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El camión recolector lleva la imagen de un sonriente Papa Francisco, recortado sobre una bandera celeste y blanca que flamea. Sobre la fotografía, en letra verde, se lee: “Compactación de residuos en barrios privados”. La caja se eleva y descarga su contenido: kilos y kilos de basura, que se suman a los que ya hay, a un mar uniforme, fangoso, gris y pestilente en el que abundan las moscas y las gaviotas. Se adivinan algunos envases, bolsas, sillas rotas. El resto es eso: lo viscoso. Por día, al “Complejo Ambiental Norte III”, del Ceamse, en el partido bonaerense de General San Martín, a cada una de las nueve plantas sociales de recuperación y clasificación de residuos distribuidas en la región, llegan unos doce camiones con 80 toneladas de basura. En esos enormes galpones, unos 800 cirujas se encargan de que este colosal depósito de deshechos no colapse.
En esta parte de José León Suárez, el mapa de Google se estrella con la geografía local.
Hay ocho barrios que le ganan terreno al relleno sanitario. Acá los vecinos hacen sus propias calles como quien hace un surco. Las construyen ellos, y las nombran. Y en medio del camino puede aparecer un pozo profundo, una interrupción inesperada, y cualquier habitante puede decir: “Llegamos hasta acá. Estamos construyendo”.
Eso fue lo primero que vieron los Iconoclasistas, el dúo integrado por Pablo Ares y Julia Risler, dos artistas y comunicadores convocados por la Universidad de San Martín, que bajo la gestión de Carlos Ruta, mantiene un compromiso con el territorio expresado en programas como el Centro Universitario en la Unidad 48 y otros proyectos de trabajo político y social. Risler y Ares se acercaron para hacer lo que hacen desde hace cinco años: talleres que permiten realizar un mapa contado por los propios habitantes de la geografía que se estudia.
Desde la iniciativa del programa Lectura Mundi, la propuesta fue que los propios habitantes del mayor basural a cielo abierto del país, en José León Suárez, cuenten cómo es su vida, cómo quieren ser vistos.
Uno de los primeros talleres se hizo en el Centro Comunitario del barrio 8 de Mayo. Los Iconoclasistas fueron de la mano de Ernesto Paret, que maneja con gran cintura el puente entre la Universidad y la barriada. Llevaron un mapa de Google. Lo presentaron a los habitantes de los ocho barrios: Costa Esperanza, 8 de Mayo, Libertador, 9 de Julio, Lanzone, Independencia, Carcova e Hidalgo. Había que buscarse ahí, y empezar a pensarse.
Donde deberían estar estos barrios se veía otra cosa: una grisura sólo interrumpida por el azul engañoso del Río Reconquista y el amarillo tránsito del Camino del Buen Ayre, que funciona como acceso Norte y Oeste a la Capital Federal. La reunión se hizo en el comedor del barrio: había muchas mujeres con nenes. Los más viejos se rieron porque ahí no hay ni luz, ni agua potable, ni gas, ni cloacas; menos, un mapa virtual. Y se rieron porque eso que veían delante de ellos, el mapa de Google, se quedaba miope. Era un espejismo flaco, un montón de formalidades, de calles con nombres de flor: Rosas, Abedules, Azucenas (algunas se repetían). Discutieron. Votaron. Armaron un mapa diferente al que veían, una especie de “dejame que yo te diga cómo es vivir acá”. Al mapa lo llamaron “La República de los Cirujas”: un desplegable que muestra la geografía, que cuenta la historia, los modos de trabajo y recuperación de materiales, y que, como portada, lleva la cara de Diego Duarte, un chico de dieciséis años que murió tapado por una montaña de deshechos cuando trataba de escapar de la patoteada policial.
Todos le dicen Lalo. Se llama Ernesto Paret y conoce la zona desde siempre. Habla sin vueltas. Es la conexión entre la Universidad San Martín, donde trabaja en el área de territorio, y las organizaciones barriales. Tiene la contundencia de ambos universos y un aire atlético que quizá fue adquirido por la sagacidad para saber cómo moverse. Nació, se crió, cirujeó en José León Suárez. Es de los “legítimos”. Los que no boquean y conocen las bases. Uno de los primeros cirujas, de los que empezaron el rebusque en esos terrenos que años antes habían sido el escenario de los fusilamientos de José León Suárez. En aquella oportunidad, decía Rodolfo Walsh en Operación Masacre, el asesinato había sido la culminación de un sistema. El último hilo del sistema, ahora, se corta por acá también.
