Es difícil escribir a sólo 48 horas de la bomba de la victoria de Donald Trump en las elecciones del martes. Luego de dormir muy mal y pasar un día al borde del llanto como nunca me había pasado con un resultado electoral, nos juntamos con amigos, mexicanos o casados con mexicanos, simplemente a estar juntos. Aunque con cuidado de que los niños que ya entienden no se asusten viendo las caras de sus padres. Creo que una de las cosas que más me conmovió en la noche del martes fueron las notas de Facebook de padres preguntándose cómo le iban a explicar a sus chicos en la mañana (en particular a sus hijas), que en lugar de haber elegido a la primera presidenta mujer, se había elegido a alguien que desprecia a las mujeres (y se aprovecha de su fama para manosearlas).
Cuando empezó la campaña de Trump, mi hija tenía poco más de dos años. En el casi año y medio desde entonces, habla y entiende cada vez más. Hace un tiempo noté que ya no puedo escuchar la radio en el auto mientras la llevo al jardín sin estar alerta a que aparezca Trump y su repetida línea del primer discurso de campaña, esa en la que decía que asumía que seguramente haya algunos inmigrantes mexicanos buenos, pero que la mayoría son criminales y violadores. El spot de campaña más simple y directo de Clinton mostraba a niños y niñas mirando la tele cuando Trump hablaba. Otro mostraba niñas mirándose al espejo y las palabras de Trump sobre las mujeres de fondo. En lugar de que desaparezca por fin del radar, como esperábamos, Trump tendrá (además de la presidencia, el control de las fuerzas armadas, y los códigos nucleares) la atención pública permanente por al menos cuatro años. Mi hija tendrá siete en 2020, y entenderá mucho más que ahora, pero menos que un adulto. Y ella y la mayoría de sus amiguitos tiene mamá o papá mexicanos.
Se puede hablar de causas, consecuencias, y sensaciones. Para empezar por algún lado, es difícil describir las sensaciones. Para los inmigrantes, las minorías raciales, étnicas y religiosas, la comunidad LGBT, y las mujeres, este país acaba de volverse menos amigable de lo que era como mínimo y aterrador en algunos casos (en particular inmigrantes indocumentados y musulmanes). No es que aquí, en Texas, uno se sintiera de lo más cómodo, pero la combinación de vivir en el condado de Travis (donde está Austin), en donde el martes sólo el 27% votó por Trump, y un presidente con un discurso mínimamente decente y coherente como el de Obama (además de lo que representa en sí mismo) daba algo de tranquilidad. Para muchos que votaron el martes al Partido Republicano, tener un presidente negro generaba la misma incredulidad y estupor que hoy me produce la realidad de Trump presidente. Pero Obama siempre se cuidó de no caer en la representación que de él hacían otros. Su discurso sobre raza era de concordia y usaba las palabras con cuidado (para bien o para mal). Obama siempre tuvo conciencia del lugar simbólico del presidente de Estados Unidos, y de la importancia de las palabras. Después de cada asesinato de un negro por parte de la policía, Obama moderaba los ánimos cuando muchos no veíamos otra opción que la revuelta (aguantándose las críticas de sus propios fans). Cuando el académico negro y profesor en Harvard, Henry Louis Gates Jr., fue arrestado entrando a su propia casa (se había olvidado la llave), Obama resolvió a los pocos días invitar al profesor y al policía a tomar una cerveza en la Casa Blanca. A muchos les pueden parecer ridículas esas reacciones, y quizás sean una innecesaria y cobarde pleitesía al racismo de la sociedad americana, pero no se puede decir que Obama no entendiera la violencia latente y no latente de esta sociedad y el peso simbólico de la presidencia. La victoria de Trump tiene los peligros de su inexperiencia política, su desconocimiento de cuestiones básicas de política pública, su déficit de atención, y su incoherencia verbal. Pero lo que asusta de Trump no es equivalente a lo que a otros le asustaba de Obama, es decir lo que “es”. Lo que asusta de Trump es la inescrupulosa promoción del racismo y la xenofobia en un país en el que la gente está escuchando, lo que envalentona a aquellos que pensaban que un negro les había robado el país. Esto tendrá efectos más allá de lo que Trump haga o deje de hacer como presidente.
Será presidente un bufón de la reality TV, al que nadie se tomaba en serio y que sólo una encuesta entre decenas daba por ganador. Pasamos meses hablando de las elecciones y de Trump con amigos, colegas, vecinos y otros, pero ahora nos damos cuenta de que en ningún análisis habíamos barajado esa posibilidad en serio. Hablábamos incluso del daño que ya había producido su candidatura, más allá del resultado. Pero la noción de que ganara sonaba a un chiste como aquel de los Simpsons en el que la presidenta Lisa se quejaba del déficit fiscal que había dejado el presidente Trump. O como el que el propio Obama hizo durante la cena de corresponsales en la Casa Blanca en 2011, cuando se rió de cómo se vería una Casa Blanca trumpista (un momento que parece ser fundante en las aspiraciones personales de Trump de tomarse revancha, y que hoy parece una broma macabra del destino).
