Traducción Margarita Martínez
Silicon Valley no remite solamente a un territorio, al foco ardiente del liberalismo digital; también ha generado un espíritu al que denomino “el Espíritu de Silicon Valley”, que encarna la verdad económico-empresarial de la época, hoy integrada e interiorizada en todo lugar, y que se trata de consumar en acto. Existe un Zeitgeist, un “aire de los tiempos” que empuja a implantar en numerosos puntos del globo “valleys” que pretenden en mayor o menor medida acercarse al original según los medios localmente disponibles. Es una nueva doxa no solo económica sino también política que es testigo de una intensificación súbita de la alianza que opera desde los años ochenta entre los sectores público y privado, hoy movidos por intereses convergentes en alto grado y que buscan concretar masivamente y en los mejores plazos posibles esa ambición industrial e infraestructural.
Este objetivo se hizo posible saltando ciertas etapas por las cuales Silicon Valley había pasado pacientemente. De ahora en adelante, la tecnología, la competencia de los ingenieros y los apoyos financieros están prácticamente al alcance de todos. Cada iniciativa tiene necesidad de personal calificado y de una arquitectura de sistema de la cual disponen todas las grandes empresas, sea de modo interno o recurriendo prestatarios del exterior. Las empresas nacientes podrán ser sostenidas en el seno de “aceleradores de start-up”, y beneficiarse de asistencia logística así como de fondos a través de capitales de riesgo. Este entorno induce una forma de facilidad empresarial muy reciente que favorece la expansión del fenómeno. El deseo en otros tiempos fascinado por Silicon Valley se transformó en una aspiración no disimulada a duplicar ese modelo muy concretamente –no el conjunto de sus infraestructuras entre las cuales algunas, especialmente las universitarias y militares, se remontan a una larga historia, sino el “corazón de su oficio” contemporáneo, o sea, la monetización en todos los niveles del registro testimonial de la vida a través de los datos–.
Ya ha quedado atrás el tiempo en el que las ansias personales se dejaban dentro de uno mismo porque uno estaba sujeto a la conciencia de la propia mediocridad. Así, con celos secretos, el mundo, en su amplia mayoría, al menos el mundo occidental, y los responsables económicos en particular, percibieron a los Estados Unidos de la posguerra y hasta comienzos de los años setenta como el parangón de un capitalismo coronado de triunfos. Este modelo obligaba a una admiración que muchas veces se buscaba imitar, pero de modo necesariamente parcial, porque se entendía que, en su plena envergadura, estaba fuera de todo alcance.
Ahora, esa larga frustración ha terminado. Es el tiempo de la revancha. “América entera se ha convertido en californiana”,[1] escribía Jean Baudrillard en 1986. Hoy, es la Tierra entera la que, a grandes pasos, se convierte en californiana –más precisamente siliconiana–. Se abre para todos una nueva estampida del oro, pero esta vez en el territorio de cada cual, la “propia California en potencia”; nadie quiere “dejar pasar el tren”.[2] Esta aspiración obnubila al punto de querer igualar al amo, incluso superarlo. Hay que poder capturar la parte emotiva y psicológica que se pone en juego aquí. Un voluntarismo que mezcla resentimiento y admiración absorta busca deshacerse de sus frustraciones pasadas y edificar con vigor el “sueño siliconiano” dentro del propio territorio, con orgullo y movilizando todas las fuerzas posibles.
La silicolonización
Si Silicon Valley, desde su origen, estuvo atento a las investigaciones y producciones desarrolladas en otros territorios tanto como estuvo abierto a la recepción de competencias exógenas, su estructura de conjunto resulta de una tradición propia. Es la que supo acomodar y consolidar después de muchas décadas un entorno institucional e industrial apto para mantener su preponderancia en el sector de las tecnologías de punta y para sostener su continuo auge. Su historia es indisociable de una sólida arquitectura tecnocientífica sin parangón que generó un ethos singular, el suyo, el de Silicon Valley. Este ethos depende de una genealogía particular que de aquí en más se erige como el referente planetario principal y último en el que hay que inspirarse.
Esta idea recibida y aceptada globalmente percibe dicho esquema económico como portador de potencialidades infinitas que encarnan además una forma luminosa de capitalismo. Y se supone que no se basa ya en la explotación de la mayoría de sus actores, sino en “virtudes igualitarias”, porque ofrece a todos, desde el “startupper visionario” hasta el “colaborador creativo” o el “emprendedor autónomo”, la posibilidad de vincularse con él “libremente” y entonces expandirse. Vivimos un nuevo tina (There Is No Alternative [No Hay Alternativa]) ya no tomado como un mal necesario, sino guiado por una fascinación que considera dicha trayectoria, además de virtuosa, naturalmente inscripta en el curso de la historia y como representación del horizonte insuperable de nuestra época.
