“Inflamar pasiones”
Los feminismos se dicen, hacen, piensan y sienten de muchas maneras. Son una marea que, incluso, impide distinguir los límites entre decir, hacer, pensar y sentir. Esta formulación –dicha así, sin los matices requeridos por el supuesto código académico– condensa gran parte de las preocupaciones a las que está dedicado este libro. Implica también imaginar una descripción que busca pensar el movimiento en su heterogeneidad y sus desvíos, es decir, en sus sorpresas mucho más que en sus previsiones.
También en el modo en que se mueve a través del tiempo y de las fronteras, atendiendo a la vez a lo que sucede en cada tiempo y en cada frontera. Las tácticas y las estrategias varían, y a veces también colisionan, pero el deseo feminista pervive y mueve conceptos, leyes, imágenes, percepciones. Los registros de esta trama eficaz –expresada a veces en opacos zigzags– pueden estar escondidos, pero en otros casos basta con fijar la atención en una circunstancia del pasado para evaluar elementos que suelen ser ocultados con cierta vergüenza, por no responder a la gran narrativa progresiva y heroica que parte del movimiento gestó para sí. Se trata, de algún modo, de un canon (casi) accidental.
En este libro no voy a dar cuenta de hitos ni, mucho menos, de momentos bisagra, sino de ciertas circunstancias de conformación del colectivo que proponen una respuesta para una pregunta insistente: ¿por qué los feminismos constituyen un movimiento –político, social, cultural y económico– tan exitoso en términos de pervivencia y de objetivos (parciales)? Las páginas que siguen son un intento por responder a esta pregunta a partir de una primera intuición algo elemental: los feminismos advirtieron muy tempranamente que solo conseguirían sus objetivos si demolían la configuración afectiva cisheteropatriarcal y buscaban otras bastante más ásperas en su reemplazo.
Ciertamente, esta no es una explicación histórica que dé cuenta de las matrices, movilizaciones, perspectivas e intersecciones de los feminismos en su conjunto, sino el señalamiento de que esa primera intuición y su insistencia marcaron una diferencia llamativa con otros movimientos. Los feminismos sustentan sus demandas de justicia –a veces atendiendo a las de clase y/o raza– de muchas maneras, pero el modo en que salió y sale al ruedo a disputar configuraciones afectivas impuestas y naturalizadas hace, creo, una diferencia notable. O al menos ese es el recorrido que propondré en las páginas que abro a partir de aquí.
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Tres gestos para la reconfiguración afectiva
Es sabido que la narrativa establecida sobre el estudio de los afectos en relación con los movimientos de mujeres señala que los llamados feminismos de la primera y segunda ola hicieron hincapié en la visibilización de la racionalidad de las mujeres para reclamar su emancipación civil y política, impugnando su asociación a la emocionalidad1 Véase: Susan Mendus, Feminism and Emotion. Readings in Moral and Political Theory, Londres, MacMillan Press, 2020 y Raia Prokhovnik, Rational Woman. A Feminist Critique, Londres, Routledge, 1999.. Si bien se trata de una descripción acertada de un aspecto del movimiento, lo cierto es que la dimensión afectiva, en tanto motor de la emancipación, cumplió un papel central en la refiguración de lo público llevada a cabo por el feminismo desde sus inicios, muy particularmente en lo que hace al rol del cuerpo en la lucha política.
Sin embargo, no solo es importante hacer foco aquí en la comprensión de la necesidad de alterar ese orden afectivo, señalándolo como configuración, y por ende, como alterable, sino también en las características específicas que tuvo y tiene ese gesto a la hora de conformar una agencia afectiva, es decir, en la posibilidad que tenemos de alterar la dimensión afectiva.
Es así cómo, a lo largo de los capítulos de este libro, me voy a ocupar de presentar distintos gestos políticos desplegados por los movimientos feministas vinculados con esta cuestión. Son tres gestos centrales que a veces resultan superpuestos, tensionados, ramificados y hasta cuestionables, pero que no por eso pierden eficacia: la objeción contra la adjudicación de pura racionalidad a los varones y de pura emocionalidad/sentimentalidad a las mujeres; la incorporación a lo público de afectos considerados privados o banales; y el uso estratégico de la dimensión afectiva/emocional refigurada con el fin de persuadir con sus reclamos.
