Imagen de portada: Lenin and Coca-Cola, Alexander Kosolapov, 1982, acrílico sobre tela.
Imagen de interior: Malevich Marlboro, Alexander Kosolapov, acrílico sobre tela.
Polémico, a veces provocador, dueño de una “amenidad implosiva”, Boris Groys es uno de los filósofos y ensayistas más reconocidos de la actualidad. Dentro de su abrumadora producción es posible toparse con interrogantes y posicionamientos tan originales como cuestionables. ¿Stalin como artista y el Realismo socialista como radicalización del proyecto de la vanguardia? ¿El museo como garantía de un arte nuevo? ¿Google como resultado de una tradición estética y no tecnológica? ¿Las redes sociales como espacios artísticos? Quien se sumerge en el mundo Groys sabe que se encontrará con un referente tan discutible como ineludible para pensar el arte, los medios de comunicación y la sociedad contemporánea.
De padres rusos, Groys nació en 1947 en Berlín Oriental pero se crió en Leningrado. Allí estudió filosofía y matemática y, luego de trabajar un lustro como investigador en la Universidad de Moscú, emigró a principios de los ochenta hacia Alemania Federal donde obtuvo su doctorado en filosofía en la Universidad de Muenster. A partir de entonces ha sido profesor de estética, historia del arte y teoría de los medios en el Centro de Arte y Tecnología de los Medios de Karlsruhe y, más tarde, profesor de estudios rusos y eslavos en la Universidad de Nueva York.
Polifacético, la actividad de Groys no se reduce únicamente a la docencia universitaria ya que, en paralelo, ha venido desempeñandose como investigador, crítico de arte, artista, curador y, sobre todo, como autor prolífico, con más de treinta libros y cerca de trescientos artículos publicados en diversos idiomas.
Un origen marginal: el conceptualismo soviético
La diversificada trayectoria de Groys se debe en gran parte al vínculo cercano que trabó con los artistas conceptualistas soviéticos de las décadas de 1960 y 1970. Esta corriente estética surgió como una alternativa al arte oficial expresado en el Realismo socialista. De allí deriva su condición de no oficial: en lugar de buscar un posicionamiento en la jerarquía cultural soviética, los conceptualistas exploraron con sus obras la creación de una sociedad paralela y el desarrollo de un público nuevo. Así, desde una obligada posición marginal, buscaron salirse del esquema “poder soviético versus disidencia” para no caer en el juego que esa polarización le hacía a la ideología dominante. ¿En qué se basaba el arte conceptual? En sus obras, los artistas postulaban una identificación entre la imagen y el texto. La imagen se suplanta por un comentario lingüístico que se caracteriza por la toma de una postura crítica. La importancia otorgada al texto es aquí significativa ya que en la URSS el valor de una obra estaba dado no tanto por el mercado sino por una economía de símbolos y reconocimientos oficiales. Lo que hacía el conceptualismo era dejar al descubierto este rasgo definitorio de la sociedad soviética. Su procedimiento consistía en analizar, utilizar y variar el discurso oficial respecto de lo que era arte de un modo particular, irónico y profano. Un ejemplo muy claro de este modo de accionar es la performance Preparación de una hamburguesa hecha con el periódico Pravda (1974) en donde se unían dos esferas comúnmente separadas -la vida cotidiana y la ideología oficial- para denunciar lo penetrada que estaba esa vida por los mitos y las ideas oficiales. El texto se convertía simultáneamente en un elemento visual y en un objeto de la vida diaria.
Groys se formó intelectualmente en esta cultura no oficial y las características de los conceptualistas lo impregnaron de un modo duradero. Como ellos, fue un escritor no oficial durante su período soviético ya que solo publicó a través de revistas samizdat (las publicaciones hechas en casa y pasadas de mano en mano escapando de la censura) o en revistas de emigrantes. En los artículos que allí escribía se evidenciaba su ferviente apuesta por la estética conceptualista y su preocupación por complejizar esta mirada del mundo. Así, en “Las premisas existenciales del arte conceptual” (c. 1976) recurrió a los personajes de Jorge Luis Borges -como el protagonista de La biblioteca de Babel o Pierre Menard- para explicar que los conceptualistas realizaban acciones que no eran guiadas por la voluntad subjetiva sino por el rigor intelectual. Más tarde seguiría el contacto con ellos ya sea a través de publicaciones de libros, como lo hizo en el exquisito texto sobre el artista Ilya Kabakov, o de la curaduría de sus exhibiciones, como lo hizo en la exitosa muestra La Ilustración Total de 2008. A lo largo de su extensa carrera, Groys nunca dejaría de lado el gesto conceptualista de situarse al margen, de pensar en paralelo y de revisar el estado de cosas para proponerse como una herramienta que, al menos, ayude a orientar la mirada. En este sentido, en sus textos se evidencia constantemente la preferencia por suscitar el debate, remover los prejuicios complacientes y superar las simplificaciones.