El Espíritu de Silicon Valley engendra una colonización –una silicolonización–. Una colonización de un nuevo tipo, más compleja y menos unilateral que sus formas previas, porque una de sus características principales es que no se vive como una violencia a padecerse, sino como una aspiración ardientemente anhelada por quienes pretenden someterse a ella. Es una adhesión planetaria que Silicon Valley no buscó especialmente fomentar; se acomodó más bien a ella, de algún modo, al ver emerger a la vez una competencia mundial y la ampliación, bienvenida, de una lógica que ella misma había inspirado y que es susceptible, in fine, de ampliar todavía más su radio de acción. En los hechos, ni siquiera tuvo necesidad de librar la “batalla de las ideas” según los términos de Gramsci; se impuso sin esfuerzo por la sola fuerza de su prestigio y sus éxitos impactantes.
Históricamente, la colonización suponía veleidades agresivas de dominación que apuntaban a apoderarse de los territorios por medio de la fuerza y se topaba con resistencias feroces o bien lograba una colaboración interesada. Procedía de la imposición de un orden sobre otro orden existente, apuntando a la explotación de los recursos naturales y de las energías humanas en vistas a enriquecer a las fuerzas conquistadoras y sus países de pertenencia. Nada de esto ha sucedido aquí; se trata de una voluntad endógena que estima que este esquema económico y cultural reviste, más allá de su foco de origen, un valor universal que se ha convertido en el patrón para la medida de la vitalidad económica de todos los países y que, por la evidencia de su verdad, debe ser activamente importado e implementado.
Es un impulso “autocolonizador” movido por dos motores que actúan de modo conjunto. Primero, a través del proselitismo de actores que, habiendo actualizado su “sistema de explotación conceptual” y tocados por la gracia, difunden por todas partes los preceptos de la “biblia siliconiana”. Está en marcha un movimiento poderoso que se manifiesta en la expansión de una doxa difundida por los industriales, la mayoría de los economistas, las universidades y las grandes escuelas, las agencias de prospectiva, los think tanks y los órganos de presión de todos los órdenes, los teóricos del management o incluso las portadas de las revistas que celebran a diestra y siniestra a los startuppers que “desplazan los horizontes”. Se pregona el dogma “sanfranciscano” en las conferencias ted a golpes de eslogans que pueden ser “fragmentados” en 140 caracteres, o en grandes misas profesionales bajo la forma de prédicas pronunciadas por “expertos sacerdotes” que confirman, con ayuda de “slides” sintéticos y a través de “observaciones de la experiencia”, la verdad del evangelio siliconiano.
Pero el núcleo de ese seguidismo, además de esos “resortes naturales”, es la clase política que lo alienta –y eso más allá del enfrentamiento derecha/izquierda, dentro de un consenso social-liberal mayoritariamente en acto en las democracias–, convencida de que “de ahora en más hay que ajustarse a lo que haga Silicon Valley”.[3] En los puestos de avanzada de la silicolonización del mundo se sitúan los representantes electos y los responsables de las administraciones del Estado a igual título que los industriales. Sería falso decir de ellos que “estarían superados”,[4] porque en verdad proceden a la institucionalización del espíritu de Silicon Valley en el seno de entidades cada vez más numerosas y variadas del sector público.
Luego se produce la “self-colonization” de los territorios, porque después de mediados de la primera década del siglo XXI, la fascinación ya no quiere ser pasiva, sino que se manifiesta a través de acciones concretas, por la construcción de valleys en los cinco continentes, bajo la forma de parques industriales e “incubadoras”, destinados a favorecer la creación de empresas start-up, a unir a los distintos actores y a anexarse sin demora al tren de la economía de los datos. Son “valles del conocimiento” que en la mayor parte de los casos constituyen el objeto de “consorcios públicos/privados” según la nueva norma estatal-liberal de reacomodamiento de los territorios. Estos “polos de competitividad” se benefician de subvenciones acordadas por los gobiernos o las colectividades territoriales y se encuentran a veces engalanados por rúbricas otorgadas por comités de expertos que dan testimonio de la importancia de estas nuevas causas nacionales, como la rúbrica “La French Tech” que pretende rivalizar con la poderosa águila que es Silicon Valley, y que exhibe como logo un gallo bermellón generado aparentemente por un programa de imágenes sintéticas que dataría de los años noventa, con la mirada perdida y en una postura aceptablemente rígida y torpe. El ícono, de diseño pasado de moda y de modestia sorprendente, ¿expresa una confesión inconsciente en cuanto a la imposibilidad de rivalizar verdaderamente con el modelo original a pesar de las intenciones anunciadas? Porque el gallo nunca se va a transformar en águila y siempre va a ser esta última la que, en el final de la historia, devore su carne y su alma. Es una suerte de lección emparentada con una fábula de La Fontaine pero actualizada y sobre la cual podríamos meditar.
Francia, que en otros tiempos supo ser una de las grandes potencias coloniales y que difícilmente supo liberarse de ese pecado, se somete hoy con entusiasmo a un modelo que contribuye no solo a alterar su especificidad industrial histórica en favor del modelo siliconiano, sino incluso a poner en juego gran cantidad de logros jurídico-políticas entre los cuales algunos fueron forjadas por ella misma e inspiraron al mundo. Creemos en vano que cada país posee su propia identidad, que reconfigura las cosas a su modo, que probablemente esté inscripto en el proceso de colonización conceder una “tonalidad local” a la norma hegemónica. Más allá de los fenómenos de superficie, lo único que cuenta es la estructura principal, la que, en este contexto, ignora las concepciones divergentes y potencialmente virtuosas para comprometerse con un esquema unilateral de modo ultrajante que apunta a regular, con la única finalidad del beneficio, el curso de la vida mediante algoritmos.
