Publicado el 8 de julio de 2021
Investigación: Agustina Pilar Galvez.
El departamento parece amplio pero Instagram lo entrega en 1:1. Tiene 60 segundos reloj para cautivar a las cien mil personas que lo están mirando. Está saliendo por la cámara de su teléfono, parado frente a la heladera de su cocina. Abre la puerta. La luz lo dora, le sube el rubio del pelo, el azul de los ojos. Cuarenta segundos. Agarra una leche. La leche está abierta. La mira, como si fuera a tomársela. Levanta el brazo. Levanta la leche. Diez segundos. Se tira la leche en la cara: la leche en la cara. Entra en plano, involuntario, un termotanque. Cien mil personas mirando y ninguna preguntándose por el sentido de lo que está haciendo. Algunas corren a grabarse para mandarle después sus propias leches en sus propias caras. Cinco segundos. Santiago Maratea termina bailando con un desparramo cayéndole de la boca, mojándole la remera, enchastrando el piso. Fin.
Ha nacido un influencer.
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Una conductora de televisión, absolutamente estelar, cierra su programa en vivo con un consejito blando, de color, como para desgravar las tragedias del día y de la época: dice, como entregando un servicio, toda utilísima, que ha encontrado la solución para las medias que pierden su par, esas que quedan sueltas en el fondo del cajón.
Todos ríen porque a todos les pasa que tienen medias solas en los cajones.
Las pone en la cartera, dice la conductora. Sale con ellas a la calle y luego se las regala a los necesitados que encuentra por ahí. Ella dice que así hace so-li-da-ri-dad. La palabra y su peso quedan flotando en el aire de la pantalla en vivo y por unos segundos pareciera que está esperando que se lo agradezcan.
Pero nadie dice nada. El programa termina, comienza el siguiente y al minuto se pierde en la marea de instantes sin significancia que la televisión entrega, circularmente, todos los días.
¿De qué está hecha la solidaridad, cuál es su carne, su sustrato? O tal vez habría que preguntarse, ¿de qué está hecha en la Argentina? ¿De autocomplacencia de clases medias? ¿De autoindulgencia y autocelebración? La solidaridad está hecha, sobre todo, de ausencia del Estado. De un sujeto: el pobre. De una acción sobre ese sujeto: la dádiva. De una escala: los pobres son millones. De una condición: la urgencia. De un pueblo: el argentino; y de una forma de percibirse: solidario.
Entre los mantras inverificables que el cuerpo social de la Argentina se regala más o menos periódicamente, hay uno que dice: el argentino es solidario. No hay forma de historizar este compuesto criollo sin ir hasta la instalación conceptual de la caridad cristiana que llegó con la conquista.
Más acá, en la traza que va desde la inauguración de una conciencia nacional hasta su presente, la larga tanza que une las cuentas de la idea de solidaridad argentina, comienza por la creación de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires, fundada por Bernardino Rivadavia en 1923, que luego se llamó Sociedad de Damas de Beneficencia. Con ella, el Estado le quitaba a la iglesia la gestión institucional de la pobreza. En 1945 las Damas le dijeron a Eva Perón que no podía ser la presidenta honoraria de la Sociedad por más que fuera Primera Dama de la República y, por tal, le correspondiera. Un año más tarde la Sociedad quedó disuelta y, para decirlo rápido, imprecisa, torpemente, la Fundación Eva Perón ocupó el siguiente estadío.
Estas líneas de Eva torcieron la historia del concepto: “La limosna para mí fue siempre un placer de los ricos; el placer desalmado de excitar el deseo de los pobres sin dejarlo nunca satisfecho. Y para eso, para que la limosna sea más miserable y cruel, inventaron la beneficencia”.
En la segunda mitad del siglo XX, la expansión del massmedia y el boom de las comunicaciones volvió a mover el mapa. Este instante de Quino durante los sesenta es ineludible.
La televisión, el mayor dispositivo de la historia en cuanto al tráfico de símbolos y narrativas de masas, puede anotar tres grandes estaciones en este trayecto:
En 1968, para competir con los sábados Circulares de Pipo Mancera, Alejandro Romay craneó un programa donde dos instituciones benéficas competían por un premio en efectivo. Durante las seis horas que duraba el envío, la gente iba haciendo sus donaciones. Romay no era un hombre que sofisticara sus títulos y el programa se llamó “Sábados de la bondad”. Duró hasta 1971 y tuvo un exitoso segundo ciclo entre 1984 y 1988. El éxito de su jingle (“solidaridad / sábados de la bondad”) quedó verificado cuando se volvió un cantito en la canchas.
