1988. Un grupo de cinco amigos de un barrio marginal al norte de Seúl viven los cambios de la adolescencia mientras el país atraviesa un proceso de democratización después de 30 años de un gobierno autoritario y se prepara para los Juegos Olímpicos de Verano. El evento deportivo es la gran vidriera, la oportunidad de mostrar al mundo el crecimiento económico de los últimos años. La prensa internacional apunta las cámaras a los más de 13.300 atletas de 160 países que llegan a la península. En la ceremonia de apertura, una de las chicas del barrio lleva orgullosa la bandera de Madagascar. Afuera de los estadios, las protestas de trabajadores y estudiantes copan las calles de Seúl. Denuncian la corrupción política y la explotación laboral en un país que todavía ni siquiera conoce el régimen jubilatorio.
En medio de la pobreza y la solidaridad de los vecinos del barrio, los cinco amigos practican coreografías de moda y leen mangas de Dragon Ball, se enamoran, eligen universidades y algunos se suman a las protestas. En los cines se estrena Chilsu y Mansu, el debut cinematográfico de Park Kwang-su, una película que muestra por primera vez y de forma masiva la contradicción del crecimiento económico exponencial y las brechas de desigualdad social que comenzaban a consolidarse. Los amigos del barrio ven la peli pirateada en un VHS en el living del chico con la mejor tele.
Todas estas escenas son de Reply 1988, un K-drama de 20 capítulos que se estrenó en 2015 y rompió récords de audiencia, con una narrativa -que oscila entre una novela de Cris Morena y That’s 70 show- de un momento bisagra en la historia de Corea del Sur. Este -1988- es el año del puntapié inicial en la búsqueda de una narrativa internacional que lo posicione como un país potencia, una política que tomará forma en los noventa con el Hallyu o la ola coreana. Treinta y tres años después, Netflix estrena El juego del calamar. En pocas semanas se convierte en la serie más vista en la historia de la plataforma.
La cultura coreana de exportación está hoy en la cresta de la ola. Un país que pareciera poder contarse a través de sus dramones.
Corea del Sur es un país de familias. Son importantes las figuras de las madres, las abuelas y las tías. Las eomeoni, las halmeoni y las imo. También la de los padres, los abuelos y los tíos. Todos con formas de nombrarse distintas según si son materno o paterno.
Pero los vínculos familiares no se generan solo con la sangre. En Corea a las mujeres mayores se les dice tías y a los varones, tíos. Y se les debe respeto en vida, ceremonias abundantes en comida, en muerte. La amistad también se marca con la edad y la familia. Si tenés un vínculo con alguien mayor, es de protección, comprensión y apoyo. No importa el desarrollo de tu historia: en una sociedad que se enriqueció de una generación a otra -hijas millonarias con madres sin electricidad- estos vínculos solidarios y jerárquicos marcan la narrativa colectiva.
Las tramas de las series coreanas están atravesadas por la familia y suelen comenzar con el disparador de una pérdida. Una madre anciana que sacrifica su trabajo para pagar las deudas de su hijo, un padre que sigue yendo a trabajar a pesar de que el jefe lo golpea y lo humilla, una hermana mayor que debe cumplir el mandato de cumplir las expectativas de éxito.
El juego del calamar no es la excepción. Desde su estreno por streaming, se coló de improviso en toda Latinoamérica, España y Estados Unidos. En Argentina, la trama se discute en asados, hay apps que te calculan el cambio de moneda, en los boliches recién abiertos se baila al ritmo de jugaremos muévete luz verde y en el Abasto instalaron una Mugunghwa, la muñeca gigante símbolo de la infancia en Corea, que gira la cabeza y enciende los ojos como rayos. El consumo fue rápido, explosivo, 505 minutos extremos de un tirón.
La historia es extrema pero realista. Palpable en cada escenografía montada y desteñida del juego. Un grupo de élite, con inversión extranjera, somete a 456 jugadores que participan de cuatro juegos mortales a cambio de 45 mil millones de wones que pondrán fin a sus deudas impagables. A lo largo de nueve capítulos recorren asesinatos masivos para diversión de los ricos: solo porque pueden. Matar o morir con consentimiento. Y llevan a un último momento:
—¿Recuerdas este lugar? Jugamos a luz roja, luz verde aquí —dice Cho Sang-woo, número 218, a Seong Gi-hun, número 456, y lo patea entre el barro y la lluvia.