Un espacio de libertad: el estalinismo como arte total
A pesar de su prolífica producción, las ideas de Groys fueron desconocidas para gran parte del público de habla hispana porque la mayoría de sus obras se publicaron en alemán o en inglés. Las recientes traducciones de algunos de sus libros más significativos permitieron salvar esta brecha. Así, desde hace diez años han aparecido Obra de arte total Stalin (Gesamtkunstwerk Stalin, primera edición alemana de 1988 y publicado en español en 2008); Sobre lo nuevo. Ensayo sobre una economía cultural (Über das Neue, Versuch einer Kulturökonomie, primera edición alemana de 1992 y publicado en español en 2005); Bajo sospecha. Una fenomenología de los medios (Unter Verdacht. Eine Phänomenologie der Medien, primera edición alemana de 2002 y publicado en español en 2008); Política de la inmortalidad (Politik der Unsterblichkeit. Vier Gespräche mit Thomas Knöfel, primera edición alemana de 2002 y publicado en español en 2008) y Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea (Going public, primera edición en inglés de 2010 y publicado recientemente en español el año pasado). En estos libros se expresan y se resumen los nudos problemáticos más importantes de su obra como pensador y ensayista.
Varias son las perspectivas desde la cual su producción puede ser abordada por la cantidad y la multiplicidad de temas que Groys emprendió. Sin embargo, hay una línea invisible que atraviesa la mayoría de sus textos y que quisiera evidenciar aquí como clave de lectura. Hay en Groys una preocupación persistente por el vínculo entre el arte y la política, entre el arte y nuestras vidas. El vínculo -no siempre exitoso- entre un proyecto estético y un horizonte de expectativas que supere el estado actual de cosas. Aquí es donde su parentesco con el conceptualismo se hace evidente ya que Groys convierte al caso ruso en un objeto permanente de su reflexión. No sólo porque lo conoce de primera mano sino también porque allí la relación entre el arte y la política revolucionaria ha tenido uno de sus capítulos centrales. Rusia y sus corrientes estéticas están presentes desde el primero hasta el último de sus libros, acaso manifestando la necesidad de revisar la historia contemporánea y de extraer de ella los mejores aprendizajes en momentos de repliegue defensivo ante la avanzada del capital. En ese sentido, el caso ruso excede su marco espacio-temporal porque sirve para plantear interrogantes sobre cuestiones que abarcan desde el arte actual y sus vínculos con la política hasta el destino de los museos y la gramática de Google. Todavía hoy, la sombra de la experiencia soviética se proyecta como auxilio necesario para pensar nuestra propia contemporaneidad.
Precisamente, la relación entre arte y política es el tema de su primer gran libro Obra de arte total Stalin. Allí Groys sostiene una hipótesis tan sugerente como polémica: que el régimen estalinista no había pisoteado el proyecto de las vanguardias sino que, por el contrario, había encarnado su continuación y su radicalización. La sociedad misma había llegado al apocalipsis y se había convertido en una obra de arte gracias al accionar de Stalin, quien se había desempeñado como un artista demiurgo. Así, el estalinismo fue un régimen social pero también una formación estética cuyo líder tuvo el poder de moldearla como un artista de vanguardia (incluyendo el readymade del cuerpo embalsamado de Lenin). Bajo su mando, la gente no vivió dentro de la realidad sino dentro del arte. Con esta afirmación Groys se enfrentaba a la interpretación tradicional de la historia del arte ruso: que Stalin había sido el sepulturero de las vanguardias y que a esta experimentación artística le había seguido la reacción neoclásica expresada en el Realismo socialista. Como era de esperarse las críticas llovieron: que era un “defensor del estalinismo”, que “traicionaba el ideal de las vanguardias”, que “las vanguardias eran malas porque llevaban al totalitarismo” o que “el totalitarismo era bueno porque radicalizaba el plan de la vanguardia”. Groys se defendió como un artista conceptual. Sostuvo que todo el mundo había visto las diferencias entre el Realismo socialista y las vanguardias pero que nadie se había puesto a pensar en los puntos de contacto. Más aun, nadie como él había intentando escribir una historia del arte ruso que vinculara a las vanguardias, el Realismo socialista y el arte no oficial post-estalinista, un gesto deconstructivo que hacía convivir de modo pacífico a tres tendencias en apariencia bien diferenciadas.