En 1982, las “24 horas por Malvinas”. Ese episodio dramático que Pinky y Cacho Fontana condujeron por la pantalla de ATC para la obtención de un Fondo Patriótico durante la Guerra. También: gente de a pie llevando sus cositas, entregándolas en el amparo de una causa colectiva. Más contemporáneo, “Un sol para los chicos”, el programa con el respaldo material y simbólico de Unicef Argentina conducido por Julián Weich, completa este tríptico de la solidaridad televisada argentina.
El siglo XXI fue inaugurado por Juan Carr. Su Red Solidaria arrancó en 1995, un año después de las primeras conexiones de internet en la Argentina. Cruzó la frontera del siglo consolidado como el nombre y el hombre del pulso solidario nacional. Siete veces propuesto por Unesco al premio Nobel de la Paz, su ciclo fue masivo y exitoso. No pudo evitar, en este último tiempo, ser roído por la grieta de la política argentina. Su “heredero”, Manuel Lozano, director de la Fundación Sí, instruyó la réplica del modelo Carr, pero no organizó avances ni técnicos ni metodológicos.
Hasta que llegaron las redes y la larga tradición de la solidaridad argentina encontró a su nueva comandancia. Ahora, ya podemos hablar de Santiago Maratea.
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Primero se escucha el golpe de las llaves en el manojo e inmediatamente después, el portazo. La pantalla es una confusión de movimientos sin control hasta que Maratea ingresa limpiamente en el cuadro y entonces lo vemos caminando por la calle. Tiene 100 pesos del 2015 en el bolsillo para entregarlos en el camino. No nos ha dicho a dónde va.
Unas cuadras después, se mete en un supermercado chino. Caminamos con él entre las góndolas, todo se documenta en tiempo real. Parece deambular, parece no saber lo que busca y tal vez efectivamente no lo sepa. Deja las heladeras y las leches. Se acerca a la caja. Delante de él, en la cola, una mujer descarga su chango con el desapuro de lo cotidiano. Cuando va a pagar, Maratea la interrumpe. Las 90 mil personas que lo estamos viendo en vivo le escuchamos decir:
—Deje, pago yo.
Una tarde cualquiera, en un chino de barrio, parada frente a la caja, una señora que no esperaba nada de su día, primero descree y agradece después. Maratea se va de ahí mirando a cámara. Sonríe en silencio. ¿Esa risa es por la satisfacción por la buena acción realizada? ¿O es el reflejo de saber cuán poco ese pequeño gesto significa para la señora de Belgrano y cuánto para la edificación de su carrera de influencer?
Dos años después.
—¿Veinticuatro años haciendo delivery? ¡Te pasaron todas!
Es un domingo de junio. Frío. Mucho frío. El repartidor, todavía con la pizza en la mano, le cuenta a Santiago Maratea su historia en una de esas escenas al paso que se arman en las puertas de los edificios cuando alguien llega con la comida y el cliente baja a buscarla.
Al señor le robaron cuatro motos, dos autos y tuvo un juicio con su propia agencia de mensajería que lo llevó a la ruina. La pizza ya pasó de mano, ahora es Maratea quien la sostiene. Ahí atrás está Jessica, amiga de Maratea, que hoy es su manager. No la vemos en el cuadro, solo la escuchamos. Cuando Maratea gira para entregarle la pizza, gira también para mirar a cámara. Después vuelve al repartidor, y más que decirle casi que le confiesa:
—¿Viste que acá está lleno de gente escribiendo? —muestra su celular—. Mediante una forma medio rara que no importa, esa gente aportó.
Aportó deja suspendida en el aire la palabra guita, que no es dicha pero suena igual.
El repartidor no entiende. Achina los ojos para leer la pantalla. Asiente con la cabeza casi por compromiso, el remate aún no asoma.
Maratea mete la mano en el bolsillo, saca mil pesos del 2017 y se los entrega. Como la mujer del supermercado, el hombre tampoco cree. Ninguno de nosotros creería de entrada.
—Son mil pesos —dice Santiago.
—Los podés contar —dice Jessica.
Cuando termina de contar, el repartidor dice dos cosas: que no lo puede creer y que está temblando.
