Contrastes en tiempos de cambio político


Soberanía o sumisión

En Argentina se consolida el consenso autoritario y la sumisión ideológica a Estados Unidos. Varios países parecen ir en una dirección parecida mientras un pequeño grupo de tecno-millonarios hiperconcentra la riqueza y configura una elite oligárquica que amenaza el futuro de las democracias. Ante este panorama, Hernán Borisonik se pregunta: ¿Es posible un contrapeso real a este proceso? Con sus propias dificultades, desde México, Brasil o la propia España llegan algunas señales en un mundo donde la transformación del poder global avanza a una velocidad inédita.

El mapa del poder global está en plena mutación. Viejas hegemonías tambalean, nuevas potencias emergen y los equilibrios geopolíticos se reconfiguran con una velocidad que hace apenas unos años habría parecido impensable. En este reordenamiento, los liderazgos nacionales juegan un papel clave: algunos buscan afirmarse en un mundo multipolar, otros maniobran con cautela para mantener su autonomía, y unos pocos se entregan sin resistencia a la tutela extranjera, renunciando incluso a la dignidad de la negociación.

Mientras los líderes de los países con mayor peso global tejen alianzas estratégicas y consolidan sus posiciones en un sistema internacional en disputa, otros —con menor poder relativo— se esfuerzan por ganar margen de maniobra, equilibrando intereses y resistiendo presiones. Y luego está Argentina, donde el gobierno de Javier Milei ha decidido reducir la política exterior y la economía nacional a un espectáculo de sumisión, transformando lo que debería ser la defensa de la soberanía en un gesto de abyección y servilismo.

Primera escena: Davos 2025

Una rápida comparación entre las intervenciones de Javier Milei y Pedro Sánchez en el Foro Económico Mundial de 2025 permite trazar una línea nítida entre dos modelos de representación política: uno que reivindica la inclusión, la institucionalidad y la cooperación global, y otro que hace de la confrontación ideológica un espectáculo para los plutócratas reunidos en la cumbre.

Pedro Sánchez centró su discurso en los logros de España en materia de crecimiento económico, justicia social y sostenibilidad. Destacó la reducción de la desigualdad y las emisiones de gases de efecto invernadero, presentando a la socialdemocracia como un modelo capaz de conciliar competitividad y equidad. Frente a él, Milei llevó su cruzada contra el feminismo, la igualdad de género y el ecologismo al nivel de caricatura, denunciando lo que llamó “la agenda siniestra del wokismo” y atribuyéndole los males del mundo. No hubo en su intervención una sola mención a la devastación causada por la especulación financiera (de la que, semanas después, se mostraría cómplice en la estafa de $LIBRA) ni una mínima referencia al sufrimiento de los sectores más castigados (que también reforzaría días más tarde con su ausencia en las inundaciones en Bahía Blanca). Su discurso, lejos de todo matiz, se estructuró sobre la negación de cualquier forma de redistribución, diversidad o solidaridad.

El contraste fue aún más evidente en la relación de cada líder con el orden global. Sánchez defendió el multilateralismo como base para enfrentar desafíos compartidos y subrayó la importancia de fortalecer instituciones internacionales que garanticen la estabilidad, apuntando con fuerza a la oposición contra el poder de las plataformas digitales y la necesidad de buscar modos de regularlas. Milei, en cambio, despotricó contra organismos y acuerdos supranacionales, alineándose con figuras como Elon Musk, Giorgia Meloni y Donald Trump, en una exhibición de sumisión ideológica que osciló entre lo ridículo y lo contradictorio.

Más allá de la retórica, el discurso de Milei en Davos tuvo un gesto profundamente antidemocrático: descalificó como “agenda siniestra” a la que sostienen sectores enteros de la sociedad, reduciendo el espacio del disenso a una cruzada personal contra la modernidad. Su rechazo a la diversidad y su desprecio por los organismos que estructuran la cooperación internacional no fueron solo una estrategia discursiva: revelaron una vocación por el aislamiento y la polarización, reforzando el autoritarismo como único horizonte. 

