Texto publicado el 26 de marzo de 2018.
El médico salió de la habitación con expresión sombría. Intercambió unas palabras en voz baja con Herminio, se fue y dejó a toda la familia sumida en un silencio grave. En la cama, incómoda entre sus propias sábanas, con el ceño fruncido por el dolor y el enojo, quedó Antonieta Sartorato, una italiana oriunda de Venecia que hacía más de una década vivía en San Rafael, Mendoza. Estaba casada con Herminio, otro italiano que también había venido sin nada, como la mayoría de los inmigrantes de principio de siglo XX. El médico la visitaba con regularidad y le comunicaba los avances de la situación a Herminio. Mi abuela Lidia me contó varias veces esta escena de su infancia, una de las más dolorosas de su vida: en la década del 30, mi bisabuela agonizaba por una septicemia producto de un aborto clandestino. El mismo día de su muerte se llevaron preso a mi bisabuelo Herminio. Lidia, su hermana Dina y su hermano Hugo quedaron al cuidado de una vecina. A pesar de que lo habían decidido juntos porque no podían mantener más hijos, mi bisabuelo iba a tener que negar que sabía que Antonieta estaba embarazada y que se había practicado un aborto, sólo así lo dejarían libre. A los 11 años mi abuela vio morir a su mamá en la cama de su casa, después de muchos días de agonía y dolor.
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Según la Dirección de Estadística e Información de Salud (DEIS), en Argentina el embarazo terminado en aborto es la primera causa de muerte (definida como) materna para el período 2001 a 2016 (excepto 2009, cuando hubo un pico de muertes por H1N1, y 2012 y 2014, cuando los trastornos hipertensivos se ubicaron en primer lugar). En 2015 y 2016 (últimos datos disponibles) el aborto volvió a ser la primera causa. Si bien en la categoría de abortos están incluidos los abortos espontáneos y los inducidos, podemos suponer que los primeros presentan menor riesgo de muerte porque se encuentran en el marco de un sistema sanitario que los incluye y acompaña. La mayoría de los abortos inducidos, en cambio, se realizan en prácticas y circuitos clandestinos, por lo que incluso podemos pensar que es un dato subregistrado. Para este período el total de muertes por aborto asciende a 1.129.
Setenta años después de la muerte de mi bisabuela yo volvía de viajar por Latinoamérica con una amiga. Fuimos en micro y sacamos el pasaje más económico: 35 grados y sin aire acondicionado. A la vuelta pasé las treinta y dos horas descompuesta, sin poder dormir, con ganas de vomitar. Después de llegar a mi casa, un departamento en Lanús donde vivía sola, me acosté. Dormí sintiendo que el malestar sabía a ruta y calor y que con una buena siesta se pasaría. Cuando me desperté el malestar era igual o peor. Enseguida lo percibí y lo confirmé con un test: me había cuidado pero el malestar era producto de un incipiente embarazo. Me acordé de Antonieta.
Vivíamos todavía las consecuencias sociales, económicas y políticas de la crisis del 2001 y yo no había escuchado hablar nunca del misoprostol. No existían las socorristas, las activistas poderosas que, inspiradas en las feministas italianas, francesas y estadounidenses de la década del ´60 y ´70, desafían al heteropatriarcado y acompañan a las mujeres que deciden abortar. O al menos yo no las conocía. A la primera que llamé fue a mi mamá. Le dije vení urgente y recién cuando llegó me largué a llorar:
- ¿Estás embarazada? -me preguntó.
La opresión se inscribe en los cuerpos, pero también todas las estrategias de luchas y resistencia, un saber estar ahí para la otra, para el otre. Llamé a mis amigas: Maite, Sabri, Vale, Nati. Ninguna sabía qué hacer, pero todas conocían a una hermana, amiga o tía que había abortado. Como yo estaba paralizada ellas tejieron redes. Yo cursaba los últimos años de la carrera de Sociología y estaba a favor de la legalización del aborto, pero esto no era en tercera persona. Lo personal es político se hacía cuerpo en mi cuerpo, en una.
La tía de una amiga me pasó un contacto, una dirección escrita en un papel arrugado. Allá fuimos con mi mamá. Era una cuadra de barro en Escalada este, un paredón que parecía un club. Dudamos pero después de dar algunas vueltas en silencio nos metimos. En la recepción (del club) había dos amigas que parecían estar esperando. Nos reconocimos en las miradas y guardamos silencio. Al rato nos recibió un señor de unos 60 años con guardapolvo que oficiaba de médico. No dijimos mucho. Nos llevó al final de ese espacio inmenso hasta un lugar que sería su consultorio. Fue una de las experiencias más extrañas de mi vida. Había un nuevo código del lenguaje: las miradas, las señas, los silencios cobraban otro valor y otros sentidos. El médico me hizo una ecografía sin consultarme, y me hablaba sin que yo preguntase nada. Al final me dijo: nadie se va a dar cuenta, como si esto no hubiera pasado. Salimos de ahí con la certeza de que ese no era el lugar.
