Dos horas antes de que hablara Cristina Kirchner, Oscar Carrizo, morocho de rulos, anteojos y bermuda militar, orgulloso por sus 25 años de experiencia en el arte del comercio callejero, ya había vendido las 400 banderas argentinas que llevó a Plaza de Mayo, al acto de despedida de la ex presidenta.
Al día siguiente, cuando Mauricio Macri ya juró, asumió, leyó su discurso central y sólo restaba que bailara y agradeciera desde el balcón de la Casa Rosada, en la misma plaza, Carrizo vendió apenas 120. Menos de la mitad que el día anterior.
Carrizo compra las telas de tafeta en el Once, las corta en su casa de Laferrere, las manda a coser a un tallercito vecino y las estampa con su propia máquina sublimadora. Sus jornadas más exitosas se dan antes y después de los Boca-River. Con el merchandising político intenta, aunque tiene suerte despareja.
— Esta gente vino en su auto y tiene mucho más plata que la de ayer —se lamenta, a sus 62 años. Con la plaza del nuevo presidente, se equivocó.
Para el acto de Cristina preparó banderas de dos tipos: con la cara de Cristina y la leyenda “no fue magia”, y otras con la silueta de ella junto a Néstor Kirchner. Para el de hoy, confeccionó unas de Macri y otras de Macri y María Eugenia Vidal, bajo el eslogan “sí se puede”, una frase que se convirtió en el himno informal de Cambiemos. Un poco por el éxito de ventas de ayer, y otro poco por los diferentes perfiles económicos con los que especulaba, Carrizo subió el precio de las banderas: pasaron de 80 pesos a 100 en menos de 24 horas.
— Resultaron más pijoteros de lo que creía —confiesa este changarín profesional.
Sus comentarios podrían sugerir que vive una lucha de clases partidaria, en la que el kirchnerismo representa al pueblo y el macrismo a la oligarquía, pero Carrizo desecha rápidamente esa hipótesis: “La verdad, voté a Mauricio porque Cristina me tenía podrido”.
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El inventario social a trazo grueso sobre quiénes fueron a celebrar el ascenso de Macri, tanto a la Plaza de los Dos Congresos como a la Plaza de Mayo, no sirve como metáfora exacta para entender quién lo votó. Los miles de personas que fueron a ambas plazas (no más de veinte mil) expresan más bien el núcleo duro del macrismo: un sustrato social que no responde a padrinazgos gremiales ni territoriales; familias y gente suelta, sobre todo de clase media y alta, que dicen repudiar a la política, que aborrecen a los partidos tradicionales. Con especial énfasis en su rechazo al peronismo. Todos ellos, eso sí, unificados en el acto de conceder su confianza a “Mauricio”, a pesar de que ese gesto no se traduzca en expectativas muy concretas sobre qué quieren para su gobierno.
¿Qué cambió para que tantas personas escépticas puedan creer de golpe en este hijo de la patria contratista, millonario que se volcó a la política hace menos de 15 años? Difícil saber: quizás esté relacionado con ese momento un poco mágico en el que la representación política se vuelve un acto de fe. De la misma forma en que se afirma que el peronismo es un sentimiento o se habla del kirchnerismo emocional.
Santiago Reigada, un docente de Pilar de 50 años, parado frente al Congreso junto a dos de sus cinco hijos, a punto de escuchar a su presidente piensa en una utopía histórica.
— Mauricio me parece una persona coherente y confiable, que puede hacer que Argentina vuelva a ser la potencia que fue en los años treinta, cuando el país era la sexta potencia del mundo.
Silvia, Silvina y Paula, tres amigas de cuarenta años, vinieron desde Palermo para alentar a Macri.
— No tenemos dudas de que Mauricio va a combatir la inseguridad y va a sacar a los corruptos del gobierno —recitan a coro, y se repiten.
Son el sector que lo apoyó y probablemente seguirá haciéndolo incluso cuando las papas quemen y el presidente empiece a perder popularidad.
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Con un traje ajustado color azul profundo, camisa blanca y corbata celeste y blanca, Macri opta por cambiar adrede una palabra en la línea de su jura: “Yo, Mauricio Macri, juro por Dios, nuestro Señor y estos Santos Evangelios desempeñar con lealtad y honestidad el cargo de Presidente de la Nación Argentina”. Algo tenso, parado ante la Asamblea Legislativa reunida en el Congreso, dice honestidad en lugar de patriotismo, tal como figura en el artículo 93 de la Constitución.
