Villa Gessell, años idos de contracultura y refritos de hippismo. Deambulábamos por una avenida 3 de sol vertical y locales vacíos. No sé ya de que motivación estaba hecho ese paseo urbano en horario de playa, acaso solo era un tour por escenografías para sobrevivientes de la noche anterior (amparados tras esos escudos que conocemos como anteojos de sol) en la sempiterna lucha entre lagartos y vampiros, que es el combate de fondo darwiniano del verano argentino. Villa Gessell era una canción animal.
En el centro de gravedad del cambio de década la banda de sonido de esa tarde extraña y solitaria era un riff de guitarra imposible que cumplía con las mejores promesas del rock&roll y, al mismo tiempo, detenía el paso del tiempo como el más perfecto de los estribillos de la música pop. Soda Stéreo hubiera ocupado entonces, verano de 1989, el lugar menos pensado entre las posibles epifanías musicales para chicos que eran, en todas las formas posibles, bombas pequeñitas de la militancia underground.
Porque Soda Stéreo ya era entonces el grupo mainstream al que cualquier aspirante a miliciano punk o trosko-rocker aspiraba a decapitar con saña. ¿No eran ellos los rockeros bonitos educaditos señalados por el imán calvo de voz hiriente? Pues creíamos que sí o creíamos que no teníamos que creer en lo que ese riff de guitarra eléctrica espiralado nos estaba diciendo como lamiéndonos el oído despacio, en un sueño erótico en cámara lenta.
El riff se corporizaba en la tarde abrasiva de la ficción alpina de Carlos Gesell y tras su abstracción de feedback y ruido decía algo así como: “están escuchando al grupo pop-mainstream más grande de Latinoamérica tocando la música cruda a la que ustedes rinden culto de la mejor manera posible aquí y ahora”.
En efecto, el álbum Canción Animal llevaba algunos meses de rotation (aquellos tiempos no eran estos de la ultravelocidad viral) y con el correr de los días su efecto se iba desparramando haciendo que cada una de sus canciones ocupara el centro de la escena a medida que los programadores de las radios alternaban sus tracks como partes de un rompecabezas luminoso (cada pieza era indispensable en sí misma). Parece prehistórico (lo es) pensar que Soda Stereo presentó el video clip de “De música ligera” en el ómnibus TV de Juan Alberto Badía pero fue así. ¿Y porque nos resulta tan extraña esa imagen que fue verdadera, que sintonizaron millones? Porque el semblante contemporáneo de la canción no se condice con el desarrollo de la televisión argentina de entonces, con la tribuna del programa (¡primer plano de esos sweaters!), con el estilo Hotel Ca(n)sino y amable del conductor. Ni siquiera con el estilo sutilmente retro que Soda Stereo había elegido para hacer visual la música de este disco (Cerati pensaba, siguiendo a David Bowie, al álbum como un objeto de lanzamiento estético). Porque, vamos, “De música ligera” no era un ready made de psicodelia tardía sino una especie de autoconciencia de beatlemanía expresada en una canción demasiado intensa para ser atrapada y enjaulada entre los últimos bichos de una década que había empezado en las catacumbas de la dictablanda y terminaba así: Híper.
Entomólogos a joderse. En Canción Animal, Cerati (cerebro y corazón de la obra) pegó la pirueta más asombrosa de su travestismo cosmopolita. Era cierto que había estado tratando de descifrar cada reescritura anglo del pop para Buenos Aires, primero, y Latinoamérica después. Sí, de The Police y The Clash (pero sin abono al History Channell) a Duran Duran y Cocteau Twins o The Cure y Echo & The Bunnymen o lo que fuera…(¿XTC?) Pero eso no era otra cosa que lo que un crítico-ideólogo francés llamado Pierre Restany (adalid del Nouveau Realisme) había observado sobre los artistas visuales que orbitaban en torno al Instituto Di Tella en los 60. Restany había hablado entonces de un “Pop lunfardo” propulsado por el asombroso “transformismo argentino”. No el transformismo del cabaret alemán de posguerra sino la capacidad de rehacer las cosas del mundo de otra manera.
A Soda Stéreo le había llevado media década ser lo que siempre se decía que eran y no eran tanto: vanguardistas populares. Pasaron de tocar en el altillo del Café Einstein los martes de olla popular (un invento de Chabán para atraer público) a presentar su primer opus burbujeante y saltarín (los primeros Soda fueron verdaderos canguros del under, ¡que manera de pegar saltos en el escenario!) en Pumper Nic.
Detengámonos un minuto en esta secuencia. La olla popular en Café Einstein era parte del universo kermesero de Los Twist o las Bay Biscuits, grupos de rock performance que prefiguraron lo pos-moderno en el paisaje cultural de Buenos Aires; tocar en Pumper Nic, no. Era ocupar el presente-presente sin notas al pie de ironía distanciada. Soda Stéreo quería meterse en el lugar pop de los 80: el devenir del fast food como nueva costumbre urbana aunque esta fuera la versión pirata de la gran marca americana (Miranda! repetiría el gesto apropiándose la “M” de McDonalds, casi veinte años después).
