Crónica

Soledad


El folclore soy yo

Soledad Pastorutti tenía 15 años cuando subió por primera vez al escenario de Cosquín que la consagró. En 27 años recorrió el país más que cualquier presidente. Cantó en estadios, festivales regionales, peñas de pueblo y shows privados. Con más de 1.8 millones de discos vendidos en su carrera se ganó el privilegio de hacer lo que le gusta. Y eso, hoy, es un disco de folklore; el regreso a las raíces, volver a conectar con ese público que escucha música por fuera de la novedad pero que es mucho más fiel que el hit. Diez canciones en las que parece que estuviera cantando en su casa, un domingo a la mañana, relajada, sin tener que demostrarle nada a nadie. Sin neurosis. Con pantuflas y ventanas abiertas.

Es un verano de 1998 en Catamarca. Soledad Pastorutti, La Sole, tiene 16 años y está por salir a cantar en un estadio gigante lleno de gente. Es de madrugada. En lugar de estar haciendo sus ejercicios vocales en el camarín está acovachada con su hermana Natalia en los pocos metros de “pared” que hay entre las dos ventanas de una casilla de contratista rural. Están ocultas, protegiéndose. De las dos aberturas entran manos, brazos, desesperadas por tocarla o arrancarle algo de su ropa, sentir a su ídola, la nueva sensación del folclore y la música popular argentina. La chica del poncho. La nena que se metió en todas las casas argentinas, que recorrió el país entero, la piba carismática. La Sole.

La pesadilla de las manos que la intentan agarrar le canta retruco a lo que pasa sobre el escenario, porque todo se pone peligroso. Está por cantar un tema lento, “La carta perdida”, una canción a un soldado de Malvinas de su segundo disco, La Sole (1997), pero nadie le presta atención, nadie la escucha. La gente está eufórica, tira cosas, grita, quiere algo de ella. El público empieza a treparse al proscenio, ese escalón que divide el escenario de la gente. No hay vallas, no hay seguridad. La adolescente Soledad intenta cantar y una multitud la quiere tocar. Soledad mira para el costado y ve a su mamá, con una botella de agua en la mano, gritándole a un hombre: “¡Si te subís, te mojo!”. La presión crece, el piso cede, el proscenio se hunde y se lleva a la gente hacia abajo. Soledad aprovecha el desconcierto general para terminar el show e irse en la misma combi tambaleante -por el movimiento de los fans que la sacuden- en la que entró.

—Yo me subí al escenario y creo que mi personalidad la adopté a fuerza de las circunstancias, el poncho y todo eso. Y era como medio heavy metal todo, un heavy metal del folclore, ¡ja!. Había que manejar a toda esa gente, y era a base de personalidad. Si no la tenés no podés subsistir en la industria musical —dice Soledad en el séptimo piso de las oficinas de la discográfica Sony. 

Lo dice, y así justifica por qué se siente tan sola como mujer en la escena, porque son pocas las que logran ese nivel de popularidad: Mercedes Sosa y ella. La leyenda y ella, su “nietita musical”. 

Coincidencia o no, Mercedes y La Sole aparecieron ante los ojos del público en un mismo lugar, en el mítico Cosquín, el festival folclórico que se hace en el pueblo cordobés de 20 mil habitantes. Y ambas entraron casi por la ventana, pero el talento las convirtió en estrellas. Mercedes, en 1965, fue invitada a cantar “Canción del derrumbe indio”, sola con su bombo legüero durante el set de Jorge Cafrune, que le prestó el espacio, supuestamente en contra de lo que quería la comisión. Fue una sensación inmediata y gracias a esa presentación pudo grabar su primer disco. Treinta años después le pasaría algo similar a Soledad, pero con un final (corto) más amargo. La primera vez que iba a tocar, no la dejaron porque era menor de 15 años y había una disposición municipal que lo prohibía. Tuvo que esperar a 1996 para la revancha. Con la ayuda del histórico animador de Cosquín, Julio Maharbiz, pudo recién ahí, hacer historia en el folclore. Al principio, la velocidad punk del cantar de La Sole, la juventud arrolladora, el desparpajo de la revoleada de poncho y el boom comercial fueron un shock para el público y el circuito de artistas, pero a fuerza de carisma -y trabajo- Soledad derribó los prejuicios. Había llegado como un golpe de suerte, tal vez, pero se quedó para siempre. Las dos estrellas, las dos generaciones, las dos voces del folclore compartieron escenario varias veces. Esos encuentros quedaron inmortalizados en "Agua, fuego, tierra y viento", el dueto que hicieron en Cantora, el álbum de despedida de la Negra Sosa. 

