La gente camina a ciegas. Damasco está a oscuras, salvo por la luz que emana de los bares.
Alimentados por grupos electrógenos los bares son el principal refugio para otro invierno lluvioso y frío. Los sirios odian esta época del año desde que hay, como mucho, dos horas de electricidad al día.
Me encuentro con Inanna en el Mazbouta, un bar algo hipster que siempre fue punto de encuentro para periodistas, intelectuales y artistas, incluso en el largo invierno en el que gobernaron los Assad. También lo es para cualquier vecino que viene a conectarse a internet y a calefaccionarse.
El Mazbouta es uno de los pocos bares que tiene un rincón simbólico para no fumadores: está vacío. “Antes de la crisis no fumaba, pero ven a vivir trece años de guerra, y vas a ver cómo empiezas a fumar”, dice Inanna mientras da una calada larga a un cigarro armado con tabaco Golden Virginia. Tiene 36 años, vive con su madre en una casita a las afueras de Damasco y todavía no puede creer que todo terminó.
Sus dedos juegan distraídamente con el borde de su bufanda y dice: “Un día en que iba a la Universidad de Damasco a rendir un examen -estudiaba ingeniería agrícola- salí temprano de casa y me sorprendió que no hubiera tránsito en la avenida. Después vi pasar camionetas llenas de cuerpos mutilados. Lo único que pensé fue: ‘Uy, voy a llegar tarde a la prueba’”. Los profesores no perdonaban una falta: “Mi mamá me llamaba para avisarme cuántos morteros habían caído, como si hablara del clima. La vida seguía. Siempre sigue”.
Su madre, una mujer que nunca había tenido problemas de salud, se desplomó esta semana. “Es como si todo el estrés acumulado durante estos años le hubiera salido de golpe”, dice Inanna con los ojos bajos, aplastando la colilla contra el cenicero.
El mayor cambio tras el 8 de diciembre es que ya no llueven cohetes. Eso es lo principal, asegura. “Lo segundo es que podemos hablar en voz alta. ¿Sabés lo hermoso que se siente eso?”. Desapareció el estado de alerta: sobre lo que podía caer del cielo, sobre lo que podían denunciar los vecinos. “Había palabras clave prohibidas. Por ejemplo, ‘dólar’. Le decíamos perejil. Tengo amigos que fueron presos por tener dólares en el bolsillo, pero aquí todo el mundo usa dólares. El gobierno cobraba 10 mil dólares para evitar el servicio militar. Los que tenían familia afuera juntaban ese dinero, pero cuando ibas a pagar te detenían por posesión de moneda extranjera, salvo que sobornaras al funcionario. Había impuestos y sobornos para todo”.
Inanna estudió ingeniería agrícola porque no le alcanzó el puntaje para ingeniería civil. Aún así, siempre le gustó “armar cosas”. Consiguió trabajo en OXFAM, desarrollando infraestructuras humanitarias para refugiados en el norte de Siria. Es cristiana, pero asegura que la religión nunca fue una barrera en Damasco. “En la escuela estábamos todos mezclados. Los musulmanes rezaban aparte, pero era algo normal. Hay barrios cristianos donde se vende alcohol y barrios musulmanes donde no se vende cerdo. En mi grupo de amigos siempre hubo de todo”.
Desde la ventana del Mazbouta se ve la cúpula de una iglesia y, detrás, una mezquita. Le pregunto a Inanna si los nuevos en el poder podrán cambiar esa diversidad. Ella niega con la cabeza. “Siria no da para un califato. Nuestra sociedad es demasiado diversa. Incluso los sunitas aquí no son extremistas. Cuando trabajaba en el norte del país vi a militantes de Al Nusra e ISIS atacarse de día y fumar shisha juntos de noche. Desde entonces vi la guerra como un juego. Y ahora lo que siento es que game over”.
Inanna es prima de María, una de las personas que conocí en 2015, durante mi primera visita a Siria y quien fue la protagonista de la crónica que publicamos entonces en Anfibia. Como todas las personas que conocí en ese viaje abandonó el país. Ahora vive en Berlín.
