Ensayo

La represión según las fuerzas policiales


Sufrir, servir, gasear, cazar

Sin negociadores capaces de desactivar situaciones conflictivas como las de Plaza Congreso, expuestos por el gobierno a escenas para las que no están preparados y desprestigiados por el “caso Maldonado”, los gendarmes se ven sometidos a presiones cada vez mayores. “Será muy difícil sostener la política de no uso de armas con munición letal y conservar la salud mental de policías y gendarmes”, escribe Sabina Frederic. Apuntes sobre el fracaso de los operativos represivos.

¿Por qué sobreactuar el respaldo a las fuerzas policiales? ¿Por qué negarse sistemáticamente a dudar de cualquier posibilidad de error/abuso/delito en el desempeño policial y de las fuerzas de seguridad? ¿Por qué razón exhibir ese trato preferencial hacia gendarmes y policías y acentuar las diferencias con el anterior gobierno, si luego se los someterá al escarnio y el suplicio? ¿Será para abusar de la fuerza pública que las autoridades políticas simulan su pseudo-protección?

Hemos asistido a numerosas escenas televisadas y virales en las que las autoridades gubernamentales respaldan la tarea de la gendarmería y/o las policías, sin si quiera transparentar la investigación y denunciar públicamente las faltas, graves o gravísimas, cometidas por los funcionarios. Ocurrió en sucesivos casos en 2017, el más resonante fue el procedimiento que acabó con la vida de Santiago Maldonado. También se nos exhibieron las visitas de funcionarios del más alto nivel a gendarmes y policías convalecientes en una cama de hospital por heridas producidas en procedimientos y operativos represivos.

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Este respaldo también se tradujo en la mejora sustantiva de los salarios del personal de seguridad federal, sobre todo de la Gendarmería, que estaba retrasado respecto de la Policía. El gobierno actual eliminó los suplementos no remunerativos y redujo la brecha entre gendarmes, suboficiales y oficiales. Pero el blanqueo salarial impactó mucho en el retiro del personal antiguo, que antes lo demoraba. Un gendarme en el rango más bajo de la fuerza, personal que representa al 27 % de un total de 36 mil efectivos, al egresar del curso de 9 meses cobra unos 20 mil pesos. Si bien este ingreso duplica el salario mínimo, es inferior al de la Federal. Así, la necesidad de alquilar derivada del destierro, más la inflación, vienen afectando su poder adquisitivo -como le ocurre a la mayoría de la población- empujándolo a buscar adicionales, guardias y viáticos. No todas las unidades gozan de estas posibilidades y hay cierta inequidad entre ellas. Un adicional puede hacerse no más de cinco veces al mes y suma 300 pesos por vez.  Un viático por prestar servicios a más de 60 kilómetros ronda los 1.000 pesos diarios y puede extenderse hasta 90 días. Pero solo una porción de los gendarmes gozan de ese beneficio.   

Hay más hechos que turban esa sobreprotección. Basta mirar el incremento en el número de muertos y heridos de las fuerzas de seguridad en los últimos dos años, tanto en accidentes de tránsito hacia o desde el servicio como en operativos represivos o por suicidios. Recordemos: la muerte de 43 gendarmes pertenecientes al Móvil contra-disturbios de Santiago del Estero enviados a reprimir una movilización de la Tupac Amaru en Jujuy, en diciembre de 2015. O las heridas de gendarmes en la represión de la toma de Cresta Roja. O el saldo brutal de policías y gendarmes heridos/as dejado por los “disturbios” de diciembre de 2017. 

“No solo hay un daño humano -dice un oficial de la Gendarmería tocándose el cuerpo-, hay un daño institucional… A mí tampoco me gustan esas imágenes de gendarmes”. Lo dice en referencia a los escopeteros subidos a las vallas del jueves 14 de diciembre. Es que tanto los ilesos como los heridos fueron en su conjunto expuestos a situaciones de confrontación que los desbordaron y descontrolaron, sistemáticamente. La exposición y el abuso de las fuerzas de seguridad, de todos/as, y no sólo del gobierno de turno, producen no sólo la horadación sistemática del ejercicio legítimo de la fuerza, corroen a través suyo la autoridad del Estado.

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Todavía tenemos presente la decisión del gobierno nacional de reprimir a los docentes cuando montaban una escuela itinerante sobre la Plaza de los Dos Congresos, en abril de 2017. En esa ocasión resultó impactante ver la interpelación de los manifestantes a los policías, recordarles que fueron sus maestros y eran los de sus hijos. No todos los/as policías consiguieron eludir la mirada, y ellos saben cuál es el problema: los fragiliza.

