Esta escritura se sitúa en una oficina del barrio de Pichincha de Rosario. Acá sitúo estas palabras y este ejercicio de escritura en el mismo escritorio que hace 100 años utilizaba mi bisabuelo Nuncio para realizar la contabilidad de su negocio de abastecedor de carne, que luego heredó mi abuelo Orlando para el consultorio de neurología que alternaba con mi abuela Antonia, obstetra, que atendía partos en la década del 50 y en el que, consecutivamente, en línea sucesoria, mi padre Charlie, siendo médico, recibió a sus primeros pacientes a mediados de los ‘70. Ahora este sitio escritorio/consultorio/oficina, en el que diseco mi ciudad para pensarla, analizarla y escribirla, presenta un escenario histórico atravesado por la violencia. ¿Una vez más?
Se cuenta en nuestra familia que en Pichincha la mafia siciliana pedía aportes a los propios sicilianos comerciantes o industriales para protegerlos. Pasaba esto porque la policía no trataba del todo bien a los inmigrantes laburantes. Entonces, las mafias locales se encargaban de ofrecerles protección y pertenencia, pero los extorsionaban y les exigían altas sumas de dinero. En mi familia nos relataron varias veces una historia bastante siniestra: el último viernes del mes marzo de 1927, mi bisabuelo iba al banco y parece que, antes de llegar, la gente de Chicho Grande quiso robarle el cartapacio con la recaudación semanal. Lo tenían marcado porque se negaba a pagar por protección. Logró defenderse mordiéndole un dedo a uno de los atacantes. Finalmente descubrieron a los presuntos ladrones porque capturaron a quién le faltaba un dedo índice.
Estoy sentada en el mismo escritorio que mis ancestros, es el mismo plano de trabajo, la misma mesa, la misma tabla; sólo que ahora, Pichincha cambió bastante, va rumbo a gentrificarse a fuerza de adobar poblaciones enteras con cerveza artesanal y papas con cheddar. La ciudad atravesó el 2022 como el año con más crímenes de las últimas décadas. Situada, y con la oreja pegada al pavimento, les propongo aquí un coro polifónico de voces fuera de los recintos, anclado al ardor de la calle y en el trabajo cultural, para analizar distintos ejes vinculados a las tradiciones, a las prácticas artísticas contemporáneas, a nuestras historias recientes y a al deseo instrumental de combatir las desigualdades.
¿Cómo son estos nuevos relatos culturales?
Eran tardes soleadas que caían sobre el final de calle Córdoba. Esa calle es la calle que ve marchar al sol a contramano, a lo ancho de la ciudad. Es la calle que corre de este a oeste con una sensibilidad tal que su facultad de percibir luz nunca es imprecisa. Calle Córdoba es mercantil y ampulosa, une el puerto con el campo. Es diversa y larga, no tiene un solo codo. Su tráfico tiene todas las tracciones: a motor, a sangre y a pie. La superficie de su trazado urbano no tiene posibilidad de incertidumbre ni error. Calle Córdoba, su asfaltado, sus refracciones y sus sombras son el espejo del devenir luminoso en fuego, aun cuando la ciudad está encapotada. Calle Córdoba no tiene ese paisaje nocturno que durante los 80´s, los 90´s y los primeros 2000 se armaba en el centro, en calle Tucumán.
Tucumán y Balcarce: Bar del Mar, sitio en el que la nocturnidad explotó en 1995 cuando abrió sus puertas. Congregaba las versiones más artísticas, culturales y queer de la ciudad por aquellos años. A media cuadra, en la década del ‘80 en el club Sportivo América tuvieron lugar notables recitales de bandas del under argentino. O en Tucumán y San Martín: el boliche Luna, por ejemplo. La cultura y la noche, combinadas, cambiaron por una tragedia y luego vinieron otras. El Estado no supo qué hacer.