La hermana de otra amiga llamó al médico con el que se había hecho un aborto pero estaba jubilado y no tenía más información. Los días pasaban y no sabía qué hacer, adónde ir. Finalmente conseguimos un nuevo contacto. Otra vez una puerta despintada, un pasillo, un cartel que decía en lapicera azul vuelvo más tarde. Nos fuimos sabiendo que ahí no íbamos a entrar.
Según la DEIS del Ministerio de Salud de la Nación, en 2013 (último dato disponible) se registraron 48.949 egresos por abortos en el sector público de salud. Es decir que por año casi 50.000 personas estuvieron internadas por este motivo en algún hospital público del territorio nacional. Este dato no discrimina si fueron espontáneos o inducidos. Pero tampoco incluye a los egresos del sector privado, los hospitales dependientes de Universidades, ni de las obras sociales. Según la DEIS el aborto es la tercera causa de egreso de las mujeres en edad fértil luego del parto y las complicaciones del parto. Es decir, que las personas con capacidad de gestar en edad fértil se internan en un efector de salud primero por motivos de parto y sus complicaciones, y luego por abortos.
Finalmente la amiga de una amiga me pasó la dirección de un consultorio en Lanús, allí había ido su hermana. Tocamos timbre, era una puerta con escalera hacia arriba. Había que decir una contraseña, el nombre del doctor y el nombre de quién te había pasado el contacto. Mucho después me pregunté por lo absurdo de esta escena: ¿quién se podía acordar de todas las mujeres que habían pasado por ahí? Pero años más tarde, cuando fui yo quien pasó el contacto, repetí lo mismo: decí que vas de parte mía.
Aquel espacio oculto y clandestino era un consultorio con un médico que me preguntaba, me hablaba a los ojos y me explicaba las opciones. Iba a realizarme una AMEU, aspiración manual endouterina. Me pasó el costo, fijamos fecha y me dijo qué tenía que tomar y hacer antes de ir. Salí aliviada, creo que mi mamá también, por un momento pensamos que no íbamos a encontrar un lugar adecuado.
Si bien la AMEU es un procedimiento relativamente sencillo, requiere de cuidados higiénicos y conocimientos médicos. Puede tener complicaciones como toda intervención médica sobre nuestros cuerpos: infección, hemorragia excesiva, lesión del cuello o perforación del útero, proceso incompleto, complicaciones con la anestesia. Por ese entonces todavía no era una práctica extendida el aborto con misoprostol ni existían los manuales de cómo hacerse un aborto con pastilla de las Lesbianas y Feministas por la descriminalización del aborto. La Organización Mundial de la Salud (OMS) en su manual de práctica clínica para un aborto seguro indica dos métodos: el de medicamentos (misoprostol o la combinación de mifepristona más misoprostol) y el quirúrgico (aspiración por vacío).
Hice todo lo que me dijo el médico y asistí puntual a la cita. Repetí la entrada con contraseña y dato de contacto. En la sala de espera éramos cuatro o cinco. Entré a un consultorio que parecía un quirófano. Nunca había tenido tanto miedo. Dos enfermeras me calmaron, me agarraron firme y me dijeron “todo va a estar bien”. Después de desnudarme de la cintura para abajo me dieron un ambo y me pidieron que subiera a una camilla ginecológica. Tenía que acostarme y abrir las piernas. En ese momento no recuerdo cómo pero me dormí. Me desperté con unos dolores intensos en el abdomen. En cualquier procedimiento de aborto se producen espasmos abdominales y hemorragia del tipo menstrual, y aunque pareciera obvio no sabía que los iba a sentir. Todavía confundida me llevaron a otra habitación donde había unas seis camas vacías, era como una pieza de hostel abandonada. Me dejaron ahí, sola, quería que mi mamá me abrazara pero casi no podía hablar. Cuando confirmaron que me podía parar, aunque apenas mantenía el equilibrio, la llamaron y me dijeron que me tenía que ir. Cuanto antes, mejor. Bajé la escalera con ayuda, salimos al sol de una avenida comercial en pleno sábado. Cruzamos como pude y nos tomamos un remis.
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Aborté, sin saberlo, junto a otras cientos de miles. La cifra estimada de abortos inducidos en nuestro país se encuentra entre 371.000 y 522.000. ¿De dónde surge ese dato? No existe un registro que cuantifique la práctica, ni que discrimine los abortos espontáneos de los inducidos: la práctica sigue tipificada por el código penal como un delito con excepciones. Uno de los estudios más sólidos de estimación de aborto inducido fue publicado en 2005 por Edith Pantelides y Silvia Mario. La investigación fue financiada por el Ministerio de Salud de la Nación y coordinada por CEDES y CONICET-CENEP. Las investigadoras aplicaron dos métodos de estimación utilizados habitualmente cuando la práctica es clandestina. Con dos alternativas distintas para cada uno arriban a cuatro valores estimados. Según el método basado en egresos hospitalarios la cantidad de abortos inducidos para el año 2000 fue de 446.998 para la opción 1 y 371.965 para la opción 2. El método residual arrojó para los años 2004 y 2005 otras dos estimaciones del número anual de abortos inducidos: 485.974 para la alternativa 1 y 522.216 para la alternativa 2. Datos que coinciden con otros estudios previos en nuestro país.
