Huellas de la crisis


Subvertir el orden, compartir las calles

El último gran estallido social de los noventa moldeó una época: cambiaron las relaciones de los sectores medios con la protesta, el modo en que las organizaciones sociales se vincularon con la actividad política profesional y los intentos de articulación entre ambas arenas. A todas esas novedades las unió la experiencia del protagonismo político. ¿Qué huellas dejó la crisis? ¿Qué alcance tienen hoy? En este ensayo, Sebastián Pereyra dice que, más que un catalizador de grandes transformaciones sociales, el 2001 reflejó un momento de experimentación del entusiasmo político.

Obra expuesta en la exhibición 19y20 del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Archivos, obras y acciones que irrumpieron en la narrativa visual de la crisis de 2001. TPS (Taller Popular de Serigrafía) 2002 - 2007*

Se cumplen veinte años del 2001, veinte años de las excepcionales movilizaciones del 19 y 20 de diciembre. La distancia es una herramienta fundamental para pensar hitos como el que estamos evocando: dos décadas parecen suficientes para que vayan perdiendo centralidad los acalorados debates intelectuales sobre la interpretación y la importancia del 2001 como fenómeno político. Pero también es un tiempo estrecho para no pensarnos todavía algo encandilados por aquel fulgor.

Uno de los rasgos excepcionales del 2001 fue la magnitud y la propagación de las formas de movilización de ese diciembre y la crisis institucional que desató -condensada en la renuncia anticipada del presidente Fernando de la Rúa. Sin embargo, ese acontecimiento disruptivo de la política argentina se enmarca en años –precedentes y posteriores- no menos convulsionados. El 2001 forma parte, por decirlo de algún modo, de un lustro de agitación que tuvo en la llegada de la protesta piquetera a la política nacional uno de sus rasgos más salientes. Sin embargo, el momento más álgido de la crisis –entre diciembre y marzo- no estuvo marcado por la presencia de organizaciones populares en las calles; fue, más bien, la expresión de una revuelta de sectores sociales integrados.

Nuestra crisis quedó anclada como uno de los últimos eslabones de las respuestas y estallidos contra las reformas de mercado que caracterizaron a los años ’90. Y, a la vez, como la primera de los amorfos y escurridizos movimientos de indignados que se multiplicaron en las décadas posteriores. Fue una crisis informada por los debates sobre nacionalismo o situacionismos globalofóbicos, comuna y contrapoder; jalonada por los cacerolazos, la crítica de la política y el vecinalismo.

El 2001 forma parte de un lustro de agitación que tuvo en la llegada de la protesta piquetera a la política nacional uno de sus rasgos más salientes. Sin embargo, el momento más álgido de la crisis no estuvo marcado por la presencia de organizaciones populares en las calles; fue, más bien, la expresión de una revuelta de sectores sociales integrados.

Aunque los días de diciembre implicaron un cierto repliegue de organizaciones y movimientos de sectores populares, en los meses subsiguientes volvieron a cobrar protagonismo. La convergencia en las calles de una diversidad de expresiones de protesta y movilización fue también un rasgo muy significativo de las secuencias y escenarios de los meses posteriores a diciembre. Los cruces e intentos de articulación entre el mundo popular y los sectores medios urbanos acompasaron el tiempo sincopado de la crisis. Quizá este sea uno de los rasgos más interesantes de ese escenario de convulsión mirado en perspectiva. 

El mundo popular llegó a la crisis de 2001 con una experiencia larga y sedimentada de fragmentación social. La clase obrera ya no representaba un horizonte de integración social. La experiencia de la pobreza persistente y los saqueos se habían vivido con fuerza y dureza a fines de los años ’80. La organización y los reclamos colectivos ligados a la informalidad y el desempleo ya habían cobrado forma y vitalidad desde mediados de los años noventa.

Aun así, el 2001 produjo un crecimiento del umbral de movilización social en el país. Ese crecimiento refiere sin duda a la pregunta por la relación de los sectores medios con la protesta, en particular, y con la política en general. Y es que más que de la clase media podemos hablar de sectores sociales astillados, con dificultades cada vez mayores para reconocerse y ser reconocidos como una clase social. Puede tratarse de sectores de ingresos medios y altos –urbanos o no tan urbanos–, reacomodados luego de un largo proceso de privatización del bienestar y que miran al Estado y a los gobiernos -en especial aquellos que reivindican las formas de intervención estatal en la vida social- con desconfianza y encono. Son los que sienten gestos confiscatorios y autoritarios en las políticas que refuerzan la posición del estado; un estado que, por lo demás, desapareció del horizonte para esos sectores como actor relevante en la provisión de servicios de educación, salud y seguridad, entre otras cosas. Es difícil no ver en la consolidación del cacerolazo la incorporación del recurso a la protesta para esos sectores medios, ahora partidarios de un liberalismo económico que se forjó en su experiencia biográfica. Como tampoco es difícil ver en esa veta la experiencia puntual, pero de honda huella, de la movilización de ahorristas durante la crisis.

Al mismo tiempo, el 2001 representó un momento de incandescencia para otros sectores medios que nutrieron el contingente de una nueva generación de militantes sociales y políticos. En asambleas barriales, a través de las militancias estudiantiles, como parte de colectivos de activismo cultural, forjaron nuevas energías políticas que durante la larga década de los noventa la sociedad argentina había visto decaer y transformarse en cinismo y desinterés. Esa energía se caracterizó por mayor cercanía con la política y por estar más decidida a resistir o a intentar resistir los efectos de la eclosión y diversificación de los sectores medios. Más propensa, entonces, a abrazar las banderas del estado como garante de procesos de movilidad social ascendente, como igualador de oportunidades o incluso como agente de redistribución del ingreso. 