El primer gesto queda condensado en el señalamiento de que la adjudicación de emocionalidad a las mujeres y de racionalidad a los varones es una construcción falsificadora, un señalamiento que deriva en las clásicas demandas tendientes a destacar la racionalidad femenina. Así, por ejemplo, Alicia Moreau, descrita con justicia como emblema del cientificismo de cierto feminismo fundacional, plantea:
Nuestra organización actual está hecha por el triunfo del más inteligente. Si en épocas anteriores, cuando los hombres se cubrían con espesas corazas, lo que más se apreciaba era la fuerza del músculo, hoy lo que decide el éxito de la vida es la del cerebro (…). Esto creemos, puede explicarnos por qué la mujer en su emancipación tiende al intelectualismo2 Alicia Moreau de Justo, “Feminismo e Intelectualismo”, en Revista Humanidad Nueva, Buenos Aires, 10 de enero de 1910, p. 30..
En un camino cercano, en 1901, en las páginas de la primera tesis de doctorado en la Argentina dedicada a la teoría y al activismo feministas, Elvira López exigía “que la mujer reciba una instrucción y educación seria y sólida, para lo cual ha de renovarse gran parte de lo que se da”3 Elvira López, El movimiento feminista (Tesis de doctorado), Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Mimeo, 1901, p. 20.. La educación y la ciencia eran de algún modo las puntas de lanza destinadas a destacar la racionalidad femenina y buscaban dejar a un lado la dicotomía que asociaba a las mujeres al orden sentimental. En palabras de Olympe de Gouges, en el epílogo de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana de 1791:
Mujer, despierta; el arrebato de la razón se hace oír en todo el universo; reconoce tus derechos. El potente imperio de la naturaleza ha dejado de estar rodeado de prejuicios, fanatismo, superstición y mentiras. La antorcha de la verdad ha disipado todas las nubes de la necedad y la usurpación4 Olympe De Gouges, Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, en Condorcet, De Gouges et al. La Ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el siglo XVII, Barcelona, Anthropos, 2011, p. 160..
Pero este punto de partida supuso también una revisión conceptual destinada a colaborar con el cuestionamiento de la configuración afectiva cisheteropatriarcal, más allá de la mera inversión de la dicotomía entre razones y emociones. Me refiero a denunciar el sentimentalismo como marca clave de esa configuración.
Y es allí donde resulta inevitable evocar las palabras y las acciones de Mary Wollstonecraft. Fue ella, sin dudas, quien se encargó de objetar fuertemente la legitimación de la opresión femenina a través de la construcción de una alegada sentimentalidad, atentando a la vez contra la configuración afectiva patriarcal para introducir una lógica alternativa e inesperada sobre el horizonte afectivo en toda su potencialidad política. Es precisamente allí donde se encuentra el corazón de la revulsión feminista, antes aun de que hubiera una autoconciencia expresada en esos términos: la vocación por demoler la configuración afectiva establecida por el orden patriarcal y la pretensión visceral de imponer su reemplazo por una configuración alternativa solo parece posible mediante la puesta en funcionamiento de la esfera afectiva expresada a través del rechazo de la sentimentalidad.
La adjudicación a las mujeres de sentimentalidad, belleza, sensibilidad, de un contacto inmediato con el supuesto orden natural, impuestos por una matriz injusta para su reproducción altera a Wollstonecraft; pero no el orden de la emocionalidad en su conjunto. Si la sentimentalidad, la pasividad y la galantería deben ser superadas a través de una educación racional, esto no implica entonces que las cuestiones del orden afectivo no deban ser exhibidas en toda su politicidad.
Tal como señala irónicamente en una serie de párrafos clave de La vindicación de los derechos de la mujer:
Mi propio sexo, espero me disculpará, si las trato como criaturas racionales, en lugar de alabar sus gracias y verlas en un estado de infancia permanente (…). Deseo persuadir a las mujeres de esforzarse para adquirir fortaleza tanto de cuerpo como de mente y convencerse de que las frases suaves, la susceptibilidad del corazón, la delicadeza del sentimiento y el refinamiento del gusto son casi sinónimos con epítetos de debilidad (…)5 [5] Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman en The Complete Works of Mary Wollstonecraft, Nueva York, Delphi Classics, 2010, pp.13-14..
