Crónica

Liberaron a detenidos por las protestas en el Congreso


Seis días en cana

La jueza Servini ordenó la liberación de 11 de las 16 personas que aún seguían detenidas desde la movilización contra la Ley Bases. Confirmó lo que planteaban las defensas: no había pruebas para sostener las acusaciones. Pero los seis días que pasaron en penales y comisarías fueron una odisea: golpes, horas esposadas en el piso y sin colchones, escarmiento policial, declaraciones horrorosas, familiares y amigos de vigilia. Durante la última semana, en el movimiento se colectivizaron miedos y dolores que nos arriman a la sensibilidad defensiva que cocina la época.

La tarde del martes 18 de junio, después de la masiva marcha a Plaza de Mayo para pedir la liberación de los detenidos en las protestas contra la Ley Bases en el Congreso, circuló un rumor: la jueza Servini había ordenado la libertad de 11 de las 16 personas que continuaban detenidas. Los equipos legales aún no habían sido notificados y la resolución no figuraba en los expedientes.

—Servini es así. Avisa primero a los medios —explicó uno de los abogados a Anfibia.

Un rato más tarde recibieron el documento. En 55 páginas la jueza detalló lo que sostenían las defensas de las personas detenidas: que no había ninguna prueba para sostener las acusaciones.

—Cuando llegamos a Ezeiza ya habían liberado a los varones —contó Alan, hermano de Camila Juárez, una de las detenidas—. Lo vi a Juan Spinetto y lo abracé, era la primera vez que lo veía, pero era como si nos conociéramos.

Alrededor de las 23 salieron las mujeres. La primera fue Sasha Lyardet, estudiante de la Universidad de San Martín. Corrió los 20 metros desde el ingreso al penal hasta donde estaba su madre y se abrazó con ella. Faltaba menos de una hora para su cumpleaños.

Camila, su amiga, también estudiante de la UNSAM, salió detrás de ella. Desde el ingreso al penal hizo una videollamada con su hijo de 11 años y su hija de 8.

—Acá está mamá, ahora voy.

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Durante el tratamiento de la Ley Bases, a las 5 de la tarde, en Avenida de Mayo y San José era difícil respirar. De fondo, el Congreso ardía entre la puesta del sol y el humo, mezcla de gas y de rejuntes de madera prendidos fuego. Muchos acudían al bautismo de su primera represión. El resto reeditaba la experiencia de inmersión en una escena por demás apocalíptica. Otra vez, un salto de escala.

Prefectura ya había acordonado la zona y avanzaba el operativo cerrojo. Las calles cercanas eran corredores de manifestantes que buscaban escapar de los gases y las balas de goma. Las últimas columnas organizadas, las de las asambleas barriales, se replegaban a contramano por Avenida de Mayo: la plaza ya era de la policía. 

El objetivo no fue garantizar el protocolo y la circulación, sino lograr el control de las fuerzas en la zona del Congreso. 

—No miren para atrás —gritaban algunos manifestantes agrupados mientras la PFA los corría por la 9 de Julio hasta Avenida Independencia.

A la altura de Chile, la policía motorizada subió a la vereda y se generó la estampida. Camila Juárez, Sasha Lyardet y Nicolás Mayorga, estudiantes de la Universidad Nacional de San Martín, intentaron correr y los agarraron. Un amigo se escondió en el estacionamiento de la UADE y pudo zafar. El inspector Boni declaró en el Juzgado Federal que los tres detenidos estaban tirando piedras encapuchados. 

Es una verdad de perogrullo que mostrar a quienes se movilizan como otredad peligrosa (“son terroristas”) justifica la violencia represiva. Y para eso se filma la película y se construye el set: televisar el incendio del auto de Cadena 3 es la mejor escena. No importa la evidencia fehaciente de los infiltrados —filmaciones del hecho, el testimonio del dueño—. La foto inundó redes propias y ajenas como prueba de barbarie, o incluso con una reminiscencia nostálgica en algunos confundidos. Ciudad y Nación piden resarcimiento por los destrozos. Es un modus operandi que radicaliza el accionar ensayado durante las jornadas de protesta de diciembre de 2017 contra la Reforma Previsional.

