Crónica

El arte de conservar y embellecer cadáveres


Un cuerpo dormido no es un cuerpo muerto

En un galpón de chapa y durlock de la zona norte del conurbano bonaerense, un hombre de manos macizas, por las que pasaron los cuerpos de presidentes, músicos, conductores de televisión y jueces de la Corte Suprema, se enfrenta a la fuerza devastadora de la naturaleza. Con inyecciones de líquidos conservantes retrasa ese proceso prolijo y casi burocrático que es la descomposición de un cuerpo humano. En Argentina, la conservación temporal y embellecimiento de cadáveres es más común de lo que parece: borrar la muerte del cuerpo de un ser querido cuesta mucho menos que un IPhone.

La muerte y la descomposición del cuerpo humano son procesos prolijos, casi burocráticos. Ocurren siempre en el mismo orden. Tarde o temprano, por un motivo o por otro, el corazón se para y la respiración cesa. Sin oxígeno, el cerebro deja de funcionar y al cabo de cinco o seis minutos muere. La primera parte del cerebro en morir es la corteza, encargada de generar los pensamientos más complejos y controlar la toma de decisiones. Después mueren el mesencéfalo y el tallo. Algunas células de otros órganos pueden mantener su actividad metabólica un tiempo más usando reservas de oxígeno y nutrientes. Pero inexorablemente consumirán esas reservas y también morirán. La muerte celular es progresiva: las células más especializadas soportan peor la falta de oxígeno. Por eso el sistema nervioso muere primero. Las células de los músculos pueden permanecer con vida tres horas más. Las de las córneas, seis.

Hay vida durante horas cuando el corazón deja de latir, pero sólo porque el cuerpo tarda en apagarse. Transcurridos algunos minutos y una vez que el cerebro muere, la muerte de todo lo demás es tan definitiva como si ya hubiese ocurrido. El cuerpo, desde ese momento y para siempre, formará parte de lo que no tiene vida. Pero la muerte, al menos en lo que respecta al cuerpo, no es fijeza sino movimiento. El cuerpo muerto se transforma, sólo que de manera pasiva, sin mecanismos que puedan oponer resistencia. Un ejemplo de esa pasividad en movimiento es el algor mortis: el enfriamiento posterior a la muerte. Sin posibilidad de circulación, la sangre no puede conservar el calor. El cuerpo sin vida pierde alrededor de un grado por hora hasta adoptar la misma temperatura que el entorno que lo rodea. Es un fenómeno regido por las leyes de la física: un cuerpo con menos masa, como el de un bebé, está peor aislado contra la pérdida de calor que el de un adulto y se enfría más rápido. Con el correr del tiempo, no obstante, el cuerpo de un bebé y el de un adulto alcanzarán la misma temperatura porque no pueden tener ninguna otra. Se amoldan a lo que hay.

El cuerpo muerto tampoco puede oponer resistencia a la fuerza de gravedad. Con el corazón y el sistema circulatorio funcionando, en un cuerpo con vida la sangre puede llegar a todos los órganos. En un cuerpo muerto, en cambio, la sangre se mueve pero solamente hacia las partes más cercanas al suelo, como cualquier líquido dentro de un recipiente. Entre media hora y dos horas después de que el corazón deja de latir, aparecen manchas en los lugares en los que la sangre se sedimenta. Las manchas al principio son rojizas y después se tornan azuladas. El cuerpo se tiñe, adopta colores que en vida no tenía. 

La sangre se vuelve más viscosa y adquiere la consistencia del barro a medida que los líquidos se evaporan sin que el cuerpo pueda hacer nada para evitarlo. La pérdida de agua provoca que la piel se deshidrate. El pelo y las uñas parecen crecer, pero en realidad es la piel la que se retrae porque se seca.

Frente a toda esa pasividad, entre dos y cuatro horas después de que el corazón deja de latir se puede producir un espasmo, un movimiento que parece un impulso de vida pero que es exactamente lo contrario. El rigor mortis, el entumecimiento posterior a la muerte, es sólo una reacción química que marca el final de la vida de las células musculares. Afecta a todos los músculos, pero se evidencia antes en los más pequeños. Los párpados se contraen, la mandíbula se tensa, la cara adquiere un rictus de seriedad o preocupación, el cuello se enerva y por último la rigidez alcanza los brazos, el tronco y las piernas.  

La muerte y la descomposición del cuerpo humano son procesos prolijos, casi burocráticos. Ocurren siempre en el mismo orden.

