Soy el artista de la familia. El tipo raro que juega mal al fútbol. Un heterosexual gay friendly en el único bar sadomasoquista gay de Buenos Aires, el único de Latinoamérica.
— Leather —me dice mi amigo Charly, dueño del lugar—, somos un bar leather—, y me sirve otro vaso de cerveza. Carlos “Charly” Borgia está sentado del otro lado de la barra. Tiene puesta una camisa, un pantalón y una muñequera, todo de cuero. Él y yo somos los únicos que estamos vestidos. Somos amigos hace diez años, cuando yo no era escritor y él no era el rey de la noche sado. “Leather”, repite Charly y me deja solo porque están tocando el timbre. Una luz al lado de la puerta se prende cada vez que un nuevo cliente quiere entrar. Charly le entrega una bolsa negra. El cliente tiene cuarenta años, es flaco, pelo corto. Se mete en un cuarto y se saca la ropa, la guarda en la bolsa, se pone un arnés de cuero. Como un Clark Kent recién salido de la cabina de teléfonos, aparece en el medio del bar listo para la noche, con el pito y la cola al aire. La luz se vuelve a prender.
— Ya vengo—, dice Charly y agarra otra bolsa negra.
Así empiezan los sábados en Kadú. Entre las once de la noche y la una de la mañana llega la mayoría de los clientes. Casi todos son habitués: hay una tarjeta con su nombre en donde se anotan los consumos. No hay bolsillos para guardar la plata en Kadú; se fía hasta el final de la noche. Los clientes lo toman con la misma naturalidad con la cual dejan su ropa de todos los días adentro de una bolsa. Charly me explica que no todos son gays declarados; hay clientes que tienen esposa e hijos, o que tienen pareja homosexual pero ocultan su gusto por el fetichismo. Van muchos personajes del mundo del arte, del diseño, de la arquitectura. Tipos que ahora están desnudos y usan accesorios de cuero.
— Cerrá los ojos —dice Charly y me acerca su muñequera a la nariz—. ¿Sentís? Ése es el olor del cuero. Hay gente que acaba con este olor.
La cultura leather incluye al masoquismo, al fetichismo, al fisting y al bondage, palabras que se suelen resumir con las siglas BDSM. Hasta antes de pasar mi primera noche en Kadú esas palabras significaban imágenes sueltas: un tipo con látigo, un debilucho en pañal de bebé, un hombre de bigotes y gorra de cuero que besaba un pie. No tenía modo de imaginarme fisting o bondage. Del primero sólo sabía que era meter puños adentro del culo (pero lo sabía de un modo muy vago, como uno sabe que algún día se va a morir); del segundo, que alguna vez leí esa palabra en internet. En Kadú aprendí los matices: a las doce y media de la noche ya hay un hombre arrodillado en un rincón, desnudo, excepto por una correa en el cuello. Es uno de los siete esclavos de Charly y todavía está en fase objeto. Hay tres niveles para el que disfruta ser sometido: el objeto, la mascota y el siervo. “Le puedo ordenar que esté ahí como si fuera un florero y no se puede mover hasta que yo le diga. O que sea una mesa para apoyar los pies, o que esté parado como un velador”.
Habla mirando a su esclavo, lo señala, me obliga a mirar. El esclavo no puede devolvernos la mirada y eso es lo que lo excita. Tiene menos de treinta años, es morocho, cara de bueno. “La gente cree que el sadomasoquismo es violencia y sometimiento, pero acá no se violenta la voluntad de nadie. Todo es acordado previamente. Y no hay sometimiento: es una relación recíproca de confianza”, dice Charly.
Tengo varios amigos gays, bi o con orientaciones sexuales alternativas, pero Charly fue el primero. Todos alguna vez pensaron que me reprimía. Debo ser el único que nunca dudó. Fui a colegio de varones, católico, y mis compañeros se juntaban para comer chizitos y escupirse. También, en los campamentos, cuando los curas dormían, se masturbaban en ronda.
Yo no hacía ninguna de esas cosas.
Yo para ellos era el maricón.
Ahora, según Facebook, mis compañeros están casados. Yo estoy haciendo una crónica en un bar de sadomasoquistas.
En el escenario hay un chico con una remera de látex y la cola —y el pito— al aire. Un pelado de unos cuarenta años, alto, tonificado, con un tatuaje y cadenas que le cruzan el pecho también sube.
— Se llama Alan —dice Charly— tenés que ver cómo le va a dar pija.
