Te quedás con los pingüinos

Foto Fede Bianchini I

 

Ayer a la mañana, leía en La Nación una entrevista en la que Gay Talese hablaba de la conexión entre la condición del perdedor y la tragedia. Hablaba de lo terrible que es perder el trabajo. Se refería a deportistas, directores técnicos de fútbol, boxeadores o entrenadores de béisbol pero supongo que lo mismo puede aplicarse a periodistas.

 

En la nota, decía que ninguna revista estaría hoy dispuesta a pagarle a un cronista un viaje de 33 días en algún lugar del mundo para hacer una nota. Que en los años sesenta eso era normal. “¿Pero hoy?”, se preguntaba.

 

Durante toda mi vida quise ir a la Antártida. No sé si por el hecho de que es un lugar tan inaccesible o porque cada uno de los relatos que hablaban de esa tierra mítica la describían como un lugar hermoso e intrigante. Hay veces que las palabras dicen poco: no es lo mismo hermoso para alguien que vive a orillas del Nahuel Huapi, que para alguien que nunca salió de su departamento. ¿Cómo sería un lugar así? La forma de saberlo era ir y ver.

 

En 2010 hice una nota sobre los militares que entrenan para ir a la Antártida. Durante cuatro días estuve con ellos en la cumbre del cerro Tronador: me puse crampones, escalé paredes de hielo y, encordado a cuatro desconocidos, practiqué qué hacer si uno se caía a una grieta. Mi idea era, a la vuelta, después de que la nota se publicara, pedirles que me llevaran a la Antártida. Lo hice. No me prestaron demasiada atención. Terminé por desistir.

 

En noviembre de 2013, en un acto que se hizo en el Campus de la Universidad de San Martín, el rector Carlos Ruta comentó que, a principio de año, empezaría a construirse en la universidad los laboratorios del Instituto Antártico. Al día siguiente, hablé con Cristian (Alarcón), director de Anfibia, y le pregunté qué le parecía la posibilidad de hacer una nota de la revista en la Antártida.

 

La idea le pareció interesante.

 

—¿Cuánto tiempo va a ser? —preguntó. Y, enseguida:

 

—Pero vos te vas y no volvés… Te quedás con los pingüinos —dijo riéndose.

 

— No, no. Son sólo diez días —le respondí convencido (en ese momento, lo estaba).

 

Me dijo que sí, sin dudar.

 

Le escribí a Ruta y él me contactó con Mariano Memolli, a cargo de la Dirección Nacional Antártica (DNA). Teniendo en cuenta la experiencia anterior fallida, iba con cautela. Sin embargo, luego de varias entrevistas, la posibilidad de viajar era un hecho. Una vez más, el periodismo como excusa perfecta para conocer un lugar inalcanzable.   

 

Llegué a las Shetland del sur un jueves a la noche: por la intensa nevada, los dos primeros días no pude salir de la base. El sábado, una mujer se me acercó y me dijo que debería volverme el lunes.

 

—¡Pero son cuatro días! ¡No me alcanza para entrevistar a casi nadie!

 

—El siguiente vuelo será dentro de dos meses —dijo.

 

—El lunes me parece bien.

 

Por problemas climáticos, no pude volver. Estuve un mes: entrevistando a científicos y militares, acompañándolos en sus trabajos diarios, conversando con ellos, reporteando esa tierra pálida. Imagino que el inmenso Gay, acostumbrado a universidades privadas o a los préstamos de honor, no conoce Anfibia, revista de una universidad pública y gratuita, que se puede permitir el lujo de que uno de sus editores pase (en contra de su voluntad, pero muy a gusto) un mes encerrado en la Antártida.

 

Ayer, en el Parque Centenario, mientras escuchaba a Las manos de Filippi en el festival que el Sindicato de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (SiPreBA) organizó para denunciar el vaciamiento del Grupo 23, empecé a sentir la vibración de mi celular. Eran saludos y felicitaciones de varios amigos y periodistas que me felicitaban por haber ganado la beca de viajes que la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) organizó en homenaje al hispanista y escritor Michael Jacobs. El primero fue el de Patricio de La Paz, gran cronista chileno y amigo, también finalista de la beca. Brindé, entre música y alegría triste, con compañeros que no saben si este mes o el que viene cobrarán sus sueldos. 

 

No conocí a Jacobs. Dicen que era curioso, tímido, alegre y generoso. Que vestía camisas de colores chillones y hablaba un español divertido pero con enfático acento británico. Dice el periodista y escritor Ezequiel Martínez que “caminó el mundo para narrarlo, siempre con curiosidad, alejado de prejuicios”.

 

Que, como dice Talese, no se contentaba con leer y entrevistar gente: para poder escribir, viajaba: iba y veía. 

 

Leyendo algunos fragmentos de sus libros que encontré en Internet, descubrí a una de esas personas con las que me gustaría haber tomado un café.

 

Para mí, haber ganado una beca que lleva su nombre es un honor, en el sentido oriental de la palabra.