A partir de las 36 horas sobreviene la putrefacción. Una mancha verdosa tiñe la parte baja del abdomen producto del avance de bacterias frente a las cuales el cuerpo sin vida no se puede defender. La sangre atrapada en los capilares se descompone y decolora los tejidos que la rodean. El contorno de las venas se dibuja en la superficie. A medida que se descomponen las proteínas, el cuerpo empieza a oler a podrido. La epidermis se debilita. Se forman ampollas que se rompen al más mínimo contacto. La piel se desprende y deja expuesta una zona húmeda, rosada y brillante. Cuando la descomposición avanza, el cuerpo se llena de gases y se hincha como una masa que leuda. La presión hace que líquidos y gases pugnen por salir a través de cualquier orificio. En condiciones normales, a los treinta días los tejidos blandos se empiezan a destruir. Al final sólo quedan huesos. 

Reacciones químicas, enzimas, microorganismos, bacterias, hongos, larvas e insectos se conjugan en una sinfonía antigua y minuciosa. Es la fuerza devastadora y a la vez creadora de la naturaleza: una especie de alquimia que transforma algo –¿una persona?– en otra cosa: nitrógeno, fósforo, potasio, magnesio, nutrientes, energía, polvo. Y sin embargo. Sin embargo este proceso primigenio, originario, existente desde el inicio de los tiempos, puede ser sustraido a la burocracia implacable de la naturaleza y sometido al poder del hombre, interrumpido, alterado, retrasado, por menos de $25.000 en cuartos traseros y sótanos desparramados por todos los rincones de la Argentina. Por ejemplo, en este galpón de chapa y durlock ubicado en Boulogne, en la zona norte del conurbano bonaerense. 

Las manos de Daniel Carunchio son macizas y contundentes como la mandíbula de un pitbull. Por esas manos de uñas cortadas al ras y piel gruesa y brillante, como de cuero, pasaron los cuerpos de presidentes –Arturo Frondizi, Fernando De la Rúa–, artistas –Luis Alberto Spinetta, María Elena Walsh, Leonardo Favio–, conductores de televisión –Gerardo Sofovich– jueces de la Corte Suprema –Carmen Argibay Molina– y de algo así como 40 mil personas más, a razón de casi tres por día durante treinta y nueve años. Personas que llevaron vidas más discretas y no son lo suficientemente conocidas como para ser mencionadas, después de muertas, en su página web. 

La tanatopraxia, la técnica de conservación temporal y embellecimiento de cadáveres, no está reservada únicamente a ricos y famosos. Aunque no es posible saber, de manera fehaciente, qué tan popular es en la Argentina porque no hay datos sobre cuántas tanatopraxias se realizan por año. No existen estadísticas públicas y en las dos federaciones funerarias del país –Fadedsfya y Fadaf– dicen que nadie lleva la cuenta porque simplemente se las considera “un extra” dentro del paquete de servicios mortuorios y las cocherías no las registran en ningún lado. El mayor nivel de precisión que aporta la mujer que atiende a la prensa en Fadedsfya es que “hay muchas, muchísimas”. 

Se sabe, sin embargo, que la tanatopraxia comenzó a ganar popularidad en la Argentina a partir de la década del 80. En Estados Unidos se había vuelto masiva más de un siglo antes. Durante la Guerra Civil se conservaron los cadáveres de miles de soldados que morían lejos de sus casas para que pudieran ser enterrados por sus familias y no se pudrieran por el camino. Actualmente, Estados Unidos es el país en el que la tanatopraxia es más usual en todo el mundo. Expertos citados por el New York Times en 2019 calcularon que el 50% de los cadáveres pasan por las manos de un tanatopráctico. Al igual que en la Argentina, tampoco es un lujo: impedir que un cuerpo se pudra cuesta 700 dólares. Es más barato que el último iPhone.

En Estados Unidos se la llama como lo que en realidad es: un embalsamamiento. En la Argentina, las empresas funerarias eligieron usar un término más difuso. Fue una decisión de marketing.

Aunque en Estados Unidos no se la llama tanatopraxia sino como lo que en realidad es: un embalsamamiento. En la Argentina, las empresas funerarias eligieron usar un término más difuso. Fue una decisión de marketing. Al parecer, muy pocos estaban dispuestos a embalsamar a sus parientes muertos. Era una palabra con demasiado peso simbólico. En cambio, no veían con malos ojos la idea de pagar por un procedimiento idéntico llamado tanatopraxia para que el cadáver no se descompusiera durante el velorio. 

Daniel Carunchio es el embalsamador más famoso de la Argentina. Fue quien importó la práctica al país en la década del 80. Tenía poco más de 20 años y trabajaba en Cochería Paraná, una de las empresas fúnebres más importantes de la época, fundada por su tío, Alfredo Péculo. Ya se habían realizado tanatopraxias en la Argentina antes pero con una técnica rudimentaria, menos protocolizada y mucho más cara, reservada, en ese momento sí, a figuras como Eva Perón.