Hay una diferencia entre pito y pija. Lo que veo alrededor son pitos, porque no hay erecciones y todos parecen inofensivos. En cambio Alan tiene una pija. El esclavo se pone de cara a la pared y Alan le pega en la cola con un látigo. El esclavo se arquea como si hubiera recibido un tiro. El pelado Alan se pone loco. Se planta bien en el suelo. Es la primera vez que veo dos hombres teniendo sexo.
— ¿Y? —me pregunta Marcos, el flaco de pelo corto que vi desnudarse cuando entró y ahora toma gin tonic en la barra— ¿Te gusta?
Le digo que no me provoca nada, que en diez años de amistad con Charly vi de todo, pero nunca me excité; que todos mis amigos gays piensan que me reprimo.
— No es represión —dice Marcos—. Es si te calienta o no.
Me tranquiliza escucharlo. Marcos lleva puesto un arnés que roza sus tetillas, usa un brazalete de cuero con pinches y una muñequera.
Es psicoanalista y habla claro y con voz firme.
— La sexualidad es sólo una particularidad más del ser humano. Según Freud hay tres clases de masoquismo: el erógeno (el gusto en experimentar dolor), el femenino (se basa en el erógeno y está vinculado con ser amordazado, atado o sometido a obediencia incondicional) y el sentimiento de culpa. Pero todas esas categorías freudianas hoy en día están dejadas de lado. Es como si dijéramos, todavía hoy, que la homosexualidad es una enfermedad. Lo cierto es que cada cual goza como le sale o como puede.
Le digo que sería una forma de resolver la castración del falo, que el falo es el significante de la falta, que un fetichista resuelve la castración con el objeto de deseo.
— Todo eso quedó atrás —Marcos dice que no con la cabeza—. Cualquier parte del cuerpo puede servir como objeto de satisfacción. El juego del cuero sería como cualquier otro juego. Se juega lo erótico en relación al poder. Hay mujeres más “pijudas” que sus maridos.
***
Tengo puesta una remera de Pearl Jam que Charly me prestó apenas me vio llegar vestido con jean y camisa, porque “un leather ve una camisa que no sea de cuero y sale corriendo”. Pensé que la remera era suficiente para pasar desapercibido, pero soy el único que no tiene arnés, correa o guante de cuero. En un bar de fetichistas, me convertí, sin quererlo, en un objeto de deseo.
— El leather surge en los ochenta como una respuesta al estereotipo del mariquita —dice Charly—. Se buscó un look masculino, con camperas y pantalones de cuero, al estilo de las pandillas motoqueras de Estados Unidos. A la imagen del gay afeminado se le contrapuso la fuerza del cuero.
El cuero también se usa como una vía de comunicación.
— Si vos venís a un bar como éste y ves a alguien con collar de perro en el cuello, sabés que es un esclavo; si lo ves más vestido o con cadenas cruzadas, lo más probable es que sea un dominante. Es un modo de entablar un vínculo sin tanto preámbulo.
Marcos quiere sumar su punto de vista. Cuando empieza a hablar me doy cuenta de que tiene ropa de dominante. Pienso que quizás espera que el alcohol me haga relajar un poco:
— El cuero tiene reminiscencias a la vestimenta de guerra romana, a los gladiadores, a las fuerzas policiales y militares, supuestamente viriles. Además, ¿por qué no usar cuero? Yo vengo a Kadú en búsqueda constante y quizás interminable de mis propias posibilidades de gozar. Mi formación universitaria y mi práctica profesional fue atravesada por Freud, Lacan, Foucault y sus discípulos, seguidores y repetidores. Sin embargo nunca vengo como observador/téorico o teórico/observador; necesito ser participante y entregarme a esa colectiva borrachera de exultante naturaleza psicológica.
***
En los recreos, mis compañeros jugaban a perseguirse, a pegarse, a darse patadas. Yo me quedaba en un rincón del patio. En Kadú hago algo parecido: estoy en la parte de arriba, donde todo sigue pareciendo un bar aunque haya doce tipos desnudos y el pelado Alan tome cerveza en copas de cristal negro, en la mitad de la barra, al lado de Tommy. Son la primera pareja BDSM legalmente casada y la fiesta de casamiento fue acá, unos meses atrás. Conversan en ronda con otros tipos, Charly incluido, y de repente todo parece tan normal como en cualquier otro bar. Empiezo a controlar el miedo a que “me pase algo”. Sé que es un miedo de clase media, burgués, de un fascismo teledirigido, pero me resulta inevitable. Después de verlos charlar un rato largo logro reducir mis temores a la sensación de incomodidad de un vestuario de club. Entonces Charly llama a su esclavo, el morocho con cara de bueno que estuvo todo este tiempo quietito en su rincón. Le pide que se la chupe a todos los que están en la ronda, le acaricia la cabeza. En un rato, Charly me va a preguntar si quiero ver algo chancho y el morocho va a abrir la boca y él le va a hacer pis dentro, un chorrito caliente, y le dirá que cierre la boca, pero no ahora.
