Legitimar la violencia


Ruina y belleza del igualitarismo

La represión del miércoles en el Congreso deja, además de los heridos y el terror en las calles, la certeza de que entramos en una nueva etapa del régimen libertario. Desde el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA), Micaela Cuesta desarma tres ficciones que explican la violencia de Estado escalando frente a una idea a la que el poder le teme: el igualitarismo como horizonte de reconocimiento en la diferencia y de redistribución de la riqueza socialmente producida.

Hay una imagen que insiste y resiste su muerte entre los gases, las balas y los policías desafiando a hinchas y jubilados al grito de “vengan zurdos”: la imagen del igualitarismo. Una idea de Walter Benjamin nos ayuda a ver lo que tenemos ante nosotros. Él decía que las fuerzas productivas históricas habían desplazado la narración –y con ella la memoria y la justicia– del ámbito de la lengua viva comunitaria, dejando ver en ella una nueva belleza. Esa imagen de la belleza que titila en el instante de su desvanecimiento es la que urge ser rescatada. Bajo amenaza de muerte, pero sin querer morir, esa imagen del igualitarismo reclama redención. Un igualitarismo no ingenuo, capaz de combinar reconocimiento de la diferencia e  igual redistribución de la riqueza socialmente producida. Su mortificación nos convoca a salvar su valor y belleza de  las ficciones que se precipitan sobre sus ruinas.

Ficción 1. En los dos lados hay violencia y vidas en juego

Disfrazada de un igualitarismo ramplón emergen las posiciones ideológicas que, pretendiendo ser neutrales y objetivas, creen justo rechazar la violencia de las fuerzas de seguridad con la misma vehemencia con la que rechazan la de los manifestantes. La intensidad del rechazo hacia la gente que salió a protestar es proporcional a su identificación con los “barras bravas”. Como si no hubiese hiatos entre hincha-barra brava-narco; como si cualquier hincha por ser barra brava perdiera todo derecho a la existencia y dignidad. Lo que ese “igualitarismo ramplón” omite es la operación de la equivalencia más violenta sobre la que se sostiene. Esa que, como enseñaba Marx, hace abstracción de las cualidades singulares, de las posiciones, los atributos y atribuciones de los objetos de la comparación. Aunque parece una obviedad es preciso reiterar que policía (fuerzas de seguridad) y manifestantes no son iguales: los primeros están armados y protegidos de posibles agresiones, son agentes del Estado y la extensión más visible del ejercicio del monopolio de la violencia física (¿legítima?); los manifestantes, en este caso jubilados, hinchas de clubes y militantes, carecen de armamentos y de protección, su arma es el bastón y alguna que otra piedra regada en el camino.

La justificación de la violencia a través de la apelación a la necesidad de restituir un orden se evapora. No había ningún orden bajo amenaza, a no ser que consideremos como afirmamos acá  que aquello que amenaza el régimen actual es algún viso de igualitarismo. 

Es la emergencia de ese sentido evanescente de igualitarismo que la movilización activa el que se quiso y se quiere mantener a raya. 

Es ese sentido el que precisa ser gaseado, sofocado, asfixiado con gases disuasorios, con balas de goma, con ficciones. El “desborde” no puede explicarse luego como reacción a una violencia previa, ni como “exceso”. Antes bien, es la llana implementación planificada de una violencia desigualitaria y deshumanizadora que, arrastrándose de otros períodos, ha penetrado en algunas subjetividades, viene siendo propiciada desde el poder, secundada por decretos, garantizada por el blindaje mediático, la complicidad de sectores políticos, económicos y el trabajo generosamente financiado de la ex SIDE. 

Es de esas predisposiciones antiigualitarias, deshumanizadoras y punitivas de las que se nutren las justificaciones estigmatizantes de la violencia contra los militantes. 

Como si la asunción de esa máscara convirtiera a quien la porta en alguien no digno de ser llorado. Alguien, luego, merecedor de un proyectil que aniquila. Cuando esos prejuicios y estigmatizaciones se activan crece la legitimidad de la violencia del más fuerte, porque el antiigualitarismo no sólo es despolitizador sino que promueve formas de politización hiperindividualizadas y autoritarias.

