No todo es dinero en la vida. También está el placer. Que pueda depararlo el dinero es apenas un percance, un accidente en una ruta plagada de deseos que podrían no postergarse, porque las posibilidades de allanar el camino están ahí, al alcance de la tarjeta. O del dinero de bolsillo, lo que resulte más sencillo ese día. Lo saben adolescentes, por ejemplo, que sin siquiera llegar a la edad en que no queda otra que trabajar, pueden gozar de algunas prerrogativas del mundo de los adultos, como el uso de la tarjeta de crédito. En Pa- lermo Chico y zona norte no es exótico que algunos chicos, algunas chicas de quince, diecisiete años sumen treinta mil pesos mensuales en la extensión de la tarjeta a los veinte, treinta mil que les corresponden habitualmente por sueldo, podría decirse, de hijo.
Además de la cuota del colegio, la cobertura médica, el per- sonal trainer, la esteticista, la vivienda y los gastos de cualquier casa con servicio, un chico rico necesita sus cinco mil dólares promedio de bolsillo. ¿Para qué? Para cosas obvias: ir de com- pras por las tiendas de diseñador de Palermo, al Patio Bullrich o Paseo Alcorta, un poco menos exclusivo pero decididamente más juvenil. Para invitar a sus amigos a una ronda más en el bar de moda, comprar un regalo a alguien que cumplió años, otro a alguien más porque sí. La debilidad, en esos casos, es la fragilidad de la delgada línea entre hacer lo correcto y romper las reglas: una pelea, una respuesta fuera de lugar y al menos la tarjeta será confiscada, raptada, mantenida cautiva fuera del alcance durante el tiempo que los padres consideren prudente. Puede pasar. En los gimnasios de las torres, desde los pisos altísimos que parecen las salas de control del mundo, pueden escucharse los lamentos: “No entiende nada mi vieja, me sacó la tarjeta porque dice que mi novio es un negrito”. La amargura de las quejas también se desparrama en el vip de un boliche, entre copa y copa, cuando alguien cuenta a sus amigos por qué no puede más que pedir prestado: “Papá me dejó sin plata toda la semana”.
Si no es fácil la vida de los hijos, ser adulto y poder decidir tiene otro margen. Quizá se parezca más a la libertad. No importa si los fondos son heredados o se han hecho crecer desde la nada: el placer se puede vivir de todas maneras. Así y todo, la regla puertas afuera del mundo de los ricos y no necesariamente famosos es clara y se repite como un mantra, aun entre quienes no se conocen. Lo primero y principal es negar la riqueza. El piso sobre Figueroa Alcorta, la casa en el country más exclusivo de zona norte, el helicóptero, la es- tancia, el edificio de oficinas, el avión, la colección de autos, el haras, los cuadros de firmas imposibles, el yate, el avión y las casas alrededor del mundo siempre a disposición, todo se puede explicar desde otro lugar. ¿Rico? No, para nada.
Lo que hace solo quince años, durante el menemismo, parecía impensable, hoy es moneda tan corriente que grandes empresarios, herederos y afortunados argentinos de diversa ín- dole se dejan domar por su instinto adquirido a fuerza de crisis y temores. Mostrar la casa, el vestidor, las obras de arte rescatadas en algún remate memorable o compradas al artista del momen- to, los autos de colección, ya no se usa. Algunos nombres fuertes del poder económico, como el ex empresario de la construcción Santiago Soldati, quien ya retirado de la escena de los negocios mantiene peso, son famosos por su silencio. Cuando aparece alguna foto de un evento familiar, es porque hasta la más mínima sombra de la imagen ha sido supervisada y autorizada antes, al igual que las palabras que la puedan acompañar.
Si por algún compromiso inevitable no se puede declinar redondamente la proposición de entrevista y fotos, a la aceptación sigue el regateo. “Como no quieren hablar ni tampoco lo necesitan, se resisten a todo lo que implique fotografiarles la casa, el caballo, el campo. Cuando se trata de ser rico y mostrarlo, se niegan. Una vez me tocó hacer un retrato a la ex mujer de un empresario muy importante, directora de cine ella. Fue un chino. Había que fotografiarla en un sillón, en una toma cerradita para que no se viera un cuadro, o si mostraba el cuadro, que no se viera un jarrón. Todo así. Resulta habitual. Tal vez sea una mezcla de pudor, temor por la inseguridad y alguna cosita pendiente con AFIP. Si ellos saben que son ricos, ¿para qué van a mostrar?”, explica un fotógrafo de una de las principales revistas sociales de la Argentina. La experiencia, por repetida, crea una norma.