A partir de ahí entre la cosmética (“dale dale con el look”, le imputábamos) y la mímesis con los centros de producción y decisión artística (el eje Londres-Nueva York), Cerati fue re-presentándose a sí mismo, y fue percibido en ese sentido, como el emblema de la modernidad en el rock de los 80 caracterizado también como “moderno” frente a los residuos de setentismo contenidos por la fusión y la trova rosarina.
Más que Federico Moura, con su elegancia gélida; que Luca Prodan, que era el mito del punk contado a los (no tan) libres del sur; que Indio Solari, que sostenía las proyecciones contraculturales del 68 como actitud crítica. Cerati, Soda Stéreo, eran la Vogue de nuestra escena de hits rockeros en discotecas de la temporada pos Malvinas.
Habían sido parte real del underground pero fueron los primeros en abandonarlo para poner en marcha una estrategia que ponía en un mismo plano el trabajo en el estudio de grabación con el marketing y la fotografía. Porque en el mundo se trabajaba así y Soda Stéreo se pensaba parte del mundo.
Y con ese motto el trío sedujo al resto del continente: podían hacer lo mismo que los grupos anglo pero en TU idioma. Habría quien viera en todo aquello rasgos de una operación contra-telúrica pero cabe recordar que el centro de operaciones del grupo era Buenos Aires y la ciudad de la furia, after Borges y Arlt, tenía derecho a engullir lo que quisiera de la producción occidental como si de un largo buffet froi se tratara. En la larga marcha de la grieta (que no es un invento K) entre una cultura argentina de aduanas cerradas y otra de aduanas abiertas y cosmopolita, los Soda habían tomado la responsabilidad de la segunda. No la opción, el camino, el atajo sino eso, la responsabilidad. Una modernidad responsable en cuanto comprometida con modificar los paradigmas artísticos y trabajarlos como arcilla para dar una forma lo suficientemente atractiva como para no quedar hundida en el gesto de darle a la época su cucharadita de sopa. Y así quedar, en ese acto manso, tragada por el tiempo.
Curiosamente, la opción de Cerati arrastraba una tradición (vista una y otra vez como anti-tradición) que podría localizarse nada menos que en el epifenómeno argentino (o porteño) par excellance. El avasallamiento de Soda sobre Latinoamérica, fenómeno que ningún otro grupo pop-rock argentino replicó desde entonces, estaba hecho de la misma materia ambiciosa que la del dúo, el joint venture, de Gardel y Le Pera. Música para películas y películas para vender la música (del biógrafo al video clip, de “Sus ojos se cerraron” a “Cuando pase el temblor” la estrategia es la misma), poesía y sonido del mundo al día, ya fuera el modernismo de Ruben Darío o la sensibilidad gélida del pos punk. Un deseo desesperado por comprimir la distancia de la periferia con el centro.
Y el mapa, claro. Y la decisión de nunca, nunca volver a casa. La muerte prematura salvó a Gardel del juicio nacional y popular pero no pasó así con Le Pera, chivo expiatorio de la inflamada retórica boedista. ¿Lo volvieron a leer sin música? ¿Visitaron su tumba en Chacarita? Yo sí. Es un olvido marmolado de telarañas, el olvido al que fue condenado, sin defensa posible, por “influir” sobre nuestro Carlitos y querer hacer de él otro Valentino.
La digresión tanguera no es tal. Cerati con su plan moderno, su teleología de la novedad fue más gardeliano que todos. O Borgeano, Di Telliano y, sí, Spinettiano.
Y ahí estamos de nuevo, entonces, con Soda Stereo terminando su puesta al día del rock argentino de los 80 (¿o serían una rara forma de la sustitución de importaciones peronista estos pajarracos de penacho en gel?): de la new wave al pos punk, del new romantic al dark y así. Para llegar a 1989, casi en las postrimerías del “Hipercandombe” que el ultra-lúcido García de La Máquina de Hacer Pájaros había pronosticado como canción mucho antes, con un Cerati dispuesto a pegar su salto mortal maestro: no por último, ni mucho menos, sino por arriesgado, por inesperado.
Parecía que a Soda Stereo después de probarse todos los trajes de la época le quedaba sólo uno: ser y parecer una banda de rock como todas aquellas ejemplificadas como anatema.
Canción Animal parecía desviar el camino modernizador de Soda Stereo hacia un lugar lateral en el que, por primera vez (¡pero estamos hablando de cinco años apenas! ¡Tiempos beatlescos!), Cerati se permitía reconocer un poco más su geografía sentimental, abrirse. La música del Spinetta de Artaud, el súmmum del rock argentino como concepto, aparecía como texto en una canción cuya arquitectura sonora era la presencia de una futura ausencia: el diagnóstico de un cáncer terminal de su padre. Una operación sinestésica que desechaba la nostalgia (nadie que siguiera al grupo corrió a comprarse “Artaud” por “Té para tres”, el necesario link crítico llegó después, vía Pablo Schanton) o enrarecía las referencias posibles. ¿Escuchábamos Led Zeppelin en “El séptimo día”? Un poco sí, pero no tanto. Más bien escuchábamos a Cerati usando a Soda Stéreo, su capital masivo, para expresarnos su audición original (y argentina) de Led Zeppelin. Una sensación recóndita que en este salto se le hizo carne.
