Ensayo

Linajes familiares y legados políticos


Toda herencia es pesada

Heredamos lo que nos toca: los rasgos, las enfermedades, las historias, las riquezas y las deudas de una familia, un lugar en la estructura social. Hay, también, una dimensión política de la herencia. El peso de la tradición de todas las generaciones muertas, las huellas de la violencia y de la construcción de un proyecto nacional. Ser heredero nos pone en una posición ambigua, siempre es un conflicto. A partir de la obra El punto de costura de Cynthia Edul, Sol Montero reflexiona sobre la trama que fabricamos con los restos que nos legaron, sobre la lengua materna y sobre el rechazo y la aceptación de lo heredado en estos 40 años de democracia.

Hay que ser hereje de la buena manera.
Jacques Lacan

0.

Hay una dimensión familiar de la herencia: se heredan los rasgos, las enfermedades, las historias, los bienes, las riquezas y las deudas de una familia. La herencia está en la sangre, en el ADN, en el apellido paterno, en los gestos que se aprenden sin saberlo, en el patrimonio familiar. La herencia se transmite de generación en generación a través del lenguaje, en la lengua materna, en los modos y las inflexiones, en las palabras y las letras atesoradas, en la escritura.

La herencia también tiene una dimensión social: heredamos lo que nos toca en suerte por la posición y las posesiones que nos preceden, por el lugar que se nos da en la estructura social, ese que determina nuestros capitales y nuestro destino, nuestro proyecto vital. 

Hay, también, una dimensión política de la herencia: es el peso de la tradición de todas las generaciones muertas, las huellas de la violencia y de la construcción de un proyecto nacional. 

Ser heredero nos pone en un aprieto, en una posición ambigua: la herencia puede aceptarse o rechazarse, pero siempre es un conflicto. La herencia es un regalo y al mismo tiempo es un castigo del que no podemos escapar, porque nos deja en deuda con el pasado y con el futuro. Quien nos hereda –el padre, la encarnación del linaje por excelencia– nos conmina a perpetuar y superar el proyecto familiar, social o político en el que nos filiamos, pero sin abandonar las raíces. Mandato contradictorio, doble vínculo que nos invita a superar al padre, conservándolo. Cumplir semejante encargo nos pondrá siempre en una situación ambivalente, en una “misión desgarradora”, como dice Bourdieu: si lo conseguimos, será a costa de dejar la casa paterna y de anular al padre; inversamente, si fracasamos –sea porque repudiamos el mandato o porque no somos exitosos–, de todas formas conservamos algo, conservamos la casa. Aceptar o repudiar una herencia supone un acto de transgresión, un acto herético que tiene algo de heroico. 

Pero no es lo mismo recibir una herencia que recibir un legado. Mientras la herencia no se elige, el legado se construye, se elabora, se dona voluntariamente. El legado es un don y, como tal, nos inscribe en una relación de intercambio con el donador: ¿quién da y quién recibe verdaderamente? ¿Qué se pide a cambio, qué se pierde, a qué se renuncia?

1.

Llegué a la obra de Cynthia Edul en busca de materiales para un proyecto literario que me había tomado por completo. Cuando murió mi papá empecé a indagar en un nuevo lenguaje para contar la historia trunca de mi legado paterno. Necesitaba reconstruir esa herencia para encontrar mi propio conatus –el proyecto, la potencia, el deseo que nos mueve a actuar y a “perseverar en el ser”, en palabras de Spinoza–, en suma, para seguir siendo y también para transformarme. Para eso, tuve que salir de la sociología, transgredir mi propia lengua materna y empezar a escribir con otra lengua, la de la literatura. 

En su primera novela, La sucesión (2012, Editorial Conejos), Edul narra la historia de un padre jugador en la Argentina de los 90. La acción transcurre entre la avenida Libertador y el casino de Punta del Este, entre un piso lujoso frente al Hipódromo y unas vacaciones en la costa uruguaya, entre la ruleta y las carreras de caballos. Todo el tiempo sobrevuela la cuestión del juego, de las apuestas y del dinero; en el fondo, La sucesión es un libro sobre la herencia y sobre la pérdida. En la novela de Edul, el padre se endeuda y, cuando muere, la familia pierde todo: departamentos, vehículos, honor, confianza, capital social, sentido de pertenencia. No hay sucesión más que de una deuda o, dicho de otra forma: la deuda es el legado.  “Las deudas las hereda la sucesión (…), es una ley ineludible, la ley de la herencia no se puede evitar”, dice la narradora. 