Es uno de los empresarios y herederos más famosos de la Argentina. Dice que tiene sus razones para vigilar con celo las fronteras entre la vida pública y la privada. Cristiano Rattazzi ríe cuando le sugieren que es un personaje estable del elenco de ciertos eventos, que es casi un equivalente masculino de las socialités, pero también aclara: “Lo social es importante, es divertido, a veces me dejo sacar una foto porque sé que es lo único para lo que me invitan. Entonces, foto”, explica con picardía. “Pero si voy a una fiesta privada, no tengo ganas de que me saquen fotos. A mí no me gusta que me saquen fotos. Si vas a un lugar al que te invitan para eso, lo menos que podés hacer es dejarte sacar una foto, pero si no, no. Mi vida privada es privada y no tengo ninguna gana de publicarla.”
Hay pedidos, sí, intentos por mostrar un poco más allá de la puerta de calle o de la oficina. No son tantos porque es sabido que su respuesta va a ser un rotundo no. Rattazzi no puede ser más claro: “No me interesa, no necesito, no tengo ganas de publicitarme”. Y entonces no puede con su histrionismo y cambia la voz para imitar a la de un locutor promocionando una revista: “Cristiano Rattazzi en su casa… ¡No me interesa! Si quiero mandar una foto que me divierta, la subo a Facebook para mostrar a mis amigos, miren qué linda foto. Pero nada más, yo nunca saco fotos. Si alguien me saca y me gusta, la publico”.
—Hubo una época en la que, para los empresarios, mostrarse era parte del juego también.
—¿Sabés qué pasa? Cuando te acostumbrás a ver tu cara, te gusta verla. Cuando empezás a aparecer en las fotografías de golpe, te gusta.
Y él, en realidad, lleva toda una vida acostumbrado a ser algo así como una figura pública. Hijo de la empresaria, escritora, política y heredera Susanna Agnelli y el conde Urbano Rattazzi, el presidente de Fiat Argentina no se deslumbra por las posibilidades de aparecer en revistas, diarios, televisión. A excepción de sus apariciones puntuales en la escena pública para intervenir, o bien opinar no inocentemente, sobre decisiones económicas de los gobiernos, a Rattazzi no se le escucha tanto la voz. De su casa, solo un balcón ha aparecido fotografiado en una revista, y ni siquiera era de su intimidad porteña, sino que pertenecía a la de Punta del Este.
Todo lo que brilla
Para un famoso es distinto. Cuando el buen pasar es consecuencia de que el rostro sea reconocido, la voz deseada, el cuerpo un valor único en medio del mar de bellezas, entre oleadas de talentos todos parecidos, no queda otra que decir que sí. Todavía peor: no queda otra que establecer alianzas estratégicas con sectores de la prensa, o mejor dicho, con algunos periodistas en particular. No son tantas las revis- tas dedicadas entera o fuertemente a la prensa social en la Argentina, apenas tres por completo y una en parte: ¡Hola!, Gente, Caras y Noticias se reparten el mercado del glamour y el brillo, aunque cada una desde su identidad propia.
Una cronista experimentada, pluma de una de las tres primeras publicaciones, explica que la rutina laboral tiene sus reglas particulares, quizá impensables en otros sectores del periodismo. “Nadie te lo pide, pero es el tipo de producto el que lo exige: generás un vínculo con personajes clave de la revista. Los acompañás cuando se casan, tienen hijos, muere alguien de la familia. La revista los acompaña a lo largo de toda su vida. Nosotros, como periodistas, tenemos que lograr establecer vínculos con los personajes, lo cual termina siendo raro, porque hay gente como Zulemita Menem o Karina Rabolini con la que yo hablo más que con mi hermano”, dice.
Y es que para poder contar algo de esa persona devenida personaje, de quien cierta parte del público quiere conocer detalles, vida, obra, milagros o casi, y para ser esa persona beneficiada por la exposición —porque mantenerse en el can- delero puede ser, al fin de cuentas, parte del trabajo—, hay que alimentar el contacto. Con naturalidad y sin presiones, pero también sin pausa.