Paret dice que las mujeres cumplen un lugar importante. Son las bases sólidas del tejido político y social que tejen desde las plantas sociales de reciclaje:
—El 60 % son mujeres y llevan el peso de atender no solo la cuestión productiva sino también situaciones de atender desde los pibes que se enferman, hasta la hija que fue violada. Los responsables de la planta dicen: “Nosotros somos psicólogos. Oídos para escuchar la tragedia social diaria en la soledad más absoluta de nuestros propios compañeros”.
La gran mayoría de los trabajadores de las plantas tienen menos de 30 años y cobran unos
$900 cada quince días. Sin seguridad social, sin salas de emergencia, sin materiales de protección como guantes, o zapatos reforzados. Mucho menos ART.
En los barrios aledaños a la quema (uno de los tantos nombres de la gran montaña de basura), viven unas cien mil personas. Son familias que han llegado del interior del país, en una primera corriente migratoria en la década del ochenta, cuando comenzaron las tomas de tierra, y en la década del noventa, desde el Litoral argentino, Perú, Paraguay y Bolivia, cuando empezaron a crecer los barrios. El Ceamse (Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado), administrado por la Ciudad de Buenos Aires, la Provincia y los municipios, se formó en 1978, cuando el intendente de la ciudad de Buenos Aires, Osvaldo Cacciatore, ordenó la creación de un “cinturón ecológico” ubicado en esta parte de José León Suárez, donde ya existía el basural.
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En el estudio de Iconoclasistas, en Chacarita, hay dos enorme bibliotecas saturadas de libros, sobre todo de arte y antropología. También hay muchos objetos: muñecas rusas, máscaras indígenas, tótems. Todo junto arma un escenario tan ecléctico como el que han trazado ellos, desde que empezar a trabajar como Iconoclasistas en el armado de mapas populares, creados a partir de la participación de quienes quieren narrar su propia geografía. En los últimos cinco años, han estado en distintas partes de Argentina para contar diferentes situaciones: desde mapas de la sojización hasta la minería abierta o la problemática mapuche. También visitaron América Latina y Europa.
Ellos llegan al lugar, dictan un taller con los puntos a tener en cuenta, y luego de conversar con las organizaciones que los convocan, arman juntos un gráfico con dibujos, colores vivos, figuras humanas.
—En el mapa queda una historia. Nunca es un documento completo y cuando te muestran un mapa de recolección de basura, nunca se ve desde el lado de los trabajadores —dice Pablo Ares, en su mesa de trabajo—. Este, el de los cirujas, dentro de veinte años, será un documento. La idea es empezar a personificar a los sujetos, a los niños, el cómo van a buscar el agua. Un poco como los mapas más antiguos, de la Edad Media, mapas barrocos, donde las personas están ahí, participando.
Aquellos mapas de la Edad Media no buscaban tanto la precisión geográfica, sino la cuestión documental, plagada de dibujos, de íconos, de escenas. Eran mapas voluptuosos, con gran impacto visual. Algo de eso hay acá, en estos trabajos de los Iconoclasistas, y se ve en este en particular, el de la República de los Cirujas, donde las líneas del territorio formal se ven tomadas por dibujos de mujeres, de hombres, de escenas dramatizadas, de vidas.
Si la geografía cambia día a día en los barrios, con el trazado de calles, la dinámica cotidiana también es así de zigzagueante, por eso, a diferencia de otros talleres, los Iconoclasistas fueron a buscar a los trabajadores de las plantas, a las reuniones comunitarias, y debieron ajustar la rutina barrial, para armar de a poco el relato que impregnaría el mapa.
Mientras sirve mate y señala las cuestiones más importantes en el mapa impreso, Risler dice:
—Es sentarse y conversar. Siempre llevamos recursos gráficos como mapas, líneas del tiempo, pero con la cotidianeidad del barrio, no se podía planificar, porque podía pasar algo y las distancias no eran cortas. Había que poner de acuerdo un montón de voluntades. Fue encontrar los puntos en común y los modos de resistencia que los unían a todos los barrios. Eso te permite construir un relato de lo que reúne, desde lo comunitario, desde lo común. Esto es una mirada, un material que se da para que circule y para que el mismo trabajador pueda apropiarse y contar qué tiene, que quiere.
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La sala es circular, blanca, luminosa. En el interior de este aula tanque, en la Universidad de San Martín, dos secciones de sillas en hilera miran a una larga mesa sobre el escenario. A un costado, la pantalla gigante muestra imágenes de la vida en las plantas sociales de reciclado: las montañas de basura en las que gana una grisura húmeda y amorfa, que se alimenta a diario de los residuos que llegan de la Capital y los municipios vecinos. Los camiones descargan bolsas y bolsas de basura. Una pala mecánica arranca un montón amorfo de basura. Parece la boca desgarrada de algún monstruo hambriento. Vomita su contenido en otro sector, al que llaman embudo, donde dos hombres en ropa deportiva, con picos en las manos, intentan meter lo que cae en una cinta transportadora alrededor de la cual otros trabajadores se encargan de apartar lo que se recicla: envases PET, lavandina, metales, envases tetra, aceites. Lo que no sirve va a la cinta del rechazo, al deshecho literal.