Por chat, María me pide que no deje de hablar en esta nota de lo que está pasando en Maaloula. En ese pueblo milenario, famoso por sus monasterios excavados en la montaña, hubo destrucción de iglesias y profanaciones de imágenes de Cristo en 2014, cuando lo tomaron las mismas facciones que hoy están en el poder. Me manda videos que circulan por Telegram: católicos de Maalula y alauitas de Homs son obligados a bajar de sus coches, a tirarse al suelo, a ladrar como perros. Desde el gobierno dicen que los atacantes actúan por su cuenta, que no representan al nuevo orden. Sobre todo, porque todavía no hay gobierno. Hay paz en el desorden.
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Cerca de la fuente de la Plaza de los Omeyas, la más famosa de Damasco, un ex miliciano de ISIS oficia ahora como policía. A pocos metros, se alza el Monumento de la Espada de Damasco, una imponente estructura de hormigón con una fachada de vitrales de colores, la mitad de ellos rotos. La plaza, con su forma de rotonda, conecta los principales accesos a la ciudad y las avenidas que la atraviesan, un espacio estratégico que en 2011 fue testigo de las mayores protestas contra Bashar al-Assad.
Un niño se acerca al miliciano y le pide dos cosas: una foto y que le preste su kalashnikov para posar con ella. El soldado se la cede sin dudar. El niño sonríe mirando a la cámara, el miliciano también, y, como si dijeran “whisky”, repiten al unísono: “Alá Akbar” (“Dios es grande”).
Cuando vine en 2015 también había paramilitares que oficiaban como guardias urbanos en esta plaza, pero eran de Hezbollah, la milicia libanesa respaldada por Irán y que apoyaba a Assad.
A veinte minutos caminando de la plaza, en la terraza de una cafetería con vistas a la mezquita Omeya, un camarero se acerca a Samah para preguntarle si quiere otro carbón en la shisha. Ella sonríe y, exhalando una nube de humo que se disipa en el aire helado, responde que no le vendría mal. Su novio, sentado a su lado, fuma un cigarro común mientras se despereza y da un sorbo a su té de hierbas. “Hacía mucho que no nos sentíamos tan relajados”, me dice. En los últimos trece años no faltaron ni una sola noche a este bar, pero ahora que Bashar se fue, todo parece distinto. “Este invierno se siente como una primavera”.
Abajo, en las callejuelas de la ciudadela de Damasco, una banda de unos treinta jóvenes —ninguno mayor de veinte años— agita la nueva bandera de Siria, negra, blanca y verde, mientras corea: “El doctor se fue en calzoooneees, el doctor se fue en calzoooneees”.
Assad es oftalmólogo. Cuando los milicianos tomaron Damasco y fueron a buscar a Assad a su residencia, el presidente de los últimos 24 años ya había huido a Rusia, dejando atrás la mayoría de sus pertenencias. Había seguido los pasos de su padre, Hafez, - quien gobernó Siria con puño de hierro durante otros 29 años, entre 1971 y 2000 - , consolidando una dinastía que parecía eterna. En su casa encontraron de todo: desde Ferraris hasta gatos abandonados, pero lo que más fascinó a los revolucionarios fueron decenas de fotos de Assad en calzoncillos.
La procesión cruza las puertas romanas del histórico mercado Al-Hamidiyah, atravesando el corredor cubierto por un techo altísimo de hierro perforado, que deja filtrar rayos de luz como si fueran estrellas atrapadas en pleno día. Los destellos iluminan puestos de especias, pastelitos, ropa china y adornos, y en cada uno de ellos ondea la nueva bandera.
Este es el mismo mercado en el que en 2011 cinco mil comerciantes le gritaron a Bashar al-Assad: “¡Siria no será humillada!”. Fueron reprimidos esa misma tarde, y durante los trece años que siguieron. Hoy, al ver pasar la fiesta, los vendedores agitan banderas y gritan: “¡Yala, yala!”.
En 2015 era imposible recorrer cien metros en Damasco sin ver el rostro de Bashar al-Assad. Hoy, lo imposible es encontrarlo. Donde estaba su cara ahora está la bandera que en realidad no es nueva: es la misma que simbolizó la independencia de Francia en 1932, antes de que los Assad la reemplacen por un diseño panarabista, inspirado en la idea de unificar a las naciones árabes bajo un solo ideal político y cultural. Pero esa era terminó el pasado 8 de diciembre.