Daniel tiene tatuajes tribales en los antebrazos. Los hombros anchos. Cincuenta y seis años y los bíceps marcados debajo de la camisa celeste. El pelo entrecano, severamente corto a los costados y más largo en el medio. Un cuello formidable. 

—Mi trabajo es darle vida a las facciones del cuerpo muerto. Que vos lo mires y te parezca que está dormido —dice. 

Al igual que Daniel, la mayoría de las más de cien empresas fúnebres que ofrecen el servicio de tanatopraxia en la Argentina lo describen –lo promocionan– como “El arte de conservar los cuerpos para el descanso final”. 

Por esas manos pasaron los cuerpos de presidentes, artistas, conductores de televisión, jueces de la Corte Suprema, y de algo así como 40 mil personas más.

La metáfora no es casual. Un cuerpo dormido no es un cuerpo muerto. Es un cuerpo realizando una de sus funciones vitales. Es un cuerpo vivo.

Hemos desterrado a la muerte de nuestra vida cotidiana, explica el historiador Philippe Ariès en El hombre ante la muerte, tal vez la obra más exhaustiva que se haya escrito acerca de las construcciones sociales en torno al final de la vida en Occidente. La muerte, escribe Ariès, que en la Edad Media fuera aceptada como un hecho cotidiano y colectivo, considerada más una ruptura biológica con la familia o el linaje que un drama íntimo, sufre un giro fundamental al llegar al Renacimiento. 

En un contexto de énfasis en la autonomía y el valor de lo individual, el hombre ya no se funde en la comunidad y la muerte se torna una tragedia personal. La “revolución sentimental” del Renacimiento avanza sobre todos los aspectos del comportamiento humano, y la ruptura con los seres queridos que implica el final de la vida pasa a ser intolerable. Aparecen entonces diferentes estrategias para aliviar el desgarro ante la muerte del prójimo, como las creencias en una vida futura. Hacia el siglo XX, el cambio se profundiza y la muerte se convierte en un fenómeno temido, expulsado de la sociedad. “Se vuelve inconveniente, como los actos biológicos del hombre, como las secreciones del cuerpo”. Pasa a ser indecente y por lo tanto hay que confinarla y ocultarla. 

Pero en la actualidad ocultar la muerte no significa necesariamente ocultar los cadáveres. Es posible, en todo caso, ocultar la muerte de los cadáveres. A la vista de todos. La tanatopraxia se ocupa de borrar de los cuerpos todos los signos de la muerte –las manchas, los líquidos indeseables, los olores, el entumecimiento, la descomposición– para que parezca que simplemente están dormidos. Porque asistir a la descomposición de un cadáver puede revelar una verdad que está a la vista de todos y que no obstante muchos necesitan olvidar para seguir con sus vidas: que somos un cuerpo, un pedazo de carne que tarde o temprano deja de funcionar y se pudre. Los tanatoprácticos son personas que se enfrentan a lo que los demás no quieren ver o necesitan olvidar, a lo que la sociedad se empeña en suprimir, a la carne en su estado más natural, más salvaje, sin sujeto, puro cuerpo, partes muchas veces fragmentadas o podridas o en avanzada descomposición, para convertir esos despojos en algo tolerable. 

La voz del otro lado del teléfono es dulce y serena.

—Sí, hago reconstrucción de la persona fallecida. A veces vienen chicos que han chocado en la moto, con politraumatismo, vienen con los brazos separados a un costadito o por ahí sin cabeza y hay que armarlos. 

¿Cómo se hace para decir algo así? ¿Cómo es posible decir una cosa como ésta? No sólo es posible sino que además es fácil. Solamente hay que abrir la boca y pronunciar las palabras. Decir: vienen con los brazos separados a un costadito. Decir: vienen sin cabeza y hay que armarlos. Lo que no es posible, a menos que uno efectivamente haya visto, a menos que uno haya armado con sus propias manos, con su hilo, con su aguja, a menos que uno haya moldeado con su cera, es decirlo con naturalidad, sin lástima, decirlo con armonía, sin estridencia, con piedad. 

Se inyectan alrededor de 12 litros de líquido conservante a través de una arteria. El problema con los cuerpos de mujeres con ropa escotada es que la inyección y el drenaje dejan una cicatriz que se nota si las clavículas están descubiertas durante el velorio.

Fernando Gorostiza es el único tanatopráctico de su provincia, Santiago del Estero, y ha visto y ha armado y ha moldeado y entonces lo dice con esa sencillez, con esa calma en la voz.