Juan Pablo Di Lenarda Pierini es gestor cultural LGBTTIQN+, y durante 5 años organizó, junto a Valentina Lopiccolo, el Ciclo de Poesía Orgullosa Itinerante en parques y plazas. Tuvieron que discontinuarlo porque el Estado dejó de ofrecer alimentación eléctrica al micrófono y al amplificador con el que leían los poemas ante una audiencia calma de 200 personas sentadas en canastita en un parque de la ciudad. Juan Pablo llegó a Rosario hace 10 años para estudiar en la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Define su vínculo inicial con la ciudad como “fascinante”: “El río, los programas culturales, las lecturas, los recitales, los parques y espacios verdes, las reuniones con amigos, y siempre las posibilidades de un trabajo genuino”. Él ha notado, con el paso de los años, que toda esa mística de la ciudad cultural se ha perdido. Esto queda a la vista en el no uso del espacio público de manera espontánea y autogestiva, no hay espacio para que los trabajadores de la cultura programen de manera independiente.
Hace un tiempo se podía generar de noche diversión amorosa en espacios que proliferaban en la festividad cultural. Hoy existen menos espacios culturales independientes con actividades nocturnas, como espectáculos y shows, pero también diurnas: talleres y espacios de formación que no solo han sido el escenario sino también el hogar para muchos trabajadores del tejido cultural de la ciudad.
Juan Pablo refuerza algo un poco más allá de las fronteras de la ciudad, pero que opera tanto en la fisiología ciudadana como en el patrimonio natural de nuestro paisaje, y es la quema en las islas entrerrianas.
Este ecocidio ha sido un cimbronazo para con nuestro ambiente más cercano. Juan Pablo considera que esto último forma parte de lo mismo, el Estado se retira de manera deliberada para no proteger el ambiente: sus habitantes, su flora, su fauna y para no acompañar, sin fagocitar, las emergencias culturales. Los proyectos culturales independientes han perdido fuerza, y han quedado asfixiados. Está pensando en irse de la ciudad.
La docente universitaria e investigadora Elisa Welti reflexiona sobre cómo el miedo ha perfilado el uso de los espacios de aprendizaje según los horarios, lo que hace que los estudiantes que trabajan prefieran no volver a estudiar para evitar el turno nocturno. Cuenta que el temor “le quita posibilidades de estudiar, de aprender cosas nuevas y tener un título a las personas que están trabajando durante el día”.
“En este contexto -dice- se renuncia al movimiento por la ciudad o se evitan los espacios comunes, y todos se vuelcan para adentro. Vemos, así, que es como una continuidad del aislamiento de la pandemia”.
Virginia Negri es licenciada en Bellas Artes, poeta, productora cultural y artista multifunción. Vino a vivir a Rosario para estudiar en la UNR. Recuerda sus años de participación universitaria muy cercanos a las escenas culturales vibrantes. Ese espíritu la llevó a compartir con colegas, artistas y colectivos resonantes para las escenas locales, regionales y nacionales. Hoy dice que la ciudad se experimenta violenta. Cada tanto piensa en irse. “Hay una lucha territorial narco y la ciudadanía ha quedado en medio de esas luchas de poder”.
“La situación habla de la falta de políticas del Estado. Las economías criminales ofrecen trabajos muy bien pagos y cuando hay mucha hambre la barrera de lo que está bien y lo que está mal se ve atravesada por las necesidades primarias no cubiertas”. A la par, dice, “las prácticas culturales están siendo desatendidas desde los diferentes niveles del Estado y esto ocasiona otro tipo de violencia y desamparo”.
Osvaldo Aguirre es poeta, narrador y periodista, creador del Suplemento Cultural Señales del diario La Capital. Sobre la situación actual de la ciudad y sus tensiones con los repertorios culturales dice que “hay una decadencia profunda en toda la gestión cultural en Rosario, que tiene muchas manifestaciones y lo vemos a diario; desde lo institucional en las goteras en el Museo Castagnino y en cómo la Editorial Municipal de Rosario tiene prácticamente paralizado su catálogo”.
“Esta cultura de la violencia es un nuevo fenómeno que determina todos los órdenes de nuestra sociedad en Rosario. Por supuesto que sabemos que la violencia no sólo es el negocio de la droga sino también la falta de educación y de trabajo”, dice. En cuanto a su profesión, su compromiso y su vocación refiere que le interesa trabajar desde el periodismo porque nota que existe cada vez más en y sobre la ciudad “un periodismo muy sensacionalista”. Se propone trabajar “contra la demagogia, evitando los lugares comunes que hoy son dominantes en los discursos políticos y periodísticos”.