Porque en general, la mirada de los uniformados, la de gendarmes, por ejemplo, tiene otra perspectiva. Cada mención al salario porque no alcanza, al poco descanso, el escaso racionamiento, a la falta de alicientes, entre otros inconvenientes, va acompañada en general de un “No me quejo, hago el trabajo, me adapto. Nuestra misión es servir”. Solo algunos conectan enfermedades, accidentes y suicidios con esas condiciones, o explican el descontrol en el uso de la fuerza como su consecuencia. “Me pregunto qué nos pasa que hay tantos accidentes de tránsito… será por stress ¿Y los suicidios?”, dice un cabo de Gendarmería. Los primeros, sin siquiera proponérselo, se someten a la peligrosa ecuación del sacrificio de sufrir para servir, sobrentendiendo que cuanto más se sufre mejor se sirve, y sin advertir la delgada línea que lo une con el resentimiento y la revancha. Sólo un puñado rechaza la conducción vista como sometimiento de los subalternos. “Porque no habla con nosotros que no tenemos privilegios -dice un cabo en la guardia-. Va a ver en Facebook… ya se está armando para diciembre. Nuestras esposas están muy enojadas”. Así, amenazan con protestas, generan rumores de acuartelamiento, que nunca llegarán. Porque su visión del mundo los empuja a seguir, adaptarse, aguantar y a minimizar el costo emocional. Aun así, los sacados y los loquitos, por ahora, parecen minoría.

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La enajenación del Congreso y el “efecto Maldonado”

Por más satisfactoria que resulte la evaluación parcial de cada unidad contra-disturbios, los operativos de las fuerzas de seguridad del 13, 14 y 18 de diciembre de 2017 fueron un progresivo fracaso. La orden del gobierno nacional de emplear a las fuerzas anti-tumultos para contener y luego combatir a los manifestantes derivó en un enfrentamiento que muy lejos de restablecer el orden público, provocó un in crescendo de destrozos materiales, dejando un saldo de numerosos manifestantes, transeúntes y uniformados, heridos, y 64 detenidos. Esta vez no hubo muertos, ni armas con munición letal. Sí, una sostenida persecución contra el derecho a manifestarse; en rigor, contra las ganas de ejercer ese derecho. Algo que tampoco se consiguió considerando los cacerolazos posteriores.

Los motivos de ese fracaso son varios pero pueden ordenarse en tres factores convergentes. El primero está relacionado a la construcción del ambiente político-represivo. Con la excusa de que los manifestantes impedirían la sesión se buscó alejar progresivamente a los ciudadanos del Parlamento. El gobierno invirtió en vallas, prolijamente pintadas y originalmente destinadas a la reunión de la OMC, que los apartaran del Congreso. Por esas vallas, los ciudadanos quedamos a más de cien metros a la redonda, el jueves 14, y a más de doscientos, el lunes 18. ¿Acaso no es esta una acción violenta, injustificada, una forma del despojo? ¿No hay allí una enajenación a los ciudadanos, una alienación del vínculo con quienes deliberan en su lugar? Pues contra los que se impone, no fue Durán Barba ni los medios hegemónicos quienes sentaron a los parlamentarios ahí.  Los diputados ocupan sus bancas porque fueron votados. La manifestación puso en acto el vínculo originario, buscó restituirlo y lo consiguió.

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La alienación de ese vínculo originario era tan importante para las autoridades nacionales que las vallas fueron defendidas por un operativo antidisturbios de una magnitud jamás vista en la Ciudad de Buenos Aires. Era la primera vez que la Gendarmería reprimía en esta jurisdicción y convergían todas las Fuerzas federales –unos dos mil-, bajo un “comando conjunto” que daba órdenes siguiendo las imágenes emitidas por cámaras de video vigilancia. No es comparable a diciembre del 2001 cuando la Federal reprimió sola, usando munición y armas letales, con el saldo de casi medio centenar de muertos. Nadie, ni siquiera los gendarmes recuerdan haber estado en una operación de esa envergadura.

El segundo factor a considerar es el “efecto Maldonado”. Este es un punto clave para entender los cimientos del fracaso. Desde la supuesta desaparición forzada de Santiago Maldonado hasta la identificación de su cuerpo 78 días después, los gendarmes de todo el país, sus hijos y familiares, fueron objeto de una hostilidad y agresión permanente. “Antes iba por la calle y me saludaban, me levantaban el pulgar, y después llegaron los insultos, las agresiones. Hasta mis amigos desconfiaban y me increpaban: ‘che pero que hicieron con Maldonado’”, dijo un oficial. 

