Al borde de la crisis de 2001 escribí un texto en el que intenté llamar la atención sobre la importancia de las desigualdades sociales en nuestra joven democracia[1]. Cierta ciencia política dominaba entonces el espacio intelectual con una hipótesis sencilla: el sistema político debía tomar distancia de la cuestión social si queríamos conjurar los interminables conflictos que habían puesto en jaque la democracia a lo largo de todo el siglo XX. Sin embargo, era evidente que este camino que separaba la política de “lo social” era tan peligroso como injusto. La Argentina post-dictadura evolucionaba de manera paradojal. Todo ocurría como si la democracia se consolidara al mismo ritmo que la pobreza progresaba con sus terribles picos en la hiperinflación de 1989-1991 y en la recesión de 1998-2003. Los 20 años que van hasta 2003 demostraron amargamente que la condición de ciudadanos no bastaba a los argentinos para protegerse de la pobreza, ni del desempleo, ni del trabajo en negro, ni de las profundísimas desigualdades que atraviesan aún hoy al país en materia de acceso a la salud, a la educación, a la vivienda, a la ciudad, a la cultura… El final de siglo parecería demostrar que la democracia puede marchar alegre y campante incluso cuando nuestromodo de vivir juntos produce tales niveles de desigualdad.
El 2001 puso un freno brutal a aquella ficción.Los gobiernos que resultaron de aquella crisis general buscaron colocar la lucha contra las desigualdades de nuevo en el centro de la democracia. Desarrollo con justicia social fue el lema retomado por este neoperonismo del siglo XXI. Como a principio de los años 1990 luego de la hiperinflación y bajo la convertibilidad, el crecimiento económico, la disminución de la pobreza y del desempleo dieron razón al nuevo rumbo. Pero a diferencia de su antecesor menemista, el kirchnerismo buscó recuperar el rol social del Estado y no contentarse con los solos efectos del crecimiento. Se invirtió en salud, en educación, en vivienda para los más pobres, y se volvió a prestar atención a algunas de las categorías sociales más postergadas como las empleadas domésticas o los trabajadores rurales. La búsqueda de mejorar la calidad de vida tuvo tres ejes principales: la recuperación del trabajo como gran redistribuidor, la institucionalización de derechos entre los cuales cuentan la Asignación universal por hijo (AUH) y el Matrimonio igualitario, y la “recuperación” de antiguos derechos como la jubilación por reparto. Se buscó jerarquizar de nuevo al Estado social.
Todas medidas que permitieron mejorar las condiciones de vida y ampliar los espacios de libertad de extendidos grupos sociales y sobre todo, que pusieron en el centro del espacio democrático la preocupación por la reducción de las desigualdades. Sin embargo, el fracaso del kirchnerismo es evidente y debemos considerarlo de modo autocrítico pues los tres últimos gobiernos intentaron alejarse del cinismo economicista. Lamentablemente, al final del ciclo las clases populares quedaron otra vez en una situación muy difícil. Ya en diciembre 2013 los nubarrones de la rebelión popular volvieron a amenazar con el espectro del “saqueo” y sumarse a una ya agitada movilización sindical que no hacía sino mostrar cuan resquebrajada estaba la sociedad argentina, lo que confirmaban los episodios electorales que terminarían con el triunfo de Mauricio Macri en 2015. Así lo escribimos en Le Monde Diplomatique en aquel momento[2], y Gabriel Kessler nos ha dejado una minuciosa descripción de los contrastantes resultados de la evolución social de esos años[3]. En términos de ingreso, de estabilidad del empleo, de protección social, de salud, de educación, de vivienda, de territorio, de seguridad, se la mire por donde se la mire, la sociedad argentina es una sociedad muy desigual. En aquel caliente diciembre de 2013 volví una vez más a aquellos asentamientos de La Matanza donde tanto trabajé desde mediados de los años 1980. Dos generaciones más tarde aquel océano de desigualdades no ha hecho sino extenderse. Allí, los niños de hoy están socialmente más cerca de la niñez de sus abuelos que de los niños de los barrios acomodados de Buenos Aires. Hay más distancia entre dos categorías de conciudadanos que entre dos generaciones de argentinos de la misma clase social.
La antropología nos pone también frente a la dramática constatación de una Argentina campeona de las desigualdades. Pablo Semán nos viene advirtiendo desde hace tiempo sobre cuánto se han distanciado las clases medias y las clases populares. Han desarrollado espacios culturales tan disímiles que sus cosmovisiones se vuelven muchas veces irreconciliables, como lo son sus gustos culturales y los soportes de su religiosidad. ¿Queremos que esto continúe así?