Escuché y leí en estos días a varias personas en distintos medios de comunicación desestimar el dato por no ser real. ¿Qué es estimar? Es un proceso estadístico matemático mediante el cual inferimos un valor poblacional a partir de otros valores estadísticos. ¿Es una operación poco frecuente? No. Es una operación común en la construcción de datos nacionales. No siempre tenemos el dato poblacional, por lo tanto utilizamos estos procedimientos para conocer ese dato con cierto margen de error. ¿Se construyen políticas públicas con datos que no son la realidad? Ningún dato científico es “real”. Todo dato, incluso el poblacional, es una construcción, un camino en donde cada equipo de investigación toma decisiones más o menos acertadas. La mayoría de los datos, por no decir todos, tienen fisuras, márgenes de error, son aproximaciones posibles a esa “realidad” que quieren mostrar. El conocimiento científico es un acto de construcción. No es develar una “verdad” que está ahí para ser descubierta, es ante todo un ejercicio de interpelar aquello que se “ve” a simple vista. Esos datos estimados son datos construidos con procedimientos estadísticos, son válidos científicamente, pero son sobre todo datos que interpelan al sentido común en una sociedad que oculta, invisibiliza y criminaliza una práctica social que realizan cientos de miles de mujeres y varones trans al año.
Aborté sin saber la dimensión colectiva de esa práctica, en silencio, con miedo, vergüenza y culpa, rodeada de mis mujeres íntimas. Por esa época se construían los cimientos de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Un grupo de feministas que ponen el cuerpo por la conquista de nuestros derechos y que el 6 de marzo presentaron en el Congreso de la Nación por séptima vez consecutiva el proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. El proyecto propone pasar de un modelo de despenalización parcial basado en causales (vigente desde 1921) a una despenalización total que combina una interrupción voluntaria hasta las 14 semanas más interrupción por causales más allá del plazo establecido. La penalización del aborto en cualquiera de sus modalidades es ineficiente porque no desalienta a las personas que deciden interrumpir su embarazo, y provoca mortalidad y morbilidad aumentada y evitable.
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Durante más de 10 años tuve en la billetera la tarjeta de contacto del médico que me había hecho el aborto. Lo compartí con cada amiga y amiga de amiga que lo necesitó. Lo guardé muy cuidadosamente, como quien guarda un secreto inconfesable. Lo tiré el día que ayudé a otra amiga a conseguir misoprostol. La práctica del aborto cambió y existen colectivos y organizaciones feministas que acompañaron el cambio haciendo de red con aquellos servicios que aplican el Protocolo ILE (Interrupción Legal del Embarazo) y que se encuadran en el fallo F.A.L. de la Corte Suprema de Justicia de 2012 . Ese año fue el de menor registro de muertes por abortos.
En algún momento pensé que podía morirme. Ahí, en una camilla anónima, en un consultorio clandestino. Y que mi muerte iba a estar acompañada de un juicio moral sobre mi decisión de abortar. Nadie debería sentirse así al momento de llevar adelante una práctica que involucra una decisión soberana sobre su cuerpo. Ninguna mujer, ninguna persona gestante, debería sentir ese desamparo. Pensé que si se enteraba mi abuela podía morirse de miedo. Era yo, era otras, las que mueren en esos lugares que yo deseché, las que mueren en sus casas o en las guardias de los hospitales. Y era mi bisabuela.
Cuando una persona elige abortar podrá ser por múltiples razones, en el marco de diversas historias familiares, sociales, económicas, podrá ser cristiana o atea, podrá tener marido, novio, novia, compañere, amante, o no tenerlo, podrá tener hijo o hija, unx, varixs, o podrá no tener todavía, o no querer tenerlxs jamás, podrá ser mujer, varón trans, o tener otra identidad. Podrá vivir en Villa Fiorito, Belgrano, Tilcara o en Puerto Deseado. Sin embargo, hay algo que nos une: no pudimos, no quisimos. Nos une aparecer. Abortar es aparecer en primera persona del singular. Yo no pude, yo no quise, yo aborté.
¿Por qué no tenemos todavía en nuestro país una ley que garantice este derecho? Si hay una verdad, decía Bourdieu, es que el mundo social es un objeto de lucha. ¿Cuál es la verdadera disputa? Lo que está en juego es nuestra capacidad de decidir ni más ni menos que sobre nuestros propios cuerpos y sobre nuestros destinos. ¿Quién decide? ¿el otro? ¿el Estado? ¿la familia? ¿la iglesia? ¿el médico? No. Decidimos nosotras y nosotres. Lo decidimos 500.000 veces al año y lo vamos a seguir decidiendo. Queremos que esa decisión sobre nuestros cuerpos no sea más en la ilegalidad, ni en el silencio. Queremos que sea en el marco del derecho y con el acompañamiento de los servicios de salud. Queremos una ley que garantice el aborto voluntario y seguro, que garantice nuestro legítimo derecho a decidir.