Fernando trabaja solo, pero a veces lo ayuda su hijo de dieciséis años. Él vio cuerpos cuando era mucho más chico. Su familia siempre tuvo empresa fúnebre y a los diez empezó a acompañar a los empleados a retirar los cadáveres del hospital. En ese momento todavía le impresionaba el olor. También la blancura de la piel, las bocas abiertas en ángulos imposibles. 

A los quince, en 1994, un proveedor de ataúdes le dijo que en Buenos Aires había alguien que hacía un trabajo diferente, que entregaba los cuerpos en mejor estado a los familiares. Fernando le pidió permiso a su padre y se tomó un colectivo. ¿A quién en todo ese micro de larga distancia se le pudo haber ocurrido que uno de los pasajeros, un chico de quince años, estaba viajando a Buenos Aires -por iniciativa propia- para aprender a embalsamar? ¿Quién puede pensar, ahora mismo, que en Santiago del Estero hay un laboratorio con tubos fluorescentes de luz fría y olor a formol en el que un padre y su hijo adolescente arman los cuerpos desmembrados de chicos que se accidentan en moto?

Fernando dice que está enamorado de su trabajo. Esa es la palabra que usa: enamorado. Le gusta que las personas muertas se lleven algo de él. Está orgulloso de poder dejar a esos cuerpos dolientes como descansando. Aprendió a hacerlo con Daniel Carunchio cuando tenía quince años, y dice que nadie domina la técnica como su maestro.

Afuera, el sol entibia la mañana y el frío no se siente. La combinación entre baja temperatura y sol radiante produce un efecto de pureza en el aire otoñal de Boulogne. El cielo sin nubes está limpio como una gasa. Sin embargo, la ventana de este galpón de chapa y durlock, donde funciona la cochería Carunchio-Péculo, tiene el vidrio polarizado y sólo se filtra una luz lánguida, floja. En esa semipenumbra, sentado frente a su escritorio de melamina sobre el que hay una computadora, tres lapiceras, un cuaderno y una caja de pañuelitos ubicada sospechosamente lejos de su alcance y cerca del de cualquiera que se siente en la otra silla disponible, Daniel describe en líneas generales, hasta donde puede sin tener un cuerpo delante para mostrarlo, el paso a paso de una tanatopraxia. No puede mostrarlo con un cuerpo porque desde abril de 2020 no se realizan tanatopraxias en la provincia de Buenos Aires como parte del protocolo para evitar contagios de COVID-19. Desde entonces, Daniel no tiene apuro. Hace un año y medio que se aburre en la oficina de la empresa funeraria que lleva escrito su nombre y el de su familia en la alfombra de la entrada. Está harto del papelerío, de las peleas con los proveedores, de firmar remitos, de completar facturas. Extraña los cuerpos y se le nota en las manos, que se mueven con avidez mientras explica que una parte de la tanatopraxia se hace con bombas que reemplazan la sangre del cuerpo por un fluido que impide que el cadáver se descomponga, pero que la otra parte del trabajo es manual.

Cuando un cuerpo llega, después de acomodarlo en una camilla, Daniel dice que lo desnuda y lo limpia minuciosamente con una esponja bañada en jabón germicida. Desde la punta de los pies hasta la nuca, de frente y de espaldas, a los costados, debajo de los brazos, entre los dedos, detrás de las orejas. 

—Una vez que tengo el cuerpo desinfectado, lo primero que hago es un masaje para liberar la rigidez cadavérica y que el fluido que inyecto pase mejor por todos los vasos sanguíneos. 

"La tanatopraxia me permite regalarles a las familias un recuerdo placentero de su ser querido, semejante a su existencia en vida".

Daniel usa su propio cuerpo para mostrarlo. Con la mano derecha frota suavemente su mano izquierda, que simula estar entumecida. Se demora en cada dedo, masajea la palma y el dorso, sube por la muñeca, llega al antebrazo y explica que esos movimientos le transmiten temperatura a los músculos para poder llevarlos a su posición natural. También le permiten estudiar los coágulos del sistema circulatorio y eventualmente disolverlos. El masaje, el contacto de lo vivo con lo muerto, relaja los músculos del cadáver y le aporta fluidez a la consistencia lodosa de la sangre coagulada. Como si lo vivo –el calor, la flexibilidad de los músculos, la fluidez de la sangre– pudiera ser transmitido a lo muerto a través del contacto. Embalsamar no es sólo borrar del cadáver los signos de la muerte sino también imprimirle los signos de la vida, como señalan Paola Cortés Rocca y Martín Kohan en su libro Imágenes de vida, relatos de muerte. Y el masaje es el primer paso.

Hay una ternura muy honda en el gesto de Daniel y en la idea estéril de masajear cadáveres para devolverles el calor que perdieron. Y, sin embargo, a veces es difícil no pensar en todos esos cuerpos a su disposición, desnudos. Especialmente porque hablar de tanatopraxia implica decir cosas como ésta:

—Los cuerpos de mujeres con ropa escotada son un problema.

