Texto publicado el 12 de septiembre de 2022
Una famosa frase esgrime que la historia es aquello que los hombres y mujeres hacen mientras ignoran que lo hacen. Transitamos hace unos días momentos que podrían haber sido de un nivel de historicidad incalculable, pero no sabemos, a ciencia cierta, cuánto un evento como el que colectivamente traspasamos, igualmente cambió el curso de la historia. Un proyectil letal que no fue, sin embargo, sacudió cualquier posición previa. Se disparó la imaginación, que fue brutalmente empujada a tener que pensar qué sucedía si Cristina era asesinada junto a su gente, frente a las cámaras. Y en ese lago aún estamos. En tanto temor irrealizado -de sensibles a ella, pero también de sus enemigos- lo que hizo una vez más Cristina fue habilitar una proyección, y hacerlo sin saberlo. Esto abre una miríada de cuestiones, porque lo abismal de la experiencia no nos absuelve de tener que procesarlo colectivamente.
La impotencia desbocada
Un antiperonismo rabioso es siempre un animal desbocado. El suceso desencadenado el jueves primero de septiembre por la noche puso en escena, también, la impotencia de un nicho histórico. ¿Cuál impotencia? la de realizar los deseos que declaran las partes más acérrimas de ese antiperonismo -porque mil veces lo han dicho, y sin embargo no lo han logrado “por mano propia”-, como, a su vez, la impotencia de sostener, después de entrever los efectos de su política respecto al adversario histórico, los discursos que hasta allí construyeron. Han sido impotentes por partida doble: -una vez más- para eliminar a Cristina y para bancar las consecuencias del lili-lanatismo al palo.
Horacio González ha vuelto recurrentemente a la propuesta de Ezequiel Martínez Estrada sobre que no se puede leer la historia argentina -sus cuatro textos fundantes-, sin una experiencia cruzada entre el temor y el éxtasis. Leer Argentina es leer bajo una precaución temerosa. Imaginar con miedo, políticamente, es haber encontrado lo abismal que sería, para la fortaleza colectiva, un país con Cristina asesinada a sangre fría -decirlo genera escalofríos-. Y esto realmente, puesto en la estela de los retrocesos congénitos del Frente de Todos, viene siendo interpretado por estas horas en forma problemática: por ejemplo, cuando dicen que lo que quedaría al peronismo es comenzar a devolver algunos golpes, porque los que viene recibiendo son cada vez más contundentes. Sucede que, de una reacción, de un contragolpe propinado con miedo, hay poco de organización y de lo que han sido sus banderas históricas.
En la película Tierra de los padres, Nicolás Prividera concatena textos, que hacen a nuestra historia, para que palpemos hasta desorbitarnos la centralidad que siempre tuvo la violencia en la estructura nacional. Desde el “no economizar sangre de gauchos” de Sarmiento hasta el “degollar” de La refalosa, de Ascasubi, pasando por el Perón del 5x1 no va a quedar ninguno, la violencia política ha sido tan central como impensada, de la dictadura para acá, acaso como contraparte de creernos fuertes por saber movilizarnos en sucesos dramáticos. El festejo del 2001 por los negrinianos argentinos, por mencionar algunas izquierdas que le piden realismo a la tradición popular, afincado en lo “potente” del asambleísmo, trasunta por ejemplo la contraparte de un riesgoso subregistro pasmoso de la violencia de esos días.
Pero lo que resulta temerario es propiamente esa impotencia, precisamente para la que no habrá subterfugio alguno si no se intenta pensarla en todas sus consecuencias. La impotencia manifiesta de ese intento de fusilamiento de Cristina no cesó, sino que para peor, es posible estemos frente a su redoblamiento, porque, si un efecto queda claro, fue el de haber logrado el contrario de lo buscado: desde un quitarla del medio a multiplicarle centralidad. Y eso debe ser asumido, pensado, por el peronismo con el que ella decidió arroparse, en ese combate desacralizador, contra los poderes escondidos en lo judicial. La exposición del cuerpo de Cristina es también el final de una política oficial que bajo el ala moderada o renovadora hace como sí el conflicto social no existiera. O como si “la grieta” debiera eliminarse con juegos discursivos, con “futuros” de laboratorio, mientras el gobierno deviene, día a día, la ejecución de retrocesos programados.
Si la tocan a Cristina
Hasta el atentado el cántico popularizado bajo forma de amenaza, representaba lo que para cualquier sociólogo significaría lo sagrado. Precisamente, una característica de lo sacro es también que no pueda tocarse. Es eso para lo que no puede sino guardarse distancia. No todo lo distante es sagrado pero todo lo sagrado es intocable, por definición. Sacralizar, consagrar, es -de Lucio V. Mansilla a Pierre Bourdieu- instituir una distancia. Siguiendo ese canto, que alguien intocable se haya tenido que acercar al pueblo, caminar entre las masas y su calor, evidenciaba un conflicto en puerta. Cristina necesitaba acortar justamente la distancia frente a la encerrona judicial, como una forma de volver “tocables” a fiscales y jueces. Porque es sabido que el último bastión de los autodenominados republicanos es el poder judicial. Cristina llevó estos días al barro -una operación desacralizadora por definición- a ese último bastión. Y algo de ese tembladeral mantiene en sisma lo que heredamos en la post-dictadura.