Mostraré así que la elegancia es inferior a la virtud6 Ibíd.,p. 14.
Fueron enseñadas a agradar. Y eso es lo que hacen7 Ibíd.,p. 31.
Es por eso que lamentablemente las mujeres adquieren modales antes que moral8 Ibíd.,p. 32.
Es esto justamente lo que sostiene la obediencia hacia los hombres: belleza, infantilización, galantería, sentimentalismo, delicadeza, refinamiento. Se construye un tono emocional que no solo oprime políticamente, sino que además disuelve la posibilidad misma de que las mujeres sean agentes morales y ejecuten la dimensión afectiva para su emancipación.
Así como gran parte de los argumentos contra el sufragio femenino descansaron en la adjudicación a las mujeres de una sentimentalidad que implica una emocionalidad exacerbada y una razón limitada ––como Diderot en Sur les femmes (1772)––, lo cierto es que el movimiento sufragista se ocupó de rebatir esta mirada patriarcal, objetando la sentimentalidad ––como la encarnada, justamente, en la novela sentimental––, pero a la vez impulsando el despliegue del orden afectivo en la política en sus propios términos.
Algunos de los momentos germinales de esta estrategia están condensados en los argumentos presentados en un momento clave del movimiento, como es la fundacional Convención de Seneca Falls de 1848, con su Declaración de sentimientos. Allí, la demanda de iguales derechos para las mujeres se argumenta, por ejemplo, en los siguientes términos:
[se] ha creado un sentimiento público falso al otorgar códigos de moral diferenciados para hombres y mujeres, por los cuales los delitos morales que excluyen a las mujeres de la sociedad son no solo tolerados, sino también minimizados en el caso de los hombres9 [9] Elizabeth Cady Stanton et al., History of Woman Suffrage, Cambridge, Harvard University Press, 1922, p. 451..
Es decir que el orden de la sentimentalidad ha formado parte de la legitimación del sometimiento al asociarse a una moral patriarcal. Pero, así como la opresión se sostiene gracias al establecimiento de una ética legitimada a través de un orden emocional, también la rebelión exige la puesta en juego de una configuración afectiva alternativa.
Es que la sentimentalidad es una suerte de tecnología regulatoria10 [10] Kyla Schuller, The Biopolitics of Feeling, Durham, Duke University Press, 2017, p. 9., tendiente a insistir en un solo aspecto de los afectos: el de ser estrictamente afectados, dejando así a un lado el vector correspondiente a la capacidad de afectar –según la clásica definición que retoma el giro afectivo contemporáneo–. Esto implica, como veremos en el tercer capítulo, hacer foco en cierta debilidad sostenida en la sensibilidad más que en la agencia, y en la necesidad de disolver los meros impulsos propios de las sensaciones a la hora de generar una operación de estabilización. Se trata de alegar la supuesta orientación al sacrificio de las mujeres, su gusto por la imaginación, su inclinación al sufrimiento privado y una retórica del amor que recluye el cuerpo.
El segundo gesto que me interesa subrayar refiere al modo en que el feminismo expuso una dinámica tensionada y conflictiva del campo afectivo, señalando su productividad política. Es este gesto el que colabora fuertemente con el proceso de desarmar, por ejemplo, la distinción entre afectos positivos y negativos o entre los supuestamente empoderadores y los paralizantes. Efectivamente, es notoria la referencia al espacio de lo íntimo en términos de una colisión de emociones que resulta profundamente política por sus características disruptivas, en los primeros escritos de la literatura feminista, o incluso en lo que podríamos llamar ciertas precursoras asistemáticas y hasta marginales o primitivas –para usar la expresión de Eric Hobsbawm–. Lo íntimo ya no es aquí el espacio del amor sentimental, el sufrimiento silencioso o los lazos familiares, sino donde se producen tensiones afectivas permanentes que sacan a la luz la politicidad de ese espacio que asocia lo femenino a experiencias sentimentales individuales.