El periodista puede decir:
—¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida? ¿Y los chicos?
¿Y las vacaciones?
Y el famoso adinerado responde:
—Acabo de volver de viaje. Voy a desfilar para la marca de una amiga. ¿Venís a cubrirlo?
O bien el famoso puede llamar de la nada al periodista y explicar:
—Me llamaron de tal revista. ¿Me conviene hacer nota para ellos?
Quizá el famoso llame como casualmente a la salida de un evento:
—Me sacó una foto una chica de tu revista. Cuidame, no publiques cualquier cosa.
El juego es claro.
El director de la ¡Hola! original, el español Eduardo Sánchez Junco, definía con un primor puntilloso a su revista, creada por su padre en pleno franquismo, pero modelada, convertida en marca internacional (se imprime en catorce países, se escribe en nueve idiomas) y sostenida por él hasta su muerte, en 2010. “La espuma de la vida”, decía, y ampliaba: “lo que no tiene densidad ni peso”. No se trata tanto de pro- fundizar, sino de facilitar belleza, ocio al lector. “Presentarle un producto sin más pretensión que la de entretener pero manteniendo unas normas de buen gusto, cierta discreción, evitar la injuria y el escándalo. Una revista amable y de gran interés humano, puesto que somos mucho más una revista de personas que de cosas”, explicaba.
Esa prensa exclusivamente de personas recién empezó a publicarse en la Argentina con Máxima Zorreguieta ya convertida en esposa del príncipe Guillermo de Holanda y transformada en princesa. Antes, dicen especialistas en el rubro, no habría sobrevivido en el mercado, ya lo suficientemente concurrido por versiones modernas de los magazines ilustra- dos tradicionales, como Gente, o el émulo menos estilizado de esa original española, Caras. No se trata solo de que los públicos compren la revista: también, y quizá especialmente, resulta fundamental la reacción de los personajes que pueden poblar sus páginas. Cuando se trata de imprimir aires de exclusividad moderna y chic, gana ¡Hola! Puestos a responder en el momento dedicado a las fotografías de una red carpet o a la llegada a un evento, los empresarios que habitualmente rehúyen entrevistas (las más de las veces, con una cortesía rayana en la despreocupación: “ahora no”, “más adelante”, “cuando vuelva de viaje”; la estrategia es más extendida de lo que parece, y no fueron pocos los consultados para este libro que recurrieron a ella) privilegian con sus respuestas alguna pregunta candorosa de los cronistas de la revista que combina chic local, celebrities, modelos, polistas, funcionarios y un touch de realeza europea. A la hora de planificar veladas benéficas, los organizadores recurren a la revista como si de literatura especializada se tratara: los contenidos actualizan acerca del momento de la vida de tal o cual figura, si estará en el país, si pasa por una situación familiar complicada o, por el contrario, atraviesa el mejor año de su vida, si espera un hijo, si propició polémica o cultiva un perfil atildado. La franquicia local fue la única autorizada por el fotógrafo de modas y famosos Mario Testino para cubrir una la apertura de su muestra en el Malba, llena de bellezas jóvenes, modelos y señoras y señores bien. La construcción periodística del glamour otorga cierto poder.
También es cuestión de olfato, o por lo menos el suficiente para saber detectar ocasiones y personajes. Pocos cumplen con los requisitos de pasado y presente glamoroso capaces de convertirla en una figura preciada para revistas argentinas y del extranjero. Patricia della Giovampaola, por ejemplo, sí. Siempre buscada en los photo calls de eventos, descripto su atuendo y referida su presencia, protagoniza páginas no solo en ¡Hola!, Caras y Gente, sino también en publicaciones como la ¡Hola! de España o la Point de Vue de Francia, un interés mediático que se acentuó cuando se puso de novia con un popular filósofo francés, Jean-Paul Enthoven.
—¿Te sentís una socialité?
—Probablemente sea una socialité, sí. No soy ni una actriz, ni soy cantante, no soy bailarina, ni modelo. Entonces, probablemente sí: socialité.