La preocupación por la igualdad no orienta al gobierno electo en 2015, pero tampoco moviliza al electorado mayoritario que lo condujo al poder. De orientación liberal, la Argentina que se impuso no combate la desigualdad, apenas busca darle causas legítimas. En un contexto de igualdad de oportunidades, se nos dice, el esfuerzo y la inteligenciadeberían darle a unos más beneficios que a otros. Y, de manera natural, cada quien debería poder transmitir los frutos de su esfuerzo a sus hijos (con lo cual el ideal de la igualdad de oportunidades no dura sino una generación). La mejor suerte de unos respecto a los otros se debe al mérito de los primeros.
A fin de cuentas habitamos un espacio político donde la desigualdad aparece legitimada como recompensa del esfuerzo personal y familiar. En efecto, si los lazos horizontales de la familia se han vuelto inciertos (entre cónyuges), los lazos verticales que definen la herencia parecen más sólidos que nunca: lo que me dejó mi viejo, lo que le daré a mis hijos. Es la razón por la cual las desigualdades del patrimonio adquieren cada vez más peso. Así lo han demostrado economistas como de Thomas Picketty o Joseph Stiglitz. En un filoso ensayo, el sociólogo francés François Dubet nos dice que la globalización liberal que se inicia con Ronald Reagan y Margaret Thatcher no tiene sólo una faz económica y otra tecnológica. Esta reinstala en las sociedades una “preferencia por la desigualdad” característica de los inicios de la industrialización[4]. El breve ensayo ayuda a entender el tema que nos ocupa. Dubet detecta una demanda social de iniquidad. Y también nos dice que esa preferencia “popular” por la desigualdad es el resultado del debilitamiento de las solidaridades sociales que deberían cimentar el conjunto social y que se expresan en el ideal republicano de la “fraternité”. En fin, nos permite ver que la cuestión de la desigualdad no es el simple resultado de un mecanismo económico sino de las alternativas políticas a las que nos enfrentamos. Sólo con una opción política por la solidaridad podremos combatir la desigualdad.
Los caminos de la igualdad
Dijo José Mujica, entonces presidente del Uruguay: “las repúblicas vinieron para suscribir un concepto: nadie es más que nadie”. Respondía así a las preguntas que tantísimas veces le hicieron, y en esta ocasión repetía un periodista de la televisión española, respecto a su modesto modo de vida. Para Mujica, las cosas son sencillas: él no hacía más que vivir como siempre lo había hecho y como “vive la mayoría de la gente en mi país.¡La mayoría!”[5]. Pero el viejo tupamaro sabía el altísimo valor político del tema que él desplegó en sus múltiples argumentos, al menos cuatro dimensiones. Primero, los cargos políticos no deben servir al enriquecimiento personal. Segundo, su modo de vida así exhibido tiene un profundo efecto corrosivo sobre una de las formas contemporáneas de la dominación, aquella que asocia riqueza con poder político y en consecuencia legitima la alianza de los gobernantes con los dueños del dinero. Es muy importante romper esa alianza:en el actual mundo del poder se debe ser como todo el mundo para tener un destino ejemplar, y desde esa postura, procurar un avance hacia la igualdad. Tercero, cualquier ciudadano tiene la capacidad de ocupar las más altas funciones en una república y puede y debe llegar y salir de ellas sin enriquecerse. Cuarto, el viejo zorro ponía una piedra en el jardín de la mayoría de los dirigentes de la izquierda entonces en el poder tanto en Uruguay y en el resto de América Latina, no dispuestos a comportarse con modestia.
Diputados, ministros, senadores, intendentes, altos funcionarios, embajadores, ediles… los cargos que la izquierda ocupaba y ocupa son muchos y Mujica sabía que hay allí un punto esencial en el devenir de la izquierda. Y debe decirse que su caso no es único ni su recorrido puntual. Mujica no sólo fue presidente durante cinco años, antes fue ministro y antes senador y diputado, y es actualmente senador; y entre sus compañeros tupamaros, muchos han ocupado y ocupan altísimos cargos ejecutivos y legislativos, y mantienen la misma conducta de relación entre el dinero, estilo de vida y el poder político. Ese comportamiento no es el resultado de la fuerza moral de unas cuantas personas, como si de anacrónicos ascetas se tratara. Es el producto del pacto fundado por ese movimiento político hace más de medio siglo, a principio de los años 1960. Difiere, por ejemplo, de la idea de revancha plebeya del humilde que llega al poder y consigue reivindicar simbólicamente al pobre vistiéndose con prendas carísimas, y que legitima en ese mismo gesto el valor social del lujo. Una forma de revancha muy presente entre los movimientos populares de éste lado del Plata.