Interesada en la sociología del juego, en los avatares del azar y de los casinos, el libro de Cynthia me atravesó el pecho como una aguja filosa: tocaba un punto, mi punto, el de un padre que va a pérdida. ¿Qué se hereda, qué se gana y qué se pierde cuando un padre muere y no deja nada, cuando el padre se lo quema todo en una ruleta o en una casa de apuestas? “Parados alrededor de mi padre, rodeando su cuerpo, con el ánimo paralizado, éramos cuatro ignorantes que no sabíamos, ni siquiera intuíamos el germen silencioso que serpenteaba debajo de esa existencia. Poco a poco, como una madeja de lana que va soltándose gradualmente hasta quedar totalmente extendida, a lo largo de los años, ese germen comenzaría a dar pistas de sí, hasta quedar completamente al descubierto”. La muerte es solo la punta de esa madeja de lana y, cuando el ovillo se despliega, el enredo es infernal.

Si en definitiva toda herencia inaugura una deuda (incluso, o sobre todo, cuando se heredan grandes cuotas de capital), ¿por qué esa deuda económica, ese pasivo, deja al heredero tan desamparado? Un padre que hereda deudas es uno que quiso voluntariamente destruir la casa común, dinamitarlo todo. Pero más que retacear un legado a sus herederos, pienso que quien destruye el patrimonio familiar está, en cierto modo, renunciando a su propio linaje paterno, cortando el hilo de raíz. A veces, la destrucción también deja sus legados.

2.

La herencia es algo que se busca, que se rastrea. Es un tesoro arqueológico que se reconoce como propio, que se rescata de las ruinas y se reescribe. En la segunda obra de Edul, La tierra empezaba a arder (2019, Lumen), la narradora viaja a Siria con su madre. Está el tópico del retorno, del viaje y del reencuentro, de la reconciliación o la resurrección. “Tiendo el hilo, hacia adelante y hacia atrás, como los tejedores de mi familia que así hicieron su vivir, para que se despliegue la trama y la escritura encuentre su origen”. 

Edul viaja a Siria a reconocer sus orígenes, a pisar la tierra de sus ancestros, a buscar una herencia perdida: es la tierra que sus abuelos debieron abandonar a principios de siglo para construir la empresa de una vida –un negocio, una familia, una historia– en la Argentina. “¿Cuál es la Siria que conocí? ¿La Siria de la que vinieron mis abuelos, hiato definitivo en la historia de nuestra familia? ¿La Siria que está en mí, que es mi herencia, porque todo definitivamente termina por filtrarse y quedar en uno, tiempo pasado que cargo y que pesa en los huesos?”, se pregunta la narradora. 

Caminando por la ciudad de Damasco, Edul descubre la calle en la que se produjo la conversión de San Pablo. La historia de Pablo de Tarso se lee en el libro de los Hechos de los Apóstoles: judío de nacimiento, perseguidor de cristianos y hostigador de creyentes, Pablo –Saulo era su nombre original– se convierte al cristianismo tras una revelación divina cuando viajaba en su caballo camino a Damasco, enviado para perseguir a los discípulos de Cristo. En la entrada a la ciudad, cuenta Edul, una luz lo enceguece, Saulo cae y una voz lo llama: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Y así, ciego, Saulo se convierte en Pablo, el primero de los herejes y el más fiel de los apóstoles. Nam oportet haereses ese, “es bueno que haya herejes” dice el converso apóstol San Pablo en la primera carta a los Corintios. Allí donde hay herejes emergen los probos, los virtuosos, los verdaderos herederos. No hay apóstol más fiel, no hay heredero más leal a la tradición que aquel que rompe con la tradición. 

Yo también investigué a Pablo de Tarso, ese personaje misterioso, capaz de traicionar(se) para convertirse. San Pablo aparece sin ser citado en las líneas finales de Cicatrices, la novela de Juan José Saer que me acompañó durante la escritura del libro sobre mi padre. En esos meses, volvía frecuentemente a uno de los personajes de Cicatrices, uno que apuesta y pierde todo en la timba. Leí y releí mil veces los pasajes sobre Sergio, el jugador de punto y banca, para indagar en la herencia de mi papá, y todas las veces me conmoví con esa enigmática sentencia final: es bueno que haya herejes.

3.

Cada historia tiene más de un hilo, cada hilo una historia de división.
Ocean Vuong

Algunas traducciones de la sentencia de San Pablo dicen “Es bueno que haya divisiones” o “Es bueno que haya facciones”: la herejía es una forma de la división. Sobre ese desgarro habla Cynthia Edul en su tercera obra, El punto de costura (2023), una obra performática que cuenta la historia de un negocio familiar. Un negocio de telas: manteles, toallas, ropa de trabajo, uniformes y productos textiles en general. En paralelo, la historia de la Argentina: el peronismo, las crisis, el desmantelamiento industrial, la pandemia, el estado. 