La violencia política ha sido tan central como impensada, de la dictadura para acá, acaso como contraparte de creernos fuertes por saber movilizarnos en sucesos dramáticos.
El shock de gran parte de la sociedad con las imágenes que circularon como un reguero desde el jueves, ha tenido que ver con que finalmente, parece, a Cristina se la pudo tocar, y se lo hizo sin las formas para las que la imaginación popular anticipaba su respuesta: si la de máxima era una avanzada del poder judicial sobre ella, que abriría el lugar a un nuevo 17 de octubre, lo brutal ha sido no tanto que ella pudiera volverse más sagrada aún, porque la bala no salió, sino la seria incapacidad de un colectivo consciente tan potente como el peronista, para dar cuenta de lo que podía venir.
Y en eso atravesamos un momento que no puede captarse en todas sus dimensiones, porque no son unívocas las sensaciones que produce: entra en tensiones el cuerpo, aparece un escalofrío colectivo frente a lo inimaginado. Es notorio que el agresor no pudo tocarla. Entre otros planos posibles se explica también porque ese componente sagrado, con el proyectil ‘que no salió’, se exacerba. Escuchamos desde allí, un sinnúmero de veces, la palabra milagro. Entonces a la vez la tocó y no pudo tocarla.
En redes sociales crucé en varios perfiles conocidos “autores” que se adjudicaban descubrir la pertinencia actual de la frase “hay un fusilado que vive”. Una lectura de esto sería que esa pretensión de autoría responde al exceso de narcisismo que allí cultivamos. Pero temo que, paradojalmente, en esa cualidad vaporosa o climática de la frase radica la desazón de no asumir que ese fusilado sin nombre propio inicial que dió lugar a la escritura walshiana -lo tendrá célebremente gracias a la Operación Masacre, pero solo después-, nada tiene que ver con la escenificación de la muerte, que implicó una pistola sobre la cabeza insoslayable, precisamente porque no era un anónimo sino acaso el nombre más glosado en la tensión nacional, al que se intentaba borrar.
Que sea un hombre sin nombre el que de repente tiene sus diez segundos de fama, y lo logra a costa de realizar lo irrepresentable para toda una sociedad, resulta insoportable. Un roto - sin “nada que perder”, según un amigo suyo-, inmolándose por una causa sectaria o por consumarse viral. Nadie se mata más que matando en cámara. Pero la oscuridad de alguien recurrente en la aparición efímera en TV, con personajes entre anónimos y bizarros -sus apariciones en Crónica TV no lo hacen lejano al pueblo-, debería más que poner en incomodidad al peronismo que también, entre otras cosas, se ha conmovido con esas proveniencias. Algo de lo indigerible peronista también está presente sin dudas en la escena, mientras su milagrosidad se expande y su responsabilidad histórica lo arrincona.
Concepción por pasiones o la lectura hegemónica
Vimos, también, proliferar las interpretaciones sobre los discursos del odio, trasfondo no solo inescindible sino cultivo esencial de la acción magnicida. El par de esa crítica bienintencionada, concluye como sucedánea imbricación que el amor vence al odio, cayendo en la misma configuración de partes polares. La cuestión es la zona impensada, esa que es capaz de asumir las propias renegaciones sin creer que solo se trata de situarse en la parte buena de la mecha, sino de algo mucho más difícil: de saber responder con una fuerza contundente que, saliéndose de la ingenuidad, no entre en los espejos de la violencia.
Bajo cierta línea directa con la propuesta feminista acerca de “no está enfermo, es un hijo sano del patriarcado”, la cuestión de los discursos del odio explicaría un contexto que facilitaría al intento de magnicidio la certeza de algún consenso social implícito para esa ejecución sumaria. Una verdad palmaria más sobre la inflación discursiva cuya mácula de fondo está abierta, porque lo está también en casi todos los registros de la política, incluso en aquella que propone un “futuro” antigrieta. Si mucho del progresismo se juega precisamente allí donde uno se encuentra a salvo moralmente, por situarse de antemano en el costado debido, ya sea negociando justicia social a cambio de justicia moral, la incapacidad del progresismo de pensar las respuestas necesarias de ésta época, a la violencia, pero también a las formas políticas de lo popular, a su movilidad social descendente pese a inventarse trabajos, resulta parte componente de un contexto de “odios” sin sociedad.
La perorata contra los fascismos de esta época, además de ser apóstol de una agenda de izquierdas globales sin asideros locales, que no paran de retroceder social y políticamente, vuelven obtusas las verdaderas tareas intelectuales acuciantes del presente, en tanto si se pretende política una labor intelectual debería hoy estar aportando herramientas para abrir la caja institucional que está siendo resquebrajada en el cuerpo de Cristina Kirchner, mucho más que arbitrar discursos desde un amor-odio correspondido.