El comentario de Daniel se ciñe estrictamente a una cuestión práctica. Durante la tanatopraxia se inyectan alrededor de 12 litros de líquido conservante a través de una arteria y se drena toda la sangre del cuerpo a través de una vena. El mejor punto para inyectar es la carótida, ubicada en el cuello. El problema con los cuerpos de mujeres con ropa escotada es que la inyección y el drenaje dejan una cicatriz que se nota si las clavículas están descubiertas durante el velorio. Entonces es necesario buscar otra alternativa: la arteria femoral, en la parte interna del muslo, es una opción más discreta, pero a la vez dificulta el trabajo porque los vasos sanguíneos de las piernas suelen estar más obstruidos.

—Cuando empiezo a inyectar —continúa Daniel— tengo que tener regulada la presión y el caudal para que no reviente las arterias. Y sea cual sea el punto de inyección tengo que acompañar con masajes para ir empujando la sangre y que pueda ser expulsada por la vena, y para que el fluido llegue a todas las zonas del cuerpo. 

No revela detalles sobre la composición del fluido, pero el libro Embalsamamiento: Historia, teoría y práctica, del profesor estadounidense Robert Mayer, que es algo así como la Biblia de los embalsamadores en todo el mundo, explica que puede variar en cada caso, dependiendo del estado del cuerpo, de la cantidad de grasa, de la humedad e incluso del tiempo que sea necesario preservarlo. Si bien no existe un acuerdo general sobre lo que constituye un fluido de embalsamamiento, hay consenso en que debe contener productos conservantes, desinfectantes, anticoagulantes, colorantes y germicidas, aunque en distintas proporciones, las cuales son determinadas por el embalsamador después de estudiar el cuerpo.

El formaldehído es siempre el químico imprescindible. Menos de un vaso alcanza para conservar un cadáver durante algunas semanas y también para aniquilar a un cuerpo vivo. El propio Mayer reconoce que el formaldehído es cancerígeno, y sin embargo lo recomienda porque hasta ahora no se inventó un químico que produzca efectos ni siquiera similares en un cadáver. Embalsamar un cuerpo muerto implica poner en riesgo la propia vida.

El proceso de inyección del fluido y de drenaje de la sangre lleva entre 45 minutos y dos horas, dependiendo del estado de los vasos sanguíneos. Si los vasos están obstruidos con grasa o directamente cortados, como sucede con los cadáveres a los que se les practicó una autopsia, es necesario inyectar en varios puntos porque de lo contrario el fluido no puede llegar a todas las zonas del cuerpo. Las zonas a las que no llega el fluido se pudren.

Después de la inyección, se aspira la cavidad abdominal con un punzón cilíndrico de aspecto aterrador que tiene también un nombre aterrador: trócar. Con el trócar se elimina toda la materia fecal y la orina y se las reemplaza por un fluido similar al que se utiliza en el sistema circulatorio, sólo que mucho más concentrado y, por ende, mucho más potente. Los líquidos, sólidos y semisólidos que se extraen del cuerpo, incluida toda la sangre, pasan por cinco filtros y después se liberan a la red cloacal. Se produce en este punto una especie de escisión, como dos caminos que se bifurcan: mientras que la sangre y los desechos continuarán su proceso de descomposición natural, el resto del cuerpo permanecerá inmutable, igual a sí mismo, durante el tiempo que el embalsamador lo disponga. Pueden ser días, semanas, meses, años, dependiendo de la calidad y cantidad de productos que se le inyecten. 

Aunque por lo general son días, los suficientes para que los familiares puedan despedir a sus muertos. De hecho, muchos de los cadáveres embalsamados son cremados después del velorio. Porque si bien es cierto que la tanatopraxia evita que los cuerpos se descompongan, el principal argumento que esgrimen las empresas fúnebres para venderles este servicio a sus clientes es el cambio estético que genera en todos los cadáveres, incluso en los que no han tenido una muerte traumática. El reemplazo de la sangre por químicos conservantes y colorantes produce una transformación en las facciones y en la pigmentación de la piel incomparable con la de un simple maquillaje.

—La tanatopraxia me permite regalarles a las familias un recuerdo placentero de su ser querido, semejante a su existencia en vida —dice del otro lado del teléfono Norahly Berro en un tono amabilísimo y profesional, como si un trajecito sastre pudiera materializarse en una voz.

Norhaly usará palabras como “prestación funeraria”, “rigurosos procedimientos de higiene” y “valor agregado” porque es empresaria y está orgullosa de serlo. En 1996, a los veinte años, su padre murió y ella, su hermana y su madre se repartieron los negocios que dejó en Puerto Iguazú, Misiones. A la hermana le tocó una agencia de turismo. A ella, una cochería y un crematorio. 