El amor romántico, el maternal, la ensoñación, son reemplazados aquí por la vergüenza, la rabia y/o la esperanza compartidas. Se trata de rescatar la presencia de la llamada dimensión visceral del feminismo como parte esencial de sus modos de intervención. Sea la ira, la inquietud o la melancolía, el amor o el odio, la visceralidad refiere a “la experiencia de sentimientos o respuestas afectivas altamente mediadas por el cuerpo que se manifiestan a través de reacciones emotivas y corporales"11 Zeb Tortorici, “Visceral Archives of the Body”, en GLQ: A Journal of Lesbian and Gay Studies, 20(4) ,2014, p. 407.. Se busca, de algún modo, poner en primer plano la dimensión corporal de los afectos, así como su dinamismo.
Es allí, por ejemplo, en la manera en que Mary Wollstonecraft saca a la luz la naturaleza conflictiva de la dimensión afectiva, incluyendo afectos no considerados políticos –melancolía, ansiedad, depresión–, donde se permite delinear el modo en que lo visceral forma parte de estos inicios de los reclamos de género. Hay también en sus textos espacio para reconocer el papel político del resentimiento, del amor erótico –como desintegrativo y corrosivo–, del deseo ingobernable –como agonía– y de la humillación destructiva. No hay, por cierto, resquicio alguno para la sentimentalidad vacía. Incluso en los propios términos de Wollstonecraft, la pasión cumple un papel en el desarrollo de la virtud, elemento imprescindible para lograr la maduración política.
De hecho, la propia Revolución Francesa es valorada por Wollstonecraft en su dimensión afectiva: no hay solo entusiasmo a la manera advertida por Immanuel Kant, sino también rabia, indignación, resentimiento. Si la supuesta débil mujer civilizada es generada por la cultura patriarcal, la que ella vislumbra como sujeto revolucionario, en un futuro desplegado gracias al progreso, será feliz por haber hecho de sus desafíos a la configuración afectiva patriarcal un punto de partida esencial. Así, afectos o emociones considerados lejanos a la política son puestos en juego en la discusión pública de manera tensionada y superpuesta, desafiando las distinciones entre afectos productivos y paralizantes o públicos y privados.
Esta manera de sacar a la luz la naturaleza conflictiva de la dimensión afectiva es, además, lo que permite delinear el modo en que lo visceral –más que lo estrictamente emocional– forma parte de estos inicios de los reclamos de género y no meramente de los desplegados en los últimos años. Se trata de una visceralidad que pone ciertamente en primer plano la dimensión corporal, pero en un rango de descripciones que obliga a pensar esa misma actitud visceral como modo de expresar/experimentar la política en términos de lo instintivo. Aquí, el amor, la ira, la agresión, lo abyecto, lo indigerible del mundo, están estrechamente unidos al deseo, al apego, a los apetitos. Es la experiencia carnal, casi sanguínea, la que tiñe la reacción al orden patriarcal.
Según Ngai, lo visceral “es algo sentido por dentro, en tanto dentro de los órganos del cuerpo”12 Sianne Ngai, “Visceral Abstractions”, en GLQ A Journal of Lesbian and Gay Studies, 21(1), 2015, p. 33.; es lo que obliga a lidiar con emociones crudas o elementales a la hora de enfrentarse a un orden13 Ibid., p, 38.. Un enfrentamiento que diluye cualquier resquicio de distinción entre razones y emociones o entre moral establecida y refundación de lo público. En las ya míticas palabras de la revolucionaria francesa Anne-Josèphe Théroigne de Méricourt: “¡Ciudadanas!, ¿por qué no competimos con los hombres? (…) ¡Armémonos!, mostremos a los hombres que no somos menos en el coraje o la virtud (…) elevémonos al nivel de nuestros destinos y rompamos nuestras cadenas"14 Léopold Lacour, Les Origines du féminisme contemporain. Trois femmes de la Révolution: Olympe de Gouges, Théroigne de Méricourt, Rose Lacombe, París, Lagaran, 2016, p. 88..
El tercer rasgo que me interesa señalar aquí, como parte de la operación de desintegración de la configuración afectiva cisheteropatriarcal, refiere al modo en que afectos considerados menores o incluso apolíticos son utilizados estratégicamente con fines emancipatorios, es decir, estrictamente hablando, como emociones. El gesto consiste en resignificar la experiencia afectiva para hacerla ingresar, reformulada, a la esfera pública como modo de intervención que busca arrasar con los presupuestos más básicos de un orden establecido. Me gustaría referirme aquí a uno de ellos –tal vez el menos previsto–, la desilusión. Desligada aparentemente de la lógica emancipatoria, el uso feminista de la desilusión exhibe de manera contundente el modo en que se atenta contra una configuración afectiva establecida.