—Todos los que estaban aquí ahora están muertos, excepto tú y yo. Llegamos demasiado lejos para volver.
Le clava un cuchillo en la mano y forcejean.
No son los golpes ni las armas ni las máscaras ni los trajes rojos. El juego del calamar muestra la crueldad feroz de un sistema al romper el vínculo mínimo: el lazo entre hermanos de infancia, compañeros de juego y amigos.
La serie revivió las preguntas abiertas con el éxito de Parasite, la primera película extranjera en ganar el Oscar a la mejor película. ¿Qué tienen las narrativas audiovisuales coreanas que las vuelven masivas? ¿Cómo es que nos reconocemos en personajes de tradiciones en la otra punta del mapa? ¿Qué nos cuentan y qué no de esta sociedad?
El juego del calamar es un K-drama, como se conoce a las series dramáticas producidas por el mercado surcoreano a partir de 1960. Tiene una estructura clásica: una temporada única con pocos episodios de casi una hora, que se enmarca en un drama de crimen. Una de las grandes apuestas de Netflix en los últimos años. Historias de época, fantasías, hiperrealismo, thrillers o romances larguísimos con besos a partir del capítulo 7 que aparecen con solo poner “Corea” en el buscador.
“Ríe, llora, suspira, grita y da rienda suelta a tus emociones con estos dramas coreanos divertidos, intensos, románticos e intrigantes”, publicita la plataforma, y da una primera clave. Los dramas coreanos son aparatos perfectos para pasar, partiendo de un episodio trágico, por todo un entramado de sentimientos intensos en un tiempo contenido.
A diferencia de Parasite y los debates teóricos que generó, la serie dio un paso más: rompió la pantalla y se volvió palpable en medio de la noche de brujas a nivel mundial. En Panamá una fiesta temática de la serie terminó con ocho personas asesinadas a tiros. En Estados Unidos, para prevenir posibles tiroteos masivos en pasillos y aulas, directores de colegios pidieron a sus alumnos no vestirse con los uniformes de la serie. El verdadero monstruo en Halloween de 2021 no es Freddy Krueger con su mano filosa en sueños o Jason atacando un Viernes 13, sino la desigualdad de un sistema, simbolizada por un traje rojo y una máscara con dibujos geométricos, que expulsa y presiona hasta el límite de matar o morir.
El Hallyu o la ola coreana es la expresión que se usa para hablar del fenómeno de expansión de la cultura surcoreana. Es un término que comenzó a popularizarse en China cuando los periodistas de Pekín analizaron el éxito de celebridades surcoreanas y sus producciones televisivas en el país. La historia es conocida: a mediados de los 90, mientras la economía de Corea del sur se encontraba en pleno ascenso vertiginoso, en un contexto político endurecido, el gobierno firmó un acuerdo con China donde establecieron relaciones diplomáticas formalmente (hasta ese entonces no se reconocían como Estados).
De la mano de los acuerdos diplomáticos desembarcaron las producciones culturales. En las televisiones chinas se popularizó ¿Qué es el amor?, un romance coreano con un pico de audiencia de más de 150 millones de personas. La juventud china se volvió fanática de las series coreanas. Luego ingresó la música K-pop: bellos grupos de jóvenes, bailes sincronizados y videos hipnóticos. La ola se extendió geográfica y simbólicamente: ya no eran las series y la música, sino una forma de creación con sello propio. Korea for export.
Hasta 1910, cuando Japón invadió la península, Corea era conocido como el reino ermitaño. Fue fundado por Taejo de Joseon en 1392, familia que perduró en el poder por los siguientes cinco siglos. Durante la dinastía Joseon se crearon las bases de la tradición del país. El sobrenombre ermitaño lo ganó hacia el 1500, cuando el reino resistió las invasiones japonesas, en las que murieron más de un millón de personas.