El ideal de la igualdad es constitutivo de la izquierda, sin él ésta no es nada. Pero, ¿cuáles son los caminos a la igualdad en este siglo XXI? En su monumental obra Las metamorfosis de la cuestión social (Paidós, 1997), Robert Castel nos da pistas ineludibles. La extensión de la condición salarial, antes reservada a los miembros más indignos de las sociedades industriales, es el principal vector de lucha contra las desigualdades. La ampliación del salariado a más del 90% de la población activa, abarca a un número creciente de grupos sociales, y produjo un efecto igualador que debe calibrarse con cuidado. La condición salarial, nos explica Castel, sólo es fuente de integración social cuando el trabajo está rodeado de protecciones que aúnan a todos los asalariados en Derechos, con independencia del monto del salario. Se iguala por la condición social, y no por el ingreso. Todos con el mismo derecho a la jubilación, todos con la misma cantidad de tiempo de sumisión al trabajo, una prohibición del trabajo infantil que concierne a todos por igual, todas con el mismo derecho a la protección del embarazo y del nacimiento, una misma protección frente a la enfermedad y al accidente. La más dura forma de desigualdad es ese tercio de los argentinos que trabajan en negro. Traer al espacio del Derecho a ese 30% de los trabajadores es nuestra tarea más urgente, con independencia de cuál sea su nivel de ingreso.
Un capitalismo como el argentino evolucionó en ese sentido desde los albores del siglo XX con ritmo seguro hasta 1976, cuando abandonó ese camino. Es cierto que marcado por la segmentación sindical desde los años 1940, el camino argentino nunca alcanzó los niveles de cohesión que se logró en otras sociedades. Pero si comparamos lo que siguió luego, se hace evidente que desde los años 1970 rodamos por la pendiente de la desigualdad y que hacia allí continuamos. Y los 30 años de democracia son aquellos en que la República ha visto consolidarse el trabajo en negro y nada ha logrado hacer para reducirlo.
Uno de los principales problemas que enfrentamos proviene, quizá, del hecho de que quienes pugnan por la igualdad ponen demasiado acento en el ingreso, y que miden la desigualdad en términos económicos. Así quedan atrapados en el razonamiento liberal. La redistribución económica se vuelve el alfa y el omega de la búsqueda de equidad, y se privilegia la distribución del famoso coeficiente de Gini que permite calcular la distancia entre los más ricos y los más pobres. Pero avanzando así se produce una serie de errores que se pagan caros. En primer lugar, la reducción de las desigualdades entendidas de ese modo se vuelven estrechamente dependientes de los ciclos económicos. Un leve despertar de la inflación o un retroceso en las tasas de crecimiento desbaratan en meses lo conquistado en años. Algo de esto último ocurrió a la Argentina, y algo de lo que sigue también. En efecto, en segundo lugar, se avanza muy tímidamente hacia la desmonetización de espacios de la vida cotidiana: servicios públicos, instituciones, Estado social, asociaciones, cooperativas, mutuales, escuelas, universidades y bibliotecas. Estos son todos caminos hacia la igualdad porque desconectan la vida social y el porvenir del ingreso. Una sólida, rica y creativa escuela pública que cobije a las familias de menores ingresos y que atraiga a las de ingresos medios y superiores crea un espacio de igualdad. Lo mismo ocurre cuando la salud de mejor calidad se encuentra en el hospital público. Esto permite crear espacios de debate respecto a cuáles sectores de la vida social pueden dejarse librados al mundo de la desigualdad y cuáles deben ser de acceso y de disfrute indiferenciado.
Pocas veces veo reivindicada la república como una institución de la igualdad y en demasiadas ocasiones veo atacados los espacios de la vida común como si se tratara de horribles aplanadoras de la uniformización. No hay nada más satisfactorio para un individuo emancipado que el placer de encontrarse junto a otros en un espacio de pertenencia colectiva. Es en definitiva en ese calentito hogar donde reside esto que llamamos sociedad.
[1]Pobres Ciudadanos. Las clases populares en la era democrática (Buenos Aires, Editorial Gorla, 2005, 2da ed. 2010).
[2] ¿Por qué los pobres vuelven a la calle? Temporalidades sociales, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur,Nro 178, abril 2014.
[3] Gabriel Kessler, Controversias sobre la desigualdad. Argentina 2003-2013, Buenos Aires, Editorial FCE, 2014.
[4]François Dubet, ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamoslocontrario), Editorial Siglo XXI, 2016.
[5]Salvados : Mujica, un presidente diferente, TVE, Atresmedia televisión, 2014.