En el nombre del lujo
Gastar puede ser una encarnación, material más que carnal, del estatus. El consumo suntuario es el derroche en lo innecesario, pero también en lo superior, lo que está decidi- damente por encima del promedio. Así lo interpretaron unas mil doscientas personas mayores de edad encuestadas en 2013 a cuento del gasto en aquello sin lo cual se podría sobrevivir.
O al menos, sin lo cual las clases medias y los sectores más desfavorecidos están acostumbrados a sobrellevar sus vidas cotidianas. En el imaginario de quienes no tienen lo suntuario como hábito, el lujo se asocia mayormente a exclusividad, seguido por el placer, el dinero y la excelencia. La mayoría de los encuestados dijo, también, que quien es dado a estos gastos quizá solo busque disfrutar la vida, aunque otros creen que se trata de demostrar poder, ser aceptado por los demás y hasta llenar vacíos existenciales.
Más allá de las percepciones de los extraños, el mercado habla. En la Argentina había solo cuatro grandes jets privados capaces de volar doce mil kilómetros sin necesidad de detenerse a recargar, es decir, con la autonomía suficiente como para hacer un trayecto directo entre Buenos Aires y París. Uno de esos aviones, un Bombardier Global Express 700, con capacidad para unos veinte pasajeros, pertenece a Alejandro Bulgheroni (junto con su hermano residente en Italia, Carlos, el argentino mejor posicionado en la lista de multimillonarios de la revista Forbes), quien también tiene uno más pequeño para viajes en el mismo continente, algo que le permite economizar, porque la diferencia entre poner en funcionamiento un jet grande y uno pequeño puede tre- par a los tres millones de dólares. Gustavo “Andy” Deutsch, que presidió la empresa de aviación privada Tango Jet S.A., Industrial Textil Argentina S.A. (INTA) y era dueño de la compañía de aviación LAPA cuando se desató la tragedia de 1999, era fanático de los aviones. Murió piloteando su avioneta Beechcraft E300, que se estrelló contra una casa de Nordelta cuando él y su esposa —que oficiaba de copiloto— regresaban de su estancia de Junin. Pero cuando no se trataba de hacer alguna escapada a un lugar cercano, Deutsch era de viajar en otro de los “cuatro grandes”: su Dassault Falcon 7X, un jet valuado entre cuarenta y cincuenta millones de dólares. El tercero de los súper jets pertenece a Eduardo Eurnekian, el empresario de los aeropuertos. El propietario del cuarto avión es un misterio. En los casos de los grandes empresarios el jet privado está lejos de ser un capricho: pueden servirse de él para algún traslado más de placer que de trabajo, pero difícilmente sea solo una de las dos cosas porque, en este universo, una cosa lleva a la otra. Y el avión, en definitiva, es algo así como una herramienta de trabajo que permite economizar tiempo de grandes ejecutivos para quienes eso, literalmente, vale oro. Si puede costeárselo, un ejecutivo im- portante difícilmente emule al banquero José “Puchi” Rohm, que tomaba vuelos de línea, aunque en business, y era capaz de despedir a su secretaria si no le conseguía el único asiento que estaba dispuesto a aceptar: el 2J. Solo en esa ubicación tenía garantizado dormir como quería, no necesitaba hablar con el vecino y disponía del baño a un paso.
En tierra, con costos bastante más modestos en comparación con los millones que involucra la compra de un avión, también el mercado habla. A lo largo de 2013, en la Argentina se vendieron 5 Ferrari, 7 Jaguar, 245 Porsche,
446 Land Rover, 700 Alfa Romeo, 732 Mini Cooper. Esos 2.135 autos fueron apenas el 0,23 por ciento de la cantidad total de ventas en todo el país (955.023 vehículos, una cantidad que el mercado consideró récord). Entre enero y fines de julio de 2014, los números se redujeron, y aunque la proyección permite sospechar que el universo de los autos de lujo no alcanzará la salud gozosa del año anterior, nadie diría que languidece. En esos siete meses, se vendieron 5 Jaguar, 6 Ferrari, 34 Porsche, fi2 Land Rover, 91 Alfa Romeo y 107 Mini Cooper.