Cuatrocientos años de desarrollo de una identidad cultural fueron interrumpidos por una nueva ocupación en 1919, cuando fue anexada por el imperio japonés a través de un tratado. Corea fue colonia durante más de 30 años, tres décadas en las que perdió su independencia e intentaron aniquilar su identidad. Los coreanos fueron obligados a cambiar sus nombres por otros de estilo japonés, les prohibieron las reuniones sociales, el uso del idioma y la transmisión de sus costumbres.
En ese contexto, nació una resistencia coreana que buscó la independencia y peleó por la preservación de las tradiciones. Fueron perseguidos. Sus líderes, asesinados o empujados al exilio. Los campesinos que escondían o daban refugio a la resistencia eran castigados con ejecuciones, trabajos forzados o saqueos por los que morían de hambre.
Durante la Segunda Guerra Mundial, las mujeres coreanas eran sometidas a redes de explotación sexual conocidas como “mujeres de consuelo” para las milicias japonesas. Perdían hasta sus nombres, que eran reemplazados por nombres de flores en japonés. Incluso hoy, agrupaciones como Las Mariposas Amarillas, luchan para que se reconozcan esas violaciones a los derechos humanos que no tuvieron reparación.
La historia fundacional de la Corea del Sur moderna es una mezcla de tragedia, nostalgia y resistencia intelectual que moldeó en el país una manera particular de entender el resentimiento. Wol-joo, el personaje de El misterioso bar efímero, un K-Drama estrenado en 2020 protagonizado por Hwang Jung-eum y Choi Won-young, lo define así: “El resentimiento es un sentimiento de injusticia que te lleva a matar o morir”.
La serie es una historia fantástica con datos históricos que ayuda a entender el recorrido conceptual. Wol-joo es un alma de 500 años que se suicida luego de que en el imperio de Jason la difamaran como amante del emperador y asesinaran a su madre. Su enojo es tan grande que al matarse crea una maldición que debilita a la cúpula del imperio y termina con la primera invasión japonesa, que provoca la muerte de 100 mil personas.
Los dioses la castigan volviendola un espíritu que debe resolver el resentimiento de la misma cantidad de personas para poder reencarnar en una nueva vida. Ella monta una bar y mientras sirve tragos de Soju (bebida alcohólica a base de arroz) recorre los resentimientos que promueve el capitalismo actual: una joven que fue abusada y despedida en su trabajo, un estudiante esmerado que no encuentra trabajo por la corrupción en las empresas, otro joven que prefiere perder la lotería para que curen con un milagro a su abuela, que nunca pudo acceder al sistema de salud. La condensación de la tragedia coreana con actuaciones dulces, besos románticos y colores pastel.
Corea es uno de los cuatro tigres asiáticos, países que entre los sesenta y los noventa tuvieron una rápida industrialización y entraron en las economías ricas del mundo. El proceso comenzó con el golpe de Estado en 1961 en el que Park Chung-hee tomó el poder e inauguró una nueva era de políticas autoritarias, represión y crecimiento económico que duraría 18 años. Mientras el régimen perseguía a opositores impulsaba la industrialización nacional con apoyo de inversión extranjera.
Su gobierno impulsó las Chaebols, grandes conglomerados industriales que crecieron bajo una política de protección y replicaban en empresas familiares un esquema de integración vertical. Empresas como Samsung, SK Group o LG encabezaban las listas de crecimiento. Así como familias enteras que pasaban el mando de forma hereditaria, también comenzaban a conocerse los escándalos por corrupción, monopolio y el creciente endeudamiento.
Recién en 1982 se prohibió que los grandes monopolios controlen los bancos. El país entraba en un proceso de protestas y búsqueda de democratización del sistema político. En los 90 el Milagro del río Han llegó a su pico: la economía de Corea del Sur, que terminó la guerra con un PBI al nivel de Ghana, con 70 dólares per cápita, y un modelo agrícola, pasó a ser una de las economías más pujantes y destacadas a nivel mundial.