—No me crié entre ataúdes. Mi papá tenía muchas empresas y yo no sabía nada de la cochería.        

Puerto Iguazú es una ciudad relativamente pequeña, pero también es una ciudad de tránsito: mucha gente que viaja por turismo a las cataratas, mucha gente que viaja por negocios en la triple frontera. Mucha gente en cualquier lado es sinónimo de mucha gente muerta y en Puerto Iguazú la gente que se muere por lo general no es de Puerto Iguazú. Por motivos sanitarios, para repatriar un cuerpo a otro país es obligatorio practicarle una tanatopraxia. Como en Misiones no había nadie que pudiera hacerlo, Norahly vio una oportunidad para aportarle valor agregado a su empresa. Viajó a estudiar a Curitiba, donde funciona uno de los tanatorios más grandes de Brasil, porque “la única forma de mantenerse en el tiempo es capacitarse constantemente”. Podría haber mandado a un empleado, pero no. Norhaly Berro no sólo es una empresaria pionera, fundadora, hace casi 20 años, del primer tanatorio de Misiones –ahora hay prácticamente uno en cada localidad– y directora de la Cámara de Empresas Fúnebres de la provincia sino que también puede abrir un cadáver en descomposición, o un cadáver desmembrado o baleado, sacar lo que haya que sacar, poner lo que haya que poner y dejarlo “semejante a su existencia en vida”.

—Puedo reconstruir un cráneo que ha perdido masa encefálica o que tiene un orificio de bala. El cambio estético que tiene ese cuerpo luego de la tanatopraxia es impresionante. Pero siempre hay que tener presente lo que era la persona en vida, pedirle una fotito a la familia. Porque si le tapás un orificio pero pierde las facciones y es otra persona, no sirve. Si no es eso que era en vida, no tiene sentido la reconstrucción.  

No es casual que la escritora que más ha cuestionado este razonamiento viva en Estados Unidos, la cuna de la tanatopraxia moderna. Sallie Tisdale publicó columnas en la revista Times, habló en radios y programas de televisión e incluso escribió un libro al respecto, cuyo título apela a todas las personas que habitan y habitarán este planeta: Consejos para futuros cadáveres.

La historia de Tisdale es la siguiente: su madre murió después de dos años de padecer un cáncer de mama y múltiples cirugías que la dejaron demacrada –sin pelo, con la piel cetrina, las extremidades hinchadas– y su padre, al igual que el 50% de los estadounidenses, contrató a una empresa funeraria para que le practiaran una tanatopraxia. A los dos días, cuando volvieron para el velorio –los cuerpos embalsamados esperan, lo mismo podrían haber sido cinco días, diez, veinte–, Tisdale se acercó a ver el cuerpo de su madre y, según cuenta en su libro, por un momento muy largo y extraño pensó que estaba viva de nuevo. “Se veía mejor que durante años. Su piel era rosada y suave; su cabello, muy bien peinado. Incluso sus uñas estaban hechas y tenía una pequeña sonrisa en la cara”, dice. Ella sabía que su madre estaba muerta, por supuesto. Había visto venir su muerte durante años y había trabajado para aceptarla. “Pero cuando la vi luciendo como si fuera a volverse y sonreírme, gran parte de mi aceptación ganada con tanto esfuerzo se desvaneció. Más de treinta años después, todavía estoy resentida por lo que le hicieron a ella y a mí”. 

¿De qué sirve apartarse del hecho de la pérdida?, se pregunta Tisdale. En su caso: “Sólo demora. Sólo confusión, día tras día, cuando la realidad choca con un sueño”. 

"Soy de hablarle a la persona. Eso ayuda. La calmo, le digo: 'Don Enrique, quédese tranquilo, que este tratamiento no le va a doler, es algo que me encargaron sus familiares para poder despedirse'"

La tanatopraxia parece tener la facultad de desdibujar los límites entre la vida y la muerte, entre la realidad y los sueños. Hay en Jujuy un hombre que habla con los muertos. Se llama Sergio Barrera y tiene un pequeño imperio fúnebre integrado por diez cocherías, dos tanatorios, un cementerio, seis farmacias y un regimiento de empleados que podrían perfectamente encargarse de hacer el trabajo. Pero Sergio Barrera –la cabeza calva y brillante, las cejas y la barba bien perfiladas, la camisa celeste pastel y la corbata del mismo tono– mira a la cámara del Zoom con una sonrisa amplia y dice que suele hacer entre quince y veinte tanatopraxias por mes. Claro que podría no hacerlas, pero las hace porque puede y quiere. Antes de cada una, se encomienda a Dios. Tiene un pendrive con el rezo de los misterios del Santo Rosario recitados por Juan Pablo II en un español cavernoso y lo programa para que suene una y otra vez mientras él limpia, desinfecta, masajea, inyecta, drena, aspira y maquilla los cuerpos. Aunque Sergio no los llama cuerpos, sino personas fallecidas. O personas, a secas. 

