El 25 de octubre estuvimos en San Justo observando el proceso de votación y la actividad de los militantes de distintas fuerzas políticas. Nos imaginábamos escribiendo algo que respondía a las nociones sobre el “clientelismo” a las que habitualmente recurren periodistas y analistas que dan por supuesto un hecho: en situaciones de disimetría los subordinados se vuelven pasivos, un eje de transmisión de voluntades que los superan. La jornada de trabajo se volvió un modo de acercarnos a los análisis de unos cuantos militantes territoriales peronistas y a sus dilemas. A través de ellos nos encontramos con un mundo de sentido que permite entender la realidad que precede a los “sorpresivos” resultados de la elección del domingo pasado. Valgan las comillas porque aún antes de contarse los votos y mientras esperaban resultados más favorables que los que se dieron finalmente, los relatos de militantes del FPV y el propio cuadro que pudimos apreciar en San Justo permitían anticipar lo que a ojos de analistas, de electores y de dirigentes políticos de todas las proveniencias apareció como sorpresivo y no debería haber sido tanto. En el terreno, disperso, se podía encontrar el sentido.
A través de un relato, los militantes intentaban transmitirnos la reticencia y la distancia que percibían en muchos vecinos a los que no había forma de entusiasmar políticamente. Lo que antes, en el marco “del proyecto” se había propuesto y realizado en todos los niveles, desde lo económico a la gestión municipal, era un punto de partida descontado por todos pero no parecían encontrar en los vecinos aspiraciones a representar y encarnar a partir de esos logros. Al contrario, encontraban desinterés y diversas formas del rechazo que los decepcionaban pero no les parecían inconcebibles. Luego de abrir las urnas, de contar los votos y comprobar que en esa escuela en la que en las PASO se había ganado por poco ahora se perdía por mucho, los militantes interrogaban sobre esa insatisfacción de la que nos hablaban para comprender qué había pasado.
“Esto quiere decir que los rastrillajes no sirvieron para un carajo”, dijo Mabel, una señora de unos 50 años, de temperamento fuerte; locuaz y graciosa. Las salidas a la calle de los militantes del Frente para la Victoria tratando de ofrecer y convencer con las candidaturas no habían dado resultado. Recibían indiferencia y hostilidad. Parecía que no había “qué ofrecerles” a los vecinos. Lo que en la mirada de una periodista de la CABA parecía ser una técnica de imposición inconfesablemente autoritaria pero infalible era descripto por Mabel, irónicamente, como la conjunción complicada entre un nombre militar, una práctica democrática y un resultado, en esta ocasión, decepcionante. Lo que se insinuaba antes de la apertura de las urnas quedó claro después del recuento: los que sostenían la candidatura del FpV en la calle militaban en los límites de un modelo de representación exhausto, en zonas de rendimiento decreciente de la interpelación política de su partido.
El balance de la situación conjugaba diferentes niveles de análisis y evidenciaba el conocimiento de un amplio espectro de hechos. Por un lado, los militantes mostraban sus dudas sobre los nombres que llevaban las listas y los modos en que se habían resuelto las candidaturas. En esta evidencia, convergían dos argumentos críticos. Uno refería a la concepción de la política que veían en la cúspide: abroquelarse con el círculo más cercano y colocar a los que no pertenecían a ese círculo como enemigos, consagrando a candidatos “piantavotos”. El otro estaba asociado a los mecanismos por los cuales el juego político se reproduce a sí mismo, “como figuritas que cambian de lugar dentro de la lista pero siempre son los mismos”. Ambos confluían en una imagen de la política distante de la sociedad. ¿Cómo se ganan elecciones con eso?, se preguntaban riendo para no llorar. Convergentemente, y como la imagen del rastrillaje lo implica, se sentían cansados de un trabajo en el que no encontraban ni la eficacia ni el reconocimiento esperados. La zona de fertilidad electoral del proyecto se había retraído y libraban la batalla por los votos cada vez más en la propia retaguardia. Más aún: en vez de consolidarla como plataforma de un eventual relanzamiento sentían que los errores erosionaban esa retaguardia al ver cómo se atacaba agriamente a los propios que se quedaban con dudas, como en el medio.
