Ensayo

La reorganización del PJ y el futuro de la oposición


Salir de la melancolía

Cristina asumió la presidencia del PJ con el desafío de organizar la oposición al gobierno de Milei. El libertarianismo salvaje que reina en la Argentina puede pensarse como la expresión local de un fenómeno nuevo a nivel global, o como parte de la fase tardía de un neoliberalismo envejecido. Federico Vázquez advierte que de esa lectura depende la imaginación de futuros posibles y propone una lectura crítica y antinostálgica de los gobiernos kirchneristas para pensar lo que viene.

Desde el triunfo de Milei hubo una avalancha de explicaciones y críticas para tratar de entender y procesar la derrota electoral del peronismo. Fue un poco en modo “video reacción”: reacciones instantáneas, epidérmicas, sensacionalistas. Por lo que muchas veces el resultado fue pegar al que estaba más cerca, resolver viejas cuitas, mirar a la interna para no mirar el desastre externo. Sin embargo, con la llegada de CFK a la presidencia del PJ algo se va acomodando, aunque de forma un tanto caótica por los chispazos en la relación con Axel Kicillof, que a su vez consolidó su lugar protagónico como figura opositora. La estabilidad financiera del gobierno libertario termina de dibujar un momento de menor vértigo y donde las salidas mágicas (la caída abrupta del gobierno por crisis o por protestas, el juicio político, etc.) ya no sirven ni como anestesia.

Es hora de discutir en serio un rumbo para el peronismo. No del peronismo ideal o imaginado, si no del existente, que tuvo su último reseteo a partir de 2003. 

Le escuché decir a un dirigente político de otro país: “Cualquier persona menor de 50 años es, esencialmente, neoliberal”. En un lapso de menos de una década un Pinochet, una Thatcher o un Reagan cambiaron la dinámica occidental, dieron fin a los “30 años dorados” del capitalismo posbélico y nos hundieron en un proceso de reconversión social que a falta de mejores términos damos en llamar “neoliberalismo”.

El bombardeo de noticias, más el auge tecnológico y de redes —entre otros fetichismos que deberíamos animarnos a mirar en una proyección histórica donde inevitablemente se volverán un poco más grises y menos abismales— ayudan a que creamos que estamos frente a problemas nuevos, nunca antes vistos. Pero si les sacamos los filtros de Instagram, aparecen como lo que son: asuntos añejos, que pesan más por su reiteración que por su frescura. Por ejemplo: la precarización laboral. Por ejemplo: la crisis del poder de los Estados frente a las grandes corporaciones. Por ejemplo: la extrema individualización. Queda más sesudo decir que todo esto que vivimos es parte de un cambio de pantalla sistémico que nos está llevando puestos de la noche a la mañana. Pero eso no es cierto. 

Es hora de discutir en serio un rumbo para el peronismo. No del peronismo ideal o imaginado, si no del existente, que tuvo su último reseteo a partir de 2003.

Cada uno de esos puntos —y tantos otros— pueden rastrearse desde hace medio siglo, lo cual quiere decir que estos malos tiempos modernos se parecen más a un giro del mismo tornillo sobre el mismo agujero. Que esos problemas se hayan profundizado no es igual a que sean novedosos. ¿Y por qué tendría relevancia pensarlo de esa manera? Porque cambia radicalmente la perspectiva sobre el futuro, que es lo que más debería importarnos. 

Si estuviéramos en los inicios de una enorme revolución económica, social y cultural tendríamos por delante un larguísimo aprendizaje político por hacer. Como algunos se animan a pronosticar, estamos atravesando algo similar a lo que les pasó a los campesinos feudales cuando les parcelaron sus tierras y bosques y tuvieron que convertirse en otro tipo de seres humanos: sujetos urbanos metidos en fábricas a cambio de unas monedas para sobrevivir hacinados con su prole. Hubo que esperar unas cuántas décadas para que surgiera una respuesta desde abajo a ese cambio civilizatorio. Durante un tiempo prevaleció el shock, el espanto y poco más. El campesino-obrero no salió a pintar paredes de “abajo la patronal” ni “jornada de 8 horas ya”; a lo sumo, rompió unas máquinas, en un gesto más bien vengativo. Es decir, todo inicio de ciclo reaccionario/revolucionario lleva implícita una relativa paciencia social, donde las herramientas de resistencia subalterna y eventuales proyectos alternativos tienen que esperar que las aguas se aquieten, que el nuevo sistema se termine de emplazar y recién ahí volver a revisar qué tipo de almas ya renovadas, dibujadas plenamente por la nueva lógica, pueden animarse a cuestionar el statu quo. 