Como durante las primarias, otra vez muchos nos dejamos llevar por la sabiduría adquirida en otras elecciones, cuando esta vez estaba pasando algo nuevo y diferente. En marzo dije que no me jugaba más con predicciones, una declaración de humildad que quedó en el camino, en parte por la reconfortante abundancia de encuestas y agregados de encuestas representados en bellas gráficas que uno podía refrescar en Internet a cada hora. El agregador de encuestas más generoso con Trump, el de fivethirtyeight.com, le daba a último momento menos de un 30% de probabilidades de ganar. Los otros agregadores de encuestas lo pisotearon a NateSilver (el sensei de fivethirtyeight) por su generosidad (ellos le daban menos del 15% de probabilidad). Sam Wang, un agregador de Princeton, le daba 99% de probabilidades a Clinton de ganar. Otro complicado modelo matemático con datos de asistencia a las urnas mostraba en vivo en el sitio slate.com cómo los votantes de Clinton crecían a lo largo de la jornada electoral. Las filas de votantes frente al supermercado “Cárdenas” en Nevada la semana anterior a las elecciones nos hicieron pensar en que el voto latino haría la diferencia, para algunos un deseo mayor que el de una victoria demócrata (algo así como cuando a algunos nos importaba más que Messi no fallara ese penal que traer la Copa).
¿Hubiéramos visto lo que se avecinaba si las encuestas no nos distraían? Es difícil saberlo, y seguramente no habríamos tenido esa tranquilidad. Lo importante es si esas encuestas y las certezas acumuladas nos desviaron la mirada de otros factores más importantes. No es que éstos no estuvieran o no los conociéramos, pero seguramente los veíamos con más superficialidad gracias a los agregados de encuestas. Quien sí nos advirtió (entre algunos otros) fue el cineasta Michael Moore cuatro meses antes de las elecciones. Moore, oriundo de Flint, Michigan, dijo que la clave estaba en los cuatro estados demócratas que finalmente ganó Trump (Wisconsin, Michigan, Ohio, Pennsylvania) y daba razones plausibles. También nos advirtió de los mecanismos psicológicos de defensa que usamos para hacer de cuenta que todo va a estar bien. Recuerdo que leí el artículo de Moore con cuidado y lo tuve en cuenta, pero volví a refrescar fivethirtyeight.com convenciéndome de que como siempre, Moore nos manipulaba un poco, y anunciaba en la última oración su próximo artículo sobre cómo en realidad sí podían ganar los demócratas.
Para hablar de causas, creo que debemos tener la misma humildad que debiéramos haber tenido antes de las elecciones. Primero, parar un minuto de pensar qué va a pasar en los próximos cuatro años, qué va a pasar con el partido demócrata y con el gobierno, y cómo se vuelve de esta tragedia, y tratar de comprender lo que ocurrió. Pero más que nada, saber que no podremos comprenderlo en un par de días mirando encuestas electorales, culpando al que no fue a votar, o eligiendo a piacere la explicación que más nos gusta. Como en el fútbol, el resultado termina alterando el análisis del partido en formas que no nos permiten comprender el desarrollo del juego. Hace años que las elecciones en Estados Unidos se definen por penales, con la regla de que sólo algunos jugadores (estados) pueden patear. Clinton ganó en el voto popular. De poco sirve esto más para que anunciarlo, porque gana el que obtiene mayoría en el colegio electoral. Es como decir cuántos tiros al arco tuvo el equipo que metió menos goles, o si tuvo más tiempo la posesión del balón.Hablar del voto popular en estos casos sirve, desde luego, para mostrar lo ridículamente poco democrático que es el colegio electoral. Pero el juego es ganar ciertos estados, es lo único que importa. También hay que decir que el voto popular sería diferente si el juego fuera ganarlo, porque los candidatos tendrían que hacer campaña en estados que ya tienen asegurados, lo que cambiaría toda la dinámica de la contienda electoral.