Ficción 2.  La represión se soporta porque hay estabilidad económica

Las formas de violencia explícita, obscenas, pornográficas a las que, de tan expuestos, parecemos inmunes, serían toleradas en virtud de la “superación” de una violencia mayor cifrada en el fantasma de la hiperinflación. 

Milei nos habría salvado de una catástrofe (creada y anunciada por los propios agoreros) devolviendo el orden, la esperanza y la confianza en los réditos del (auto)sacrificio. 

A esa ficción se le ven los hilos cuando se hace la experiencia diaria de ir al supermercado, cuando se elevan las cifras del desempleo, cuando crece la precarización y el pluriempleo, cuando la decisión de tomar una nueva deuda con el FMI reclama violencia sobre la ley y la institucionalidad del Congreso. 

La ostentación de la violencia y su implementación sistemática no es tolerada gracias a la tranquilidad ganada por la baja de la inflación por parte de la población; es una violencia demandada socialmente y, en algunos casos, reivindicada en virtud de la insoportable experiencia de inestabilidad y precariedad padecida cotidianamente y sufrida en silencio y aislamiento. 

Esa indiferencia al sufrimiento del otro, cuando no demanda de represión, se sostiene en las formas de endeudamientos, en el pánico al despido, en la necesidad de tener más de un empleo, en trabajos mal pagos y no reconocidos. Además incuban el odio y el resentimiento hacia los pocos trabajadores que están relativamente a salvo de todo ello. La justificación de la violencia de “los de arriba” sobre los de “abajo” traduce el deseo alienado de exorcizar la violencia padecida intrer-pares, entre los de “abajo”. 

Ese deseo alienado es lo que el igualitarismo gaseado podría horadar, ahuecar, hacer estallar. 

El fantasma de un igualitarismo redivivo es lo que en verdad se teme y sobre lo que es preciso dirigir todos los misiles para insuflar oxígeno a ese otro igualitarismo represivo del que somos contemporáneos. Este último se sostiene en la ideología emprendedorista que, negando toda interdependencia, moraliza el fracaso y culpabiliza e hiperresponzabiliza a los sujetos por su suerte.

Ficción 3. Milei no es autoritario porque lo votó la gente

Los fenómenos políticos globales mórbidos, de los que Milei es una muestra singular, asumen caracterizaciones múltiples: populismos de derecha, derecha radical, ultraderecha, derecha ultra neoliberal, posfascismos, populismos reaccionarios, entre otras. Pocos se atreven a afirmar su raíz antidemocráctica y violenta apelando a la sola institución del voto. 

Al haber sido electos democráticamente estos gobiernos “posdemocráticos” llevan hasta la extenuación el argumento de la base electoral, omitiendo que no todos sus votantes se expidieron positivamente sobre su propuesta, y que la democracia en términos político-sociales desborda ampliamente su reducción al voto. 

Ese reduccionismo confunde al individuo elector con la voluntad de esa figura política elusiva que es el pueblo, como antes lo hacían los estudios de marketing y opinión. Cree así que el individuo-masa como lo llamaba Tronti (epígono de la lógica del link), basta para colmar los atributos de un sistema y una sociedad democrática. 

La democracia, no está demás recordarlo, es el gobierno del pueblo para el pueblo, para los desposeídos, los desamparados. La democracia, luego, sin pretensión de producir igualdad no es democracia. La democracia sin representantes de todo los sectores y, sobre todo, de las minorías asediadas, no es democracia; la democracia sin poder judicial que aspire a la neutralidad, ecuanimidad y excelencia no es democracia.

Quizás, lo que aúna a todas esas denominaciones disímiles es su feroz anti-igualitarismo, su desprecio por la justicia social, su fobia al pueblo (como dice mi colega brasileña, Thais Florencio de Aguiar); la obliteración de la idea de igualdad, su afán de venganza de alguna era de igualdad radical que solo existió en sus locas cabezas pero hoy, más que nunca, clama por su realización y espera su redención.