Nuestra hipótesis es que el 2001 moldeó formas nuevas de protagonismo político de los sectores medios. Una tendió a profundizar e impugnar la distancia entre ciudadanía y clase política, pendulando entre la delegación y la crítica. Otra, desencadenó un proceso de trasvasamiento generacional dentro de la propia profesión política, apostando por una transformación de los términos y criterios clásicos de organización de la política partidaria que orientaron el ordenamiento político en la posdictadura.

En asambleas barriales, a través de las militancias estudiantiles, como parte de colectivos de activismo cultural se forjaron nuevas energías políticas que durante la larga década de los noventa la sociedad argentina había visto decaer y transformarse en cinismo y desinterés.

La modificación del umbral de movilización se puede registrar, en ese sentido, en la mayor porosidad que existe en la frontera entre el mundo diverso de la movilización social y el universo profesionalizado de la actividad política. Una frontera porosa por los alcances y dinámicas que implica la apertura de las esclusas. Esa apertura significa, entre otras cosas, que desde entonces el magma de la movilización social representa un canal de entrada claro y persistente a la actividad política. En estas últimas dos décadas que nos separan de aquél diciembre de 2001 hemos podido ver que dirigentes piqueteros primero, referentes de movimientos sociales y portavoces de reclamos públicos de todo tipo son reclutados o deciden dar un salto a la política, tanto en la arena electoral como también en cargos ejecutivos. Militantes y activistas sociales de diverso tipo son una fuente de renovación y legitimación de la actividad política que, paralelamente, ha sufrido un proceso de desestructuración de los ámbitos en los que se producía y reproducía la carrera política. El salto a la política o la doble militancia –en un movimiento y en un partido- no es un fenómeno nuevo, ni privativo de la postcrisis-. Sí parece serlo el de la apertura de las esclusas, es decir, el modo en que la militancia y el activismo en organizaciones sociales de protesta se transformó es una vía de entrada –establecida, institucionalizada- a la actividad política profesional.

Visto en perspectiva, el 2001 parece haber sido menos el catalizador de grandes transformaciones sociales –más bien su expresión cruda y despojada– y más un momento de experimentación del entusiasmo político. La experiencia del contacto con la vida pública, con los alcances y los límites del mundo en común: la experiencia de formar parte de ese mundo e intervenir en él. Porque existen sin duda elementos emocionales ligados a la experiencia de la protesta como actividad específica. El placer de la protesta puede referirse a la satisfacción del encuentro con otros, la gratificación de fundirse y formar parte de algo común, compartir el tiempo y el espacio de la política en las calles, los cantos y rituales que acompañan a los diferentes tipos de manifestación. El placer, incluso, puede estar ligado al gesto de subversión del orden, de alteración de las reglas y las posiciones sociales que se manifiestan en los disturbios y revueltas. No es difícil rememorar las huellas de esa experiencia, guardadas en el cuerpo. 

También es cierto que el 2001 tuvo su centro y su periferia. La crisis representó un estallido social en la política nacional, pero no tuvo el mismo alcance ni declinación en las políticas provinciales. Algunas de las características del 2001 habían estado asincrónicamente presentes en las provincias argentinas durante los años noventa. Primero, esa fuerte línea divisoria entre los participantes de la protesta y los políticos. Segundo, la impugnación de la acción de gobierno y el pedido de renuncia o la búsqueda de la destitución de funcionarios. Podemos evocar aquí diversos estallidos y puebladas que tuvieron lugar en distintas ciudades del país de las cuales el llamado "santiagueñazo" fue, quizá, una de sus expresiones más emblemáticas.

El paso del tiempo va moldeando nuestra mirada sobre los acontecimientos. El 2001, como toda crisis, fue cruzada por interrogantes sobre sus causas y también sobre sus consecuencias. Hemos recorrido un largo camino para tratar de entender qué procesos y transformaciones de la sociedad argentina generaron las condiciones de la crisis, cuáles fueron sus causas y también sus azares. Pero a medida que la distancia se incrementa podemos preguntarnos también si vivimos aún a la sombra o la luz del 2001. Qué marcas y huellas produjo y qué alcance tienen. La perspectiva que da el tiempo permite entender mejor los rasgos y la fisonomía de ese acontecimiento único e irrepetible. La particularidad de ese acontecimiento, dijimos, está ligada a la experiencia del protagonismo político. Y estamos, creo, cada vez en mejores condiciones para descifrar estos asuntos.

*Las gráficas del TPS se realizaron en medio de un clima social de movilización constante. El colectivo asumió la necesidad de generar imágenes que pudieran dar testimonio de lo que acontecía en el laboratorio social de la crisis. A través de los llamados “dibujazos”, trabajaban múltiples bocetos y luego elegían algunos para reproducir en serigrafía, aunque también utilizaron la técnica del esténcil o la pintada de banderas. El ritual instalado en aquellos años fue a partir de la impresión de remeras en el marco de las movilizaciones, festivales o eventos culturales. Prácticas que constituyeron místicas y se agenciaron con algunos de los movimientos nacientes en el post 2001.