Por otro lado, estos análisis sobre la política separada de la sociedad no sólo remitían a las especificidades de la batalla electoral. Estaban vinculados a una situación de fondo que no terminaban de entender. Las idas y vueltas de la charla que mostraban las dificultades para encontrar la clave de esa situación. “Lo que pasa es que ya tienen todo: cloacas, agua, asfalto, más policía… Nada los conforma”. El consabido denuesto a la clase media que una vez que está bien se vuelve egoísta era enunciado con la conciencia de no ser muy convincente. Incluso, se empezaba a rezar ese argumento y no se terminaba de decirlo que aparecía otro, de forma que parecía subrepticia, pero era sistemática, remitiendo a las candidaturas. Detrás de estas dos capas de elaboración, residía una tercera: “Tratamos de encerrar a la gente en una política y no de abrirnos a las políticas en que la gente pueda sentirse incluida”. Algún tuitero vinculado a esta forma de pensar las cosas describió esto más cáusticamente “Te quieren llevar al paraíso a patadas en el culo”.
A esa sensación le subyacían límites que desde esa posición, ese día, no podían ser enunciados. Si la calle se había puesto tan árida no era sólo por la pretendida insatisfacción de la clase media o por las candidaturas piantavotos. Los límites que encontraban los militantes no se resolvían, al menos directamente, en el nivel en que ellos actuaban. Por eso tal vez no encontraban forma de producir mejores ecos, por eso no había tono ni propuesta que acotara la distancia afectiva con los votantes. Por encima de ellos gravitan los efectos de un desempeño de la economía que para muchos es decepcionante y abarca específicamente a la población del barrio. Acá es necesario poner en cuestión los supuestos con que muchos analistas políticos conciben las “clases medias”. La idea de que la mejora económica de los primeros mandatos del kirchnerismo consolidó una "clase media" que para la oposición aparece simplemente como un disparadora de un “cambio de pantalla” porque es la “exigente” base de un plus de rendimiento dirigencial y que para el kirchnerismo es "casquivana” y "traidora", elude algo que ninguno de ellos quiere ver: de un lado la heterogeneidad de esas clases; de otro un denominador común muy abstracto, la inestabilidad que signa sus experiencias cotidianas. Si se trata en todos los casos de trabajadores que creen en la mejora progresiva de sus posibilidades de consumo y/o transmisión de un pequeño patrimonio a través del trabajo y la educación, debe decirse que ese agregado heterogéneo sufre diversas formas de desestabilización que se resumen en ese denominador común. Con inflación, con un mercado inmobiliario imposible, con bienes públicos cuya oferta resulta siempre insuficiente, en cualquier segmento de la “clase media” se vive como un hamster en la rueda que lo obliga a moverse permanentemente para no ir a ningún lado. La “grieta”, el “que se vayan todos”, la desafección “sorpresiva” respecto del kirchnerismo o las marchas por la “inseguridad” en distintos puntos del conurbano, siendo tan variadas y distantes en el tiempo, deben a ese fenómeno de fondo parte de su inteligibilidad. La angustia es móvil, se desplaza si no es contenida y por eso, en esta ocasión encontraba dos nuevos lugares para expresarse y constituirse. Primero en el voto a Cambiemos, como una forma de ponerle coto a lo que aparecía para ellos como un imperativo de aceptar junto al estado de cosas una explicación inverosímil, la falta de explicaciones y la directiva de “no quejarse”. Segundo en el reclamo de seguridad que además de estar referido a las cuestiones policiales en sí mismas ofrece como un significante vacío la posibilidad de decir otras cosas al mismo tiempo: el rey está desnudo y no somos todos iguales. Esta última tesis puede ser incorrecta para una teoría general de la vida social y, sobre todo, para una aspiración moral, pero para las experiencias de esas “clases medias” no. De empleados calificados a pequeños comerciantes, de maestros a enfermeros, de vendedores a oficinistas, de empresarios a empleados de PYMES, para todo ese universo al que la buena voluntad quiere disponer como el efecto del avance nacional y popular o como el sujeto redentor de una futuro liberal democrático, para quienes la realidad es la zozobra permanente no hay captura política ni fácil ni estable. Ernesto Laclau, el intelectual que la oposición ama odiar, puso de manifiesto de qué manera el peronismo históricamente condensaba todas las reivindicaciones populares hasta transformarse en su bandera. El mecanismo de desplazamientos, igualaciones y producción de sentido que su teoría ayudaba a iluminar es el que, paradójicamente, parece, esta vez, beneficiar a la oposición en la formación de un populismo del cambio que vuelva a dinamizar la economía, que tenga el acotamiento de la violencia como prioridad y que privilegie a los que, además de merecer por ser parte de la comunidad, merecen más por aportar más.
Así las cosas, los militantes terminaron la jornada en un festejo triste en la plaza de San Justo en la que las estatuas de Perón, Evita y Néstor Kirchner presidían una noche que se hizo tan fría como las luces que jalonaban la peatonal vacía. Habían trabajado intensamente, y volverían a hacerlo al día siguiente, viviendo también la desazón de que, más allá de todos sus esfuerzos, la respuesta implicaba imaginar alternativas desde una posición que los excedía.