“Lo de Maldonado nos lastima, nos duele”, dijo un oficial de 37 años. Y sigue: “Y no duele solo porque nos acusan de una desaparición forzada, que nada tiene nada que ver con nosotros que nos formamos en el Estado de derecho, en la ley, y es lo que transmitimos; duele por la negligencia, por los errores, e ilegalidades, que cometieron oficiales y gendarmes, que deberá revisar la justicia. Y que me disculpe la superioridad: si no hay sanciones, se afectará la disciplina. Lo peor que nos puede pasar es perder la disciplina”.

Durante el operativo del miércoles 13, la presencia de algunos diputados que oficiaron de negociadores -y la ausencia de vallas- logró que el escudo humano de la Gendarmería bastara para dispersar a los manifestantes. El jueves 14 ya no. Les gritaban: “asesinos”, “qué pasó con Maldonado”, “qué le hicieron”. “Sentimos una agresión inédita”, dijo un cabo de 30 años. Esto fue parte del escenario de ambos lados. Imágenes de efectivos de la Gendarmería de la Sección Empleo Inmediato trepándose a las vallas como si estuvieran en un campo de batalla y tirando a la altura de los cuerpos, u oficiales tocando el hombro de alguno de ellos para que dejaran de tirar, muestran que el fantasma de Maldonado muy probablemente alimentó la agresividad de los uniformados. 

En tercer lugar, y paradójicamente, la fuerza federal más preparada para ese escenario era la Gendarmería. El gobierno nacional no contaba con la DOUCAD, el cuerpo de la Federal que había intervenido como fuerza anti disturbios entre 2003 y 2016, adiestrada para contener manifestaciones sin uso de armas letales y sin represión. La DOUCAD fue desmantelada en el traspaso; partida y repartida con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Por eso se le confió a la Gendarmería, sin experiencia en este tipo de conflictos en la Ciudad, la responsabilidad de preparar a la naciente unidad antidisturbios de la PSA (Policía de Seguridad Aeroportuaria), a la que socorrió el jueves 14, al verse desbordada en poco tiempo. La Federal perdió en el traspaso ese cuerpo antidisturbios y, en su lugar, parece haber crecido el Grupo de Operaciones Motorizadas, cazadores furtivos, más parecidos en su accionar a “motochorros”, que a una policía destinada a sostener o restablecer el orden.

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Ese estado de redistribución de la fuerza pública indica porqué no fue verdaderamente aplicable el “comando conjunto”: no hubo instrucción, experiencia, organizaciones policiales consolidadas ni, menos aún, doctrina de acción conjunta. Todo lo cual expuso a las Fuerzas a una debilidad inusual.

Sin negociación política no hay fuerza que alcance

¿A quien se le puede ocurrir que frente al debate de una ley que compromete el presente de 13 millones de argentinos y el futuro de todos, los manifestantes iban a aceptar ese límite? La política de exponer esos cuerpos, supuestamente respaldados, de funcionarios uniformados en esas ropas, protecciones y armas -que pagamos todos y todas-, a un escenario donde no hubo negociación política, es ciertamente trágica. No hubo negociadores, como aquellos con los que contaba – y cuenta- tanto la Policía como la Gendarmería. Se ha desdibujado esta figura porque su existencia depende del rol de alzada de la política gubernamental, hoy ausente. Nada para ofrecer, sin interés en acercar posiciones –más bien todo lo contrario- la lógica extorsiva parece imponerse entre las autoridades gobernantes.

En este tren, será muy difícil sostener la política de no uso de armas con munición letal y conservar la salud mental de policías y gendarmes. Si bien existen procedimientos de evaluación de los operativos a nivel táctico, y un protocolo que incluye la atención psicológica individual cuando se usan armas de munición letal, no existen medios orgánicos para dar cuenta a las máximas autoridades de la anomalía de las condiciones operativas y los procedimientos. Por otra parte, la organización confía en la camaradería y la relación de mando para detectar desequilibrios emocionales, pero solo en parte. Por eso, los equipos psicológicos han crecido aceleradamente, y aun así, no dan abasto.

En suma, si el Estado nacional sigue convalidando este camino, además de más muertos, terminará de perder no sólo la poca confianza ganada por las fuerzas de seguridad, sino, con ello, el consentimiento a su propia autoridad.