Esteban Magnani forma parte del Colectivo Dominio Público
Fotos interior: Juan Pablo Landó
¿Quién toma nuestras decisiones? “Yo soy yo y mis redes sociales”, diría Ortega y Gasset 2.0. En las plataformas digitales podemos editar la mejor versión de nuestra vida: el plato de comida perfecto y humeante, la playa con palmeras, el gato entrañable, la pareja sonriente, las vacaciones ideales. Creamos avatares que descartan nuestro lado oscuro para interactuar en ese entorno digital pasteurizado y construido por relaciones descarnadas donde se privilegia lo visible.
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Las redes sociales nos miman y malcrían para que nos socialicemos en su interior y así registrar cada gesto digital, almacenarlo; nunca olvidan lo que fuimos y somos para adivinar lo que seremos. Nos seducen para desnudarnos y aprender a toquetear nuestros deseos, miedos, sueños, paranoias, frustraciones, todos los bugs de nuestra personalidad que permitirán la manipulación estadística y llevarnos a los márgenes de nosotros mismos sin que lo notemos produciendo grietas, burbujas, campañas de desinformación, cámaras de eco.
Ese modelo de negocios produce tantos daños colaterales que vivimos un gigantesco experimento social a escala planetaria. Viejas prácticas se silencian, otras se amplifican y naturalizan. ¿Cómo explicar ahora a una madre que viaja en colectivo con un niño berreante que no debe darle el celular, que la Asociación Pediátrica Americana recomienda que los menores de dieciocho meses no utilicen pantallas para evitar el retraso en su desarrollo cognitivo? ¿Cómo hacer entender a un deslumbrado por la tecnología que empresas como Uber son más “baratas” porque evaden impuestos y no solventan el asfalto y los semáforos que nosotros mantenemos, mientras se llevan los dólares que cuesta mucha soja producir? ¿Cómo explicarte que no es tu culpa si a la noche seguís pasando el dedo por el celular o mirás otro capítulo en Netflix aunque al día siguiente tengas que levantarte temprano? ¿Cómo decir ideas de cierta complejidad, embutidas en oraciones largas como las anteriores, si el ruido general ya no deja escuchar ni los propios pensamientos en esta era de la interrupción?
La convocatoria de Anfibia para proyectos de Periodismo Performático busca respuestas a la pregunta ¿cómo decir si la palabra perdió poder, ahogada en el estruendo de la red con voces amplificadas tecnológicamente? La chispa de la propuesta llegó al Colectivo Dominio Público, que se puso a trabajar en el cruce de caminos entre la danza, la performance, la música y el periodismo para darle cuerpo al espacio y a la acción. El resultado es Sinfonía Big Data: un proyecto que experimenta otras formas de hacer carne lo que gritó Edward Snowden, lo que hace años sostiene Julian Assange junto a los Cypherpunks, pero también con las maneras en que el Big Data ha enseñado a las corporaciones a jugar con nuestro cerebro de acuerdo a las necesidades de su modelo de negocios.
Sinfonía Big Data es una puesta en escena sostenida por siete piezas que el público recorre interrumpido por estímulos que llegan intermitentes e imprevisibles. En un rincón se multiplican las pantallas de una sociedad de control (que retoma a un visionario Gilles Deleuze) donde se mezclan el famoso Collateral murder registrado por las cámaras de un helicóptero en Irak y filtrado por Wikileaks, con la banalidad extrema de las redes, la violencia explícita o implícita de lo inexplicable, los gifs que buscan resumir en una imagen lo que ya nadie tiene la paciencia para entender. Más allá hay un viejo juego de Arcade en el que una avatar humana representa en vivo las órdenes de un gamepad manipulado por un espectador que le exige ser una empresaria de sí misma, hacer deporte, comer sano, trabajar, dormir, estar bella y divertirse bajo las órdenes de un jugador al que no llega a ver.
En un living clásico, el sueño de la razón produce monstruos en un durmiente que ya no resiste más la exigencia de un Netflix por mantener la vigilia. El sueño, principal competidor de la plataforma de videos, asoma en esa sala onírica donde se mezclan Abhu Graib, una prisión sin reglas ni límites, una pequeña dictadora que ordena y dispara junto a una Chelsea Manning condenada y liberada. En otra pieza el colectivo Squatters propone descomponer la maquinaria publicitaria, intervenir su mensaje que ya había devuelto nuestra propia imagen distorsionada en un espejo que no controlamos, amplificando y silenciando lo que podríamos ser o haber sido. Más allá (o más acá), un laberinto también de espejos distorsionados refleja nuestro paso por los pasillos donde espera un minotauro brillante y trash que devuelve la imagen propia digitalizada de un Yodato. Al huir nos encontramos con una joven crucificada que oferta su piel y sus redes sociales en un continuum que no admite diferencias. A su lado, auriculares proponen la escucha íntima de un texto de Tamara Tenembaum.
En el centro un músico crea climas sonoros electrónicos mientras un periodista pone palabras para hilar sentido en los cuerpos que deambulan por la sala y que el público mira con desconfianza, como intentando comprender las reglas de un juego que teme se desvanezca entre sus dedos. Les dice, les grita y también les susurra: “El sujeto neoliberal como empresario de sí mismo no es capaz de establecer con los otros relaciones que sean libres de cualquier finalidad”. Los textos explotan la potencia de los cuerpos en juego permanente para darle un nuevo sentido a lo que en condiciones normales ya nadie escucha: que los algoritmos alimentados con Big Data están construyendo el ideal neoliberal con los pedazos que exhibimos en nuestra creciente transparencia. Esos son los ingredientes necesarios para adivinar y empujar estadísticamente nuestro comportamiento futuro. Es una Sinfonía Big Data que experimenta, consciente de que lo igual no duele y que en la burbuja de confort que nos construimos cualquier disrupción real que la penetra nos aterra en lugar de hacernos sentir vivos.