El ciclo “Mil Pesos de Propina” se repite todos los domingos por Instagram durante seis meses. Empiezan a llegar las marcas y los mil pesos son sólo el punto de partida y la identidad. Pasan repartidores que lloran, se emocionan, gritan, abrazan, putean. En su edición más exitosa aparece Pedro, que con 14 años de repartos encima se lleva una propina de 27.500 pesos, lo que equivale -para 2020- a 129 horas de trabajo para un trabajador promedio del rubro o, lo que es lo mismo, unas 16 jornadas de 8 horas diarias.
Llega el día en que todos quieren llevarle una pizza a Santiago Maratea.
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Al entrar a su biografía de Instagram, algo que en el último tiempo millones de usuarios alrededor del mundo habrán hecho, Maratea afirma: “no es caridad lo que hago”.
Un ejercicio de psicoanálisis salvaje diría: en esa forma de la negación irrumpe a la conciencia un contenido reprimido; un saber que se busca apartar. Dime de qué abjuras y te diré qué temes reproducir -o, en rigor, qué reproduces-. ¿Es posible leer en esa desmentida de Maratea una sospecha moral en torno a la caridad? ¿Se trata de una secreta objeción político-ideológica?
Maratea nos proporciona la pista cuando, luego de un viaje, confirma: “la idea de caridad es blancos arreglando con blancos para hacer política”. ¿Cuáles son las operaciones ideológicas que se esconden en este discurso? Aquí no interesa tanto el sujeto de carne y hueso cuanto la posición de enunciación.
La cultura marateaniana de la caridad está hecha de pequeños gestos y de acciones grandilocuentes.
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Febrero, 2021.
Maratea se despierta y enciende la cámara. Labura. Esta vez no es un canje con Rappi ni con Chevrolet: esta vez le pide a todo el que esté mirando que aporte diez pesos para comprar una ambulancia para una comunidad wichí.
No lo hace en el súper ni frente a los repartidores. Surge un nuevo Maratea: el que reflexiona en cámara, un Maratea con discurso. Habla de la potencia de la organización. De la calle. Y de Instagram. Porque lo que pasa en Instagram, dice, no existe sin la calle. Santi necesita de la señora de clase media de Belgrano, de los trabajadores precarios de las app tanto como, aunque esto sea más delicado, de la comunidad wichi. Santi no produjo a ninguno de ellos, pero sus producciones le regalan unos minutos de protagonismo.
Comenta sobre Omar, su amigo originario de la comunidad wichí de Salta, que vive en Buenos Aires, y estudia Derecho para defender su lugar. Porque, dice, el Estado olvida a las comunidades. Todos los días lo escuchan, de mínima, unas 200 mil personas. Y Maratea les pide. Esta vez, necesita multiplicar diez pesos por doscientos.
Sale al balcón, se sienta, prende un pucho. Se pone cómodo para charlar. Doscientas mil personas es un buen público, alto público; pero no alcanza. Hay que generar más y él sabe cómo hacerlo: de cero al millón de seguidores llegó solo. Él siendo él.
No está dispuesto a quedarse corto, ni a abandonar la hazaña. Quiere asegurarse que todo salga como espera y aún mejor. Intercala en la charla un Tik Tok suyo bailando en cuero para generar tráfico. No es la leche en la cara pero hay ahí algo de vuelta a los orígenes.
Explica cómo hacer una colecta por Mercado Pago: ¿se puede tener 3 millones de pesos en una cuenta de Mercado Pago de un día para el otro? A quién le importa. Los problemas con algún ente regulador no son ahora sus problemas.
Comparte en sus historias la cuenta de Omar. Empieza la colecta, la explica con detalles: 20 mil personas, 200 mil pesos. 40, 400 mil. 50, 500 mil. Todavía no sabe cómo tiene que hacer para juntar dólares.
Está en streaming, en Twitch, para ver el minuto a minuto y charlar con los aportantes, sus seguidores. Llega al millón: rápido y en vivo.
Las marcas se pelean por un lugar. Aparece gente que quiere aportar desde el exterior. Famosos poniendo más de 15 mil pesos de un tirón. Influencers comparten. Circula. Sube la cuenta. Se abre la colecta en dólares. Circula. Sube. La sigue en Twitch. Palo y medio. Descorcha un champagne. Dos palos.
El plan se divide en fases. 1, 2, 3, 4. La primera se completa con la colecta. No lo hace solo él u Omar, lo hacen más de 900 mil personas que lo siguen. Ahora resta elegir la camioneta y comprarla, convertirla en ambulancia, llevarla a Salta. Atrás de todo esto, un pibe y su teléfono.