Paso por la entrada de uno de los tres palacios presidenciales, ubicado a cinco minutos de la Plaza de los Omeyas y junto a un monumento de bronce de Bashar al-Assad, ahora perforado por 42 balas. Hay una fogata rodeada de barbudos con kalashnikovs colgados del hombro. Alrededor de ellos, niños juegan con cajas vacías mientras el humo denso de la madera quemada se mezcla con el frío de la noche.
Me acerco y uno de los hombres pregunta quién soy. Revisa mi credencial de prensa, ve “Argentina” y exclama: “¡Messi, Messi!”. Intento explicarle que soy periodista y pregunto si puedo entrar al palacio. Algunos colegas lo lograron días atrás, pero parece que ya no es posible. Sin mediar palabras, el hombre señala con su arma la calle que baja hacia la Plaza de los Omeyas y dice: “¡Yala, yala!”.
El palacio es ahora una casa tomada. Los revolucionarios duermen en el suelo, como si no pudieran soltar del todo la guerra. Lo mismo ocurre en los edificios de algunos ministerios: los rebeldes no son de Damasco, y en estos lugares hay luz, agua caliente e internet. Y hay algo más: una suerte de parálisis. Estos milicianos aún no asumen que dejaron de ser soldados para convertirse en hombres de Estado, que pronto tendrán un salario, un cargo, ya no son los rebeldes sino los poderosos.
La caída del régimen de Assad fue tan abrupta como inesperada. A principios de diciembre, los milicianos tomaron las principales ciudades sirias: Alepo, Homs y Damasco, casi sin resistencia. Los oficiales del régimen abandonaron sus armas, los funcionarios sus oficinas, los policías sus comisarías. Los más cercanos a Bashar se habían exiliado hace tiempo. Lo que parecía imposible —la caída de un régimen de 54 años, catorce de ellos en guerra civil— ocurrió en cuestión de días. La puerta de Damasco se abrió y el presidente estaba desnudo.
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Siria obtuvo su independencia de Francia en 1946, tras décadas bajo mandato francés. La retirada marcó el inicio de una era de inestabilidad política, donde los golpes de Estado se sucedían constantemente. Hasta que en 1963, el Partido Baaz tomó el poder, estableciendo un régimen que combinaba socialismo, panarabismo y un autoritarismo férreo. En 1970 se apoderó del partido Hafez al-Ásad, un alauita que había escalado posiciones en el ejército. Gobernó con mano dura durante tres décadas, hasta su muerte en el 2000, cuando su hijo Bashar al-Ásad lo sucedió.
Bashar prometió reformas, pero pronto consolidó el mismo régimen autoritario. En 2011, las olas de protestas de la Primavera Árabe llegaron a Siria. Las demandas iniciales por cambios democráticos fueron reprimidas hasta con armas químicas, tirando leña a un fuego que derivó en una guerra civil que escaló a nivel global.
Ubicada en el corazón del Medio Oriente, Siria es clave para las rutas de los recursos energéticos y comerciales de la región. No es solo por el petróleo que pueda tener sino sobre todo porque tiene salida al Mediterráneo Oriental.. Su ubicación es vital para futuros gasoductos que podrían conectar el gas de Irán o Qatar con Europa, compitiendo con el suministro ruso.
Turquía quiere ser el hegemón regional y al mismo tiempo quiere evitar la formación de un estado kurdo autónomo en la frontera siria y por eso ha buscado controlarla. Pero la estabilidad de Siria afecta el equilibrio de poder de otros actores como Irán, Arabia Saudita, Israel y las potencias globales.
Siria es también un campo de batalla en la rivalidad entre Irán (chií) y Arabia Saudita (suní) por la hegemonía en el mundo islámico.
El conflicto se tornó intrincado: grupos rebeldes, fuerzas kurdas, el Estado Islámico y actores externos transformaron Siria en un tablero de ajedrez geopolítico. Rusia e Irán apoyando al régimen, Estados Unidos, Arabia Saudita y Turquía respaldando a la oposición que a su vez estaba fragmentada en grupos muchas veces enfrentados entre sí. Mientras tanto, las ciudades se llenaban de escombros, la economía se hundía y millones de sirios huían en una de las mayores crisis de refugiados de la historia moderna.