En 1924 Julieta Lanteri escribe en la revista masiva El Hogar:
¡Ah, los hombres nos tienen desilusionadas! Les aseguro que, a veces, hasta la política me desilusiona. De buena gana, en ciertos días sombríos, viendo el daño que hacen los hombres, quemaría mis discursos políticos y programas de combate a favor de la mujer, para meterme de monja en un convento. Y es ese sentimiento el que me obliga a actuar15 Julieta Lanteri, El Hogar, 19 de diciembre de 1924, p. 3..
La desilusión es más una revulsión que impulsa a actuar de manera no prevista por el enemigo que un camino garantizado a la pasividad. Pero Lanteri no fue la única en rescatar este afecto de modo heterodoxo. Tal como discutiré en el capítulo 2, la experiencia, pero también el uso político de la desilusión, son puestas en juego por Lucy Stone, una de las activistas clave de Seneca Falls al señalar: “A los críticos que llamaban a las mujeres reformistas ‘unas pocas mujeres desilusionadas’”, respondió:
Desde los años más tempranos que alcanza mi memoria, he sido una mujer desilusionada. En la educación, en el matrimonio, en la religión, en todo. La desilusión es mucho de lo que constituye el ser mujer. El trabajo de mi vida será entonces profundizar esa desilusión en el corazón de todas las mujeres hasta que ninguna lo tolere más16 Sally Gregory McMillen, Seneca Falls and the Origins of the Women’s Rights Movement, Oxford, Oxford University Press, 2008, p. 92.[17] AA.VV., “Por qué pedimos el derecho al sufragio”, en Nuestra Causa, 3(24), junio de 1921, p. 272..
La apelación a la desilusión como motor de la acción política transformadora implica recurrir a un arco afectivo tenido por íntimo, casi apolítico, para señalar la ilusión fantasmal sostenida en la configuración impuesta a las mujeres. Es la denuncia de la falsedad y la necesidad de que esa ilusión opresora se disuelva para, así, construir un movimiento colectivo eficaz. De hecho, la desilusión encarna una suerte de incomodidad asociada a una incumplida promesa de felicidad. Es la ruptura de una ilusión –en el sentido de algo ficticio y tramposo– que construye una tensión paradójica entre la sorpresa y la tristeza.
Efectivamente, la desilusión refiere a un arco afectivo asociado a algo que podría haber sido y no fue: es un sentir, pero también su aceptación crítica. Más cerca de la imaginación que del enfrentamiento concreto asociado al fracaso, la desilusión se encabalga entre los afectos y las emociones. Son expectativas no satisfechas que motivan un desencanto en el que se centra la motorización crítica de la dimensión afectiva: aun cuando se trate de expectativas no cumplidas, la desilusión contiene una dimensión distanciada que la torna compatible con la acción hacia el futuro y con su codificación.
Me gustaría subrayar también el modo en que la nueva configuración afectiva emancipatoria adquiere una función estratégica y diferenciada, ya no solo como un afecto que sostiene el orden de la intensidad y del encuentro entre cuerpos, sino como una emoción puesta en juego discursivamente para facilitar el camino a la emancipación. Es notable, en este sentido, la apelación con que se inicia uno de los textos colectivos emblemáticos del feminismo argentino. Me refiero a “Por qué pedimos el derecho al sufragio” publicado en Nuestra Causa en 1921: “No es solo esta una aspiración sentimental, sino una necesidad imperiosa, impostergable, de todo punto de vista apremiante: queremos votar”17 [17] AA.VV., “Por qué pedimos el derecho al sufragio”, en Nuestra Causa, 3(24), junio de 1921, p. 272..