Lo reciclado se enfarda. Toda la escena se ve ambientada por la grisura, los nubarrones, los cuerpos de los trabajadores que no paran de moverse. Es como una recreación agrietada de la película Tiempos Modernos, de Chaplin. El video que hace la previa a la presentación formal del mapa, una introducción a La República de los Cirujas.
Lorena Pastoriza es referente de la organización barrial 8 de mayo, uno de ocho participaron. Ella aparece también en el video realizado por el equipo de video de la Universidad. También está en la mesa, junto a Julia Risler y Pablo Ares, a Lalo Paret, Ricardo Gutierrez, de la Escuela de Política y Gobierno, el secretario académico de la UNSAM Alexandre Roig. Pastoriza se mira, los mira a todos los que aparecen: a los jefes de planta, a los trabajadores con picos y palas. Al terminar la proyección, además mira a los presentes y se saca las lágrimas.
—Es difícil verse. Y miraba a los compañeros y es duro para todos —dice Lorena—. Vernos en un mapa, nuestra cosa cotidiana: la policía, la basura…Muy fuerte.
Cuando alguien cuenta la historia de la basura hay algo que se pierde. Acá está todo, lo social, el problema con la cana, con los transas, con el Ceamse. Y es muy difícil para nosotros vislumbrar una salida como trabajadores, porque estamos sumidos día a día por la pelea para sobrevivir sin perder nuestra fuente de trabajo.
En un ida y vuelta entre la facultad y los trabajadores, se repite en el público. De un lado de la sala, los cirujas que llegaron a la Universidad, muchos, en el colectivo 670, y bromean al verse en pantalla. Del otro lado, los estudiantes, chicos y chicas con cuadernos, con morrales, que observan en silencio. Todos frente a una realidad que unos conocen de memoria y otros miran por primera vez.
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La tapa de este mapa desplegable lleva un retrato, el de Diego Duarte. Iba a ser otra, la de Juanito Laguna, el niño pobre en medio de un basural que pintó Antonio Berni en su famoso cuadro. Pero Risler y Ares, que tienen entrenada la manera de escuchar, notaron que muchos de quienes participaban en los talleres mencionaban el nombre del chico, como ícono de la lucha. Y propusieron votar para ver si querían que él fuera la cara de la República de los Cirujas.
En 2004, Diego Duarte tenía dieciséis años. Había llegado al barrio desde Formosa junto a Federico, su mellizo. Vivían en lo de su hermana mayor, Alicia. Una noche, fueron los hermanos, para buscar metales que pudieran vender luego para poder comprar zapatillas nuevas para Federico. Diego ya tenía, pero quería que su mellizo también tuviera su par. La policía los vio y, algo habitual, empezaron a seguirlos. Trataron de esconderse. Llegaron un camión de descarga de basura y una topadora. A Diego no lo vieron más. Su cuerpo todavía no apareció. Estiman que lo tapó la basura. En estos diez años, la causa judicial avanzó lenta. Su desaparición fue un punto de tensión máximo en el enfrentamiento entre el Ceamse, apoyado por la policía, y la gente de los barrios, que trataba de trabajar sin problemas en la quema. Para descomprimir, se crearon las plantas sociales para la recuperación de residuos.
En este mapa ciruja hay colores vivos: el verde de las plantas sociales de clasificación y separación de materiales, el rojo de los centros comunitarios y demás espacios de encuentro, el de los materiales que recuperan (el papel, los alimentos envasados, los metales y los plásticos), el multicolor de las cooperativas, el banco y celeste de las escuelas del Estado. Está el gris de las plantas del Ceamse, la de los vuelcos de residuos. El negro y amarillo de la vigilancia. Y los cuerpos que van y vienen con sus ganchos, con sus carros, con sus problemas de salud adquiridos por esos modos de trabajo. Está todo, hasta sus resistencias. Es un mapa tridimensional.
Alicia Duarte, la hermana de Diego está en el gran espacio abierto de la Universidad, con la mano apoyada en una caja que contiene remeras blancas con la estampa del rostro de su hermano. Es morocha, bajita, y habla muy suave. Cuando murió Diego, ella decidió armar el Centro Cultural que lleva su nombre, en el barrio Costa Esperanza, y desde allí tratar de hacer alguna diferencia.
—Tuvo la capacidad de encaminar todo ese dolor a través de la construcción comunitaria y en estos años ha tenido madurez sobre todo porque se basa en la necesidad de la memoria y que muchos pibes no tengan que ir a la quema —dice Lalo Paret.