A esos autos por la calle se los ve poco pero están, por algún lado circulan. Otros, de colección y no para uso cotidiano, aparecen cada tanto, en fechas elegidas, para correr por un circuito privado de ocho curvas ubicado en General Rodríguez. El Owners Club es un espacio tan exclusivo que su membresía quedó cerrada en apenas un año de inscripciones, y los ajenos solo pueden acceder al lugar de la mano de algún evento como el que lo hizo involuntaria y transitoriamente famoso, por las quejas del político Felipe Solá, quien irrumpió en un show para el que una empresa había alquilado la pista, furioso por el estruendo que provocaban los autos de carrera ese día. Ubicado a la vera de la calle Gonzalo Tanoi- ra y cerca de Ellerstina Polo Club —famoso por su equipo de polo—, el lugar que reacondicionó una vieja caballeriza para que hiciera las veces de club house pertenece a Carlos de Narváez (hermano de Francisco, el político), el empresario textil y coleccionista de autos Federico Álvarez Castillo, y el propietario de la firma que fabrica aviones clásicos y réplicas de Bugatti, Leónidas Anadón. La pista a la que acceden los socios, de 2.455 metros y con nueve curvas, fue diseñada por el mismo arquitecto que tuvo a su cargo la pista privada que la familia de Gregorio Pérez Companc tiene en Escobar.
Cada fin de semana, la pista es un mundo. Ferrari, algún Bentley, autos históricos que pertenecieron a corredores admirados, Alfa Romeo, réplicas de Bugatti adorables que remiten a los años veinte. En el entusiasmo de ver piezas exóticas, los socios hasta pueden terminar acometiendo ventas y compras a puro impulso. Aunque algunos de sus socios y propietarios publiquen, de tanto en tanto, fotos de las reuniones en redes sociales, la política del lugar es blindarse ante miradas profanas. “La privacidad es uno de los grandes activos del lugar”, explica la CEO Valeria Gervasini, que hace las veces de RR. PP. Por eso, agrega, cuanto sucede allí queda reservado a los socios.
Hay quienes desmienten que para vivir como rico es pre- ciso el dinero que avale ese título. Dan un ejemplo: los canjes. Cuando la fama alcanza lo suficiente como para que el rostro sea reconocible por un público amplio, no importa si la vigencia se conserva por algún nuevo trabajo o, sencillamente, por saber mantenerse en el candelero. En cualquier caso, a las firmas ese tipo de notoriedad les interesa. Más que interesarles, les sirve. Canjear una mención, una foto por un producto o un servicio es apenas una cuestión de escala. A mayor fama, mayor capacidad de negociación; a mayor fama, más caprichos se permiten. Así, por ejemplo, viajan familias enteras a esquiar en invierno, aunque esté compuesta por cuatro niños y sus padres, una eterna ex modelo y su marido, despierto para los negocios; no necesitan aportar más que sonrisas para la cámara y alguna imagen estratégicamente tomada al lado de un cartel. A esa misma familia, los productores de moda de las revistas la refiere con temor: las prendas que llegan para una sesión de fotos, habitualmente prestadas por firmas a condición de que sean devueltas, difícilmente regresen.
En la Argentina hay tres hitos cuando de televisaciones de eventos íntimos se trata: en 1967, las bodas de Palito Ortega y Evangelina Salazar y de Violeta Rivas con Néstor Fabián; en 1988, la de Susana Giménez con Huberto Roviralta. La de Ortega y Salazar inauguró la tradición con una puesta en escena casi irrepetible: el mismísimo Pipo Mancera, en el cénit de su carrera al frente del programa del momento, Sábados circulares, y el conductor Antonio Carrizo transmitieron en vivo desde la Iglesia San Benito de Palermo. Era la unión de la chica y el muchacho del momento: ambos estrellas de la tele y el cine, rubia angelical que protagonizaba la telenovela juvenil Señorita maestra ella, cantante popular de éxito arrollador él, se habían conocido en 1966, rodando el film Mi primera novia. Según las mediciones de la época, ese 27 de febrero de 1967 la televisación en directo del casamiento fue vista por el 82 por ciento de las personas que tenían televisor. Al mes siguiente, tras semanas de promocionadas despedidas de soltero, serenatas y otros prolegómenos, los también popularísimos cantantes Violeta Rivas y Néstor Fabián hicieron lo propio en la Iglesia Nuestra Señora de Guadalupe, también bajo reectores de televisión. En los medios del momento no trascendieron cifras por derechos de transmisión de esas bodas, difícilmente se haya tratado solo de promoción. Los cuatro protagonistas de los eventos eran estrellas con un poder de convocatoria capaz de multiplicar ventas de revistas, audiencias, público en la calle. Raro habría sido que no hubieran mediado atenciones por parte de los medios.