En definitiva, un embole. 

Hasta las agendas aparentemente más “nuevas” tienen tantos años como el neoliberalismo, como puede ser la cuestión ambiental.

En cambio, si estuviéramos en una fase tardía de un proyecto envejecido, la cosa sería diferente. No estaríamos frente a un mundo nuevo, desconocido y potente, sino viviendo uno muy desgastado, donde la novedad es la reiteración y la propuesta general es una remake zombie de lo que supo captar el movimiento punk que nació, no casualmente, junto al neoliberalismo: no future. En ese caso la disyuntiva es si a esta etapa tardía del neoliberalismo le seguirá una aún más degradada o se inicia un nuevo ciclo en una dirección opuesta.

Si estamos en lo correcto y lo que vivimos es la última etapa de lo que se abrió a mediados de los años setenta, los diagnósticos tienen que dejar paso a las propuestas y acciones. ¿Quién quiere seguir indagando en lo obvio? Hasta las agendas aparentemente más “nuevas” tienen tantos años como el neoliberalismo, como puede ser la cuestión ambiental —eternamente “joven”, pero que ya había sido planteada en América Latina por Perón, que falleció hace medio siglo— por nombrar un caso cercano. Ni hablar de problemas como la concentración del ingreso, la pobreza estructural, el descarte de las personas no productivas para el mercado, el reinado del consumo bulímico sin bienestar, el descenso cultural hacia formas de brutal ignorancia, y la lista puede seguir. Ninguno de estos tópicos debería sorprendernos porque nacimos o fuimos criados ya dentro de los paradigmas que los pusieron en discusión. Tampoco hay verdadera novedad en que esas transformaciones favorezcan la emergencia de liderazgos “salvadores”, algo que la política en Occidente registra desde hace muchísimos años, en un hilo que va de Reagan a Berlusconi, de Fujimori a Trump. En todo caso, lo que sí aparece ahora es una descomposición más notoria: antes los dirigentes outsiders solían recostarse más en los sistemas políticos, en los planteles profesionales. Hoy, pareciera que la política puede funcionar casi en el vacío, girando sobre sí misma, con personajes de poca monta, nula capacidad intelectual y desprecio por cuidar formas y contenidos. De la misma manera que hasta hace unos años quedaban resabios de los “acuerdos generales” sobre algunos temas, como la democracia o la seguridad social, ahora cuestionados desde dentro del sistema. 

Fue en América Latina —la región más desigual del mundo— donde el neoliberalismo tuvo derrotas políticas contundentes desde comienzos del siglo XXI, como en ninguna otra zona de Occidente. Y donde a partir de eso pudieron surgir gobiernos que torcieron el camino. Pero sería demasiado pedirle a esos procesos que sean capaces, desde un lugar de periferia y con escollos institucionales y de clase evidentes, que puedan sortear así como así un modo de acumulación todavía intocado en el corazón de los países centrales. Si los gobiernos latinoamericanos pudieron intentar distribuciones más equitativas del ingreso, poco pueden hacer por cambiar la lógica financiera del capitalismo global. Pueden intentar procesos de industrialización y cambio tecnológico, de desarrollo de capacidades locales, pero difícilmente puedan torcer los vaivenes del comercio internacional o evitar que las olas culturales del Norte se expandan globalmente. 

Esa calibración no es un desmerecimiento, más bien lo contrario. En la rebeldía política originaria de los 2000 está la semilla de lo que se pueda construir a futuro. El tono “regionalista” no es más que una forma ampliada para hablar de lo importante: el retorno de agendas nacionales, con intereses propios, después de un tiempo donde el común denominador fue la incorporación acrítica de las modas ideológicas de Europa y EEUU. Esa sí que fue una novedad de los inicios del milenio: las recetas externas dieron paso a ensayos propios, con mucho condimento local, vinculado a las historias de cada país. También lo fue algo que inevitablemente tendrá que volver con más fuerza aún: el único destino americano posible es pensarse como un continente y “nacionalizarlo”, desde lo identitario y político, pero también desde lo económico y productivo. 

Hay una descomposición notoria: antes los dirigentes outsiders solían recostarse más en los sistemas políticos. Hoy pareciera que la política puede funcionar casi en el vacío, girando sobre sí misma, con personajes de poca monta, nula capacidad intelectual y desprecio por cuidar formas y contenidos.