Y si bien el cambio pasa casi desapercibido dentro del Hemiciclo, la mera mención de esa palabra, cargada de complicidades antikirchneristas, se festeja como un gol determinante afuera del Senado, tanto en la Plaza de los Dos Congresos, como en la vereda de avenida de Mayo y sobre Hipólito Yrigoyen.
Al igual que Cristina Kirchner, Macri sabe perfectamente cuáles son los hits que su público fue a escuchar, y los toca antes de que se los pidan, sin artificios ni deformaciones.
Desde la calle, el discurso de Macri, sin la interferencia de bombos, del aguante cantado, se entiende a la perfección. El audio es claro porque tampoco hay muchedumbres que tapen las dos pantallas ubicadas en la puerta del Congreso.
En contra de su habitual pronunciación acelerada y su tendencia a arrastrar las palabras, el presidente hace un esfuerzo de modulación y lee su discurso.
—¡Vamos, Mauricio, carajo! Terminá con los chorros — lo alienta desde la vereda de avenida de Mayo Matías Rocha, 33 años, licenciado en Administración de empresas de la UADE, empleado del colegio privado Green and Red de Tortuguitas, en el partido de Tigre. Obligado a la bermuda roja y a las alpargatas por el calor, Rocha confía en “Mauricio porque no tiene los vicios de los políticos”. A diferencia del sentido común que comparten denostadores y fanáticos como Matías Rocha, Mauricio Macri tiene historia como empresario pero no es un outsider de la política: se presentó a elecciones por primera vez en 2003, y ya desde su presidencia en Boca, a mediados de los noventa, preparaba su salto a la política.
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Su discurso de asunción encierra guiños críticos hacia los 12 años de gobierno kirchnerista, y así son decodificados por las miles de personas que celebran con aplausos cada referencia a la libertad, la lucha contra el autoritarismo y la necesidad de una justicia independiente.
"Quiero pedirles que nuestro lugar de encuentro sea la verdad. La política no es un escenario para mentir a la gente con datos falsos, hay que reconocer los problemas para que juntos encontremos las mejores soluciones", sostiene Macri, en referencia al Indec, y se vuelve a ganar el aplauso de los miles que siguen la jura por las pantallas gigantes, enfrente del Congreso.
—Le ganamos al aparato del Estado, con sus medios, su gente rentada y la cadena nacional. ¡Fue histórico! —dice el secretario del Centro de Estudiantes de la Facultad de Derecho de la UBA, Leandro Bello. Con 22 años, anteojos negros y remera amarilla, Bello es uno de los 30 militantes de Universidades-PRO parapetados frente a una valla que los separa del Congreso.
Macri y los macristas parecen no poder salir del estado de shock que les provocó la victoria sobre Daniel Scioli y el Frente para la Victoria.
Se trata de una postura comprensible: su triunfo derrumbó mitos instaladísimos en la política argentina, como el de la invencibilidad del Peronismo. En elecciones sin proscripción, el Justicialismo sólo había perdido dos veces, y en ambos casos contra la UCR. Hasta ahora que una tercera fuerza de tono conservador derrotara al peronismo parecía un delirio. Y eso se festeja, todavía con sorpresa alegre, en la plaza macrista.
Tal estado empuja al PRO a mostrarse como la contracara permanente del gobierno que ya se fue. Una tensión incluso presente en el sainete previo alrededor de la entrega del bastón presidencial. Tras el fracaso de la negociación sobre el lugar en el que sería el pase de mando (un fracaso funcional tanto para Cristina, como para Macri y para las audiencias de ambos), todo el acto de asunción macrista, la forma y el fondo, el palacio y la calle, parece pensado como una manifestación antagónica a la que el miércoles pasado despidió a Cristina Kirchner. Y no sólo en los estilos de ambos líderes: el recitado algo monocorde de Macri, leído e hiperracional, algo vacío de propuestas políticas concretas, versus la exaltación pasional e ideológica de Cristina Kirchner.
Tras su spech de 27 minutos, Macri se despide del Congreso. Junto a su esposa Juliana Awada, se suben a una camioneta Volkswagen Touareg blanca y se dirigen a la Casa Rosada, escoltados por granaderos y motos de la policía.