Lejos de fortalecer el Estado, Bashar al-Assad lo desmanteló desde dentro. Privatizó sectores clave, entregándolos a sus aliados más cercanos, incluidos su esposa y su círculo íntimo. El ejército, antaño símbolo del régimen, fue reemplazado gradualmente por milicias paramilitares, muchas de ellas compuestas por combatientes extranjeros, como los de Hezbollah. Estas fuerzas, menos disciplinadas y organizadas, se convirtieron en actores decisivos en el terreno, aunque dependían profundamente del respaldo ruso.
La economía, al borde del colapso, terminó dependiendo del narcotráfico para sostenerse, especialmente de la producción y exportación de captagon, una suerte de metanfetamina: el fentanilo de Medio Oriente.
El negocio movía 5.600 millones de dólares: la Cuarta División del ejército sirio, liderada por Maher al-Assad (hermano de Bashar), jugó un papel clave en el tráfico de captagon, utilizando sus recursos militares para proteger y facilitar el contrabando. Las pastillas se ocultaban en productos industriales y alimentos (como granadas huecas), traficándose hacia Irak, Jordania y Líbano. Todavía hoy se rumorea que el remanente de stock de los aliados de Assad se sigue traficando a través de lo que queda de Hezbollah. Los ingresos del Captagon ayudaron a sostener financieramente al régimen sirio en medio de las sanciones internacionales y la merma de recursos que llegaban desde Rusia cuando empezó la guerra de Ucrania y desde Irán. Los soldados mal pagados participaban en el tráfico para complementar sus bajos ingresos y la adicción al Captagon se extendió por todo Oriente Medio.
El ejército oficial, corroído por la corrupción y la falta de recursos, se desintegró en los últimos años. Las líneas de suministro se rompieron. Tanques clave para la defensa quedaron inutilizados, no por fallos técnicos, sino porque el combustible había sido vendido en el mercado negro por los propios oficiales para sobrevivir. Muchos soldados desertaron o abandonaron sus puestos para no morir de hambre. Los conscriptos además, en su mayoría jóvenes sunitas, no veían motivos para defender un régimen que de Alá hablaba poco y nada.
Assad había perdido control sobre parte del norte de su país y no pudo contener el avance opositor. Con Rusia demasiado ocupada en Ucrania para defenderlo con y con Hezbollah diezmado por Israel, Hayat Tahrir al Sham (HTS) aprovechó para avanzar.
HTS es una organización armada islamista suni, liderada por Ahmed al-Sharaa, conocido como Abu Mohamed al-Julani. Al Sahara buscó despegarse de su vínculo inicial con Al Qaeda e ISIS, adoptando una estrategia más pragmática. Su bastión era Idlib, al norte del país, donde establecieron estructuras administrativas y judiciales para consolidar su control y hacer regir la ley islámica. Nada de eso era una democracia, en Idilb hay decenas de denuncias de detenciones arbitrarias, represión y un control extremo sobre cualquier disidencia.
Pero HTS logró unificar por fin una oposición que desde el comienzo de la guerra civil estuvo fragmentada y consumó su golpe de Estado entrando a Damasco el pasado 8 de diciembre. Ahora Ahmed al-Sharaa, de 43 años, cambió el uniforme militar por el traje y dice que conformará a partir de marzo un consejo con representantes de todas las religiones para ponerle nombre al país, refundar las instituciones del Estado y escribir una nueva constitución. Y que inshallah cuando eso termine llamará a elecciones.
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Soy la primera persona que visita a María B. desde que empezó la guerra. La puerta se abre despacio, quejándose con ese chirrido agudo de bisagras oxidadas. Aparece ella: canosa, menuda, envuelta en un saco de lana blanco sobre un suéter turquesa. Su voz, tan suave que apenas se escucha, me invita: “Pasá, pasá”.
Adentro, el aire es tibio, lleno de ese olor que tienen las casas viejas cuando se cuidan demasiado: una mezcla de cera para muebles y perfume floral. María trae dos muffins de chocolate y un té. Me como uno. “Comete el otro, dale”, me dice con una sonrisa que convierte este encuentro en un juego de abuela y nieto, aunque casi no nos conocemos.
