Yo a mi hijo lo crío como se me canta la concha, es una frase que, con variaciones, en algún momento escucharon o escucharán todos los docentes de nuestro país. Quizás, la versión más habitual, interclase, republicana, que apacigua su tono brutal pero que contiene la misma carga, es “no me vas a decir vos cómo hacerlo”. O, en otras palabras, “yo no soy ninguna afeminada, no soy dócil; nadie y menos un maestro me va decir cómo hacer las cosas en mi casa”.
La palabra concha desacraliza el aula, le quita el aroma a incienso, el fulgor blanco al guardapolvo que brilla por contraste ante un aula gris. La noticia rápidamente se transforma en carroña. En alimento de carancho periodístico. Se van a buscar las causas, seguro. En este tren mediático importa la acusación. Encontrar al culpable. Y olvidar que millones de pibes y pibas asisten a las escuelas cada día, y que el atropello de las familias no es estadísticamente representativo, de ninguna manera, de lo que pasa en las instituciones. Sin embargo, la excepción aparece como la regla. La viralización produce masividad a lo que se ofrece como escándalo y griterío. Y, sabemos, cuando ya está en ojos de todos, importa más el recorte que lo que ocurrió en el aula, que lo que ocurre en nuestras aulas.
¿En el aula? Sí, pero una muy diferente a la que distribuía ordenadamente a los cuerpos en el espacio. El aula disciplinaria construía cuerpos dóciles y los localizaba en el molde trazado por la institución. Quedarse quieto, permanecer inmóvil. Aburrirse, si fuera necesario.
Pero ahora, en la escuela contemporánea, la dócil es la maestra; inversión de la operación modelizadora. La docilidad pasó del alumno y su familia, a la docente. Inversión de la jerarquía institucional. El dócil es el que está encerrado en una cierta forma, en un modelo que determina el margen de acción y las posibilidades de hacer. Dócil es y debe ser el cuerpo docente, el propio y el de la multitud. Paradojas de la escuela iluminista, los que enseñan pensamiento crítico son juzgados social -y judicialmente- por confrontar en la arena política por sus condiciones de trabajo.
En esta pelea la espacialidad está clara: la madre avanza y acentúa con el cuerpo, marca el ritmo con los pies de lo que afirma con la voz. Domina el territorio. Las demás maestras miran, tienen miedo ante la violencia de la vida pobre; violencia de tener que sostener la vida siempre a contrapelo; violencia que es agresión porque es orilla social, que se expande sobre los otros, porque lo excluido -aunque no lo queramos ver ni tocar- sobre todo es parte.
Las maestras que están en el aula, no se animan más que a una filmación disimulada ante el desmadre: el miedo es un disolvente, separa lo reunido y hace que lo colectivo se vuelva de a uno, de cuidar el propio pescuezo. El miedo privatiza la experiencia de lo público y la vuelve relativa a una vida de a uno. Pero esta violencia tiene más de suelo histórico que de arrebato personal. El miedo -esa emoción que la madre no parece sentir en el aula, pero que le surge ante la mediatización de lo ocurrido entre muros- supone una relación vincular con el otro que se presenta como una amenaza.
La escena alimenta la matriz epocal amasada a fuerza de individualidad y seguridad personal. Es parte de ese temor que invade la escuela y que se intenta conjurar aplicando la seguridad civil a rajatabla. Pero no hay seguridad civil que valga cuando la comunidad educativa es débil. En esta escena, advertimos que la comunidad escolar está rota, lo comprobamos en la agresión de la madre y la ausencia de una defensa activa entre la maestras. La ruptura asusta y la judicialización de los vínculos parece ser la única respuesta.
Y también, en esa voz que atemoriza, hay reclamo mercantil. La madre vocifera su derecho ¿El derecho a que su hijo permanezca en la escuela por fuera del horario escolar? Es un derecho raro, excesivo. Ella no cree que la maestra cuida a su hijo cuando no lo deja salir de la escuela. Le parece que la molesta, le quiere imponer algo que le resulta tonto. La maestra siente que se expone entregando el niño a otro menor que viene a retirarlo. Dos caminos en paralelo que se cruzan en la catástrofe. En la escena no hay alianza posible, menos un puente entre las maestras y la madre. Tampoco aparecen niños, ni acuerdos para garantizar su cuidado.
Cuando la vida entra al aula, la vida tal como es, con sus miserias, su violencia, los dedos amarillos o la voz potente, provoca escozor. Hay una intensidad imposible, grave, abrumadora. No es posible prever que una madre atropelle y golpee a una maestra en el aula. Nadie sabe lo que puede un cuerpo, dice Spinoza , pero sí se sabe qué puede cuando ese cuerpo golpea a otro. Entonces puede eso: gritar, insultar, tener los pies inquietos, abofetear, seguir gritando. Irse. Decir “lo que se me canta la concha” en el medio del aula y se va. El aula es un espacio de encierro para las dos.
La palabra concha dicha a los gritos es una cachetada al lenguaje de la escuela moderna, a la moral, a la pedagogía. No tiene cabida, es absolutamente disruptiva. Es es la rabia de la madre toda junta en esas seis letras. Es una palabra ajo, que si aparece en la escuela hay que habitarla antes de expulsarla. Al fin y al cabo, la madre y la maestra comparten una misma condición que, en este enunciado, suena denigrante, casi fálica, más ligada a un esquema de poder patriarcal que a una reivindicación de la fuerza de las mujeres. En un momento, la maestra dice “yo también soy mamá”. La identidad de docente no alcanza, busca la empatía por otros medios. Tal vez sea desde aquí, desde la potencia de un encuentro, que en esta escena sólo adopta la forma del avasallamiento, que tendremos que elaborar algunos acuerdos; no reforzando la reproducción de un modelo disciplinario-judicial , sino armando acuerdos sostenidos que ponderen cuidados efectivos en vez de cuidados reactivos.