Como se señala en el número 11 de la misma publicación, se trataba de demostrar “la profundidad del deseo de votar”. Es así cómo el deseo define la intervención política, en tanto impulso a un tiempo que es el ahora y no el futuro lejano en el horizonte de la narrativa del progreso. Alejadas explícitamente de la sentimentalidad que, tal como se señaló más arriba, les fue adjudicada por el patriarcado a la hora de legitimar su opresión, optan por la intervención movida por el deseo de la transformación radical y urgente de lo público. Hay aquí una justificación del activismo insistente que explicita la exigencia de emancipación de las mujeres como una necesidad imperiosa e inmediata, que debe hacer a un lado cualquier pretensión propia de la moderación de la sentimentalidad. Es, así, un deseo que compromete el cuerpo de las mujeres –en la difusión y en la acción misma– aquello que moviliza al colectivo a intervenir con reglas y puesta en escena propias.
En muchas de las apelaciones a las movilizaciones feministas y protofeministas, la referencia al vocabulario de la emocionalidad/afectividad se construye en un gesto estratégico para la persuasión de la causa. Un gesto donde la retórica y la movilización pública en las calles se enlazan. Es decir que, junto y gracias a la alteración de la configuración afectiva cisheteropatriarcal establecida a través de los dos primeros gestos, la nueva configuración se transforma en una estrategia emocional que impulsa y sostiene la dimensión afectiva del activismo y su propia capacidad de alterar la afectividad patriarcal.
Lo que me interesa señalar aquí es que, desafiada la configuración afectiva cisheteropatriarcal, el movimiento puso en funcionamiento la nueva configuración como estrategia política, esto es, como una estrategia emocional que también debió ejecutar ese mismo desafío hacia lo afectivo. Tal como lo encarna la cita de Olympe de Gouges citada al comienzo de esta introducción, los afectos no son ocultados a la hora de intervenir políticamente, sino que resultan a la vez resignificados y utilizados estratégicamente. El feminismo no intentó ni intenta señalar una configuración afectiva propia por ser más auténtica o natural, sino ejecutando una estrategia de reconfiguración que involucró afectos y emociones enlazadas sin remedio. Es decir, cambiar lo que decimos sobre los afectos, pero también y a la vez, la experiencia misma.
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- 1Véase: Susan Mendus, Feminism and Emotion. Readings in Moral and Political Theory, Londres, MacMillan Press, 2020 y Raia Prokhovnik, Rational Woman. A Feminist Critique, Londres, Routledge, 1999.
- 2Alicia Moreau de Justo, “Feminismo e Intelectualismo”, en Revista Humanidad Nueva, Buenos Aires, 10 de enero de 1910, p. 30.
- 3Elvira López, El movimiento feminista (Tesis de doctorado), Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Mimeo, 1901, p. 20.
- 4Olympe De Gouges, Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, en Condorcet, De Gouges et al. La Ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el siglo XVII, Barcelona, Anthropos, 2011, p. 160.
- 5[5] Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman en The Complete Works of Mary Wollstonecraft, Nueva York, Delphi Classics, 2010, pp.13-14.
- 6Ibíd.,p. 14
- 7Ibíd.,p. 31
- 8Ibíd.,p. 32
- 9[9] Elizabeth Cady Stanton et al., History of Woman Suffrage, Cambridge, Harvard University Press, 1922, p. 451.
- 10[10] Kyla Schuller, The Biopolitics of Feeling, Durham, Duke University Press, 2017, p. 9.
- 11Zeb Tortorici, “Visceral Archives of the Body”, en GLQ: A Journal of Lesbian and Gay Studies, 20(4) ,2014, p. 407.
- 12Sianne Ngai, “Visceral Abstractions”, en GLQ A Journal of Lesbian and Gay Studies, 21(1), 2015, p. 33.
- 13Ibid., p, 38.
- 14Léopold Lacour, Les Origines du féminisme contemporain. Trois femmes de la Révolution: Olympe de Gouges, Théroigne de Méricourt, Rose Lacombe, París, Lagaran, 2016, p. 88.
- 15Julieta Lanteri, El Hogar, 19 de diciembre de 1924, p. 3.
- 16Sally Gregory McMillen, Seneca Falls and the Origins of the Women’s Rights Movement, Oxford, Oxford University Press, 2008, p. 92.[17] AA.VV., “Por qué pedimos el derecho al sufragio”, en Nuestra Causa, 3(24), junio de 1921, p. 272.
- 17[17] AA.VV., “Por qué pedimos el derecho al sufragio”, en Nuestra Causa, 3(24), junio de 1921, p. 272.