El libro generó sensación y fue leído y discutido no sólo por los estudiosos de Rusia sino por todos aquellos que buscaban aprender sobre las vanguardias, la relación entre arte y revolución o el arte contemporáneo ruso. Hoy la hipótesis de la continuidad entre vanguardia y estalinismo suena demasiado arriesgada y porta además una moraleja por lo menos discutible: todos aquellos que intenten intervenir en la realidad acabarán en el despotismo y el terror. Por otra parte, la argumentación adolece de una adecuada sustentación empírica y la caracterización del estalinismo se acerca de modo peligroso a los postulados ya superados de la Escuela del totalitarismo, que veía una sociedad atomizada sin capacidad de agencia para los sujetos. A su vez, la otra idea significativa que se desprende del texto -la interpretación de lo social en términos de categorías estéticas, vale decir, la sociedad del estalinismo como una obra de arte- no es nueva: Georg Simmel, Walter Benjamin y, más en la actualidad y para el caso concreto de Rusia, Vladimir Paperny, ya lo habían intentado, buscando ampliar las fronteras de sus disciplinas y complejizar la cuestión. Sin embargo, se destaca la originalidad de la obra porque obliga a repensar las supuestas continuidades dentro del arte ruso. Su objetivo es clave ya que permite revisar la cultura soviética de los años setenta y ochenta dentro de la lógica del conceptualismo: crear un espacio de libertad, salirse del remanido esquema amigo-enemigo. Muchas veces en el libro se percibe un juego de espejos entre la historia del arte soviético y el propio papel de Groys como escritor no oficial que cabalga junto a los artistas conceptuales sobre un régimen en descomposición.
Groys revisó su perspectiva y actualizó su postura en Política de la inmortalidad, una recopilación de entrevistas realizadas por Thomas Knoefel. Allí también retoma algunos de sus planteos expuestos en La invención de Rusia (Die Erfindung Rußlands, 1995) como son la problemática vinculación de Rusia con Europa, la dificultad de encontrar particularidades propias del país y el posicionamiento de Rusia como el depósito y el lugar de reciclado de la cultura mundial que la llevó a que su pasado se relocalizase en el futuro. Sin embargo, lo central sigue siendo la preocupación por la producción cultural, que se tornará más evidente en el resto de los trabajos a través del particular interés de Groys por el destino del proyecto de la vanguardia y sus vínculos con las manifestaciones artísticas y los cambios culturales actuales.
Hacia una poética del arte: Malevich, la vanguardia y la prefiguración del mundo actual
En Groys es constante la referencia a la figura de Kasimir Malevich, tal vez el artista más radical de toda la vanguardia rusa. Esta recuperación no es casual ni forzada. Hay en el radicalismo de Malevich elementos todavía contemporáneos que pueden ayudarnos a reflexionar respecto de los elementos sobre los cuales se funda nuestra escena cultural. Un claro ejemplo es el posicionamiento que Groys expone en Sobre lo nuevo. Allí Malevich es recuperado para repensar el arte nuevo y salirse de la predisposición moderna de considerar al museo como el espacio del arte muerto y de buscar, por consiguiente, su destrucción para favorecer la aparición de un arte vivo. Precisamente, Malevich escribía en 1919 que no había que impedir que los conflictos internos generados por la revolución destruyeran los museos y las colecciones de arte. “La vida sabe lo que está haciendo, y si se esfuerza por destrozar, no debemos interferir en ello”, sentenciaba el autor de Cuadrado negro. Groys discute esta idea y observa que todavía el museo es necesario ya que la radicalidad del gesto de su destrucción no favorecería el surgimiento de un arte nuevo tanto como su preservación.
El artista quiere ser coleccionado y por ello se obliga a producir un arte que no sea el que está exhibido en las colecciones. Si bien el museo no indica directamente cómo debe ser el nuevo arte al menos puede sugerir “cómo no debe ser”, es decir, lo que ya no coleccionará por más que haya sido creado. De modo que es la propia lógica de los museos lo que obliga continuamente a los artistas a adentrarse en la vida, a crear lo nuevo. Así, la estrategia de la vanguardia se resignifica: no empieza con el llamado a una mayor libertad sino con un nuevo tabú, el del museo que simultáneamente preserva lo antiguo e impide su repetición.