— Se porta bien este esclavo—, dice y me guiña un ojo.
***
Alexis fue mi segundo amigo gay. Dio la casualidad de que también era leather. Se lo presenté a Charly hace un par de años; me lo agradeció como si le hubiera hecho el segundo mejor regalo de su vida (el primero había sido para un cumpleaños, cuando le mandé un chico lindo que le tocó el timbre a las doce y un minuto de la medianoche). Alexis se convirtió en una estrella de Kadú. En su vida cotidiana era un neurobiólogo prestigioso, con publicaciones en revistas de ciencias y viajes por el mundo. En Kadú practicaba la auto-felación sobre esa misma barra donde ahora apoyo mi vaso de cerveza. Nunca lo vi, pero cuentan que se subía a la barra, se acostaba, levantaba las piernas y llegaba a chupársela. Lo hacía delante de todos.
A los 13 años había tratado de chupársela por primera vez. A los 22 hizo un segundo intento. Hasta ahí, nada diferente a la vida de cualquier hombre; pero Alexis tuvo disciplina y perseverancia. Sólo eso, y una cierta curvatura natural de la espalda. No tuvo que hacer yoga, ni cortarse el frenillo. Fue práctica. Ahora Alexis viene cada tanto a Kadú, pero tiene un perfil más bajo. Hoy vino porque quise que nos encontráramos en el lugar donde el neurobiólogo Alexis es leyenda. A él no le gusta hablar de leather, sino de BDSM. Y no siente nada por el cuero. En cambio, desde chico tenía fantasías con ser secuestrado, que lo ataran y le pegaran. Es algo que charló muchas veces con su analista, un tipo que lo alentó a buscar los límites de su propio placer. Los buscó en Kadú, con su show de auto-fellatio. Me lo cuenta todo rápido, porque son cosas que me contó muchas veces por chat. Y repite la historia que más me impresiona:
— Una vez conocí a un francés por chat que me invitó a pasar tres días en su casa, en el sur de Francia. Lo que más me enloqueció es que el tipo tenía un garage acondicionado con elementos de BDSM: cruces, cadenas, arneses… Durante esos tres días yo era su esclavo y no podía salir de ese rol. Cada dos horas, aproximadamente, teníamos una sesión. Un día me ató y me cubrió el cuerpo con papel film, como si me estuviera momificando; otro día me hizo dormir en el piso. Me despertaba a cada rato. Era como estar tres días en una sesión de tortura.
Le pido a Marcos más precisiones. Me dice que el esclavo se siente apreciado al darle placer al otro. Que de él depende, también, el placer del otro.
—El deseo de ofrecerse es siempre placentero. El esclavo no se siente denigrado, hay una relación erótica que lo hace sentirse valorado sexualmente como objeto. A veces no hay que preguntarse nada sino escuchar atentamente a los protagonistas de las llamadas ‘orientaciones sexuales alternativas’ frente a la hegemónica norma mono-hetero-sexista.
***
— Yo leí mucho a Foucault —dice Charly, mientras se saca las botas de cuero—. Vos nunca podés saber quién es el dominado y quién el dominante. La base del leather no es la humillación ni la violencia. Es la confianza. Antes de comenzar un vínculo con un nuevo esclavo, en muchos casos se firma un contrato: ahí el esclavo tiene que escribir todo lo que no está dispuesto a aceptar. Ése es el único límite. El contrato puede ser escrito o de palabra. Lo demás es imaginación.
Se saca las medias. Después empuja a su morocho hasta el suelo y le pide que le lama los pies.
Pienso que también mi amigo habrá obedecido alguna vez, que también él estuvo en ese mismo rincón donde ahora está de rodillas Leónidas, con una máscara de látex que sólo tiene dos agujeritos para respirar. “¿No se aburre?”, pregunto sin darme vuelta. “Es la idea”, contesta y me dice al oído que adentro de la máscara no se ve nada, que apenas se siente, que el látex se pega a la piel y parece que estuvieras en un ataúd. Y mira para abajo otra vez.