Lejos de la jactancia kirchnerista sobre el apoyo movimientista recibido la noche anterior, y a lo largo de su gobierno (gremios, estudiantes y otros colectivos organizados), la plaza macrista se convierte rápidamente en un elogio a la espontaneidad. Si bien ese no fue un objetivo de marketing buscado explícitamente por el PRO, así resulta. Y como aconseja el Arte de Vivir, esa especie de filosofía con aire new age practicada por Macri, si sucede conviene. Con esa mezcla de desparpajo y desdén por las certezas de la vieja escuela política, Macri llegó bastante lejos.
En la Plaza de Mayo hay mucha menos gente que en la última de Cristina Kirchner. Pero a Macri no se le juega absolutamente nada en la comparación cuantitativa: ambos compiten con bolilleros muy distintos. El acto macrista no cuenta con estructura o aparto propio: casi no se ven colectivos estacionados en las calles aledañas del centro, salvo por los 30 que movió el dirigente matancero Miguel Saredi y los tres que aportó el gremialista Gerónimo “Momo” Venegas.
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—Tenemos que llenar la plaza —arengó el intendente de Vicente López, Jorge Macri, en el grupo de whatsapp que comparten algunos dirigentes macristas vip del conurbano bonaerense. Todos afirmaron y prometieron hacer su aporte, pero, salvo excepciones, no hubo despliegue de jefes territoriales.
—Si bien la comunicación directa es importante, yo creo que es importante fortalecer el movimiento popular. Además la gente de La Matanza quería festejar —explica en Plaza de Mayo Miguel Saredi, ex candidato a intendente matancero, mientras se baja de un tirón una botellita de agua mineral. De origen peronista, Saredi asegura haber traído unos 1500 militantes propios, arriba de 30 colectivos. Los carteles, remeras y pancartas de “Macri-Seredi” le dan la razón.
Los 200 soldados del sindicalista Gerónimo Momo Venegas, jefe del gremio de peones rurales, constituyen la otra excepción a la regla de la inorganicidad.
—Queremos que el Momo conduzca la CGT —explica el principal mariscal de Venegas, Jorge Alarcos, mientras se abrocha la camisa y ordena a los suyos bajo la sombra de un plátano, ya pensando en organizar la retirada. Aún no sabe que Macri saldrá a saludarlos desde el mítico balcón de la Rosada.
Los carteles de Posse-Vidal-Macri, colgados a un costado de avenida de Mayo, también revelan que el intendente de San Isidro, el radical-macrista Gustavo Posse, cuenta con ambiciones propias: ser gobernador bonaerense.
Hasta una patrulla perdida de la UCeDE demuestra, con 40 militantes y una bandera, que pretende volver a los primeros planos de la política de la mano de Macri. Tras su momento de auge a fines de los ochenta y principios de los noventa, el partido liberal fundado por Álvaro Alsogaray terminó absorbido por el menemismo. Ahora, después de años de ausencia, la UCeDE quiere resucitar con rostro humano.
—Fuimos muy economicistas y la idea es cambiar esa imagen errada que se tiene de nosotros —explica el secretario General del partido, Andrés Pasamonti. Historiador y a su vez dueño de una agencia de seguridad, que está “muy entusiasmado” con el gabinete de Macri.
A pocos metros de la valla que separa la Casa Rosada, un hombre solo, alto, canoso y muy sonriente agita una banderita argentina. Es perito técnico de la Armada y se llama Carlos Sueyras. Amaga con confesar algo, duda y al final se suelta.
—La armada está fundida por culpa de Cristina Kirchner. Y esto lo digo ahora, porque si lo decía ayer a mí me echaban —asegura.
Sueyras espera que con Macri en la presidencia las Fuerzas Armadas recobren el impulso perdido y controlen rigurosamente las costas del mar argentino.
Más allá de estos casos, y el de otras personas que exigen cárcel para Cristina Kirchner y justicia por Alberto Nisman, la plaza macrista no exhibe una hoja de ruta muy precisa de cara al futuro. Y Macri tampoco la alienta con su discurso, en el que se termina imponiendo el tono generalista y exultante por el triunfo contra el kirchnerismo.
Una vez en la Casa Rosada, Macri se asoma al balcón donde Juan y Eva Perón dieron sus históricos discursos, y al que nunca se le animó Cristina Kirchner porque –explicó una vez- “no le daba el cuero”. Macri agradece y después baila robóticamente. Su público sonríe y se agarra la cabeza, como si se tratara de un tío algo desubicado en una fiesta familiar, pero a la vez muy querido.
—¡Sí, se puede! —le ofrenda la multitud al presidente.
Y desde el balcón del tabú peronista, Macri les responde:
—¡Sí! ¡Se pudo!