—Soy de hablarle a la persona. Eso ayuda. La calmo, le digo Don Enrique, quédese tranquilo, que este tratamiento no le va a doler, es algo que me encargaron sus familiares para poder despedirse dignamente de usted.

Con el rezo de Juan Pablo II de fondo, Sergio Barrera a veces además les pregunta cosas. Cuando trabaja solo, las preguntas las formula en voz alta. Cuando está acompañado, habla en silencio para que sus colaboradores no escuchen. Especialmente les hace preguntas a los chicos o adolescentes. Después de miles de tanatopraxias, la muerte joven todavía lo golpea.

—Era una niña de catorce años. Una niña de la Quebrada. Esa gente es muy tranquila, y la chiquita se había ahorcado. Entonces la vi en la mesada de trabajo y le pregunté qué es lo que se le había pasado por la mente para hacer semejante cosa. 

Sergio no dice qué le respondió, ni si le respondió algo. Sólo que pasaron años y sigue rezando por ella.

Fernando Gorostiza también tiene un vínculo especial con los cuerpos. Dice que él se involucra. Que antes de cada tanatopraxia, en su laboratorio de Santiago del Estero, les pide permiso y así ellos se predisponen para cambiar. Al igual que Sergio, tampoco se acostumbra a preparar jóvenes. Aunque dice que nunca soñó con los cuerpos, hay historias que retornan una y otra vez mientras está despierto. Pero las cuenta con una distancia en la voz, como si le hubiesen pasado a otro. 

—Había dos muchachitos que trabajaban, digamos, en la parte de lo que es los tanques de gas, ¿sí? Dos hermanos. Y por un error, el tanque explota. Una noticia tremenda. Justamente me toca trabajar con estos dos muchachos. Uno de veintiuno y el otro de dieciocho. Y con el de veintiuno me llevo la sorpresa, cuando estaba por ingresar al cuerpo, de que en el antebrazo tenía un tatuaje que decía “Deseo vivir”. Obviamente que el muchacho estaba destrozado y había que armarlo. Este muchacho tenía ese tatuaje que decía “Deseo vivir” y la situación que le pasa es totalmente contraria. Eso me afecta mucho. ¿Por qué tan joven? ¿Qué ha hecho para estar en mis manos?

—¿Te tocaron casos de niños?

—Sí, me han tocado bastantes criaturas pero he determinado que hay edades con las que no puedo trabajar porque la verdad te atacan mucho la parte sentimental y prefiero no hacerlos, decir que no, porque para mí es un desagrado total. Desde los cinco años o seis en adelante sí los puedo trabajar. Más chicos no, no, no, no, porque es muy fuerte para mí. Criaturas, no. 

—¿Y los derivás a otro profesional?

—No, recordá que aquí en Santiago del Estero no tenemos otro tanatopráctico. Por tanto y cuanto no se los puede hacer.       

Hay dos formas de acceder al laboratorio de Daniel Carunchio. Una es a través de un portón amplio por el que puede pasar sin dificultades una ambulancia o un coche fúnebre y que desemboca en un patio interno. La otra, la que elige en esta tarde de lluvia persistente, es a través de su oficina. En ese caso, es necesario recorrer una especie de vestíbulo sin ventanas en el que se exponen los ataúdes para que los familiares puedan elegir. El vestíbulo, de piso de mosaicos y paredes blancas, tiene el tamaño de una habitación común de un departamento promedio pero hay más de diez ataúdes y apenas caben Daniel y una persona más. Hay ataúdes apoyados en posición horizontal sobre caballetes, ataúdes parados, ataúdes que cuelgan de soportes atornillados a las paredes y parecen flotar en el aire. Hay ataúdes planos y tallados, hexagonales y redondeados, de pino, de roble y de cedro, de color madera y negros, con molduras de cruces y cristos, con herrajes de acero y de bronce. Hay ataúdes grandes y muy chiquitos.

—Tenés que hacerlo. Aunque te afecte, si te toca un chico tenés que hacerlo —dice Daniel, y el ruido de la lluvia, que golpea feroz sobre un techo de chapa, es la única señal de que existe algo así como un mundo exterior—. Flaco, si a alguien se le murió un hijo lo tenés que atender. Si no, dedicate a otra cosa. Lo harás llorando o con el corazón partido, pero lo tenés que hacer.

—¿Hiciste tanatopraxias llorando?