Pensado ya con la lupa en Argentina, muchas veces se pide autocrítica a los protagonistas de aquel proceso, liderado por el kirchnerismo, y se meten ahí una serie de demandas o planteos de los más dispares. Desde la acusación de que esos Gobiernos no salieron de la lógica neoliberal hasta, por el contrario, que se plantearon batallas que le limaron aliados reales o potenciales, entre otros cuestionamientos. Propongo otra mirada: tal vez sea hora de “descubrir” o volver a medir cuáles fueron los logros más importantes de aquellos gobiernos, a la luz de lo que ocurrió después y —sobre todo— de cara a pensar el futuro. 

En diciembre de 2015, la defensa de la AUH, las jubilaciones o las netbooks para los estudiantes de primaria y secundaria aparecían como elementos centrales de la agenda política sostenida por el kirchnerismo. En el primer y segundo caso, al menos por ahora, se trata de políticas que también sostuvo el gobierno de Milei. Las razones son cristalinas: se trata de un mínimo de ingresos que, de no existir, convulsionaría a millones de personas, arrojándolas a la desesperación y, probablemente, a la rebelión social. 

A veces nos hacemos preguntas aparentemente complejas que se responden de forma muy sencilla “¿Por qué no explota todo como en el 2001?”. Respuesta: porque pasó el kirchnerismo. 

La AUH construyó un orden mínimo que sigue siendo parte del orden presente. Una política que fue progresiva en su momento y hoy funciona como una normalización para cualquier Gobierno, incluso el actual. Algo similar ocurre con las jubilaciones, aunque allí el golpe libertario aparece más amenazante cuando se insiste en que millones de jubilados (principalmente jubiladas) en realidad no tienen derecho a esa pensión. En el caso de las netbooks de Conectar Igualdad, el avance y abaratamiento tecnológico tal vez lo haya convertido en una política obsoleta (aunque habría sido mucho mejor que nuestros chicos hubieran seguido equipados durante estos años) pero la llegada de los smartphone y la conectividad generalizada obliga a replantear ese tipo de políticas de cara al futuro. Es decir, políticas que aparecían medulares, hoy son parte de un orden incluso conservador o retrógrado o, en otros casos, el paso del tiempo las volvió menos centrales. 

Si los gobiernos latinoamericanos pudieron intentar distribuciones más equitativas del ingreso, poco pueden hacer por cambiar la lógica financiera del capitalismo global.

Con el correr del tiempo, otras iniciativas kirchneristas adquirieron un gran peso en la discusión actual y tal vez sea necesario volver a levantarlas con un protagonismo que en aquel momento no tuvieron. Una, evidente en estos días, es la política universitaria. La creación de universidades a un ritmo inédito en la historia argentina hizo que, aun en un contexto económico malo, la educación superior lograse el milagro de sostener una vía de ascenso social que aparece impedido por otros caminos, como el laboral. La masividad del reclamo para que Milei no las desfinancie muestra además que esa política logró algo medular: que la propia sociedad las defienda. Incluso por parte de sectores antiperonistas. 

La política de creación de universidades tuvo condimentos precisos: estuvieron vinculadas a comunidades locales, lo que dio oportunidades reales a sectores postergados; tienen carreras nuevas cercanas a demandas laborales del siglo XXI; incluso, son bellas desde un punto de vista arquitectónico y espacial, lo cual no es menor. Esa experiencia exitosa debería sí invitar a una “autocrítica” con mirada en el futuro: hay que hacer lo mismo en la educación primaria y secundaria. Renacionalizar (la rama educativa más exitosa de estos años fue la que estuvo a cargo del Estado nacional, mientras que la primaria y secundaria, casi completamente provincializadas, no lograron dejar de perder lugar y prestigio), y sobre todo, hacer escuelas de calidad. Escuelas públicas que hagan lo mismo que las universidades públicas: ser mejores que las privadas y, además, gratuitas. Es evidente que por omisión u error, esto último no se produjo. 

Otro ejemplo es el lugar de los sindicatos. Se dice que el kirchnerismo miró con recelo a los sindicatos o incluso que tuvo un desvió clasemediero que lo llevó a no ver a ese actor. Las peleas políticas entre Cristina y Hugo Moyano en su momento alimentan esa lectura, que responde a problemas de articulación y conducción política. Pero los números van en dirección contraria. En un contexto mundial de retroceso de las tasas de sindicalización, en esos años, Argentina los aumentó. La razón es más o menos simple: como creció la ocupación formal, y no se produjo una reforma laboral regresiva o antisindical, ese aumento del empleo en blanco llevó a que más argentinos estuvieran protegidos sindicalmente. Esto no quiere decir que se haya logrado frenar el avance de la economía informal, que también tuvo un crecimiento en esos años. Pero los sindicatos —y dentro de ellos particularmente los de las ramas industriales— aumentaron su poder de negociación, no lo disminuyeron. ¿Cómo no ver allí un rasgo disruptivo, incluso en el marco regional, donde Brasil con un obrero sindicalista de presidente no logró esa marca? Y a la vez, ¿cómo no ver la necesidad de profundizar esa política prosindicalización para que en vez de ser un “aguantar” declinante se convierta en una dirección opuesta, y por lo tanto en una herramienta potente para acumular en términos políticos? ¿No se podrían imaginar mecanismos para incentivar la resindicalización en la pequeña y mediana empresa, mediante beneficios fiscales relevantes, con el fin de lograr un objetivo social y político como una mayor cohesión y antifragmentación del mundo del trabajo?