En 1988, Canal 9 pagó 150 mil dólares para poder televisar el momento en que la diva de los teléfonos, Susana Giménez, dijo “Sí, quiero” ante el polista Roviralta. Diez años después, la boda de Valeria Mazza y Alejandro Gravier puso el listón todavía más alto: Telefé pagó 500 mil dólares para reservarse el honor de televisar la ceremonia en directo desde la Basílica del Santísimo Sacramento, en Retiro; la revista ¡Hola!, cuando todavía no era editada en la Argentina, puso otro tanto a cambio de tener en exclusiva las fotos de la fiesta celebrada en el Hipódromo de Palermo; el canal de televisión norteamericano E! Entertainment aportó la misma cantidad para hacer notas con comodidad. El regalo del novio a la novia, un Mercedes-Benz amante, era también un canje, acordado con un concesionario que con eso se aseguraba la foto de la pareja en la entrega de llaves. La fiesta y la luna de miel corrieron la misma suerte, porque a veces sí, la fama y la imagen pueden más que el dinero.
Ostentoso, a lo grande, con cobertura mediática digna de príncipes. Así fue también el casamiento de la modelo Karina Olga Jelinek y el entonces incipiente y misterioso financista Leonardo Fariña. Si bien ella era conocida por los medios, porque llevaba un tiempo trabajando, él era un ilustre desconocido. Manejaba, o eso parecía, grandes sumas de dinero. Y entonces, sucedió: hubo fiesta en el Tattersall de Palermo, casi cuatrocientos invitados, champagne Louis Roederer, sushi, lomo. La pareja saludó desde la puerta del Tattersall, custodiada por veinte guardaespaldas, entre ellos Dani La Muerte, quien se había vuelto famoso como segu- ridad personal de Ricardo Fort. Esa noche, la novia llevó dos vestidos diseñados por Pablo Ramírez y, en medio de la velada, ante todos los invitados, hizo dos sets de baile del caño para su amante marido. Bárbara Diez, famosa wedding planner, estuvo en cada minucia de la organización; el Grupo Mass, de Wally Diamante, se encargó de la prensa. Cuando despuntaba el sol, la pareja partió a pasar su noche de bodas en la suite presidencial del Four Seasons. No hubo detalle que no fuera relatado por los medios, a tal punto que los videos y las fotos de la ocasión fueron reservados para que Susana Giménez pudiera mostrarlos en exclusiva en su programa.
El comentario de la revista Gente, que publicó una crónica bastante detallada de la boda, destacaba dos citas de los invitados: “Leonardo Fariña le cumplió el sueño a Karina: ¡pagó hasta el último peso!” y “Fiesta cero canjes y todo
premium”.
Cinco para el peso
Siempre algo queda pendiente. No es verdad que por no tener preocupaciones económicas todo esté resuelto. Por empezar, el tiempo escasea. Y la vida social, como la laboral, demanda tanta presencia en eventos y lugares geográfica- mente distantes que, por ejemplo, no viajar cuando no hay obligación puede ser una bendición y no un castigo. Patricia della Giovampaola ni necesita pensarlo: cree que por eso to- davía no se dio el gusto de conocer un lugar que le da intriga desde siempre. “Las Maldivas”, dice, y no disimula la ilusión que le hacen los atolones paradisíacos del océano Índico. “No he ido, porque si tengo que viajar, vengo a París. Y de acá voy a Buenos Aires. Lo único que puedo llegar a hacer es viajar a New York, porque mi hermana tiene un departamento ahí, entonces de paso voy, pero no hago mucho viaje exótico”.
—¿Viaje de placer tampoco?
—No, porque en verano voy a Punta y en el invierno de allá estoy acá. El verano aprovecho a estar allá porque ya que tengo la casa, la mantengo todo el año, la cuido, ¡tengo que vivirla! Si no, no tendría sentido tanto cuidado. A las Maldivas sueño con ir. Algún día lo haré. Tampoco conozco Oriente. No he ido a Bali, ni a Bangkok, ni a China ni a Japón. Es que llega un momento en que viajar tanto me cansa. Soy muy ordenada y tardo en recomponer mi vida, mis cosas, con tanto viaje. Mis amigas que van todos los años a la India me dicen: “¡Tenés que venir!”.
