Había imaginado la escena miles de veces. Por chapada a la antigua o por llevar en el ADN la educación de colegio de niñas, cocinar está ligado al cuidado, al agasajo, al agradecimiento, al cariño. La preparación de una buena comida es la manifestación material de todo eso, lo que explica las miles de veces que imaginé a Sylvia comiendo en casa la cena que yo había preparado.
La invité a Austin a hablar de su libro Vivir entre lenguas en la primavera (¿o el otoño?) del 2017. Al presentarla dije eso que siempre pensé, que las maestras establecen sus propias genealogías y que ella estaba ante estudiantes que venían a ser sus nietos porque, con suerte, ellos y ellas aprenderían de mí lo que yo aprendí de ella. Sylvia me enseñó a leer.
Entré a NYU cuando Sylvia apenas tenía uno o dos años como jefa del Departamento de Español y Portugués. Cuando me admitió al programa —porque fue ella quien me admitió— me cambió la vida. Nunca lo supo. Supo sí, y por fortuna se lo dije más de una vez, que sin ella jamás habría hecho lo que hice.
Yo era una estudiante mediocre en la carrera de Ciencias Políticas de la New School, había solicitado a ese programa porque vine a los Estados Unidos con una beca que, de haber sido para estudiar filosofía que era lo que me gustaba y lo que había estudiado en la licenciatura, no me la habría ganado y todavía estaría en Quito. En el fondo, cuando solicité esa beca el gran deseo no era estudiar sino irme. Ya en la New School una amiga me comentó que, por el convenio de universidades, estaba tomando clases de literatura con Jean Franco en Columbia. Tomé uno de sus cursos de género y otro de Sor Juana y supe que eso era lo que quería hacer. Ese año Jean Franco se retiraba de Columbia y me dijo: "Anda a estudiar con Sylvia en NYU". Era marzo, el plazo para las solicitudes había vencido. Me animé. La llamé, hice una cita y llevé una carpeta llena de papeles, todos los cuentos, artículos de revistas, entrevistas, crónicas y mis ensayos de la New School, se los puse sobre el escritorio. Entonces su oficina era la esquinera del cuarto piso del 19 University Place. Era el año ‘95 o ‘96: el departamento era un espacio con muebles viejos y una alfombra percudida; para nuestras horas de estudio, entre una clase y otra, los y las estudiantes compartíamos un cuarto anodino ubicado en un pasillo a pocos pasos del ascensor. Entrábamos a ese lugar a las ganadas. Pero eso fue después. Me desvié. Dejé la carpeta y el palabreo que habían dado Tomás Eloy Martínez y Jean Franco que me conocían porque los había entrevistado para una publicación con la que colaboraba en Ecuador. Sabía que era poco probable que una solicitud a destiempo pasara las barreras de la institución gringa, pero Sylvia me dijo que había una oportunidad. Yo había salido de un divorcio muy doloroso y volver a Quito era el naufragio. Sylvia no supo que la admisión a NYU fue una gesta salvavida.
Días después sonó el teléfono en mi departamento de Amsterdam Avenue. Sylvia me dijo que entraba al programa con condición, que solo podía tomar dos cursos por semestre. Para entonces, yo ya no cursaba en la New School, me había quedado con un curso incompleto a propósito para extender mi visa de estudiante. Una situación impensable después del 9/11, cuando las leyes migratorias se volvieron más estrictas. Tomar dos cursos tampoco sería una solución factible hoy en día, la visa estudiantil requiere que una sea estudiante de tiempo completo.
Preparé un pollo envuelto en hojas de un tipo de col que venden en el farmers market en el otoño (fue otoño cuando vino), con hierbas, zanahoria, bastante cebolla y ajo. La receta me la dio una amiga española y yo ya la había estrenado con cierto éxito. Esa ocasión acompañé el pollo con unas papas de colores, papas andinas decía el membrete del súper, y una ensalada. De postre, frutillas frescas (esas son de primavera, vino en la primavera) para envolverlas en chocolate al momento de comer.
Entrar a NYU me cambió la vida. No por el logro académico. Me posibilitó quedarme en New York, o, mejor dicho, me evitó volver a Quito. Por primera vez en la vida sentí que podía escribir. Entonces empezó la exigencia del trabajo académico y yo sabía que tenía que demostrar que había valido la pena dejarme entrar por el costado. La escritura quedó —una vez más— rezagada. Además, tenía una serie de trabajos inverosímiles con los que me ganaba la vida. No tenía ayuda financiera; no era propietaria de un inmueble al que había puesto en alquiler para ayudarme con los gastos; no vengo de una familia adinerada para pensar que mi papá podía enviarme algo de plata. Éramos yo y New York. Algo de eso Sylvia lo notó. No dejes de escribir ficción, dijo.