A medida que avanzan las fases, se cristaliza una realidad: tiene que romper su contrato con Chevrolet. La solidaridad no puede (con)fundirse con intereses personales. Finalmente, un millón de personas, con Maratea a la cabeza, compran una 4x4 Ford. Chevrolet decide donar su último modelo. En veinticuatro horas, un millón de personas consiguen tres millones de pesos y una camioneta.
A los diez días Maratea y su equipo –sus amigos– viajan a Salta con dos camionetas y un camión de correo lleno de donaciones para la comunidad wichí. Hay filmakers y representantes. Una reunión con el Intendente entrega dos fotos. Santiago-Omar: brindando con Coca Cola, sonriendo. Barbijo, puñito, distancia sanitaria y brazos cruzados. Maratea-Intendente.
Lo que se saca por la puerta a veces entra por la ventana o, como en este caso, te sorprende en la ruta. En su viaje hacia la comunidad wichí, antes de llegar a destino, Maratea fue interceptado por miembros de otras organizaciones territoriales comunitarias que manifestaron su desacuerdo respecto tanto de la modalidad de la operación como del destino final que tendrían esos bienes.
El diario Perfil tituló: “La odisea de Santi Maratea con la comunidad wichí: llevó donaciones y terminó escoltado por oficiales”. La sugerencia es de incomprensión. Lo que no se dice insiste: Santi quiso ayudar, ser solidario y, ante la incomprensión de los wichis –esos bárbaros–, por temor de salir herido, debió ser escoltado por la policía. Pero Santi es mejor que Perfil y ese evento desafortunado le enseña que la buena intención no basta, que un problema de siglos no se resuelve con camiones de víveres ni camionetas 4x4. Ahora sabe que toda la conflictividad, toda la sustancia de la historia se dirime en una oposición tan simple como real: blancos contra negros.
La Conquista del Desierto, eso que Maratea aprendió con Omar –su amigo wichi– y que no supo enseñarle la escuela, no es otra cosa que blancos quitándole el poder a negros e indios. Blancos sacándole las tierras, blancos desposeyéndolos, blancos empujándolos a los márgenes: ahí donde no germina la semilla que cae al suelo, donde el agua abunda en las napas pero las bombas para extraerlas no están, donde no hay copas de árboles frondosos por donde se cuela el rayo de sol, sino “tierras del orto”. Esa oposición que se le revela a Santi contiene un momento de verdad. La verdad de los pueblos de la conquista, la verdad de la violencia imperial, la verdad de la desigualdad y la riqueza.
Esa odisea emerge como una suerte de epifanía, un insigth que le enseña a Maratea que no está bien “romantizar” a los pueblos originarios. Es decir, creer sin más que es “gente mansita”, inofensiva, que nunca alza la voz. En ese vivo de IG, se anima incluso a teatralizar esa fantasía, un poco crítica y otro tanto cínicamente, poniéndole tonada al contenido: gente que “sólo quiere un poquito de alimento y leche en polvo” –dice simulando un acento mientras se encoje de hombros y cruza sus brazos como curvando su espalda. Ese momento epifánico lo mueve a dar la buena nueva: ¡si, amigo, hay política! Ella aparece allí donde hay más de una persona.
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Las búsquedas de “Santi Maratea” en Google se disparan. Desde enero hasta marzo de 2021 suben exponencialmente de 0 a 100. En Twitter el chiste viral es “@santumaratea, pagame el alquiler”. A ese problema privado, Maratea podría encontrarle una solución. El escollo aparece cuando el contenido del chiste se desplaza hacia asuntos públicos que van desde recuperar las Malvinas hasta negociar la deuda o conseguir vacunas. Lo que suscita en estas expresiones esa media sonrisa gozosa es el señalamiento simultáneo del límite de lo que hace Maratea y del deseo de rebasamiento de eso mismo que Santi hace a pesar suyo: caridad.
Ocho semanas después Santiago está en Miami y le presenta a sus 900 mil seguidores un nuevo desafío: @todosconemmita. “Todos” no es inocente: hay que juntar dos millones, pero de dólares. Ese “todos” condensa la voluntad de que nadie se sienta excluido de la causa. El “todos somos” o el “todos con” dio pruebas de su eficacia en la campaña de Aerolíneas Argentinas cuando en el 2001 denunciaba su intencionado desguace pero también, más cercano en el tiempo, en el “todos somos Vicentin”.