Manifestantes que vieron el incendio desconocían, hasta entonces, lo rápido que se prende fuego un coche. La tensión que se palpa en la calle, entre el caos sembrado, se perpetúa a posteriori, cuando a quienes asisten a la protesta desde la pantalla se les impone la constitución de sus compatriotas como objeto de odio.

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Ramona Tolaba, 54 años, empleada de casas particulares, fue sola a la marcha. Caminaba por Avenida de Mayo, a dos cuadras del Congreso, mientras conversaba con un jubilado. Llevaba una bandera argentina atada en la espalda. Eran alrededor de las 18.45. A la altura de la calle Santiago del Estero escuchó las detonaciones. La policía avanzó disparando balas de goma y ella se escondió detrás de un auto. Los policías la vieron y la detuvieron junto a Lucía Belén Puglia, estudiante de Letras en la Universidad Nacional de Hurlingham.

No hay registros de la escena. En el acta los policías fueron un tanto imprecisos. Hora de detención: 20.00, anotaron. Más tarde, en la comisaría, dijeron que las vieron “tirando piedras” y “generando disturbios”. No aportaron fotos, videos ni testigos. Esa declaración fue suficiente para que, en un primer momento, la jueza Servini rechace su excarcelación y las trasladen al penal de Ezeiza.

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El grado y escala de la represión apunta a perpetuar sus efectos, no se reduce a lo que pasó en la calle el miércoles: penetra en los poros de una sociedad crecientemente distanciada de sí misma, insiste con la violencia de las detenciones, en las conversaciones que se tejen las jornadas posteriores mientras se reclama la liberación de familiares, amigos, compañeros, en el asedio digital que insiste en las redes contra todo pronunciamiento de defensa de la democracia. De esa democracia devaluada en la pauperización de la vida, menospreciada en la conversación pública, traicionada en las roscas palaciegas, pero democracia a fin de cuentas que supimos conseguir. 

Movilizarse hoy es asumir la personificación de ese otro contra el cual La Libertad Avanza construye el sujeto “de bien” al que orienta su proyecto de país, porque restituye sobre nuestros cuerpos la condición de sujetos políticos y la historicidad específica que ella porta. Esto ocurre aunque, en la Argentina actual, la praxis esté asediada por la crisis, en la que pareciera cada vez más difícil recuperar la imaginación política para construir movimientos que hagan saltar el continuum histórico. Con eso insistía Rodolfo Walsh: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores, la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las cosas.” ¿Cómo recuperar la iniciativa de quebrar el círculo? ¿Qué se vuelve necesario, hoy, para recuperar el porvenir? 

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Una mujer cruzó la Avenida 9 de julio. Del otro lado de la vereda, un grupo de efectivos le pidió que se identificara.

—Soy Maria de la Paz Cerruti, profesora de Historia, deneí ocho millones…

No alcanzó a terminar la frase. 

—Ahora, ahora, ahora, presa, presa.

Entre cinco agentes —cuatro mujeres y un varón— la tiraron al piso y la esposaron por la espalda. La escena completa quedó registrada en un video que luego llegó a manos de funcionarios judiciales. La subcomisaria Roxana Braga acusó a María de la Paz de haberla escupido, insultado y de darle una patada a otra agente.

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En la represión sentimos miedo porque la escena abre historias pasadas de asociación: las de un dolor, las de un país. En ese momento el miedo es inevitable y se expresa como pánico o, en el mejor de los casos, se lo asume con alegre rebeldía. Pero el miedo, puesto en lo comunitario, se torna fuerza vinculante mediante la percepción del riesgo compartido. La política entra en acción cuando la comunidad, en la calle, construye la fuerza suficiente para voltear la distancia que mandata el miedo. Ella habilita a una familiar, 5 días después de las detenciones, a decir: no tenemos miedo. Así también fue como los feminismos, hace tan poco —pero pasó tanto— tiempo, pudieron tramar como consigna un “nos tienen miedo porque no tenemos miedo”.