En esta casa, el tiempo parece detenido. Una araña clásica cuelga del techo en cada habitación, iluminando las baldosas crema y verdes que brillan como recién pulidas. La mesa del comedor, con un mantel rosa a cuadros, está puesta aunque no haya nadie más. "Muevo los muebles para limpiar, pero siempre vuelven al mismo lugar", dice María mientras pasa la mano por una mesa de madera que su hermano Mazen, pintor en Madrid, ha convertido en protagonista de varios cuadros. Antes de viajar a a Siria lo visité y me pasó el contacto de su hermana.
El living contiguo al comedor donde María ha pasado la guerra entera en soledad, es cálido y ordenado. Los sofás de cuero rodean el espacio con capacidad para una docena de personas, pero solo una lo habita. La guerra cambia, destruye, pero también pausa vidas.
“El peor escenario con estos tipos es mejor a como vivíamos antes. Todo fue una masacre, un desastre”, dice cuando le pregunto cómo ve la cosa. También quiero saber por qué no se fue a Beirut, Madrid o Washington, donde viven sus hermanos. “Me quedé para cuidar la casa. Si me iba, quién sabe si no la perdíamos. Pero ya casi termina la espera. Tenía que aguantar bien porque si me desmayaba o me pasaba algo nadie me iba a venir a socorrer. Mi hermana aún no se anima a cruzar desde Beirut, no se siente segura, pero cuando en verano entre ella o Mazen por esa puerta...”, hace una pausa y sonríe, “...me voy a desmayar”.
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Cuando la guerra pasa, aparecen las ausencias. ¿Dónde están los que desaparecieron? ¿Están vivos?
Después de cada dictadura, de cada conflicto armado, hay madres preguntando por sus hijos.
Los hoteles de Damasco se han llenado de sirias y sirios que regresan a ver cómo quedó su casa, a averiguar dónde quedó su gente. En la puerta de la vieja estación de tren de Hifas, ya inoperativa, un centenar de sobrevivientes y familiares de desaparecidos se manifiestan en silencio, sosteniendo fotografías, velas y pancartas con nombres y fechas.
Loujein, que ahora vive en Catar y tiene 38 años, volvió a Damasco por primera vez desde que se fue como refugiada: busca a su hermano Koutaiba, que desapareció en 2014. Ahmed Alhaj, que vive en Berlín, volvió por primera vez desde que se marchó en 2013, busca a sus primos y a su tío: Amer, Bilal, Khaled, Itad, Adnan, Walid y Safwan Almasvi. Hay mujeres mayores, con velo y sin velo. Hay algunos hombres, la mayoría son mamás. Todas sostienen una foto con un nombre escrito debajo.
La líder del incipiente movimiento no es madre sino hija: Wafa Mustafa, una periodista y activista de 34 años que busca a su padre, Ali Mustafa, un defensor de los derechos humanos arrestado en 2013. Wafa ha logrado que la reciban en Nueva York, en el Consejo de Seguridad de la ONU, donde denunció las desapariciones a manos de Assad. Hay 100 mil personas desaparecidas.
En 2011 Wafa había sido arrestada por participar en las protestas. La liberaron a cambio de que se fuera del país. Estuvo en un campo de refugiados en Turquía, y en 2016 emigró a Alemania. Desde 2020 organiza protestas por el mundo donde expone fotografías de desaparecidos sirios, como esta de la vieja estación de Hifas.
A 500 metros de allí, en la Plaza de los Mártires, donde en 1916 los turcos ejecutaron a los nacionalistas sirios, hay un monumento a la electricidad con fotos de desaparecidos. Alrededor del monumento hay aparecidos durmiendo. Son algunas de las personas de las que no se supo su paradero hasta que, semanas atrás, tras la caída del régimen, se abrieron las puertas de la cárcel de Sednaya en las afueras de Damasco.
Amnistía Internacional describió esa cárcel como un "matadero humano". La escena de los rebeldes abriendo las rejas fue similar a la de americanos y rusos abriendo las de Auschwitz: había prisioneros desorientados y desnutridos, algunos acompañados de sus hijos, emergiendo de celdas oscuras y diminutas; fosas comunes con decenas de cadáveres, evidencias de ejecuciones masivas y un "Libro de la Muerte" que contenía los nombres de aproximadamente 29.000 personas ejecutadas. Los soldados de Assad no se tomaron el trabajo de quemar las pruebas.