La primera sensación, más íntima, es: ah, se fue a la mierda. La segunda, más formal, entre seguidores, es que está ante su objetivo más ambicioso (pero también el menos polémico). Emma Gamarra, una beba de 11 meses con atrofia muscular espinal tipo 1 necesita Zolgensma. Según prospecto, el medicamento más caro del mundo.
Por primera vez, Maratea blanquea sus flaquezas. Dice que dudó durante meses, que lo veía imposible. Pero desde Miami el panorama parece más amplio. Sus historias tienen más alcance; lo que pasó con la comunidad wichí le da un sustento, un impulso. Emma tiene una urgencia. Finalmente él elige la causa. Se queda en Estados Unidos para encarar la campaña desde ahí. El camino es parecido al anterior. Santiago habla del caso.
¿Qué es la Atrofia Muscular Espinal? ¿Cuánta plata necesita Emma, por qué necesita ese medicamento y quién lo puede dar? De lo que Santi no habla es de ¿cómo es posible que un medicamente cueste eso? De ¿quién regula ese mercado y de cómo se establecen esos precios? De ¿qué porción del producto bruto mundial procede de la industria farmaceútica? Ni de ¿cómo podrían los organismos e instituciones públicas -nacionales e internacionales- intervenir para reducir estos costos y episodios?
Los padres de Emma le dan soluciones a problemas burocráticos que, ahora sí, no pueden pasar desapercibidos. Habilitan un CVU de Mercado Pago. Ya tienen a cuenta medio palo verde. Hay que juntar 1 millón 500 mil dólares y, para eso, cada persona que vea la historia tiene que poner casi 290 pesos argentinos.
100 mil dólares en 12 horas.
Hay que multiplicar 100 por 14. La causa necesita constancia, compromiso, paciencia. Paso a paso, dice. Tranquilo. Habla en nosotros, nos incluye: hicimos, juntamos, logramos.
Se da cuenta que tiene que ampliar la comunidad, necesita que otros influencers compartan la colecta. Necesita seguidores que no sean sus seguidores. Hace cuentas y proyecciones para las que él mismo se queda corto. Comparte sus dudas: ¿le tenemos que pedir guita a multimillonarios o tenemos que pedir un descuento a Novartis, el laboratorio dueño del medicamento? Ojalá Zolgensma fuera una hamburguesa que pedís por Rappi con su código de descuento.
El alquiler en Miami se le vence y los padres de Emma le pagan un hotel a Santiago para que se quede ahí. Emma no es una beba que no tiene techo, comenta soltando un poco de culpa, sólo que no tiene 2 millones de dólares. La colecta es día a día. Actualiza los números, fija objetivos y pregunta cómo llegar. En algún momento va a tener que tocarle la puerta a Novartis.
Al sexto día destina 30 segundos, dos historias, en motivar. Explica que se llegó a la mitad del objetivo, que no hay que aflojar. Hay un millón de dólares pero falta otro. Novartis pone en diálogo un descuento. “Diálogo” entre un laboratorio multimillonario y el padre y la madre de una nena que tiene los días contados.
Día 7. Mitad del objetivo cumplido, empiezan a llegar jugadores de la NBA, camisetas de fútbol firmadas y personas –anónimas– multimillonarias. Festeja, pero todavía falta. Habla de que lo aman, de que lo buscan; contrasta con 2020, el año en el que estar cerca de Lizardo, Yanina Latorre y la Faraona le había costado mucho. Pero dos millones de dólares para una causa justa se paran de manos contra cualquier hater.
En el día 11, con un millón y medio a cuenta de Emma, recibe un llamado de alguien que no quiere revelar su identidad a la audiencia pero aporta los 500 mil dólares que faltan para salvar a la beba.
¿Qué?
En dos meses pasó Omar, dos camionetas, una colecta veloz de 8 millones de pesos para las madres de víctimas de la trata.
Y Emma.
Once millones de pesos y dos millones de dólares.
El medicamento se consigue. Los padres le pagan a Novartis y en seis semanas, de principio a fin, Emmita lo recibe en el Hospital Italiano de Buenos Aires.
En 50 días a Emma le compran un futuro.
Vamos de vuelta: un pibe y su teléfono.
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—¿Será que estamos a fin de mes y la gente no tiene plata?