La represión es la vía que el terror emplea para extirpar el nosotros de nosotros —explicó León Rozitchner—, a eso apunta su carácter ejemplificador. Socializar esos residuos que el miedo deja en el cuerpo puede ser un paso para recomponer el nosotros, a contramano del terror que anula su posibilidad. El ordenamiento represivo busca un efecto espectacular: sacia las pulsiones autoritarias de un sector de la sociedad y advierte a las clases subalternas de las consecuencias de la sublevación. Esto, aunque el objetivo de sublevarse apunte a poco más que mantener las condiciones de vida actuales: precarias, endeudadas. Nunca estalladas, siempre implosionadas.

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—Después fue terrible, fue larguísimo —contó Sonia, mamá de Camila, el viernes en la puerta de los Tribunales Federales de Comodoro Py. 

Y detalló la odisea: primero fueron a la comisaría 1°A, en San Telmo. Pero los camiones con los detenidos nunca llegaron. Cuando estaban ahí empezó a circular una nueva versión: los tenían retenidos en la zona del Obelisco. El novio de Camila fue hasta ahí.

—Estaban todos los camiones de traslado alrededor del Obelisco, medio como una demostración de fuerza. Habían puesto unas vallas, como un circo romano.

Uno de los camiones que llevaba a los detenidos hizo una parada en el camino hacia la comisaría.

—Ingresa una persona y empiezan a meter piedras adentro del camión y banderas, pero piedras que ellos ya tenían ahí —declaró Gonzalo Duró en el Juzgado. 

A las 8 de la mañana, tras ser paseadas en el camión con las esposas puestas, las mujeres llegaron a la Comisaría Comunal 15 de Chacarita. Frente a la seccional, en la vereda de Parque Los Andes, los compañeros de Camila de la Asamblea de San Martín mostraban la toma aérea de la represión. 

Eva Rojas, hermana de María de la Paz Cerruti, contó que las tuvieron 20 horas esposadas en el piso de la comisaría. 

—El comisario salió y le dijo a mi otra hermana que se quedaran tranquilas, que estaban en un picnic.

Familiares y afectos de los detenidos se organizaron para conseguirles frazadas y  discutieron con la policía por una demanda básica: que les dejen usar unos colchones para poder dormir. Ya habían pasado horas exigiendo que les entreguen la medicación a dos de las detenidas. Por mensaje llegaban noticias de la Alcaidía 4 donde estaban detenidos los varones.

La movilización siguió en un ritmo constante toda la semana. Cada día, desde la tarde del jueves, se reúnen grupos de familiares, centros de estudiantes y organizaciones sociales, políticas y de derechos humanos. En las comisarías, en Comodoro Py, en las puertas de los penales de Ezeiza y Marcos Paz, en la calle. El viernes, después de una lluvia pasajera, organizaron la primera conferencia de prensa en el Servicio Paz y Justicia (SERPAJ), que reunió a más de 300 personas en la calle Piedras, cortada de forma espontánea con un tacho de basura. 

—Bullrich, fascista, vos sos la terrorista. 

El canto sonaba en respuesta a la declaración con la que el Gobierno respaldó la represión: golpe de Estado, grupos terroristas, armas de fuego, atentado al orden constitucional.

Terrorismo, golpe de Estado, sedición forman parte de la lengua herida de la democracia —explican desde el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos—, no es posible desrresponsabilizarse de los efectos que su distorsión y banalización puedan desatar. No sólo por las faltas y daños que eso pueda producir en la memoria histórica de quienes sufrieron sus violencias, sino sobre todo por las violencias que puede habilitar el presente. 