Esta posición se refuerza en un libro bastante posterior a Sobre lo nuevo, Art Power (2008), que aún no se tradujo al español. Allí, Groys caracteriza al museo como un espacio de contemplación, ajeno y desinteresado de un mundo donde el arte se ha convertido en mercancía. Si el arte que hoy se reconoce como tal es aquel que circula dentro del mercado, las realizaciones estéticas de las experiencias socialistas quedarían afuera de tal consideración. Sin embargo, el potencial crítico del arte se muestra mucho más poderoso en contextos de producción predominantemente políticos que en los mercantiles. Encontrar hoy un arte que pueda escapar de la lógica mercantilista y que aún sirva como propaganda política es entonces primordial ya que estaremos en una mejor posición para construir una crítica al arte producido bajo condiciones mercantiles. Si el arte de hoy es tan ideológico como el de ayer, es necesario redescubrir el arte de propaganda para poder repensarlo.
Malevich y la vanguardia todavía siguen siendo fundamentales para pensar un rasgo contemporáneo de la producción cultural: la fragmentación del campo unificado de la cultura de masas y la exposición en las redes sociales de la obligación del diseño de sí. Esta reconversión que lleva a la gente a volverse totalmente pública no significa, sin embargo, que las imágenes pierdan su dimensión política. Groys propone aquí un cambio en la mirada: lo que ahora importa es que la interpretación de las producciones debería apoyarse no tanto sobre el impacto en el espectador sino mas bien en las decisiones que conducen a su emergencia. Precisamente, una de las premisas en las que se sostiene Volverse público es que el arte contemporáneo debe ser analizado en términos de poética y no de estética. No desde la perspectiva del consumidor de arte (la estética) sino desde la del productor (la poética). Es por esta razón que todavía no puede abandonarse la experiencia de la vanguardia rusa porque ella fue la primera en enseñarnos que la lógica de su propia práctica se sostenía en una revisión de la auto-poética, en una producción del propio Yo público. Con su Cuadrado negro Malevich recurría a la forma mínima para producir un efecto de visibilidad, a partir del grado cero de la forma y del sentido: se trataba de la encarnación de la nada, de una pura subjetividad. Hoy esta práctica auto-poética puede ser fácilmente interpretada como un tipo de producción comercial de la imagen. Sin embargo, la vanguardia rusa quería crear obras funcionales cuya forma solo sirviese para hacer visible su ética: al eliminar toda ornamentación lograba purificar a la sociedad. El presente nos ha probado la vitalidad de estas ideas: cada sujeto del mundo contemporáneo debe asumir hoy una responsabilidad ética, estética y política por el diseño de sí. La persistencia del legado de la vanguardia se comprueba incluso en la lógica de Google, ya que en sus búsquedas logra la emancipación de la palabra de su estructura gramatical al colocarla en un conjunto extragramatical de nubes de palabras, vale decir, una serie de contextos que esta palabra ha acumulado desde su migración del lenguaje. En este sentido, Google se inserta no tanto dentro de una tradición tecnológica como artística: reflota el ejercicio de la vanguardia de liberar los fragmentos sonoros y las letras individuales de su sometimiento a las formas léxicas gramaticales establecidas. Pero hay un límite: al mostrar lo que el motor de búsqueda seleccionó y evaluó previamente, Google lesiona el objetivo de una igualdad y libertad de todas las palabras. Por ello el recurso a la vanguardia es todavía necesario porque su lógica puede ayudar a asegurar un acceso universal al libre flujo de información.
Tal vez el estilo de Groys no sea tan amigo de la validación empírica y prefiera las generalizaciones originales. Quizá quienes se aproximen a su obra descubran a lo mejor cierta mueca pesimista y se sientan defraudados al no encontrar ninguna solución definitiva o un plan a seguir. Esto no debería causar, sin embargo, decepción. Como hemos visto, es lo que Groys ha venido predicando desde su encuentro con los conceptualistas y hasta su último libro: la necesidad de pensar más que de afirmar, la posibilidad de orientar la mirada y elegir bien el terreno antes de volver a colocar los ladrillos para construir un nuevo orden de cosas. Hoy, en una situación todavía de repliegue para las fuerzas del cambio, es un insumo que, con las debidas precauciones, no puede dejarse de lado.
Fotos: Valerij Ledenev
*Más información sobre la visita de Boris Groys a la UNSAM