Conviene proceder según un análisis del “contagio de las ideas” o una “epidemiología de las representaciones”, para retomar los términos de Dan Sperber.[5] O sea, examinando ciertos micro-mecanismos psicológicos que, a fuerza de encabalgarse y mantenerse vigentes, engendran macro-fenómenos sociales. Hay que poder capturar lo que existe de afecto en aquello que depende, en amplia parte, de una creencia y una forma de salvación a partir de suposiciones vagas. Es la razón por la cual los gurúes de todo tipo representan las nuevas stars de las conferencias profesionales, y son invitados a hacer valer su experticia en el seno de un contexto singular que mezcla incertidumbre en cuanto a la viabilidad del modelo y un sentimiento de ineluctabilidad respecto de su realización futura. Ofrecen una caución a la fe, justificando a través de la clarividencia de su “visión” la justeza de la convicción, porque lo que caracteriza la economía de lo digital, desde el advenimiento de lo que se denominó “net economy” a mediados de los años 1990 hasta hoy, es que nunca un movimiento industrial se constituyó tanto en base a conjeturas y proyecciones azarosas más que sobre realidades constatadas y resultados patentes. Son ejercicios de futurología euforizante que preceden a los hechos y que son necesarios para la legitimación de las iniciativas, contribuyendo especialmente a convertir en marginal cualquier contra-discurso escéptico.
Y en este aspecto también ocurre que se cruza un umbral; asistimos a un alto nivel de entusiasmo emparentado con un misticismo deslumbrado por un Merlín encantador ridículamente vestido con un traje de Superman y que nos libera de las angustias de la época. Habría que pasar, entonces, de una psicosociología[6] como la pregonada por Gilbert Simondon, cuyo objetivo era relevar los componentes psicológicos que influyen en las evoluciones técnicas más allá de su curso aparentemente “natural”, a una psicopatología que es tanto Silicon Valley mismo como el “deseo de Silicon Valley”, y que constituyen juntos un nuevo síndrome que habría que colocar en la lista de las nuevas enfermedades mentales de nuestro tiempo: el psicolonismo. Sabemos hasta qué punto Frantz Fanon, un autor juicioso y metódico de la colonización y las luchas descolonizadoras que también era psiquiatra de profesión, vinculó los fenómenos de colonización con las patologías psiquiátricas a través de las formas de prescindencia que inducen. Y este análisis hace eco en la doble forma que tiene la prescindencia contemporánea. Primero, la prescindencia respecto de nuestro poder de deliberación colectiva relativa a un fenómeno que se pretende inevitable y que se impone bajo una precipitación irreflexiva y culpable. Y en segundo lugar la prescindencia, más determinante aunque de otra manera, de la autonomía de nuestro juicio a través del hecho de que el mayor resorte de este modelo económico depende de la neutralización de la libre decisión y de la espontaneidad humanas.
[1] Jean Baudrillard, América, Barcelona, Anagrama, 1987.
[2] “El consultor de A.T. Kearney, Hervé Collignon, que acaba de consagrar un estudio a la Internet de los objetos, afirma que ‘el desafío ahora es hacer crecer estas start-up, industrializar sus innovaciones asociándolas a pesos pesados europeos. Porque la conectividad que se inmiscuye por todas partes es justamente la fase dos a la potencia diez de Internet. No hay que dejar pasar el tren esta vez’”. Liza Kroh, “French Tech: label affaire”, Libération, 5 de enero de 2016.
[3] “Hay que ajustarse a lo que hace Silicon Valley”, afirma Paul-François Fournier, del bpi. Ibíd. El bpi (Banque Publique d’Investissement [Banco Público de Inversión], también “Bpifrance”), es un establecimiento público que destina fondos de apoyo dirigidos a empresas start-up y de “La French Tech” , en un presupuesto consagrado a ello que se elevaba, cuando se creó en 2012, a 600 millones de euros, y que fue incrementado a 1,4 millones de euros anuales en 2016.
[4] Véanse ciertos artículos u obras que afirman, de manera errada, que la clase política iría “a la zaga” del movimiento general de la “innovación” digital, o incluso que no “entendería gran cosa sobre las mutaciones tecnológicas contemporáneas”. Este postulado equivocado supone primero que la verdad se ubica del lado de aquellos que sí habrían comprendido e integrado la naturaleza de dichas evoluciones y que oculta luego el vivo y reciente voluntarismo de los responsables políticos para sostener, por medio de fondos públicos, el desarrollo de la “economía del dato”.
[5] Dan Sperber, La Contagion des idées. Théorie naturaliste de la nature, París, Odile Jacob, 1996.
[6] Sobre la noción de “psicosociología”, ver Gilbert Simondon, Sobre la técnica, Buenos Aires, Cactus, 2017.