acceso en las llamadas ciencias duras y las ponía al alcance de la mano, del ojo, del cuerpo, de las reflexiones inmediatas. Un efecto (escapar de la vulgar divulgación científica) que solo la literatura puede lograr (lo más parecido a la magia) y ahí residía su valor como textualidad y encantamiento. 

Estas misceláneas (con una prosa seductora que se la puede emparentar con el magnetismo que producían las contratapas de los viernes de Juan Forn) dejaron en claro que había un nicho (en una actualidad parcelada y fragmentada, un nicho puede tener dimensiones enormes) para seguir indagando: el de los científicos que gracias a estar enamorados de las bellezas de la verdadera naturaleza (números, moléculas, cuantos, etc.) y la lógica que mueve la realidad hacen grandes descubrimientos que luego son utilizados por el poder (militar, económico, estatal) para que se sigan propagando las desigualdades, la destrucción y el terror infinito.

Con una biografía errante (Holanda, Buenos Aires y Lima aparecen en su CV), Benjamín Labatut deja siempre en claro que, si bien se sabe chileno por herencia familiar, se siente un extranjero en su tierra: “Y eso ya no tiene arreglo”, dice. Esta perspectiva la llevó a su formación que es dispersa. Por ejemplo, contó que durante un tiempo de su vida se “olvidó” el castellano y solo hablaba en inglés. Una lengua en la que lee y en la que escribió la mayoría de sus textos, incluso los que están en español (que traduce él mismo). Estos movimientos nos hacen considerar el modo en el que construye sus escritos: sin responder a una tradición específica, su cabeza siempre está en otra parte. Así es como llegamos a MANIAC.  

Un libro que se mete con temas de difícil acceso en las llamadas ciencias duras y las pone al alcance de la mano, del ojo, del cuerpo, de las reflexiones inmediatas.

Los tres relatos del libro tienen momentos muy precisos y avanzan en niveles de injerencia científica en la vida futura de la población: la llegada del nazismo a Europa (padecida por el físico austríaco Paul Ehrenfest), la creación y desarrollo de la bomba atómica (vista –y leída- en la biografía coral de John von Neumann) y la creación de la inteligencia artificial (reflejada en las partidas de Go entre Lee Sedol y el programa AlphaGo). Los tres escritos con voces diversas, MANIAC escapa a las clasificaciones porque está en ese borde difuso que separa la realidad de la ficción. Si bien la parte ficticia se come lo real y fáctico, la obra deja sin lugar a dudas una sensación perturbadora: es tiempo de cuestionar, con mayor énfasis, el lugar y el rol de la ciencia en la construcción y el fortalecimiento del espanto en la vida cotidiana. Conviene volver un segundo a Oppenheimer como punto clave en esto que estamos hablando.  

En el libro Vida de santos (1993) de Rodrigo Fresán, hay un cuento que se llama “Música para destruir mundos (un experimento)” que aborda, en clave de ficción, la vida de Oppenheimer. En una parte cuenta su muerte: “J. Robert Oppenheimer murió despacio y atormentado. La flecha lenta de un cáncer tardó años en atravesarle la garganta y para cuando –el 18 de febrero de 1967– cerró para siempre los ojos en la celda de un monasterio de clausura, Oppie estaba ya lejos de ser un hombre convencido de su locura y más lejos de haber encontrado el consuelo de Dios. En sus últimas cartas me escribía que le gustaba jugar al póquer los viernes, que había perfeccionado su receta de Huevos a la Opje (chile verde y huevos revueltos); que había vendido su velero Trimethy y regalado su rancho mexicano Perro Caliente; que no extrañaba a las mujeres pero sí el acto de comprarles gardenias a las mujeres; que no se perdía un solo episodio de Perry Mason; y que «no, querido G.G., no he hallado ni creo posible hallar, invocando una de tus citas predilectas, eso de la paz que la Tierra no puede brindarnos».”

Hay un viejo chiste en el ámbito filosófico que dice: “La ciencia no piensa”. MANIAC también se mueve en ese espacio conflictivo de contemplar la falta de responsabilidad que la ciencia siempre carga sobre sus hombros. Dijo Labatut: “Escribí MANIAC ahora porque de alguna manera siento que hay un año cero. Así como hubo un año cero con la llegada de Cristo, hay un año cero que ocurrió alrededor de 1940 o 1950 en el que descubrimos la computación, que es una de las invenciones humanas más profundas y misteriosas. Y sin embargo, nosotros crecimos con el computador en casa y se nos olvida. Se nos olvida la magia que es, se nos olvida que Claude Shannon nos mostró que las cosas pueden ser llevadas a información pura. Se nos olvida de la misma forma que creo que en el medioevo la gente podía olvidarse de la presencia de los ángeles y los dioses porque estaban ahí todo el tiempo. Y hoy se empiezan a ver los efectos reales de eso, y tenemos que empezar a considerarlos. Como estamos en un momento en el que el fuego prometeico está brillando tan fuerte, la cultura de alguna manera tiene que hacerse cargo y ofrecer respuestas e historias que le den sentido a la existencia cotidiana de las personas. Porque estamos todos tan perdidos.” ¿Llegará la paz alguna vez? Es probable que no venga del lado la ciencia, nos plantea (al menos parece) MANIAC

Es tiempo de cuestionar, con mayor énfasis, el lugar y el rol de la ciencia en la construcción del espanto en la vida cotidiana.

La llegada de la IA plantea interrogantes que ya mismo están siendo respondidos: más expulsión del sistema, acumulación de excluidos. Crece, entonces, la tradición de los vencidos. La pregunta, en este contexto donde la economía se presenta como la ciencia más despiadada, destructiva y deshumanizante que existe, rebota contra las paredes: ¿Cuál es el lugar de las personas en todo este avance tecnológico? Plantea Carlo Ravelli en Siete breves lecciones de física: “La confusión entre estas dos actividades humanas distintas, inventar relatos y seguir huella para encontrar algo, es el origen de la incomprensión y la desconfianza hacia la ciencia de una parte de la cultura contemporánea. La diferencia es sutil: el antílope cazado al amanecer no está muy lejos del dios antílope de los relatos de la noche. Es una lábil frontera: los mitos se nutren de la ciencia y la ciencia se nutre de los mitos. Pero el valor cognoscitivo del saber permanece. Si encontramos al antílope, podremos comer. Nuestro saber refleja, pues, el mundo. Lo hace más o menos bien, pero representa el mundo que habitamos.”

¿Los sueños de la razón engendran monstruos? El problema sigue abierto de par en par.