Los extranjeros también se cansan. Cuando las distancias son largas, ni siquiera el hecho de aterrizar en la Argentina a bordo de un avión propio puede subsanar incomodidades. Desde que el sistema de identificación usado por Migraciones se sirve del control biométrico (valida y archiva la información en función de rasgos únicos y personales combinados, como son las huellas dactilares y los datos faciales), nadie, por millonario que sea, puede delegar el trámite de hacer el ingreso al país. No hay secretaria, asistente, empleado de destination management company (DMC, la tendencia mundial de operar con el turismo de alto poder adquisitivo: puro servicio de organización y acom- pañamiento durante el viaje) que valga. Así sean las dos de la mañana y esté en un aeropuerto del fin del mundo, como los del ingreso a la zona patagónica —todavía furor entre millonarios rusos y norteamericanos, aunque muchos viajen tan discreta- mente que parecen llegar de incógnito—, tiene que presentarse el viajero en persona, y despertar a sus hijos pequeños y hacerlos bajar, si están con él. No importa si acaban de aterrizar tras un vuelo de más de diez horas. No importa, tampoco, si el trámite genera incomodidad porque el turista viaja con dos aviones, uno grande para ir cómodo y otro pequeño, como muleto y que acarrea el equipaje, para ir adecuándose a los aeropuertos que va encontrando por el camino.
Ese público, esencial pero invisible a los ojos del montón, no es rareza en tierra argentina. Muchos llegan contratando firmas de DMC rotundamente exclusivas, como Mai 10, de Maita Barrenechea, una agencia tan selecta que fue incluida de manera destacada en la “A List” de la publicación espe- cializada Travel + Leisure.13 En esa lista solo son reconocidos quienes “pueden ayudarlo a convertir su próxima vacación en la experiencia de su vida”. A la sazón madre de Sofía Sán- chez Barrenechea, chica argentina de moda en Manhattan, donde trabaja como directora de arte y es figurita repetida en Vogue y The New York Times,14 Barrenechea tiene una car- tera de clientes tan selecta que para ellos el dinero nunca es problema. De septiembre a marzo, durante la temporada alta de llegada del turismo extranjero, muchos de los servi- cios destinados a volver inolvidables esas estadías también incluyen visitas y hasta paseos con millonarios argentinos, amigos o conocidos de los visitantes. En esa época, aunque no necesariamente de la mano de la top agent, puede llegar también el príncipe Harry Windsor, hijo de Charles y nieto de la reina británica, Elizabeth, listo para despuntar el vicio del polo en El Remanso, una estancia de Lobos.
Una vida normal
El presidente de Fiat Argentina sufre ante gastos exorbitan- tes cuando no los encuentra justificados. “¡Cómo no me gusta! El otro día gasté 110 dólares en una botella de champagne, me quiero matar”, dice entre risas Cristiano Rattazzi. De todos modos sí, lo dice. Alguien que lo conoce bien acota que su perfil “no es de gastos sofisticados. Salvo en el avión, tal vez”, y la voz de acento italianísimo que habla en porteño ratifica rotunda- mente. “Hay cosas que me gustan. Un equipo de navegación nuevo para mi viejo avión Navajo, por ejemplo. En mi caso, valen más los equipos que le instalo que el resto, porque es un avión muy viejo. También me gusta mucho la tecnología: cuando sale algún teléfono nuevo, lo compro enseguida. Ahora tengo dos, un iPhone y un Samsung, y un par de iPads.”
—Objetos de lujo porque sí, ¿no?
—No soy de gastarme en Louis Vuitton. Pero para las mujeres me encantan los zapatos de Louboutin. Qué lindos que son.
—Y qué caros.
—Bueno, pero son muy lindos. Con esos tacos de quin- ce centímetros. Son muy lindos los tacos altos así, muy po- cas mujeres pueden usarlos. Pero me encantan, por eso en Louboutin busco para regalar. Para quién por ahí no importa tanto. Son lindos.