La gramática de la violencia. Marca Ciudad
Cada vez que algún rosarino decide hablar con orgullo de su ciudad, por defecto se evocan siempre las mismas figuras del deporte, la música, el espectáculo y el humor. Entre esas figuras siempre aparecen hombres: barbudos, bigotudos, con sombrero, con camisetas de fútbol, disfrazados de manosantas o empuñando instrumentos: una pelota, una lapicera, un piano, una guitarra, un libro. También aparecen escenas o paisajes urbanos: un par de esquinas célebres, una boga descansando en una bandeja de acero inoxidable con el río y las islas de fondo, los galpones portuarios reconvertidos en equipamientos culturales oficiales, estatuas de capocómicos, murales alegóricos de próceres ecuestres fuera de escala, hombres revolucionarios hechos en bronce cuyos miembros han sido sobredimensionados.
Toda esta materia salpica el ejido urbano y se infiltra en las violencias, así ad infinitum. Lo cierto es que he conocido de cerca a esas figuras, esas roscas, esos ámbitos y esas noches. Lo mismo pasa con las lecturas foráneas que hacen cronistas, turistas y literatos sobre la ciudad. Quienes la recrean lo hacen desde el lugar tácito con ese mismo estándar y confunden nombres y conceptos: la ciudad de las minas más lindas, de la mesa de los gagá, del sándwich Carlitos, del humor, de la cuna del rock, del fútbol. Responden a un canon en el que sólo aparecen hombres. Hombres relatando una historia urbana masculina. Un poco por copiar el ejercicio de la Barcelona argentina y hacer patente aquella idea de “marca ciudad”.
Franco Ingrassia es psicoanalista y trabaja de instructor de una Residencia Interdisciplinaria en Salud Mental (RISaM)., dice desde “cierta perspectiva se puede pensar que el proceso de intensificación del problema de violencia urbana en Rosario es vertiginoso y que también hay otra dimensión más ligada a la vida cotidiana de quienes vivimos y se presenta de manera gradual; en el modo de la cual se va incorporando esta dimensión a la experiencia”. Sigue: “ya empezamos a convivir, no con hechos de violencia sino, con la violencia más en términos estructurales, como una gramática a partir de la cual se despliegan distintas disputas ligadas a dinámicas de negocios en la ciudad; en cierto sentido con mucha impotencia este proceso de penetración de esta nueva gramática, aparecen los conflictos y las disputas tanto en el mercado como en el Estado”. Generando así una relación ambivalente, que es muy difícil de procesar individualmente y “es devastador a nivel de las vidas singulares, es muy difícil asumir que vivimos en una ciudad que hace de la violencia su gramática más general de despliegue. Por otro lado, potencia el compromiso de hacer una apuesta colectiva y política de transformación profunda del modelo de ciudad y de construcción de un futuro posible más allá de la violencia y más allá de la desigualdad que es la principal causa de todo lo que estamos viendo”.
Por su parte Florencia Garat, quien es diseñadora gráfica, docente tallerista de diseño y fundadora de h.i.j.o.s. Rosario, refiere que “lo que hoy vivimos en Rosario no es ninguna novedad, hace muchos años que lidiamos con la cuestión del narcotráfico y en realidad hace muchos años que pertenece a un entramado muy complejo. Que cruza todos los niveles sociales, que va desde el lugar más pequeño hasta los planes de negocios de grandes corporaciones. La diferencia en relación con otros lugares y ciudades es que conviven las fuerzas de seguridad, con distintos sectores políticos y judiciales, lo que ocasionó que vaya tomando unas dimensiones tales que parecieran imposibles de desarmar”.
Sofia Rosano tiene 30 años, es comerciante, integrante del Colectivo Yarará y nos cuenta que “Rosario es hoy el centro de campañas políticas nacionales, hay un uso mediático y hasta una oferta de ver quién será el paladín que nos salve de la desgracia en la que estamos sumergidos. Lo que para mí no es más que una alarma. Rosario no necesita el ejército rondando las calles, ¿quién le garantiza a la ciudadanía, en ese caso, el Estado de derecho? ¿Los chapulines colorados que se postulan para salvarnos, realmente podrán ocuparse de la situación de fondo que es complejísima o estamos siendo víctimas de una tensión necesaria para el clima electoral? En definitiva, es triste la situación y hoy quizás todos tomamos más recaudos, nos movemos por espacios conocidos y aun así con temor. Las noticias son ciertas, la situación no da para más, las balaceras y los asesinatos no cesan, las causas ya ni siquiera están ligadas en su totalidad al narcotráfico, más bien al exceso de impunidad de las manos que empuñan el arma, hay un control que se perdió. La resistencia está en poder articular un nuevo pacto social”.