Platón advertía que el peor esclavo es el tirano, condenado a esparcir sus propios impulsos más espurios sobre la sociedad que gobierna. En Davos, Milei no hizo más que confirmar la regla.

Segunda escena: en el cine

El gobierno de Javier Milei ha convertido la cultura en un campo de batalla, y el cine no es la excepción. La drástica reducción del presupuesto del INCAA anunciada por el Ministerio de Capital Humano implica el desmantelamiento de una estructura que garantizaba la producción audiovisual en todo el país. Festivales cancelados, fondos provinciales suspendidos, despidos masivos y la paralización de proyectos en marcha han generado un clima de incertidumbre que amenaza con una fuga de talentos y la erosión de una industria que históricamente ha logrado reconocimiento internacional.

Pero además del ajuste presupuestario concreto, que es enorme, la ofensiva contra el INCAA se enmarca en un intento de disciplinamiento ideológico. La censura tácita a narrativas vinculadas a la memoria histórica, el feminismo o el cambio climático, sumada a la persecución de figuras públicas que expresan posturas críticas al gobierno, ha generado un clima de autocensura y miedo. La precarización laboral y la violencia digital como herramienta de intimidación completan un cuadro en el que la asfixia financiera y la presión política operan de manera complementaria.

Mientras en Argentina el cine enfrenta un panorama de asfixia y hostigamiento, Brasil ofrece un contrapunto revelador. La película Aún estoy aquí arrasó en los Oscars y desató una ola de júbilo en el país, revitalizando incluso el debate sobre los crímenes de la dictadura militar que sometió al gigante sudamericano entre 1964 y 1985. Su éxito no solo fue una victoria para el cine de autor en un contexto dominado por los blockbusters, sino que también demostró la persistencia de la capacidad de las imágenes para desafiar el status quo. La nominación de Fernanda Torres, hija de la legendaria Fernanda Montenegro (también protagonista de la película), añadió un componente emotivo y simbólico a la celebración, reforzando la idea de un cine capaz de articular memoria y transformación social.

El contraste entre ambos escenarios es brutal. En Brasil, una película consigue reabrir un debate incómodo, generar movilización y proyectar la fuerza del cine como herramienta política. En Argentina, la política cultural se reduce a la poda de todo lo que huela a pensamiento crítico o diversidad. La pregunta que flota en el aire es si la resistencia del sector podrá transformar la incertidumbre en una nueva estrategia de supervivencia o si el asedio terminará por convertir a la cultura en un páramo desprovisto de toda potencia disruptiva.

Tercera escena: la soberanía en jaque

El 12 de marzo marcó un punto de inflexión en la crisis democrática argentina. La brutal represión policial contra manifestantes (incluyendo el desalmado trato a personas mayores, los disparos de balas de goma y gases tóxicos sobre los cuerpos manifestantes para provocar heridas y las detenciones ilegales) no fue un exceso aislado, sino una señal de una estrategia deliberada de intimidación. En paralelo, la violencia en el Congreso, con agresiones físicas a diputados y bloqueos para impedir el quórum, profundizó la erosión institucional, mientras que el Ejecutivo avanzó en la manipulación de la Corte Suprema a través de decretos ilegales.

El desmantelamiento del Estado de derecho no opera en el vacío. Sectores políticos de todo el espectro (PRO, UCR, figuras del peronismo tradicional) y actores clave del poder económico (grandes corporaciones, FMI, Estados Unidos) han cerrado filas en torno al gobierno, consolidando un consenso autoritario. Se naturaliza la ilegalidad como forma de gobierno, desde decretos que hipotecan el país con nueva deuda hasta el silencio oficial sobre la presunta estafa con criptomonedas con participación necesaria del propio presidente.

Esta crisis no es sólo local: es un síntoma de una mutación global del poder. En el pasado, las élites económicas desempeñaban un rol clave en la superación de crisis a través de impuestos y contribuciones. Hoy, en cambio, se las exime de toda responsabilidad, recurriendo a la deuda pública como única vía de financiamiento. En este contexto, la filantropía se transforma en un mecanismo de influencia política más que en un verdadero compromiso con la equidad.