En 2023, con más de 1.8 millones de discos vendidos, Soledad presentó su regreso al folclore, Natural, un nuevo trabajo que le trajo pan bajo el brazo: cinco funciones en el Teatro Coliseo de Buenos Aires y el agotado de la edición física del cd. “El folclore soy yo”, dijo en estos días de promoción en Algo de música en Luzu TV. Es ella, porque vive en Arequito, ese pueblo donde nació hace 42 años, al sur de Santa Fe, la capital nacional de la soja, donde viven sólo 6 mil personas. Es ella porque es lo que escucha desde niña gracias a su papá Omar y lo que hace escuchar a sus hijas. Es ella porque con su voz recorrió el país más que cualquier presidente: una y otra vez cada año de los últimos 27 de carrera, cantó en festivales populares, recitales en estadios, en peñas o shows privados. Es ella porque el folclore es del pueblo, y Soledad es una amiga, que vimos ser niña, adolescente y ahora mujer. Es ella porque en Natural escribió una canción que dice: “Soy como el junco, yo me doblo y no me quiebro. Sueño que haya pan y trabajo, que a nadie falte un techo. Creo que ser feliz es nuestro derecho”.

Y es ella el folclore argentino porque está cerca y también está lejos, es la provinciana y es también la que está en la tele, la que hizo novelas y películas, la que es jurada de reality shows, la empresaria, la ama de casa y la carismática. Y es folclore porque es la nena que revoleó el poncho por primera vez a los 14 años en una peña en Villa Gobernador Gálvez mientras cantaba una chacarera; la pre-adolescente que también lo revoleó en Cosquín mientras cantaba “A don Ata” con su hermana, y señalaba al cielo para saludar a Atahualpa Yupanqui, llevándose la atención del país y el cariño de un público que nunca la dejó de querer; la que se convertiría en una verdadera sensación en las provincias folclóricas, en las otras, y luego en la Ciudad de Buenos Aires. La que hizo que sonara una zamba, un carnavalito o una chacarera en todas las casas del país, la que rompió todos los récords de venta y llegó a dos “disco de diamante”, un reconocimiento a la magnitud de ventas en relación al mercado que pocos artistas en el mundo tienen.

—Y así aprendí sobre el manejo del público, cómo hacer una lista de temas, tomar la temperatura del lugar para ver qué canciones hacer en un festival, cuales no, dónde hablar y dónde ir palo y palo para no dejar lugar a que se suba la gente al escenario. ¡Sabés la cantidad de besos que recibí!

La primera vez que tocó en el Luna Park un tipo se subió para besarla en la boca y ella se tiró al piso para evitarlo. Y no dejó de cantar.

Soledad se hizo a sí misma arriba de los escenarios gracias a una disciplina de quien sabe, en algún lugar de sí misma, que nació para eso que hace, que es cantar. Desde los 12 años cuida su voz de los nódulos, trabaja las cuerdas vocales con fonoaudiología, con médicos y con profesoras de canto. 

—Esa voz ronca que a la gente le gustó era mi debilidad —dice, agarrándose el cuello para describir el dolor que sentía después de cada show.