El relato de aquella ciudad progre, de “la mejor ciudad para vivir”, se está diluyendo con el paso de los años, y hace que aflore más una idea de ciudad bastarda y bastardeada.
Hace 22 años esa mística comenzó a cambiar cuando un canal de TV porteño decidió “venir a cubrir” un diciembre tremendo de 2001 y registró escenas en las que se carneaban y asaban gatos con cuero y pelo sobre una parrilla improvisada, pero no por eso menos eficiente: chillaba la carne felina sobre las brasas y una reunión se congregaba sobre esos huesos y esas lonjas proteicas.
Esta noticia amplificada nos valió a los paisanos de esta ciudad el mote de comegato a escala nacional. Nueve años más tarde, el crítico de arte Rafael Cippolini refirió amablemente sobre Rosario y su gente: “Alguna vez escuché decir (a un porteño) que ‘los rosarinos creen que Rosario es el centro de Argentina. Y que Argentina es el centro del planeta’. Llegado el punto (este punto) creo que tenemos mucho que aprender de la psicología de los imperios: para conquistar el centro de algo, antes que nada, debemos girar sobre nosotros en 360 grados y tener una panorámica acabada de nuestro horizonte’. Siguió: “¿Qué vi en Rosario a fines de mayo de 2010? Gente que pensaba y se divertía”. Estas referencias exógenas, con el mode Cippolini, son en las que prefiero detenerme y revisar también otras nuestras voces, otros nuestros sesgos.
Pensar el trabajo de Rosa Wernicke, en su novela Las colinas del hambre, en la que relata los paisajes pre urbanos del barrio La Tablada, o la novela La ciudad del puerto petrificado de Alfredo Guido, en la que expone una acuarela ámbar y desoladora de la planificación urbana rosarina, también en la novela Reality, de Beatriz Vignoli, se trata de la Ciudad Atopía en analogía con una Rosario nocturna y de las redacciones machirulas. Así es que vuelve a mí, por estos días, un poema inédito de Julia Enriquez que ha sido oído en los recitales clandestinos:
grunge dinasty
otro día en
la ciudad que
nadie fundó
El contrapunto de estas líneas podría ser el poema de Raymond Carver “Cutlery”, en el que gracias a su paso por Rosario evoca la tradición oligarca de los salones del Jockey Club, las vistas del río desde sus terrazas y los sonidos de las buenas maneras en el aplomo del silencio que ofrecen las mesas con muletón.
También prefiero recordar a las hermanas Olga y Leticia Cossettini, quienes desde la Escuela Carrasco en la década del 30 conducían “a la consolidación de hábitos de belleza; y al mismo tiempo permitían, junto a la palabra escrita, la expresividad de los ‘estados de alma’ de cada uno de los niños y niñas, fundamento esencial de su “expresividad creadora””.
Pensar la poesía de Alejandra Benz o de Emilia Bertolé, cuyas plumas nos hacen suspirar y sonrojar por igual, las obras vanguardistas y disruptivas de Mimí Escandell o de Graciela Carnevale en el Ciclo de Arte Experimental en 1968; las obras de ilustradores, el Festival Furioso de Dibujo, las experiencias militantes de la Cuadrilla Feminista, las crónicas líricas y culturales de Beatriz Vignoli orgaizan otra ciudad. Los proyectos autogestivos como Galería Jamaica, El Club, La Biblioteca América Elda Nancy, El Cadera Club o la excéntrica Asociación de Amigos de las Publicaciones Independientes y Experimentales se definen como piezas preciosas de un entramado traslúcido y resistente que bien podría viajar en el tiempo y trazar un puente con las lógicas de la Mutualidad de los Artistas creada en 1934. También me atrevo a pensar en el tango performance elegantísimo de Libertad Lamarque, en la alucinante muestra “La ciudad rebelde” cuya investigación estuvo a cargo de Lali Tubino y Diego Giordano quienes trabajaron sobre la idea original de Sergio Rebori, Pablo Grasso y Norberto Ramos recreando la historia del rock de estos lares, también en el talento kinésico de Lucha Aymar, en el novísimo espacio de Lucio Fontana, en la vida artística de Topacio Fresh y en los miles de paisajes ribereños y de las vistas panorámicas entre nuestros arroyos: el Ludueña y el Saladillo.