Alicia Duarte se acomoda el pelo largo, negro, lacio y mira para abajo, con algo de timidez.
Cuenta que se emocionó mucho cuando vio el retrato en la portada del mapa.
—Es importante para todos que la universidad también pueda no solo tener lo teórico, que pueda estudiar nuestra problemática, porque a veces tienen otra mirada con respecto a la basura. Y me pareció importante porque este año se cumplieron diez años de la desaparición de Diego. Si a nivel político es una década ganada, para mí es una década sin él. Diego parió las plantas sociales, los galpones donde trabajan los vecinos.
—¿Está creciendo para adentro la conciencia de lo importante que es el trabajo que hacen?
—Una familia está trabajando en una planta porque están pagando la olla de su casa. No toma esa conciencia. Las organizaciones sociales sí, y tenemos el trabajo de hacer conciencia de que podemos dar un conocimiento. Pero es un trabajo que hay que hacer con los vecinos, que los estamos haciendo con los pibes. Nos cuesta, pero no es imposible.
—¿Qué hace que las mujeres tengan un rol tan importante?
—Somos administradoras de nuestros hogares. Tenemos conciencia de las necesidades, de los faltantes, si bien el hombre cumple un rol importante, las mujeres pueden llevar adelante muchas cosas: la familia, trabajar afuera…
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De la palabra cirujano; de ahí viene el término ciruja. El que abre (en su caso, la bolsa) y sabe qué extraer. Llamar a su lugar La República de los cirujas es una afirmación para afuera, pero también para adentro.
—A nosotros no nos gusta la palabra “recuperadores urbanos”. Es muy de la Capital.
Nosotros somos cirujas —dice Lorena Pastoriza frente a sus compañeros, que asienten.
Uno de los momentos históricos en la línea de tiempo que acompaña al mapa, y en la vida del barrio, lo marca en el 2012, la “conquista de la tonelada”. Las nueve plantas sociales reunidas en asamblea, abajo del puente De Benedetti, a la altura del Ceamse, discutieron para sacarle punta a un objetivo en común: el reconocimiento como trabajadores. La propuesta al Ceamse fue que se les reconociera un piso de compra de cincuenta toneladas por planta, y un valor de pago para esa medida.
Roberto Carlos Fierro, uno de los trabajadores de la planta de la Asociación Civil Independencia, lleva una camiseta de la selección nacional, una gorra un tanto grande, las manos unidas al frente; un aire inocentón que contrasta con la firmeza con la que habla ante la cámara.
—Nuestra lucha es tratar de laburar un poco mejor. No ser tanto como un chancho laburando en el chiquero. Es tratar de tener un laburo digno y ser reconocido por toda la sociedad.
Al inicio de la presentación del mapa, Mario Greco, el director de Lectura Mundi, marcó la importancia de construir un saber de la mano de los barrios, que están tan cerca, y de volver visible lo que durante tanto tiempo se trató de ignorar. Según la Secretaría de Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable de La Nación, la Argentina produce 12.325.000 toneladas de basura por año; de ellas, 4.268.000 son de la provincia de Buenos Aires. La Ciudad de Buenos Aires es la mayor productora de basura: 1,52 kilos por día, por persona.
Acá, en La República de los Cirujas, se encargan de reducirla y reciclar lo que se puede. Julia Risler se reconoce admirada por este mundo que tanto ella como Ares redescubrieron cuando se acercaron para empezar con los talleres de mapeo.
—Ellos mismos, los trabajadores, planteaban que el producto final mostrara el aporte a nivel ecológico, ambiental, y social, porque dan trabajo a los mismos barrios, que generalmente son tomas con formas de vida muy precarias, por lo que se forma un circuito positivo, en el que las vecinas rescatan a los pibes de otras economías no tan válidas de trabajo. Buscan ser reconocidos no sólo por el Estado a través del
Ceamse, sino por toda la sociedad. Y hacer una propuesta de mejoras laborales.
—A nosotros nos parece importantísimo por eso articular con universidades, para que los tipos de las ciencias empiecen a ser de una utilidad mayor en la elaboración de propuestas que legitimen el reclamo de estos sectores. Dicen que lo que queda son los artistas —dice Lalo Paret—. Acá lo único que queda son las organizaciones.
Habla de los centros comunitarios, de los bachilleratos populares, de las bibliotecas, de los centros sociales. De todos esos espacios de resistencia. Esto es Quemaikén, como también le dice la gente de los barrios. Un territorio de derrumbes y resistencias. En esas tensiones gira el día a día. Y esas tensiones son las que muestra el mapa.
Fotos: Eduardo Carrera