—Sí, claro. A mí me tocó mi viejo, mi abuelo, mi abuela, mi tía, mi tío. Las hice quebrado, pero las hice.

—¿Por qué quisiste hacerlas vos? 

—Porque me da la tranquilidad de saber que el trabajo está bien hecho. Vení, dale, vamos al laboratorio —dice Daniel y se aleja con pasos largos del vestíbulo lleno de ataúdes. 

El laboratorio no se usa hace un año y medio pero parece como si se hubiera usado ayer o como si estuviera listo para ser usado mañana. La limpieza es total e incluso están prendidas las luces. En las paredes hay pegadas hojas impresas con las instrucciones para hacer una tanatopraxia. Daniel lo recorre, agarra cosas y las vuelve a dejar en su lugar: un bisturí, una Gilette, una caja de agujas, una botella de alcohol, un par de guantes de látex. En el centro están las dos camillas de acero inoxidable en las que se preparan los cuerpos. Cada camilla tiene un desagüe en una esquina para desagotar los líquidos. Las bombas están apoyadas sobre una repisa con sus mangueras de goma conectadas. En un rincón hay una puerta entreabierta. Del otro lado, se ve una mesa con mantel, cuatro platos, cuatro vasos y una panera en el centro. Cuando Daniel se da cuenta, se apura a cerrarla, como si le diera vergüenza la proximidad entre esos dos mundos, el contraste entre la tranquilidad nívea del laboratorio –con sus agujas esterilizadas, sus guantes de látex, sus botellas de alcohol etílico, sus camillas de acero inoxidable, sus bisturíes, sus bombas conectadas a mangueras de goma– y la vitalidad confortable de la vajilla dispuesta para el almuerzo. 

De vuelta en su oficina, se acomoda en su silla y agarra el mouse, que desaparece debajo de su mano derecha.    

—Te muestro algún caso de antes y después sólo para que… —dice Daniel mientras maneja el mouse de su computadora y antes de terminar la frase en el monitor aparece un hombre canoso con la boca torcida, los ojos ni abiertos ni cerrados, la piel morada pero con una mancha pálida alrededor de los labios: una cara con una expresión salvaje, fuera de control— Infarto masivo. Quedó boca abajo después de morirse. Esa lividez morada que ves es porque la sangre se sedimenta, por la gravedad. Pero la zona que estuvo en contacto con el suelo está pálida porque el peso del cuerpo presiona contra los capilares y la sangre igual no puede pasar. Son las manchas blancas alrededor de los labios.

Siguiente foto. El mismo hombre recostado boca arriba: la piel ligeramente dorada, los párpados cerrados que apenas se tocan, como las alas de un insecto alegre y liviano. Los labios horizontales en los que se sugiere la posibilidad de una sonrisa. 

Otra foto de un antes. Una mujer muy anciana. La sien, los ojos y la boca hundidos. 

Siguiente foto. La misma mujer: la frente relajada y lisa. Casi se pueden percibir las pulsaciones en las venas de los párpados. Las mejillas flojas pero no sueltas. Una presencia de ánimo en el mentón.

—Estuvo enferma mucho tiempo. Se fue deshidratando y por eso tenía todo tan hundido en la foto anterior.

—¿Te parece que estaba así desde antes de morirse?

—Seguramente. En vida ya están así a veces.

Daniel insinúa que la mujer luce mejor que cuando vivía. Tal vez tiene razón.

Levanta la mano derecha del mouse unos segundos. Pregunta si está todo bien. Avisa que las siguientes fotos son más fuertes. Sigue. En el monitor se suceden fotos de accidentes domésticos –“esta señora se cayó de cabeza en su departamento”, dice Daniel–, choques –“a este chico le pisó la cabeza un camión”, dice Daniel–, tumores –“esto es un cáncer de ojos”, dice Daniel–, más tumores –“esto es un cáncer de boca”, dice Daniel.

En todas las fotos del después, sin importar cuán destruidos, desmembrados, aplastados, despellejados o deformados estuvieran esos cuerpos en el antes, lo que aparece es una cara no sólo sin heridas sino también serena, libre de cualquier tipo de carga, en una expresión que bien podría ser de descanso o de placidez pero también de ingenuidad, la cara de alguien que ignora la clase de sufrimiento al que puede ser sometido un cuerpo humano, su propio cuerpo. Eso que muchos necesitan olvidar para seguir con sus vidas. Aunque si se mira en detalle, a veces irrumpe algo que no cuadra. Una vitalidad demasiado forzada en las mejillas, una tersura inverosímil en la frente. Entonces esas caras pueden parecer máscaras. Entonces todo puede parecer un artificio. Una ficción. Tal vez necesaria, pero una ficción.