Rosario es la ciudad no balnearia con tipos en cuero caminando por Bulevar Oroño y barrio Sarmiento, de vagos en cuero pedaleando por Bulevar Seguí, de minas en bikinis manguereando un pony en Decretada y San Lorenzo, de tipos cincuentones cortando el pasto en slip en Bertolé y Fader. Así en estás extensiones, aparece la clara metáfora instrumental de la planificación territorial y, casi de manera antagónica, lo que se ha formulado en documentos no es lo que se ejecuta. Puedo decir que existe una desrealización de relatos y programas. Contradicciones claras entre el espíritu del olimpismo catalán y el barro propio de nuestras tierras baldías habitadas. Planes con notables frentes, con fachadas sometidas a programas de preservación patrimonial, a los negocios financieros con el río como principal valor agregado, hacen que una reactualización de las dicotomías emerja en el contrafrente de una enorme extensión poblacional. Entonces, el contrafrente como espacio oculto, bien puede explicar la aparición de otras economías, de otros acuerdos entre vecinos, de otros relatos que hagan sonar a la ciudad de origen incierto con un presente tenebroso. Una nueva modalidad a contrapelo de la ciudad cultural o, para ser precisa, otra ciudad cultural que no estaba en los planes de ningún funcionario soñador.
Un nuevo ejemplo de gestión sucede en el barrio Villa Banana a través del desarrollo de la biblioteca popular “La Banateca" y la construcción de la Escuela popular de Villa Banana, "Corazón de Barrio"; espacio en el que, mientras se genera un lugar de trabajo cultural, se reflexiona sobre las prácticas de consumo en las que los pibes generan procesos comunitarios que están buenos. La violencia está marcada por una cultura de lo individual y del consumismo que se combate a través de las experiencias y las acciones colectivas. Desde “Corazón de Barrio” adelantan que “la violencia es algo individual y lo que hacemos es todo lo contrario, por eso estamos dando una batalla cultural”.
El espacio público y la vida urbana se han vuelto una batalla de disputas violentas con distintos gradientes: Rosario, bastarda y bastardeada. Este fenómeno tiene su origen en la notable desigualdad ocasionada por los contrastes simultáneos en los que aparecen: la histórica posición descentrada de Rosario para los gobiernos nacionales, también el negocio, la renta y el uso del suelo; el ecocidio, el ambiente y los recursos naturales; la evasión fiscal; y el tratamiento del espacio físico construido y las instituciones. Las desigualdades, que operan a nivel micro, exigen una mirada federal, nacional y urbana macro de las dinámicas subjetivas y socio comunitarias. La ciudad de Rosario, ubicada en un entramado regional complejo, se ha consolidado como un territorio desigual plagado de antagonismos severos y crónicos, suma también que se inundaba hasta hace 10 años y ahora se ahoga con humo y se seca. La ciudad del sopor, la ciudad del multimedio temido y del periodismo autogestivo y cooperativo en resistencia permanente como el diario El Ciudadano, revista Rea, Somos Rapto y El Eslabón, entre otros.
Las políticas de vivienda; los servicios públicos: el transporte, la conectividad, el alumbrado y la movilidad; el ambiente y la justicia consolidan un concierto desigual que constituye la cultura de la violencia. Un análisis detallado nos permite entender, también, la no presencia del Estado, lo que evidencia un claro posicionamiento político en este programa, y el desempeño notable que están realizando organizaciones, las que en muchos casos pertenecen a pequeños colectivos que ofrecen tareas de cuidado, protección, cobijo, alfabetización y alimento. De este modo me imagino la curva de la función "violencia”, que va a tender a cero, haciéndose asintótica en el infinito a los ejes de educación, de salud, de los centros de convivencia barrial, del goce de los espacios públicos y la nocturnidad, de los cuidados, de las redes comunitarias, y de las emergencias culturales; lo que da como resultado la reconstrucción de un horizonte común en una línea orgánica y tierna que nos abraza en tensión con nuestras tradiciones y el espesor del pasado. Un horizonte con derecho al futuro.