Maratea está preocupado. “Fin de mes” es un sintagma argentino que funciona como argumento de múltiples situaciones. No da para el asado a fin de mes. No da para el cine y después ir a comer. Tal vez no de para meter guita solidaria en una colecta.
—Las cosas que pasan en Instagram no pueden ser escindidas de las que pasan en la calle.
Pero la calle no viene con prospecto y eso que pasa puede ser opaco. Tal vez “fin de mes” no sea la explicación más adecuada.
¿Será que esta vez la causa que eligió tiene enemigos? Porque quién puede estar en contra de comprarle un remedio inalcanzable a una persona de once meses. O de hacer más felices a los chicos del delivery. Pero, ¿infancias trans?
Como sea, esta vez Maratea no recauda. O no recauda como lo esperaba.
El pibe venía pisteando como un campeón hasta que se le ocurrió que era necesaria una fundación y un observatorio para acompañar las infancias transgénero. Lo que no pensó es que hay más en el mundo -no marateiano- que fundaciones: hay activistas y asociaciones civiles que no sólo fueron desconocidas por las acciones de Maratea sino que también sufrieron agravios a causa suya. Hay en el mundo, en la calle, resistencias múltiples, una acumulación de experiencias de desagravio o desprecio, años de movilizaciones y de luchas por el reconocimiento que anteceden a Maratea y que no se dejan desarmar con su toque mágico.
¿Por qué no es como con Emma, como con los atletas argentinos que ayudó a viajar al Sudamericano de Guayaquil? Tal vez se parezca un poco a lo que pasó con la comunidad wichí. Aquello que se saca por la puerta entra por la ventana.
Infancias trans toca una nota sensible, social y culturalmente. Hay tramas simbólicas cuyas tensiones y pliegues el lenguaje del dinero (y la colecta) no puede procesar.
¿Qué pasó, Santi? ¿Contra qué chocaste?
Estamos a fines de junio y todavía faltan 8 millones de pesos. Salí de ahí, Maratea. De tu propio estupor.
—La frustración es casi un lujo que hay que saber darse.
Se frustra, Santiago. No aparece durante algunos días hasta que vuelve a su teléfono, con 29 años recién cumplidos, y entonces, por primera vez, lo vemos pelearla. Arremangarse y pelearla.
—Paremos todo —dice, ya no tan canchero, no tan gracioso, ni tan feliz— ¿quizás tengo que darles toda la semana para juntar 20 pesos? Quizás tengo que mostrar información.
Lo dice al mismo tiempo que lo está aprendiendo.
Pone en pausa la colecta faltando algo así como 50 mil dólares que, con sus antecedentes, vienen a ser un suspiro. Va a dedicar la última semana del mes a cambiar de estrategia: a informar. El viernes se reanudará.
Ensaya estrategias: publica estadísticas sobre infancias trans, exige a algunos de sus seguidores que se “saquen la moral de sus cabezas”, mientras pide a otros que no “tiñan de política” el asunto. Como si no se tratase, en el fondo, de moral y de política.
Lunes. Recaba y difunde la información del Ministerio de Salud en las Recomendaciones para la Atención Integral de la Salud de Niñeces y Adolescencias Trans, Travestis y No Binaries. “Lo dice el Ministerio”, el 77 por ciento de las primeras expresiones de la autopercepción de un género distinto al asignado al nacer se dan antes de los 9 años.
Martes. Repasa la lección del día anterior y presenta un artículo de la Ley 26.743, de Identidad de Género. Programa un vivo con algunxs protagonistas.
Miércoles: no llega. Jueves: tampoco. Dieciséis días después de haber arrancado, Santiago Maratea nos informa que los 35 millones de pesos que se fijó como objetivo para su colecta por las #InfanciasTrans han sido alcanzados.
Doce días para juntar 2 millones de dólares que pagaron el remedio de una bebé. Dieciséis para juntar el 10 por ciento de esa cifra y ponerla a disposición de niñeces trans. Maratea como una placa de tórax de la sociedad que somos.
Habrá una próxima colecta -que será una próxima placa. Habrá más Maratea porque seguirá habiendo Estado ausente. O tal vez corte acá y relaje, decida aceptar invitaciones: integrar una lista sábana, cocinar en MasterChef. Tenía 12 años cuando supo que quería ser famoso. Probó tirándose leche en la cara. Llegando a los 30 vio que no era por ahí. Un pibe y su teléfono.