Según el informe de Amnistía, al menos 15.000 personas fueron ejecutadas en ahorcamientos secretos en esa cárcel. La mayoría eran opositores al régimen o activistas, muchos de los cuales fueron detenidos arbitrariamente y trasladados a la prisión sin juicio justo. Al menos 130.000 mil personas desaparecieron desde el inicio de la guerra civil, apenas unos centenares aparecieron vivos.
Uno de ellos está despierto sentado en uno de los escalones del monumento central de la plaza: Hazan, un carpintero de 45 años que fue encarcelado en Sednaya, después de participar en las protestas de 2011, me muestra las cicatrices que tiene en la punta de cada uno de los dedos: “Esto es de la picana”, me dice. Tiene decenas de pequeñas quemaduras en los gemelos: “Acá me apagaban cigarrillos cada día”. Y mejor ya no me sigue mostrando, dice, “porque debajo de la ropa tengo muchas cicatrices más”. Cuando los rebeldes abrieron las puertas de las cárceles el 8 de diciembre volvió a ver la luz del sol después de diez años.
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Bashar Al-Hamwi, de 38 años, me cita en un bar de Mezzeh, un barrio que a HTS no le gusta porque ahí viven muchos alauitas. Bashar pide café turco para los dos y una shisha para él. En algunos sitios se la llama narguile o hookah: es una pipa de agua utilizada para fumar tabaco con sabor, muy popular en Medio Oriente y el Norte de África. Mientras el camarero se la prepara me dice que lo que no cambia en la nueva Siria es la dependencia: “Turquía es la nueva Rusia”.
Bashar es periodista, ha colaborado con medios del Líbano y otros países árabes, pero sobre todo para medios locales donde difundió, tras hacer el servicio militar, los robos y los negocios de los comandantes del ejército: estuvo preso en la cárcel de Sednaya, donde fue torturado durante tres años.
Tiene bastantes dudas sobre lo que va a venir. “No veo a estas personas capaces de ser tecnócratas, pero veo que hay libertad, se puede hablar, pero no se puede preguntar porque no hay interlocutores aún: no se sabe quién toma las decisiones, todos están viendo qué hacer”, dice. “Estamos esperando acciones, no palabras. Si Siria se vuelve religiosa, no será del pueblo. No nos quedamos aquí para eso, no soporté las torturas para terminar viviendo en un Estado religioso”.
—¿Cómo ha sido ser periodista y quedarte en Siria?
—Era no ser periodista realmente. O decías lo que querían ellos o eras un traidor, por eso fui preso. Podías hablar de un incendio o de nimiedades, pero no de economía o de las autoridades. Mi esposa trabajaba en la televisión, sólo podía decir lo que le ponían en la pantalla delante de ella.
—¿Cómo lograste quedarte?
—Mi familia se fue toda, no quedó nadie, están en Alemania, Emiratos Árabes y Turquía, pero yo decidí que iba a permanecer y a buscar una vida aceptable, nunca en comparación a otros países que pueden vivir bien, pero bueno, me casé, comíamos dos veces por día y conseguimos migajas de lujo, cosas que podrían ser simples para otros, como ir a una cafetería. Lo hemos logrado, no hemos muerto.
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La gente sigue las noticias intentando descifrar si gobierna un político o un yijadista, pero sobre todo para saber si al fin podrán bañarse con agua caliente o cuándo volverá la luz.
Recep Tayyip Erdogan, el presidente de Turquía, prometió echarles un cable. Había prometido volver a poner operativo el aeropuerto de Damasco y ya opera un vuelo regular de Turkish Airlines desde Estambul. No paran de llegar políticos y empresarios turcos a la capital siria y en el norte del país la lira turca es la moneda corriente. Turquía fue el principal proveedor de armas de HTS, el principal enemigo de Assad y el principal sponsor de la nueva Siria: los contratistas de la reconstrucción serán turcos y la garantía de paz, también. La posguerra viene de la mano de un revival del imperio otomano.