La cosa con Canción Animal podría pensarse así. Después de pasar el quinquenio 1983-1988 escuchando a Cerati dando una versión siempre aumentada y corregida del presente, resultaba ahora que su apuesta de modernidad inquebrantable residía en presentarnos una especie de ucronía. Soda Stéreo: de cómo hubiera sido la factoría pop en 1974. No un viaje en el tiempo sino un remolino de 360 grados en el presente: por eso es que tiembla la tierra con los primeros acordes de “De música ligera”. Se nos sale el corazón de la urgencia con que largan ¿No es esa canción una apretadísima autobiografía del autor de rock como connaiseur apasionado al fin? Cerati venía a demostrarnos que su capacidad para re-hacer la música de moda anclaba en la moda de la música pop como combustible de la ilusión de cambio. Y esa sí que es una cosa absolutamente pasada de moda hoy, 2014. La música pop ya no es (tan) importante.
Pescado Rabioso, Invisible, Led Zeppelin, King Crimson (vuelvan a escuchar “Entre Caníbales”), todos esos moai inamovibles del Parque Rivadavia los domingos por la mañana (hablamos de antropología acá: la gente cambiaba discos para socializar entonces) estaban en su ADN y no es que hubieran sido reprimidos por un travesti farsante sino que afloraron, en envión proustiano, como un geysir de la remota Islandia, para ser redefinidos como lo que siempre habían sido: modernos.
Este Cerati por primera vez autobiodiscográfico murió con las botas puestas. Si el afuera no le estaba dando ninguna señal lo suficientemente fidedigna (imagínenlo sintonizando ondas hertzianas de ultramar como un poseso) como para atesorarla, trabajaría con lo que traía puesto. Pero no en el plan revisionista del estilista del cover (¡basta de American Songbook por dios!) que nos cuenta y canta las canciones que se escuchaban en su casa o aquellas otras del fogón sino con un plan superador, una tesis: demostrar que el rock ese, crudo, eléctrico, dionisíaco, expresionista, desde donde se lo negaba o relativizaba (solo un imbécil podría negar los alcances artísticos de Soda Stéreo en 1989) estaba hecho de la misma molécula de modernidad y neofilia que había alimentado la curiosidad de su obra hasta entonces.
Y ahí venía el lío. Cerati arrancaba riffs furiosos a contratiempo que lo ponían más cerca de Jimmy Page que de Robert Smith, el melancólico star de The Cure. ¿Pero cómo? ¿Batirse el pelo a lo Hendrix Experience le daba habilidades o poderes nuevos con la guitarra eléctrica? Soda Stéreo probablemente se dejó guiar por la seductora melancolía de The Cure en su segundo y tercer disco pero Robert Smith jamás hubiera podido pegar un portazo semejante al de Canción Animal con su estilo que terminaría siendo una especie de cárcel. No es una observación provinciana sino más bien una forma de demostrar que en el plan moderno de Cerati el rock de los setenta era también una parte de su lenguaje.
¡Y cómo lo hablaban! (O cómo lo hablaba, mejor) Estoy escuchando la versión del show de 2005 en You Tube ahora mientras escribo y me dejo ir en las notas suspendidas que se encadenan como un rosario ensimismado (el solo que conversa consigo mismo) de contrapuntos ínfimos. Pero no me interesa la musicología y mucho menos en el rock&roll. Probablemente eso que toca Cerati en “Un millón de años luz” tenga un nombre, se pueda escribir en un pentagrama y volver a tocar. ¿Seguro?
Cuando Cerati arranca ese solo que es riff y a la vez estribillo mudo (¡todo!) no hay nada que puede quitarnos la atención porque la hemos perdido en los primeros escarceos de ese espiral que sube, baja y planea repitiendo la coreo de una gaviota en la playa. Y ya volvimos a Gessell, 1990.
Ahí escuchando el ulular desgarrador de esa guitarra (¡Cerati decía mucho con la guitarra!) me debo haber quedado suspendido observando las sillas de plástico inertes y los perros lamiéndose para no morir de sed en una tarde de sol furibundo en la villa de Carlos Gessell.
Donde habíamos descubierto todos los secretos del rock de los hermanos mayores y ahora, de pronto, resultaba que la guitarra más afilada de todas, la que se te podía clavar como una daga furiosa en el pecho y te dejaba como idiota, ido, como un pinkfloyd alucinadito era nada menos que la del rockero bonito educadito dale dale con el look raros peinados nuevos. Y así, como si nada, incrédulos, no lo decíamos pero adivinábamos nuestros pensamientos entre los vampiros que disimulaban haberse alimentado con “las cenizas de una noche larga”.
En esa tarde, en Argentina e Iberoamérica, no había ningún grupo capaz de rockear con semejante dosis de pasión y estilo como Soda Stéreo.
Nada podía deterner tanto el tiempo y la ilusión de la realidad como ese fraseo diabólico que Cerati había inventado para contarnos que, en efecto, el rock&roll fue otro invento de la modernidad.