Todo lo que me daba inseguridad ella lo percibía como potencial. Era ecuatoriana, un país con una escueta tradición literaria en contraste con otros de la región. En clases, los chilenos hablaban de la Mistral, de Neruda, en esos años Eltit se ponía de moda; los colombianos estaban en el canon con la novela modernista más importante (leer De sobremesa con Sylvia fue un banquete). La vorágine es fundamental para entender el cruce del centenario, la vanguardia, la novela de la tierra, el colonialismo; tenían además a su Nobel. Los argentinos, que eran la mayoría, mantenían con la maestra un diálogo sostenido a cerca de una tradición que los definía. Los mexicanos, había varios, tampoco tenían que explicarse, ni los peruanos. Yo era la única estudiante de Ecuador. Constantemente sentía que las interacciones demandaban una explicación. Sobre todo cuando conversaba con compañeros argentinos, porque en los años de Menem cuando Argentina era excesivamente costosa para el resto de países de la región, tenían muy poco contacto con otros latinoamericanos. Una vez me encontré en el ascensor con una compañera y me saludó: "¿Cómo andás?". "Bien, ¿y vos?", contesté. "¡Ah! Aprendiste a usar el vos desde que estás aquí", dijo complaciente. Tuve que explicar. Otra vez, hablando de golosinas llegamos al dulce de leche y un compañero preguntó asombrado si en Ecuador también había ese manjar. El cosmopolitismo de la literatura argentina de las primeras décadas del siglo XX era de un contraste burdo con el comportamiento de algunos de los y las compañeras argentinas, casi todos porteños. Con Sylvia jamás tuve que explicarme. Ella detectaba el provincialismo de sus compatriotas y el extravío de estudiantes como yo; pero era su sospecha, su curiosidad y su generosidad las que pautaban las relaciones. Sylvia fue mucho más que una maestra.
El pollo me quedó crudo. Creo que toda muerte es como un pollo crudo cuando más queremos lucirnos. Aún las muertes anunciadas; o, mejor dicho, más que nada las muertes anunciadas. Esa noche mis hijos estaban advertidos, venía mi maestra, una persona muy importante y no podían discutir en la mesa ni hacer despliegue de malos modales. Quizá tenían catorce y doce años. Sylvia se sentó amorosa a la mesa, charló con ellos, compartió un poco de mi vida íntima, que era lo que yo más quería. Cuando vino a Austin le dolía el pie. No podía ni quería caminar. Se desplazaba con un paso desvencijado, su caminar pausado la hacía aún más sabia. Me angustió que la construcción antigua y acogedora donde la hospedamos tuviera gradas que le molestaran al subir. Cuando la invitamos no pidió nada, ni una habitación en planta baja, ni un baño sin bañadera, ni un honorario mayor. Nada que no fuera el trato que se da al resto de las académicas; aunque ella nunca fue una más.
Las maestras establecen sus propias genealogías. Ella estaba ante estudiantes que venían a ser sus nietos porque, con suerte, aprenderían de mí lo que yo aprendí de ella. Sylvia me enseñó a leer.
Con una prudencia ejemplar Sylvia hizo a un lado el pollo crudo y halagó las papas. Lo único que me salió bien esa noche fueron las papas hervidas. Un poco así me sentí en NYU más de una vez, pero fue ella la que halagó mis papas hervidas. Durante los años de mi doctorado murió mi papá; un año después, tuve la pérdida a las veinte semanas de mi primer embarazo. Cuando empecé a escribir mi tesis, Sylvia tuvo su primer cáncer y, aún así, fueron sus lúcidos comentarios los que afinaron la lectura de lo que había aprendido de ella, a leer un esquivo código masculino. Fue por ella que el libro llegó a manos de Adriana Astutti y se publicó con Beatriz Viterbo. Fueron sus cartas de recomendación las que me llevaron a mi primer trabajo en Stony Brook.
Cuando vivía en Long Island, a unos 50 minutos de su casa en Southold, la visité un par de veces. Una de ellas con Antonio, un colega cubano algunos años mayor que yo que había sido su alumno en Princeton. Éramos dos épocas distintas de su vida; dos historias. Ella fue también un referente importante para sus alumnos caribeños. Nos sentamos en el living de su casa, tomamos té y durante cuatro o cinco horas hablamos de libros. Al salir, Antonio dijo con ese histrionismo dramático de los cubano:, "Sylvia me enseñó a leer". La frase es suya.
En el evento que se organizó por su retiro le regalé una caja de madera. La compré en una tienda que no existe más, donde vendían objetos hechos por artistas locales. La caja no tenía nada, era rectangular y muy bella. Mi regalo fue una caja vacía, lo que ella me dio en la vida fue una caja llena.
Supo siempre de mi escritura frustrada y nunca dejó de alentarme. Sylvia me dio seguridad. Se pueden hacer las dos cosas, decía, refiriéndose a la crítica y a la ficción. Ella hizo muchas. Las madres a veces tienen expectativas muy altas de su prole.
La última vez que la vi fue en Manhattan. Una réplica de la cena en casa, sin el pollo crudo. Estábamos Javier, mis hijos Camilo, Luis, y yo sentados en un restaurante a un par de cuadras de su departamento en Chelsea. Me atreví a hacer un chiste sobre mi pollo crudo. Ella había olvidado lo que para mí fue una profunda vergüenza, pero esa tarde pude exorcizar aquel fracaso. Nos despedimos en la esquina, y solo en ese beso final, me confesó que el cáncer había regresado. Fue la última vez que la vi.
Ella había olvidado lo que para mí fue una profunda vergüenza, pero esa tarde pude exorcizar aquel fracaso.
Nos hablamos por teléfono e intercambiamos mails, una manera de cuidarnos. Ella mandaba confianza y yo cariño. Hace meses dejó de contestar mis mails, mis llamados. Supe que algo estaba mal. El círculo se había achicado. Pregunté por ella a los amigos que estaban más cerca. Nada era alentador.
La vida quiso que la noticia de su muerte me llegara estando en sus pagos. Sylvia supo que con esa aceptación a NYU se abrió también el surco por el que hice una familia en Buenos Aires, una ciudad que no conocí sino hasta que tuve 28 años y donde eché raíces. Aquí soy tía, cuñada, nuera, amiga; ahora también soy un poco huérfana.