Tal vez sea hora de “descubrir” o volver a medir cuáles fueron los logros más importantes de aquellos gobiernos, a la luz de lo que ocurrió después y —sobre todo— de cara a pensar el futuro. 

Otro aspecto que se visibilizó con los datos del Censo Nacional del año 2022: en los últimos 20 años, las provincias históricamente más empobrecidas fueron las que más redujeron el porcentaje de población con sus necesidades básicas insatisfechas. Dando vuelta la idea muy instalada de que el peronismo kirchnerista solo atendió el conurbano, el censo muestra que las más favorecidas fueron Santiago del Estero, Formosa, Chaco, Misiones, Salta, Jujuy, Catamarca, La Rioja, Tucumán.. Imposible no vincularlo con la inversión pública nacional de esos Gobiernos que terminó con la lógica iniciada en la presidencia de Carlos Menem de que esas provincias debían hacerse cargo de los servicios educativos y de salud que abandonaba la Nación y, luego, denunciarlas por “inviables”. Algo que ahora repite calcado el Gobierno de Milei. 

Entonces, no hay que marearse mucho cuando se pide —con razón— una nueva épica “nacionalista”. Las provincias argentinas son las primeras que necesitan un gobierno nacional que las defienda y financie, gestione políticas productivas y las articule en un proyecto de país. En todo caso, cabe una pregunta sobre quién acumuló políticamente cuando esos recursos fueron volcados allí, qué destreza existió o no para que se vinculara esa inversión pública nacional en una narrativa más amplia. Y desde ahí pensar en generar polos urbanos federalizados, desde una mirada pública y comunitaria: una actualización al siglo XXI de lo que fueron los proyectos de los pueblos en el XIX y principios del XX: escuela pública, plaza pública y la sucursal del Banco Nación. Hoy, conectividad digital y trabajo remoto mediante, es algo mucho menos utópico que antes.

La última década echó luz sobre algunas políticas que, tal vez en su momento, estuvieron solo lateralmente en el discurso oficial, o no se convirtieron en las banderas más populares, pero que hoy forman una herencia con capacidad de aglutinar voluntades y sueños y un atisbo de agenda disruptiva para enfrentar lo que creemos es un capítulo ultra degradado del viejo neoliberalismo que se resiste a morir, pero que ya no tiene para ofrecer más que pobreza generalizada y violencia. Hay que construir lo nuevo mirando aquellas semillas. 

A veces nos hacemos preguntas aparentemente complejas que se responden de forma muy sencilla “¿Por qué no explota todo como en el 2001?”. Respuesta: porque pasó el kirchnerismo.

Esta revalorización en retrospectiva no debería ser un acto de nostalgia en la medida en que pone el foco en lugares que hoy —y no hace una década— aparecen como medulares: la educación pública como forma de reconstruir una idea de futuro, que a partir de los logros en el sistema universitario debe expandirse hacia la escuela media y primaria; una posible renovación de la alianza con los trabajadores donde el centro sea el desarrollo productivo con salarios altos y sindicalización; una mirada federal a partir no de la balcanización de la Argentina como intenta vender Milei —y también algunos Gobiernos provinciales— si no a partir de constatar que la única forma de tener un sistema federal vivo es con un Estado nacional fuerte. En esos tres aspectos los Gobiernos kirchneristas tienen blasones evidentes, pero que hoy deben ser estudiados como la materia prima para pensar lo que vendrá. 

En los tres aspectos, además, aparece la comunidad, lo organizativo, lo local, la conexión social indispensable para que no sea una mera agenda estatal, sino un modo de transformación de la sociedad misma. Crear bienes públicos de calidad que sean palpables, que puedan tocarse, y por lo tanto defenderse. Impulsar un nuevo sentido social de pertenencia, por fuera de las redes virtuales, de los esquemas Ponzi, del sálvese quien pueda.