Pero el tema de la obra es, nuevamente, la herencia, el rechazo y la aceptación de lo heredado: con razón cuenta Edul que durante años intentó alejarse del negocio familiar de las telas, internándose en el mundo de las letras, las palabras y la escritura para, finalmente, en un détour biográfico y literario, volver al tejido y la costura. Como dice Didier Éribon, a quien Edul cita muchas veces: “Para poder inventarme, antes que nada, debía disociarme”. 

En Retour à Reims, Didier Eribon hace un ejercicio de autoanálisis sociológico y emprende un programa biográfico de autoconstrucción: al enfermarse y morir su padre, vuelve a los suburbios de la ciudad proletaria donde nació y de la que se alejó con rencor para convertirse en intelectual, para reconocer su homosexualidad y afianzarse como un votante de izquierda. Es una historia de ambición, un capítulo más en la saga de los héroes provincianos y arribistas que sueñan con triunfar en la gran ciudad al precio de romper con el propio origen y de volverse un “tránsfuga” de clase, de género y de pertenencia política. Triple ruptura para la reconstrucción de una identidad que será siempre una “identidad desgarrada”, en palabras de Eribon, que cita a Bourdieu. El desafío de “hacer la propia vida” supone renunciar a la herencia y reconstruirse desde la desposesión.

Sobre Muizon, su pueblo de origen, dice el narrador que “durante mucho tiempo, para mí no fue más que un nombre”. El nombre es, también, lo único que une a Eribon con su padre, ese padre que lo rechazó y que  él también rechazó visceralmente. El nombre es el significante de la herencia: es lo que queda en un documento, en un epitafio, lo que nos antecede y nos trasciende. Así, la narradora de El punto de costura nos cuenta que “Jacinto Edul e hijos” es el nombre del local familiar donde se desplegará la trayectoria de vida de la familia Edul. “Sin nombres de fantasía, ni marcas genéricas. En mi familia el progreso se expresaba con nombre y apellido. Así es la tradición”.

4. 

usar la palabra para trenzar la tela del mundo/
usar la palabra para rasgarla.
Virginia Higa

La herencia está en el lenguaje: en la lengua materna (la misma que Edul reconoce como un eco en el árabe que su madre conserva de sus ancestros) y en la escritura/ reescritura de esa lengua que nos habita.

En El punto de costura, de próxima aparición por la editorial Tenemos las máquinas, Edul despliega la idea, presente en sus obras anteriores, de la herencia como escritura, y de la escritura como trama. En definitiva, la herencia es aquello que escribimos, que tejemos retrospectivamente. La herencia es esa trama que fabricamos con los restos de lo que nos legaron. No hay bienes, no hay capitales ni riqueza que heredemos en forma pura. Toda herencia está contaminada por la memoria y por la escritura de esa memoria: “Conservo retazos, retazos de muestras, retazos que se descartan y se reutilizan como relleno. El retazo se recicla. La tela se conserva”, dice Edul.

Hay un hilo invisible que une el tejido y la escritura. En la obra de Edul tejer y escribir son asimilados de forma casi intercambiable: se teje una historia, se trama la narración, se escribe una trama, los juegos de palabras son infinitos. “Los hilos son unidades semánticas”, dice la narradora. Esa potencia metafórica que eleva la escritura a la más originaria y humana de las artes, la del tejido, nos recuerda por qué decimos que un texto tiene, precisamente, textura, y que el sentido se cifra en los puntos y en los nudos. Pero lo que aprendemos en El punto de costura es que no hay escritura que no conduzca al pasado, es decir, a la herencia. Siempre queda un hilo, una hilacha quizás, que nos devuelve al origen.

5. 

En Argentina, este año celebramos el legado de los 40 años de democracia. Pero todo en ese legado está sujeto a interpretación: ¿qué tomamos, qué dejamos, qué reformulamos de esa herencia? A menudo hablamos de las deudas de la democracia fundada en 1983: democracia política y democracia social con la que se come, se cura y se educa. ¿Qué potencia vital podemos extraer de aquel legado establecido por nuestros padres fundadores?

Nuestra democracia tiene, a su vez, su propia herencia: es la herencia autoritaria, ese hilo invisible que atraviesa las décadas dejando su huella de terror y violencia que se anuda con nuestras crisis recurrentes. 

Cuando asumen un nuevo gobierno, los políticos suelen referirse a la “herencia recibida”: cada nuevo ciclo político nos pone frente al desafío de lidiar con el peso de la historia, de romper con lo heredado y de fundar algo nuevo para darle curso al destino de una nación. La refundación política es, entonces, siempre un acto de transgresión. Por eso, de nada sirve comparar la gravedad de la herencia recibida por un gobierno en relación con otros: la herencia siempre es pesada.