Mirar los números nos puede dar la humildad de la contingencia. Como dice el ya desacreditado estadísticoNateSilver, si apenas una de cada cien personas votaba a Clinton en vez de Trump, hoy estaríamos diciendo que las instituciones de este país son sólidas y nunca permitirían a un outsider racista llegar a la presidencia, que el país estaba más que listo para que la primera presidenta mujer sucediera al primer presidente negro, y que se le hizo virtualmente imposible al Partido Republicano construir mayoría electoral. Por eso debemos cuidarnos de esas narrativas convencidas de entender todo con el diario del lunes, determinadas por una pequeña diferencia electoral, algo sobre lo que ya se escribió en 2012 cuando Obama derrotó a Romney. Trump ganó Pennsylvania, Wisconsin y Michigan (46 electores) por una diferencia que suma poco más de 100.000 votos, de un total de más de 120 millones, y en un contexto en el que las leyes hacen cada vez más difícil a los pobres votar. El hecho central es el mismo que desde los años 90: el país está dividido en mitades casi iguales, y las elecciones se definen por muy poco. Después podemos seguir analizando, pero sin exagerar lo que el resultado representa, aunque lamentablemente las consecuencias sean más grandes que la diferencia de votos en los estados péndulo.
Para ser justos, no fueron sólo las encuestas lo que nos distrajeron de la posibilidad real de una victoria republicana. Las múltiples metidas de pata de Trump (demasiadas para listar aquí); el video de Access Hollywood diciendo que les mete la mano a las mujeres sin preguntar, porque a los famosos se lo permiten; las mujeres que después de ese video denunciaron la conducta consistente de abusador deTrump a lo largo de los años; su negación a presentar declaraciones de impuestos; las filtraciones de algunas de esas declaraciones, que muestran que se aprovechó de un año de pérdidas económicas para no pagar impuestos nunca más; las denuncias sobre su estafa de educación financiera, Trump University; los insultos al juez Curiel y a la familia Kahn; los cambios de personal en la campaña; la fuga de muchos candidatos republicanos, que daban la elección por perdida y temían por sus bancas. En 2012, Romney sufrió de veras por una cámara oculta en la que decía que un 47% de la población votaría a Obama porque son dependientes del Estado y viven de su teta. Quizás que fueran demasiados ítems en la lista inoculó a Trump; la prensa se distraía y pasaba de uno a otro caóticamente. Quizás nada de eso importó en ningún momento y había que mirar otras cosas. Pero fallamos muchos en parte porque era fácil equivocarse esta vez.
Algunos de los números parecen decir que, en realidad, Clinton perdió sola. Parecen tener razón los que decían que era una mala candidata, en particular para esta elección con tanta dinámica anti-elite. El voto en Estados Unidos es optativo y más o menos la mitad del electorado participa, así que la primera competencia es para que el electorado propio vaya a las urnas. Los republicanos recibieron 800.000 menos votos que en 2012 y los demócratas seis millones menos (los números no son finales, y hay aún unos cuatro millones de votos sin contar en California). Algunos que votaron a Obama antes esta vez votaron a Trump, pero es evidente que varios millones que votaron por Obama no fueron a votar por Clinton (Clinton recibió tantos votos como Kerry en 2004 y 10 millones más que Gore en 2000; los números de Obama fueron más la excepción que la regla). Los republicanos tradicionales que se negaron a votar a Trump y los latinos motivados a votar en contra de Trump no compensaron a los afroamericanos fieles a Obama ni a los hombres blancos que se movilizaron por el nuevo presidente.
¿Hubiera ganado otro candidato demócrata? El mismo Bernie Sanders argumentaba en enero con bastante plausibilidad que él tenía más chances de ganar contra los republicanos, en especial contra Trump. Es posible, pero esas especulaciones se basaban en las mismas encuestas que nos decían que Clinton tenía la elección prácticamente asegurada, y que ya aprendimos que sirven de poco. No sabemos cómo hubiera sido una competencia en la que el candidato no tuviera el bagaje de Clinton (e-mails, intimidad con el poder de Washington, Benghazi, menos carisma que De La Rúa, etc.) pero después de todo Sanders es un judío socialista en el contexto de estas elecciones. No sabemos qué efecto hubiera tenido la repetición ad infinitum de los videos de Sanders defendiendo la revolución sandinista y declarando la necesidad de subir impuestos para financiar la universidad pública y gratuita.No sabemos qué votos podría haber ganado y cuáles habría perdido. Pero sin duda, las campañas hubieran sido muy diferentes.