El informe Desigualdad S.A. de Oxfam, presentado en Davos, ilustra con cifras el desbalance del poder: mientras los cinco hombres más ricos duplicaron su fortuna desde 2020, la pobreza global permanece estancada en niveles pre-pandémicos. La concentración de riqueza es tal que algunos multimillonarios ya controlan capitales superiores al PIB de países enteros. La narrativa del "mérito" se desmorona frente a un modelo basado en herencias, monopolios y explotación histórica.

Mientras Milei se posiciona como un ferviente seguidor de Trump, adoptando su retórica y subordinando la política exterior argentina a una admiración casi religiosa por el presidente estadounidense, México enfrenta la relación con Washington desde una posición de paridad estratégica. A pesar de las enormes presiones derivadas de la crisis migratoria y la frontera compartida, la presidenta Claudia Sheinbaum ha mantenido una postura firme en la defensa de los intereses mexicanos, negociando desde la fortaleza de un país que comprende su peso geopolítico. 

Las diferencias son claras: mientras Milei se somete voluntariamente a una lógica de dependencia, renunciando a cualquier atisbo de autonomía y celebrando incluso las humillaciones públicas de Trump, Sheinbaum administra la compleja relación bilateral con pragmatismo y sin perder soberanía. México, con una economía profundamente entrelazada con la estadounidense, demuestra que es posible negociar desde la firmeza, incluso en condiciones de presión extrema, mientras Argentina, sin una dependencia comparable, parece elegir el vasallaje como estrategia diplomática.

Pero la desigualdad no es solo económica: también es climática. Según el informe La Desigualdad de Carbono Mata, publicado en enero de 2025, el 1% más rico consume en un solo día la cuota anual de emisiones de CO2 que la mitad más pobre del planeta tardaría tres años en alcanzar. Esta disparidad tiene consecuencias directas: pérdidas agrícolas masivas, trillones de dólares en daños económicos y millones de muertes por calor extremo.

El futuro de la democracia se juega en este tablero de desigualdades extremas, represión estatal y concentración de poder. ¿Es posible un contrapeso real a este proceso o estamos viendo la consolidación de un modelo en el que las reglas del juego se reescriben exclusivamente a favor de una élite? Sin regulación sobre la riqueza, sin justicia climática y sin un compromiso real con la equidad, la democracia corre el riesgo de convertirse en una fachada detrás de la cual opera un sistema oligárquico a escala global.

En este mundo de poderes aglutinados y personalistas, hay opciones más y menos dignas para las naciones de rango medio. 

Argentina ha tomado el camino más innoble. Milei no gobierna: obedece, no construye: arruina, no lidera: humilla. Como confirmando la advertencia de Platón sobre el tirano y el esclavo, el Presidente se degrada a sí mismo y al país. Su proyecto no es de transformación ni de modernización, sino de saqueo y abandono, motorizado por el resentimiento y la brutalidad. Mientras otros países negocian de igual a igual con las potencias, él se arrastra, celebra su servidumbre y entrega lo poco que queda en pie. Su entusiasmo por la miseria ajena y su desprecio por cualquier forma de comunidad no son un error ni una estrategia: son la esencia de su gobierno. Habrá que ver hasta qué punto sus actos son reflejo de una sociedad que cedió a los imperativos del individualismo, la inmediatez y la desimaginación o si el margen entre estos políticos y la realidad deja aún un espacio de maniobras. 

En medio de la tormenta, hay que afinar la mirada. Estamos frente al desmantelamiento del país. Pero aún hay resquicios y señales que, aunque puedan ser frágiles o imperceptibles, siguen ahí. Persisten en los márgenes. Encontrarlos, sostenerlos y hacerlos crecer es la única salida a este desgobierno que, tarde o temprano, se va a desmoronar sobre su propio delirio.