La represión y las detenciones arbitrarias conectaron con otras escenas recientes: los allanamientos a domicilios de referentes sociales y a locales partidarios al nivel estatal; el triple lesbicidio de Barracas, las amenazas a referentes estudiantiles y el ataque en la casa de una militante de H.I.J.O.S. Rosario a nivel social. Es un paquete que lascera las condiciones democráticas y que la política de Javier Milei incita en un doble sentido: sustenta y promueve discursos de odio desde las vocerías oficiales e intensifica la violencia desde un Estado en el que toma protagonismo el aparato represivo en la defensa de un modelo de exclusión, en favor de la verdadera casta. Marcas del cambio de etapa, son movimientos que, de conjunto, orquestan esa ideología de la crueldad nutrida de autoritarismos sociales crecientes, en correlato con el punitivismo descarnado de la bukelización y el antecedente de violencia social que se cocinó en el Brasil de Bolsonaro. 

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El fiscal Carlos Stornelli le imputó a los 33 detenidos más de una decena de delitos contra el orden público, la constitución y la democracia. Algunos prevén penas de hasta 15 años de cárcel.

—Parece una causa armada antes de tener a los detenidos —explicó Matías Aufieri, abogado del Ceprodh y defensor de tres de los detenidos—. En los operativos en los que interviene Patricia Bullrich se elige incluso hasta el horario en el que termina la marcha y se vacía la plaza utilizando cualquier tipo de medios, como infiltrados o provocaciones de la policía.

—El fiscal agrega un catálogo de crímenes para inflar el caso —dijo Diego Morales, director de Litigio y Defensa legal del CELS en El Destape—. Entonces pareciera que detrás hay un caso gravísimo. Pero en los videos lo que vemos son sólo detenciones arbitrarias.

Después de declarar en el Juzgado Federal 1, el Servicio Penitenciario Federal trasladó a los detenidos a penales comunes. 

—La imputación es un chiste. El fiscal agarró todos los delitos del capítulo de afectación al orden público y los metió a todos —explicó a Anfibia el abogado Martín Alderete, de CADEP, defensor de Ramona Tolaba y Lucía Puglia. 

Terminada la conferencia de prensa, mientras diputados, legisladores y referentes declaraban ante los medios, se organizó la comitiva para reforzar la concentración en Comodoro Py. Esa misma noche, la justicia anunció las excarcelaciones de 17 de las personas detenidas. A las 22.30 la alegría alcanzó, por vez primera, a una multitud agotada que recuperaba la fuerza. 

Son jornadas de movilización intensa en la Ciudad de Buenos Aires y el AMBA: las facultades de los siete estudiantes detenidos están llenas de carteles e intervenciones exigiendo la liberación. Las redes sociales devienen arena de circulación de mensajes que ya no implican necesariamente remisiones a la desazón, el desconcierto apático, la derrota terminal, y se abre otra cosa: la demanda pública —al Gobierno, a la presencia de organismos internacionales, a los partidos políticos—, la exposición de la crueldad policial, el carácter “al voleo” de las detenciones, las torturas y vejaciones que sufren dentro del penal, historias de vida de solidaridad y compromiso por parte de quienes transcurren esas horas en Ezeiza y Marcos Paz. Los grupos de Whatsapp se llenan de audios de familiares describiendo casos, actualizaciones de estados de situación, debates sobre Servini, recuerdos de performances similares por parte del fiscal Stornelli.

En el diálogo entre el espacio público y la arena digital se compone una sensibilidad impactada por las condiciones políticas que impone una represión sustentada bajo la “amenaza a la democracia y las instituciones”, pero nutrida de algo más: cierta certeza en la potencia de la organización común para defenderse. 
La movilización duró 7 días. La plaza llena, la represión, las detenciones, las causas armadas, las concentraciones hasta la madrugada en comisarías, la unidad política, las liberaciones, la colectivización de los miedos y los dolores que hasta entonces eran privados. Hay un matiz entre la resistencia y lo defensivo: si resistir apunta a sostener la posición, defenderse habilita a asestar contragolpes. Atender a esa relación, construida abajo, en la distancia de las discusiones de palacio, nos arrima a una sensibilidad defensiva que, quizás, esté cocinando la época. A fin de cuentas, decía Roberto Jacoby, el deseo nace del derrumbe.