— Pero entregarse al otro es una forma de olvidarte de vos –Charly se pone serio-. Tanto si sos esclavo como si sos dominante, estás dejando tu ego para darle placer al otro. Hay una cuestión de despersonalización atrás de todo esto. El resultado es muy parecido a meditar: no hay ego.
Su esclavo está esperando que termine de hablar conmigo. Empiezo a sentir que por mi culpa Charly no se está divirtiendo; que sus esclavos me deben odiar porque lo distraigo con mis preguntas. Le aviso que me voy. “Antes tenés que ir al subsuelo”, dice Charly y me señala la escalera que entra en lo más profundo de Kadú.
***
Si la palabra “sordidez” tuviera una escenografía, sin dudas sería la del subsuelo de Kadú. Un pibe de veintipico recostado en un sillón, quieto, como si estuviera muerto. Otros dos parados al lado del baño, mirándose mientras se masturban. Adentro de un cuarto hay una ronda: cinco tipos desnudos y olor a transpiración. En otro cuarto, mucho más chico, hay un hombre colgado de un arnés. Lo tienen atado de pies y manos, con las piernas abiertas. Le están metiendo algo. Camino rápido entre un cuarto y otro, con la cabeza gacha, tratando de pasar inadvertido con mi remera de Pearl Jam. Sé que no va a pasar nada que yo no quiera, que es un miedo machista y retrógrado, incluso homofóbico; pero tengo terror a que me cojan. Sin embargo me quedo en mi lugar. Lo siento como un acto de valentía, también como una prueba a mi heterosexualidad. El pelado Alan baja las escaleras. Trae a Leónidas de la mano, que todavía tiene puesta la máscara de látex. Lo ayuda a subir a una tarima. El pelado ata a Leónidas en una cruz; le pega con un látigo, le retuerce los testículos, le estira el pito. Los demás se empiezan a acercar; hacen un semicírculo de tipos desnudos. ¿Mostrará la pija tan grande que tiene el pelado? Todos miran, excepto el chico del sillón, que consiguió quien se la chupara. Recién entonces me doy cuenta de que hasta ahora ninguno acabó. Charly dice que los clientes se reservan la eyaculación para que la noche sea más larga; van a acabar cuando les parezca que ya no pueden ir más lejos. Mientras tanto son hombres desnudos en semicírculo.
Sigo siendo el único que está vestido.
***
Ahora el silencio tiene la forma de una canción de Rammstein. Los tipos se empiezan a mover y algunos vuelven al cuarto del arnés. Tengo la sensación de que es el momento de irme, pero me quedo. Algo está por pasar. Trato de reconocer caras familiares, pero no veo a Alexis, ni a Leónidas, ni tampoco a Marcos. Lo que veo son cuerpos, y de entre los cuerpos una figura que viene hacia donde estoy. Tengo tres segundos para imaginar que Charly viene a protegerme, con su pantalón de cuero negro, mi sado-superhéroe favorito.
Tres segundos para imaginar qué pensarían mis compañeros de escuela si me vieran ahí, rodeado de pitos, el maricón que quería ser escritor. Mientras tanto lo veo venir con la música de Tiburón en mi cabeza, los ojos fríos, midiéndome para atacar.
Que me gustara Queen en la adolescencia, que a los dieciocho fuera a la cama solar. Una vida plagada de señales ambiguas, predestinada por esos gallitos de colegio católico que se burlaban de mí. Y por fin el pelado, Alan, está adelante mío: alto, fuerte, un Godzilla que abre las garras para llevarme. Es el momento de cruzar la barrera o de retirarse. No lo dudo: subo corriendo las escaleras, sin mirar atrás, y cuando estoy arriba le pido a Charly mi camisa a rayas y me saco la remera de Pearl Jam. Le digo que me disculpe con el pelado. Me da vergüenza haberme escapado así. “No te preocupes”, contesta Charly y hace ese gesto de tirar la mano para atrás, como si de verdad no tuviera que preocuparme. Cuando camino de vuelta a casa, una y media de la mañana, en una noche fresca de sábado en Buenos Aires. Escucho que alguien canta en un departamento. La voz viene desde un segundo piso, living iluminado, lleno de globos; un tipo de mi edad, con micrófono, al lado del televisor. Su novia rubia lo aplaude; sus amigos lo miran entusiasmados. Parece ser una especie de karaoke en el medio de una despedida de solteros, o un cumpleaños, o algo parecido a una fiesta. Ahí debería estar yo, y después subir las fotos al Facebook. Pero no. Yo pasé la noche en un bar sadomasoquista para gays. Hay una sola cosa que no me deja tranquilo: de todos los hombres que había, fui el único maricón que salió corriendo.