A la disciplina se le suma la energía de una topadora. De ser una nena súper inquieta, casi resbaladiza para la contemplación, se convirtió en una mujer que no se cansa, que parece estar dispuesta para el trabajo en equipo y siempre está tramando un nuevo desafío. Al punto de que el momento para compartir con su marido son las tres horas y media de viaje desde Arequito a Buenos Aires, donde toman mate, charlan y vuelven a conectar como pareja. Y para sostener una vida de trajín constante Soledad cuida su cuerpo del colesterol alto que le diagnosticaron de piba. 

—La médica me dijo que me iba a medicar, le dije que ni en pedo, le pregunté qué tenía que hacer y la respuesta fue: deporte. Soy muy disciplinada. A veces llego a Arequito a las 5 de la mañana y salgo a correr a esa hora, después me acuesto a dormir.

Lo que parece convicción, mucha decisión, ella no lo vive tan así. Siente que tuvo que demostrar que valía el lugar que tenía, que mucha gente la ninguneó por ser popular. Después de los primeros tres discos que fueron furor, que competían entre sí en los rankings de venta, vino una meseta en su carrera. Las cosas empezaron a costar y sintió que era ella la que tenía que tomar las riendas de su carrera. Se separó de su primer mánager, César Isella, y habló con su familia: a partir de ese momento era ella la dueña de Soledad. Recién en 2010, cuando publicó Diez años de Soledad, sintió que eso era lo suyo para siempre, sin importar el resultado.

Y ahora, que ya lo demostró, decidió hacer el disco de su vida, uno para ella. 

—Acá no estoy corriendo ningún riesgo, por lo menos desde lo artístico —dice, porque desde su punto de vista lo peor que puede pasar es que no rote en la radio, que no se venda. 

Pero ella sabe, sabe que volvió a un público que va por fuera de la novedad y que es más fiel que el hit. La escucha adulta es lenta pero para siempre. Que no se puede escuchar un disco consagratorio con los parámetros del consumo juvenil, de cifras astronómicas en repeat, sin digestión. Lo sabe porque analiza cómo escuchan música sus hijas preadolescentes Antonia y Regina, y porque no hace un año que sacó una cumbia con Lali y Natalia Oreiro, y hace seis meses con Los Palmeras, y antes de eso hizo la estrategia pop de las colaboraciones con la búsqueda de ser comercial. 

Lo que no sabía es que esa juventud la iba a escuchar igual. Sorpresa fue cuando en Paren la mano, el programa de Vorterix, le preguntaron a Bizarrap qué disco estaba escuchando. Primero contestó que no escucha el formato disco, que solo los pica y después se detiene en canciones, pero después frenó y dijo que estaba escuchando Natural. Parte de ejercer la popularidad que ostenta es la de aparecer en la escucha inesperada de una audiencia que se renueva. Si lo logró a base de canciones y de giras constantes, lo consolidó con sus vínculos: desde el amor que le profesaba Diego Maradona a las lágrimas de Lionel Messi cuando le canta “Brindis” en el homenaje al último campeón. Todo esa masa mágica que compone y sostiene a los ídolos populares en el corazón del pueblo le permite a Soledad darse el gusto, después de casi 30 años de carrera, de grabar diez canciones que va a querer cantar durante toda su carrera. El riesgo que sí sentía era no lograr el objetivo que la obsesiona: volver actual al folclore.

En Natural hay canciones clásicas como “La del olvido”, “La llamadora” y “Bañado norte” y también temas propios, composiciones de Soledad junto a Claudia Brant y Loli Molina, como “Los paisajes” o "La Paloma". Para que todo eso sonara de manera armoniosa, Soledad tomó algunas decisiones: llamó a sus amigos Raly Barrionuevo y Chango Spasiuk para que participaran en algunas canciones. También convocó al payador Nicolás Membriani a componer. Leo Sujatovich fue el maestro musical. 

—Me encantaría que este disco sea leído como la expresión de una mujer fuerte, segura de lo que quiere, creativa, no sólo de una intérprete, que es el lugar que siempre se le da a la mujer en el folclore, sino de una compositora— dice Loli Molina desde la cordillera, donde está recluida esta temporada. La autora y cantante fue parte compositiva de dos de las canciones del disco de Soledad. Fue Loli la que le escribió por Instagram diciéndole cuánto le gustaría trabajar con ella, y la Sole la sumó a un zoom donde llevó las primeras ideas de "Los Paisajes", una de las canciones más fuertes del disco.