No estamos a salvo frente a las imágenes. Astor y el arma
En Enero mi hermana esperaba el bondi junto a mi sobrino en una esquina de Arroyito a las seis de la tarde, para ir al centro. En cuestión de segundos, de ver un movimiento raro de dos pibes en contramano, en moto, se encuentra apuntada a la cabeza con un revólver, con el móvil de quitarle el celular y lo que tenga encima. Astor, después de eso, sueña. Sueña días venideros con armas. Sueña días venideros con Cristina. Ella le remite a arrebatos de felicidad de sus padres. Pero Cristina no había podido evitar que su mamá llore intentando no hacerlo, para no asustarlo, un día cualquiera de un enero de mierda en una ciudad que no es cualquiera, que no es la última del país ni es aquella que nada en oleadas de soja, sino una frente a la cual el kirchnerismo se replegó sin intentar siquiera proponer un debate sobre nada después de aquella Resolución 125 que labró una identidad nacional y dejó afuera suyo la ciudad autonarrada progresista.
La oscuridad de alguien recurrente en la aparición efímera en TV, con personajes entre anónimos y bizarros debería más que poner en incomodidad al peronismo que también se ha conmovido con esas proveniencias.
Pero la escena de mi hermana y Astor no tuvo imágenes. Apenas se diluyó en narraciones y pervivió en espasmos memoriales solo atemperados por compañías de trance. Esa estructura se incrementa agigantada, entre invisible y espectacularizada. ¿Quién protege frente a la proliferación de imágenes? En el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, que dió lugar al Bogotazo, allá en la Colombia de 1943, las narraciones son varias pero las imágenes del instante no existen. Ello no detuvo el reguero de incendios y saqueos minutos después, y como dejó en claro Arturo Álape en su memorable libro, las reacciones combinaron lo espontáneo y lo coordinado, tan despareja como arrolladoramente.
Sabag Montiel irrigó de una imagen que pedagogiza violentamente, para decirlo con Rita Segato, al conjunto de la sociedad, en una indistinción etaria que recién lograremos capturar en todo su calado en el tiempo porvenir. Pero los cortafuegos debieran alertarse no solo sobre las condiciones de inseguridad de los poquísimos tocados que pueden conducir destinos populares, -que harían desmoronar sin ellos más que un sistema político entero- sino además de saber que es necesario, en otro registro, generarlo en el orden de los dispositivos a través de los cuáles todos arribamos al abismo sin mediaciones. Es ahí, en el meollo mismo que puede encontrarse entre el cuerpo de una conducción que organiza y las formas de absorber el abismo para reinventar su raíz instituyente, que de la crisis abierta se puede salir bajo otras pedagogías populares, que implican sin duda otras instituciones comunes.
Los espantos
Da la sensación de que el atentado puso más a fondo todavía una tendencia no por errónea menos concreta por parte del anti-kirchnerismo radical. La aceleración imprimida por el poder judicial se dió frente a una Cristina a la que se percibió debilitada. Como si fuese ahora o nunca, y que lo indigerible que representa deba ser vencido mucho más allá que en el plano electoral -como no sería difícil intentar, de mantenerse el estado actual del gobierno nacional-. Un error sociológico básico se palpó en la dificultad para percibir que eso podría, a la larga, fortalecerla socialmente. Y este intento hasta acá impensable y extremo confirma una dirección llamativa. La atracción por la supuesta barbarie ha sido largamente tematizada, pero resulta verdaderamente significativo mirar todo el proceso de estas últimas semanas, y divisar la expansión de una dura impotencia, también, para comprender: las permanencias populares, sus núcleos duros, sus piedras centrales, sus vertiginosas mutaciones, son una vez más seriamente incapturadas bajo las categorías con las que una parte -hoy- políticamente expansiva desde el centro-, realiza sus diagnósticos. Y eso puede contener un verdadero drama.
La cuestión de Los espantos, que en la postdictadura están ahí pero es mejor no mirarlos para que se vayan, habla de aquellos espectros que no se contraponen a la democracia, sino que la constituyen. Por tanto si fragmentos de las lecciones que pudiéramos en estas horas apuntar, se trataran de aludir a la forma en la que el pueblo se re-presenta, se lo instituye, y sobre todo se lo escucha, las conclusiones no tienen sentido que se enfoquen en reponer la pátina ya descreída de una respetuosidad incultivada por años. Muy por el contrario, si la exposición de la impotencia latente se escenificó y si el cuerpo expuesto de Cristina lo abrió, lo que está en juego es la asunción de esa abismalidad social que la política se obstina en rechazar, que el frentismo vácuo insistió en relegar, que los proyectos de cambios renovadores han ignorando, o lisa y llanamente combatido, y que tampoco en el esquema de Cristina actual ha logrado figurarse, para pasar a imaginar sin miedo. En ese otro registro de la trama nacional pareciera que, situándonos, comenzaríamos por desactivar los automáticos, para mirar de frente la dramática necesidad de recomposición social, política y de sentido que nos toca construir, haciendo de lo común otra cosa que un cuerpo del delito anunciado.