Pero en 1997 el modelo colapsó con una crisis a nivel regional. El sector financiero estaba sobrecargado con préstamos no rentables. La brecha entre ricos y pobres se hizo aún más profunda.
La ola coreana llegó a Latinoamérica en su segunda expansión, en 2012, con el ”Gangnam Style” de Psy. La canción encabezó el ranking en más de 30 países y su coreo, viralizada en Youtube, tuvo más de 4100 millones de reproducciones. El éxito abrió la puerta para la llegada de grupos de ídolos de K-Pop a occidente.
La política estatal y privada de promoción siguió profundizando: acuerdos para la transmisión de K-dramas, centros culturales que promueven la enseñanza de bailes, ferias y polos gastronómicos donde comer Kimchi y Tteokbokki que se robustecieron con juventudes fanáticas. Si la primera ola coreana se enfocó en un público cercano en Asia, la segunda apuntó al “fandoms”, es decir, grupos de personas unidas por el fanatismo en redes sociales más allá de su nacionalidad. México, Argentina y Perú encabezaron los países con más consumo de la cultura coreana, pero el fandom del K-pop y los K-dramas es una patria en sí misma.
Mientras se escribe una historia for export y el sueño adolescente latinoaméricano es ganar una beca para estudiar en Seúl, la joven Sujin Kim migró de Corea del sur a México, donde comenzó a dar clases de coreano y se convirtió en una influencer en Tik Tok con su cuenta Soojin, que tiene más de 11.6 millones de seguidores. “Cuando llegué a México por primera vez, me emocioné por el mango en la calle”, cuenta en uno de sus videos. Para sus amigas, acceder a fruta fresca o comprar flores eran indicios de la estabilidad económica que había conseguido.
“Mi papá no podía dejar su trabajo porque tenía miedo de que yo volviera a enfermar y estaba ahorrando para eso”, cuenta Soojin. Gracias a las repercusiones de sus historias en redes sociales y los mensajes que dejaban sus seguidores, su padre decidió jubilarse. Las fotos que acompañan el video muestran a Soojin internada luego de sufrir un pico de estrés entre el estudio y la búsqueda laboral.
El rendimiento académico, la búsqueda de trabajo, la marginación y discriminación por aspecto físico, ubicaron a Corea del Sur como el sexto país con tasa más alta de suicidio adolescente según la OMS.
Seúl es y no es lo que muestra un K-drama.
Hay un cuento de Jang Ryujin que se llama “Las alegrías y las penas del trabajo'', un título inspirado en el ensayo de Alain de Button, filósofo sueco, y publicado en español por la editorial argentina Hwarang en “Laberintos de Neón”.
El cuento comienza describiendo un scrum en una pequeña Start-Up de tecnología. Son las nueve de la mañana y arranca esta práctica de metodología ágil, el momento favorito del CEO, donde los trabajadores hablan, de pie, sobre qué hicieron ayer y qué harán hoy. "Lo hacemos para promover el trabajo de forma eficiente compartiendo unidades mínimas de nuestras experiencias", escribe Jang.
El ejercicio debe durar máximo 15 minutos, pero el CEO suele extenderlo hablando en una especie de reunión matinal. La práctica se vuelve un problema: la protagonista, Anna, deberá rastrear a una usuaria frecuente de la App para decirle que deje de postear tanto y cambie su foto de perfil porque al CEO no le gustan las tortugas.
La autora va revelando con sutiliza un entramado complejo en las nuevas formas de trabajo. La sobreexigencia, la hipercomunicación, el discurso horizontal que se entrelaza con la humillación en un mercado veloz y competitivo como el de Pangyo Techno Valley, donde solo el 3% de las Start-Ups sobrevive hasta el final y las marcas de jerarquías de estatus, edad y laborales se ocultan detrás de un discurso meritocrático y de promesas. Es un retorcijón interno.
En coreano hay una palabra exacta para definir la sensación al terminar de leer el relato: Han. Es un sentimiento de pena, rencor y sufrimiento ante las injusticias del mundo. El cuento tiene esa belleza cruel de las narrativas coreanas. Como mirar afuera, muy lejos, y encontrar indicios de eso que nos espanta por dentro.