 

También hubo apuestas. Soledad llamó a Nico Cotton, uno de los productores jóvenes más pegados de la escena pop-urbana, por haber trabajado con Cazzu, María Becerra, Usted Señalemelo o Juan Ingaramo, un sonido que en principio nada tiene que ver con ella.

Pero lo tuvo. 

—Yo quería alguien que no me conociera, que me mirara de afuera —dice Soledad. 

Cotton, en cambio, quiso llevarla a sus orígenes y hacer de su decimosegundo disco de estudio uno orquestal. "Lo que queríamos era que fuera atemporal, que lo escucharas dentro de 20 años y no quede un disco viejo, que sea contemporáneo. Y lo escuchás ahora y parece viejo también, pero tiene un toque de modernidad", dice el productor por teléfono.

Son diez canciones donde Soledad parece que estuviera cantando en su casa, un domingo a la mañana, relajada, sin pensar en quién es y qué tiene que demostrar. Sin neurosis. Con pantuflas y ventanas abiertas. Es un disco que quiere contar la Argentina que ella ve en su andar permanente: un país diverso con una gran división entre las ciudades y las provincias, pero no importa dónde, cuando mirás a la gente a los ojos se puede ver los mismos dolores. Y es en su reivindicación de la canción de raíz donde ella recuerda que hacer folclore es celebrar todas las Argentina que hay en un mismo territorio.

—A mí me encanta ser popular y es una de las cosas en las que no negocio —reafirma. 

Es esa bandera, la de hablar con distintas personas y conocer cada localidad, la particularidad de cada historia, la que la hizo volver al folclore después de haber demostrado que podía hacer pop, que puede ser la líder de la banda Soledad y los Socios del Rock, que puede hacer una cumbia o un bolero.

—A partir de La voz me di cuenta de que había un público muy joven que a través de sus abuelos y de sus padres escucharon algunas canciones tradicionales por primera vez y me prestaban atención cuando contaba alguna de sus historias. Hay una que me empecino en repetir— dice, como si su voz pudiera traducir los dos puntos de una oración. Soledad toma un trago de agua y empieza su relato:

Si nació en 1925, esta historia empieza diez años después. Eraclio era entonces un niño que vivía en una casa muy humilde, su padre era hachero de la Forestal, un trabajo cruento, terrible. Lo único que su padre sabía era cómo usar un hacha y tomar vino los domingos. Cuando creció, Eraclio se convirtió en Horacio Guarany, y para él el vino era un recuerdo, del único momento en la semana en el cual su papá estaba en casa, se relacionaba con él. El vino era el recuerdo de la caricia de su papá.

—Por eso él le cantaba al vino. Si no se conoce esta historia se hacen chistes sobre que el tipo se emborrachaba, pero si uno tuviese acceso a esta información entendería otras cosas. Creo que el pasado ayudó a que este presente que vivimos sea de esta manera, y que ahora podamos construir el futuro. Y con la música pasa lo mismo. Yo sentí esta necesidad.

Es su meta, que el folclore le hable al pueblo, de lo que fue y de lo que puede ser. Que más allá de las diferencias -de urbanidad y ruralidad, de clases, de generaciones o de creencias- hay una matriz cultural que es compartida. La música, para ella, es la herramienta para eso. Y ese espacio innegociable lo defiende con una estricta disciplina de no polemizar, de no posicionarse políticamente porque ella sabe quién es Soledad, la que es parte de todas esas familias que año tras año la van a ver cantar al festival de su pueblo, su ciudad o por la tele.

—Este todo terreno que de alguna manera soy me ayudó a empatizar con toda la gente en general, sin juzgar demasiado. Eso me coloca también en ese lugar de popularidad.

No es de tibia, ella no transa. Soledad es de su público.