Poco sentido tiene ahora jugar a cambiar al candidato para explicar el resultado, pero sí mirar los efectos de las primarias de cada partido. En marzo escribí que lo que pasó en el Partido Demócrata fue más o menos lo esperado, con el candidato insurgente perdiendo contra la candidata oficial, y que la victoria de Trump era posible en un partido en estado de rebelión permanente, acosado por sus propias contradicciones. Hace poco Ernesto Semán volvió sobre esta distinción, y sobre la paradoja (al menos podemos decir eso hoy con certeza) de que los espacios para lo inesperado en los partidos políticos a veces se abren, aún en un país con bipartidismo y partidos institucionalizados, fuertes y antiguos. El partido que funcionó “como debía” perdió (lo cual en realidad niega que funcionó como debía, porque el trabajo de los partidos es ganar) y el que no pudo evitar la rebelión acaba de conquistar la presidencia. La buena noticia es que ahora es más fácil comprender que los demócratas deben sacar nueva energía de algún lado y Sanders y sus votantes mostraban en dónde estaba esa energía (que Clinton la dio por descontada). Los votantes latinos y afroamericanos que acompañaron a Clinton en la primaria contra Sanders no alcanzaron para vencer a Trump en los estados péndulo y aún en los azules del rustbelt. El Partido Demócrata tendrá que cambiar, aunque no está claro cuáles serán sus figuras, dada la escasez de recambio en parte por las malas performances en elecciones intermedias (en las que vota mucha menos gente, sobre todo jóvenes). La mala noticia es que Trump demostró a los republicanos que no hay motivo para no abrazar la xenofobia y el racismo abierto y anclarse definitivamente en el voto blanco rural. Ahora confirmado como el discurso ganador, la misoginia, xenofobia y racismo de Trump no atrajeron más votos que en 2012, pero al menos no motivaron suficientes votos en contra. Es posible que con otro candidato demócrata nada de eso hubiera importado. Una de las dificultades de aislar causas es que siempre se presentan todas juntas. La “autopsia” republicana de la derrota de Romney, que recomendaba acercarse a los hispanos y las mujeres, puede haber sido enterrada para siempre, o puede seguir siendo válida si este año fuera una excepción. Lo cierto es que Trump ganó en contra de esa autopsia y contra todo pronóstico, y el efecto simbólico va a ser duradero. La xenofobia, la misoginia y el racismo de Trump no es sublimado, escondido o sospechado. Fue uno de los argumentos centrales de campaña y eso debería asustarnos mucho mirando al futuro.
Creo que las consecuencias serán devastadoras, aun cuando sea difícil imaginarlas hoy con exactitud. El mismo mecanismo psicológico de defensa que nos llevó a subestimar la posibilidad de que ganara Trump está siendo usado para no volvernos locos en este momento. Ya escuché razones para no alarmarse tanto. El periodista Andrew Kaczynski, que relevó las posiciones de Trump a lo largo del tiempo, dijo que con excepción del tema de los tratados de comercio y su efecto en la manufactura local (el único consistente), Trump tomó alternativamente posiciones opuestas en los grandes temas de debate (aborto, matrimonio gay, inmigración, intervención militar, etc.). Como alteró sus posiciones tantas veces, entonces no conocemos al verdadero Trump. Su evidente falta de convicciones y su cinismo electoral es la luz de esperanza para algunos: que no sabemos nada de cómo será realmente su presidencia. Confiar en que Trump estaba simplemente practicando sus dotes de publicista. Ocurre que Trump habrá cambiado muchas veces de posición, pero recibió votos sólo por las que conocimos en este año y medio. Eligió la xenofobia el primer día de su campaña.
Escucho también que el sistema de gobierno de Estados Unidos es sólido y tiene checks and balances que limitan el margen de maniobra de un demagogo en el poder. Hasta ahora todos los mecanismos para evitar que alguien como Trump capture la presidencia fallaron estrepitosamente, no veo por qué debiéramos quedarnos tranquilos ahora. Además del poder ejecutivo, el Partido Republicano obtuvo mayorías en ambas cámaras. Hace menos de un mes, el speaker de la cámara de representantes Paul Ryan sugería a los candidatos legislativos que se salvaran solos y no se dejen arrastrar por la caída libre de Trump. Trump iba a arruinar al Partido Republicano, pero ahora parece haberlo salvado, recuperando una presidencia que se veía cada vez más escurridiza. No le debe nada a su partido, el partido le debe a él. Llega además con la generosa bienvenida de una vacante en la Corte Suprema que los senadores republicanos le congelaron a Obama desde marzo, y contará con más nombramientos si a alguno de los jueces ancianos no le da más el cuero para seguir. Esto se suma a la continuidad de la dominación republicana en gobiernos y legislaturas en los estados, que a veces se pierden de vista, pero que tienen efectos sobre la vida de las personas muchas veces mayores que los del gobierno federal. Trump tiene cancha libre para avanzar en una agenda regresiva en común con el senado y la cámara de representantes. Dada la debilidad de convicciones de Trump, posiblemente negocie que le dejen libre algunas áreas para reformar (posiblemente política comercial externa, la única constante de Trump, y política migratoria), a cambio de facilitar una agresiva agenda legislativa conservadora.
Pero no se trata sólo de lo que Trump decida hacer o de los códigos nucleares en sus manos, si no de las fuerzas y dinámicas políticas que su campaña movilizó, que su victoria legitimó, y que no controla una sola persona. Lo que acaba de pasar no puede tomarse a la ligera. Algo cambió este martes en la política de Estados Unidos y hay mucho de qué preocuparse. Donald Trump es presidente y ya no es un chiste de Los Simpsons.