“Está lleno de habladurías sobre Turquía, no sé muy bien, el otro día los de HTS no le dieron la mano a los políticos europeos que vinieron de visita y mucha gente hablaba de falta de respeto, pero es algo religioso que los europeos deberían saber” me dice Durra, mientras junta 35 billetes de 2 libras sirias para pagar la cuenta del bar. Los billetes tienen todavía la cara de Assad: el Banco Central aún está cerrado.
Durra tiene 26 años y una mirada vivaz que brilla detrás de su velo reformista. Lleva jeans ajustados y una camisa de lino que combina con su estilo moderno, pero propio. “Yo creo en Alá”, dice mientras acomoda el pañuelo con un gesto natural, “pero eso no me quita independencia”. Bebe un sorbo de vino, algo que a veces levanta cejas, si eso pasa sonríe como si el juicio de otros no pesara sobre ella.
Durra es arquitecta, pero en los últimos años se ha reinventado haciendo marketing digital para clientes en el extranjero. “No se puede vivir con un solo trabajo en Siria”, dice con un encogimiento de hombros. Habla con pasión sobre poesía, arte y filosofía, me muestra poesía andaluza lírica, y espera algún día conocer la mezquita de Córdoba y la alhambra de Granada.
“Sobreviví gracias a mis amigos y a los bares”, dice: su grupo de amistades más cercano se mantuvo firme mientras otros huían. “Nos la pasamos yendo al bar cada noche, buscando refugios dentro de refugios. Puede ser que haya habido algo de negación, ¿sabés? Hacíamos como si lo de afuera no estuviera pasando”. Su bar favorito es donde nos vemos ahora: Vintage, en donde sirven vinos italianos. Ahora que la resistencia terminó se puede ir. Se quiere ir. “Mucha gente dice que es el momento de quedarse porque el país te necesita, pero siempre el país te necesita, y creo que antes más, yo lo que necesito es sacar un poco la cabeza de esta realidad aunque sea nueva”.
Durra cree que lo más positivo de la religión se hizo presente en las semanas posteriores a la caída del régimen: los rebeldes abrieron todas las cárceles, cerraron el poder judicial y las estaciones de policía y sin embargo no hubo robos, ni caos, ni asesinatos. Un momento liminal: se suspendió el tiempo y se abrió una transición hacia lo desconocido en el medio de un éxtasis social, un entreacto. “Yo creo que lo que operó ahí fueron los valores religiosos: rigió el ‘no robarás’ de Dios por encima del de las leyes, y primó la hermandad”.
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Con el correr de las semanas se han empezado a escuchar episodios de violencia. Una periodista francesa me dice que tuvo que esconderse debajo de la cama del hotel porque unos tipos entraron a los tiros al lobby, amenazaron al conserje y se fueron. El dueño de un bar que vende alcohol y organiza conciertos de música en vivo me muestra un video en el que unos tipos encapuchados y armados entran con ametralladoras y lo obligan a dejar de vender tragos y parar la música. Un periodista libanés me dice que está viendo muchos autos con las ventanillas rotas.
Bassim, un profesor de literatura de 30 años, me dice en Mad Monkey, un pub de una zona acomodada de Damasco, que está bastante preocupado: “Estos tipos de HTS son vikingos, no son como nosotros, no confío en ellos”. Parece querer hablar en primera persona de la “gente común” de Siria. Cree que hay mucha pandilla proliferando y aprovechando que el Estado ha sido disuelto.
Bassim no parece sorprenderse por nada de lo que dice. Se recarga en la mesa, observando el vaso vacío que tiene entre las manos, mientras el bullicio del bar lo rodea. Entre los murmullos de la gente y el tintineo de las copas, su voz se mantiene firme, aunque con un toque de melancolía. Dejar ir la guerra no necesariamente implica abrazar lo que viene después.
“No veo muchas alternativas”, me dice. “La gente cree que estos ex militantes de ISIS y Al Qaeda se van a convertir en políticos, pero entiendo esa ingenuidad. Ellos tomaron el poder en un país que no tenía ni políticos, ni política, solo escombros. Al final, ¿sabes? después de cualquier guerra, lo que queda son ruinas”.*Este reportaje fue producido por Late para Anfibia.